Parece
mentira que quepa tanta poesía en el ambiente de las falsificaciones; esto es
lo que rondaba por mi mente mientras leía esta novela bastante atípica. Puede
ser que la pintura, el arte en general, embellezca todo aquello que lo rodea.
Pienso en algunas imitaciones; lo más probable es que la genialidad no sea
exclusiva de quien hemos conocido siempre como extraordinario. Es posible que
algunos que residen en la sombra puedan recrear una obra mejor que la existente
¿Por qué no es ético llevarlo a cabo? ¿O sí lo es? ¿Y si juzgamos a un artista
por su originalidad y a otro por su perfección? Son preguntas de respuesta,
como poco, polémica, porque van destinadas a que reaccionemos desde la
deontología.
Lo
que no admite ninguna duda es la correspondencia entre la autora, María Gainza y el argumento de La
luz negra; así, al igual que esta escritora porteña recibió por la
novela el premio Sor Juana Inés de la Cruz, que distingue nombres femeninos de
la literatura en español, la trama resalta a varias mujeres importantes por su
talento:
La
narradora, que muestra en su humildad una clarividencia absoluta y una
perseverancia incondicional «La negra
construía distancias tan sólidas que después eran imposibles de acortar. Pero
incluso esa gente algún rastro deja».
Enriqueta,
tasadora de falsificaciones, a quien la narradora sucede en su labor, pues de
ella aprendió a hablar y a entender la pintura y al artista, y con ella se
sintió valorada «mis dos mitades estaban
satisfechas —el lado que buscaba protección, el lado que buscaba aventura—».
La
Negra, de naturaleza controvertida, buena pintora y mejor falsificadora pues se
introducía en la esencia del pintor original «Gambartes, por ejemplo, parecía sencillo pero tenía sus trucos, y por
eso la Negra se ofreció como empleada de la limpieza en la casa del pintor».
Anne
Burrows, escritora a la sombra de su marido que, a mediados del XIX decidió que
iba siendo hora de que la mujer gozase también de justo reconocimiento; por
eso, cuando Gilchrits murió, «Nadie
hubiera podido hacerlo sino yo, le dijo Anne a su editor al entregarle el
manuscrito. “Mientras escribía, el espíritu de Gilchrist estaba siempre
conmigo” […] y ya nadie creyó en lo sobrenatural».
Y
por supuesto Mariette Lydis, retratista de la alta sociedad bonaerense, de obra
y personalidad complejas, pionera en el surrealismo de su pintura, con técnicas
que más tarde se han trasladado a otras artes como el cine o el estilismo
personal.
Estas
cinco mujeres, seis si tenemos en cuenta a María Gainza y la mezcla que ha construido
de forma natural, con lo real y lo imaginario sin marcar límites; todo forma
parte de La luz negra; es difícil
distinguir lo original de la autora y la copia de acciones o personajes. Entre
todas revelan que no hay una verdad absoluta.
Hasta
los museos están llenos de obras que en un momento se pensó que eran auténticas
y luego, al darse cuenta del error, se las quedaron igual por su calidad.
Las
seis mujeres demuestran que su posición ética no cede en ningún momento al
poder, tampoco se dejan tentar por el éxito, pretenden ser coherentes con sus
ideas sobre la belleza en diferentes épocas, y han conseguido por ello el
respeto de quienes las conocieron aunque, en realidad, tampoco buscaban
respetabilidad social sino libertad de pensamiento y acción, y respeto hacia sí
mismas.
En
el estilo de la novela destaca la metatextualidad; no es raro encontrar
alusiones a Rojo y negro de Stendhal,
, al crítico de arte y autentificador Bernard Berenson, al cineasta Orson
Welles, al pintor Benito Quinquela, a la actriz Daryl Hanna o a los
protagonistas de Los chicos del maíz.
Asimismo hay cuentos entre sus páginas, como el del cocodrilo y los animales
del bosque, que aluden a la importancia de la sencillez, porque la verdad
siempre sale a la luz, como en la fábula de Esopo, La zorra y el cocodrilo. Y entre las reflexiones de las
protagonistas se vislumbra la opinión de muchos artistas que consideran el Arte
como algo universal innato a la naturalidad del ser humano, «odiaba la magia y la superstición porque
decía que creer en eso era creer en el poder y el poder era enemigo del arte»,
afirmación que viene a resumir, entre otras, la obra teatral Crimen y Telón, de Ron Lalá.
Si
la protagonista —sin nombre, ¿alter ego
de María Gainza?— actúa en su búsqueda de la Negra, movida por verificar lo que
le contó Enriqueta, las referencias textuales variadas operan como una busca de
la obra total, aquélla que puede completar distintos significados, porque La luz negra revela la verdad del arte,
de la belleza, del amor, del paso del tiempo, de la honestidad, de la alegría.
Toda esta verdad reside en la imaginación, cuyo poder es superior a la
realidad, no es algo que se pueda considerar un bien material. El Arte está
dotado, como la Negra, de contornos imprecisos «se piensa en la Negra y después hay que dejarla ir, porque encontrarla
sería arruinar algo que no logro definir pero intuyo importante».
Este
espíritu indomable es el que María Gainza le ha asignado, en su novela, a la
mujer, al arte, a la vida. La rebeldía de las protagonistas se deja ver en la
estructura de la novela; comienza in
medias res, el final es el presente y los hechos se van sucediendo entre
analepsis, digresiones, transcripción del juicio ¿falso? por estafa, al
industrial argentino Federico M. Vogelius, mecenas que impulsó numerosas
empresas culturales en su país, y el catálogo de pertenencias, subastadas, de
Lydis; a través de los lotes intuimos la sagacidad, el ingenio de la pintora en
su estilo novedoso, «el Highland Princess
parece un huevo de Pascua recién decorado. O una cebra marina», la falta de
romanticismo, su gusto por el reconocimiento, el trauma por los psiquiátricos,
su vida apasionada, la fuerza de su libertad, su indistinta sexualidad «tomó lecciones de francés privadas,
diabólicamente privadas, con la mismísima Palmyre», sus relaciones con toda
la sociedad de comienzos del XIX. La subasta nos hace entender la convivencia
entre su homosexualidad abierta y la más absoluta nobleza decorosa, entre su
alto status y la insurrección a las normas establecidas
RENÉE:
piel morena, labios gruesos. Cuando se fue, esperé su llamado. Yo pensaba:
Teléfono, pequeño dios negro, suena o te estrangulo
La
autora nos mantiene en vilo durante la lectura porque, constantemente, antes de
referir el nombre del personaje, da todos los detalles que lo distinguen, como
si supiéramos de quién se trata. A veces utiliza para ello pronombres anafóricos
y otras, elipsis, sinónimos, hiperónimos o cualquier elemento de repetición,
hasta el punto de que comienza a tratar sobre un personaje y tenemos
consciencia de quién es, con certeza, dos páginas después.
Le
dije de qué quería hablar […]
—¿Cómo
era? ¿Tan linda como dicen? […]
—Tenía
algo de la figura de Lilith […]
—A
mí me interesan sus obras
—A
ella no […]
—Pienso,
ahora, que el cocodrilo era menos un deseo de Óscar que de la Negra
Con
un procedimiento similar al utilizado en El
Lazarillo de Tormes, la narradora protagonista va contando la vida de la
Negra según le refieren los numerosos entrevistados; poco a poco las historias
son más cortas, pues ya nos hemos hecho una idea de cómo era su vida, qué
quería que supiéramos de ella. Las últimas entrevistas no están detalladas, las
contestaciones se solapan entre los interrogados hasta que en la mezcla que
hacen de ella (sádica sexual, con la personalidad típica de los Escorpión, de
afán asocial) llegamos a la verdad «Nunca
nadie pudo verla». Ironía, marca de la autora, que maneja como nadie el
humor en la prosa poética de la novela. Humor y disfrute que no está reñido con
el rigor ni con la melancolía.
El
humor aparece en las pretendidas mentiras «el
publicista llevó un Lydis a vender pero esta vez en la galería le dijeron
“Decile a la Negra que estos no salen más”», en la coquetería innata, en la
estupidez también innata «las frases
hechas le iban bien a la inteligencia de mi tío», al reírse de uno mismo,
al exponer la obviedad que uno mismo no ve «A
los setenta, Lydis se quejaba como la reina Isabel: la vejez la había tomado
por sorpresa», al unir el arte a la cotidianeidad «Las bocas inflamadas anticipan el uso desaforado del botox que cundirá
por la ciudad cincuenta años después». Humor en los tópicos geográficos «Sentí un poco de impresión ante el
implacable cinismo, casi francés de mi amigo» y en las historias bíblicas «También al faraón lo agitaban sus sueños,
pero él tenía a José siempre dispuesto a interpretarlos».
Y
así, con humor y poesía, La luz negra
irradia con claridad el concepto de la mujer y del arte.