domingo, 29 de julio de 2018

YA ESTÁ EL LISTO QUE TODO LO SABE



Una vez terminado Anatomía de la lengua, me apetecía hacer lo propio con Ya está el listo que todo lo sabe. En general no me ha defraudado, si bien es cierto que he localizado algún fallo parcial, como la categoría que asume la palabra «crucigrama». Efectivamente el significado es el de palabras cruzadas, pero no está formada «del prefijo “cruci” [cruzado] y del sufijo “grama” [trazado]», sino que es una palabra compuesta por dos raíces, una de origen latino “cruz” y otra de origen griego “gramma” (escrito, letra). En otras ocasiones, las respuestas al enunciado propuesto no son del todo adecuadas como «El origen de la expresión salir del armario»; todos pensamos que dirá algo así como que tener algo guardado implica que nadie lo vea, por vergüenza o posibles represalias, como si se tratase de algo malo (la homosexualidad no estuvo bien vista en tiempos anteriores), de hecho hay expresiones parecidas que implican aspectos graves o deshonrosos de una persona y cuando no se quiere hablar de ello públicamente se alude a “tener cadáveres en el armario”; pero en Ya está el listo que todo lo sabe no expone nada de esto sino que informa quién fue el primero en utilizarla.

Asimismo hay explicaciones poco convincentes, como el origen de la servilleta. Alfred López lo atribuye (de forma un tanto rocambolesca) a Leonardo da Vinci, aunque existen pruebas de que los griegos usaban la miga del pan para limpiarse y los romanos disponían, además del sudario (para limpiarse el sudor), del mappae, un lienzo que evitaba la suciedad en las manos y en la mesa.

Sin embargo, la mayor parte del libro, está formada por indagaciones que, sin duda, nos entretienen al tiempo que nos hacen reflexionar sobre nuestra lengua. He comentado algunas dudas que me han surgido sobre la lectura pero en general está lleno de curiosidades, en concreto 366, una para cada día del año, que como todas las singularidades está bien leer alguna de vez en cuando. Lo bueno es que no hay por qué seguir el orden establecido sino que podemos elegir la que nos interesa en el momento adecuado puesto que cada una va introducida por una pregunta. Las respuestas, según las expectativas que tengamos, son de diferente acierto, pero ya se sabe, no todo en la vida es pura magia; es interesante razonar por qué, según la Biblia, a Jesucristo lo crucificaron en el monte Calvario, y por qué seguimos empleando la expresión «sufrir un calvario» cuando algo es muy penoso. Calvario deriva del latín calvarium «calavera». También podremos enterarnos de cómo determinadas palabras cambian de sentido siguiendo estrategias de marketing, como ocurre con best seller expresión que hoy podemos encontrar referida a un libro que acaba de salir a la venta.

Aparecen localizados bastantes cambios en el significante y significado de las palabras, por eliminación del significado original, de ahí que el término gafedad (enfermedad relativa a un tipo de lepra y que, a pesar de no ser contagiosa hacía que quien la padeciera se encontrase solo) diera gafo en un principio para los enfermos y hoy por extensión del significado se denomina gafe a quien trae en general mala suerte. Curioso pues, gafe, que alude tanto al masculino como al femenino (volvemos de nuevo al género inclusivo).

Hay términos en nuestra lengua que, de su origen humilde, han pasado a ser insultos a pesar de las buenas connotaciones que tuvieron. Cuando me enteré de la etimología de pánfilo me apené (un poco) al darme cuenta de lo crueles que podemos llegar a ser los hombres (no sólo los niños a la hora de insultar sin piedad tienen la exclusiva). Algo parecido me ha sucedido al saber por qué llamamos panoli a alguien bobo, confiado, es decir por qué panoli y pánfilo son sinónimos viniendo además de diferentes etimologías y lenguas. Otros términos no dan pena, evidentemente, pero son los que mejor ponen de manifiesto que el signo lingüístico no es tan arbitrario como creíamos, si la prueba está en palabras como las anteriores panoli o pánfilo, definitivamente encontramos otras que se llaman así, no por casualidad, sino porque llevan el nombre de su inventor, como el caso de gillette o sándwich.

Ya comenté, al leer Anatomía de la lengua que me pareció fabulosa la evolución de la palabra bikini como prenda de baño formada popular y erróneamente por el prefijo bi–. Ahora, he experimentado un regocijo parecido al enterarme de por qué un bikini es un sándwich caliente de jamón y queso en Cataluña… La elipsis, que ha dado mucho juego en la lengua, y la metonimia, en la formación de palabras.

Otras curiosidades, además de serlo por el hecho en sí, como el alivio que sintió Felipe III al enterarse de que la Venus de Tiziano no había quedado dañada tras el incendio del Palacio Real de El Prado en 1604, sirven para darnos cuenta de lo ignorantes que en general ¿han sido? nuestros gobernantes, o cuanto menos, de la poca importancia que se le ha concedido a la cultura en este país (no desvelo nada, pero si esto ocurrió en el Siglo de Oro, ahora no nos extrañemos de que pase lo que pasa).

Esta curiosidad es mía, pero viene al caso: cuando yo era pequeña, el dibujo, las manualidades, eran consideradas como “marías” (probablemente por asociación con la simplicidad de la galleta que lleva el nombre, o no, pero la respuesta al nombre de las tres Marías que aparecen en la Biblia no termina de convencerme); hoy la educación cuenta con un bachillerato de Artes, que en ningún caso, y sólo en algunos institutos, se le concede la misma importancia que al de Ciencias… Ya se sabe, esos alocados que se dedican a experimentar sensaciones a través de la imagen, palabra o movimiento no merecen la misma consideración que quienes se pasarán la vida en un laboratorio. No quiero alargarme, pero me ha sorprendido lo poco que hemos cambiado con el paso del tiempo.

El ingenio popular, qué duda cabe, ha sido el responsable de expresiones totalmente asentadas y que en realidad son falsas, como la tortilla francesa que no empezó a cocinarse en Francia (o sí) pero sí en España «cuando los franceses» (en el asedio de los franceses a Cádiz a principios del XIX), por la evidente escasez de alimentos que sufrió la época.

Indudablemente también hay leyendas urbanas, o puede que sean ciertas, que consiguen atraer nuestra atención. Al insultar a alguien con el típico «vete a hacer puñetas» creo que casi todo el mundo entiende que se envía a alguien a un trabajo laborioso para que se fastidie y nos deje tranquilos (debe ser bastante entretenido realizar una puñeta por la cantidad de puntillas que lleva); lo que ya no es tan del saber popular es que puede conllevar una mala intención (por ser un trabajo realizado por presas) o incluso una intención sexual (si tenemos en cuenta su significado portugués).

El buen humor popular es el consecuente de que expresiones que tengan un carácter peyorativo como «montar un poyo» deriven de un noble (o instigador) trabajo con el que se ganaban la vida algunas personas.

Es extraordinario el comportamiento de algunos animales, del que debíamos aprender los humanos; lo que llama la atención de las luciérnagas —aparte de saber por qué brillan— es que se iluminan los machos para conquistar a las hembras y sólo las que desean corresponder brillan también, para que ellos sepan a quienes deben dirigirse.

Respecto al nivel semántico (de significado) es interesante saber cómo expresiones que tuvieron su origen en motivos marineros: «aguantar cada palo su vela» en un barco, se extendieron a otros campos hasta deformar la expresión en «que cada uno aguante su vela», dicho, por otra parte, que refleja el egoísmo y la falta de solidaridad de quien lo utiliza.

Por asociación de imágenes puede que los camellos de droga sean llamados así, pues parece que en 1926 «Dicho traficante simulaba ser jorobado y escondía toda su mercancía en una enorme joroba de cartón que llevaba colocada en la espalda, bajo su ropa». Otra palabra que indudablemente adquiere el sentido de una imagen, en este caso del pasado, es «esclava» pues esa pulsera recuerda a los grilletes que llevaban aquellos seres humanos no considerados como tales.

En Ya está el listo que todo lo sabe encontramos asimismo referencias a hechos que damos por sentado, como que los gatos suelen caer de pie. En estos casos las explicaciones suelen ser científicas, pero más vale que no las pongamos en práctica.

También podemos asistir a cómo algunos términos han flexionado de forma que pueden ser confundidos con otros que no tienen nada que ver, como el caso de los «chorizos» palabra que era utilizada en caló como chorí, chorizar o chorar para referirse al ladrón o a robar. Y a por qué algunas palabras derivan directamente del nombre de la persona responsable del significado como es el caso de «onanismo» derivado de Onán. Igualmente existen expresiones metafóricas, como «meterse en un berenjenal» que aluden a lo espinoso de la situación —comparada a las espinas de las hojas de dicha planta—.

En otros casos aparecen leyendas que, aunque contienen parte de verdad, no se sabe a ciencia cierta su integridad, como la desgracia ocurrida cuando, en una reyerta, perdió un brazo Valle-Inclán por un bastonazo propinado por Manuel Bueno; parece ser que no fue un gemelo incrustado en la muñeca la causa del golpe asestado por su contrincante lo que derivó en una gangrena y posteriormente la amputación, sino porque el efecto del impacto causó una rotura ósea imposible de tratar hace más de un siglo. No obstante lo importante es el hecho real producido por la forma de altivez e ironía que el mismo don Ramón quiso granjearse, de ahí que ante la pregunta que muchos le hacían sobre esa pérdida —la de su brazo— él contestaba con fantasías desde que se lo cortó el mismo porque faltaba carne para el estofado, hasta que se lo arrancó un león.

Algunas curiosidades más que peculiaridades parecen chistes, no quiero desvelar mucho; pero lo de menos es que ésta será real, lo que cuenta es que «la enemistad que existía entre el primer ministro británico Winston Churchill y lady Astor, la primera mujer que ocupó un escaño en la cámara de los Comunes» llegó a tal extremo que la leyenda del diálogo mantenido nos hace reír «—Si usted fuera mi esposo, envenenaría su té. —Señora, si usted fuera mi esposa, me lo bebería». Indudablemente los casos más graciosos son los referidos a la política o a los reyes —siempre se habla abiertamente cuando se sabe que no hay nada que perder—; en cualquier caso también disfrutamos con anécdotas como la protagonizada por el ministro británico Disraeli al preguntarle por la diferencia entre una desgracia y una catástrofe y su respuesta fue «Si Gladstone cayera al Támesis y se ahoga sería una desgracia. Pero si alguien lo sacara del agua, eso sería una catástrofe» Lo de menos es por qué le preguntan eso al ministro, lo importante es el ingenio del político —o del pueblo— al inventarlo.

Otras fábulas son difíciles de sustentar, al menos por los escépticos, como la protagonizada por Praxíteles y su modelo (y probablemente amante) Friné; dado que apenas tenemos datos de este escultor griego del siglo IV a. de C., es dudoso que se sepa fehacientemente la conversación entre el artista y la modelo, aunque una vez más sirve para destacar la perspicacia de los humildes.

Destacan acciones que derivan de la lógica, como la de «la cuenta hacia atrás», pero que, muchos de nosotros, no nos habíamos parado a pensar en ello. Al leer Ya está el listo que todo lo sabe nos enteramos de que la nomofobia es el mal que aqueja a la sociedad, mientras que la querofobia es difícil de tratar porque en muchos casos es confundida con la depresión; y de que la fiesta de Halloween proviene «del Samhain, celebración del final de la época de las cosechas y principios del año nuevo celta»; de que las plañideras datan ¡«del antiguo Egipto»! o de que el castizo chotis deriva de «un tipo de polca alemana»

Pues, ¡que disfruten con todas las curiosidades!

domingo, 22 de julio de 2018

ANATOMÍA DE LA LENGUA



Es curioso que, algo que utilizamos constantemente, sea tan poco conocido por los usuarios, o al menos, tan poco reflexionado. Y es más curioso aún que, algo frío, científico, difícil según el término empleado por muchos, como es la lengua, aparezca explicada de forma tan amena, agradable, humorística incluso. Para hacer esto, para tratar sobre la gramática generativa —un hueso en la carrera de Filología, o sobre la relación entre Lenguaje – Pensamiento y Cultura con una sencillez rotunda, consiguiendo que todos lo entendamos, hay que saber mucho. Y eso es lo que demuestra Elena Álvarez Mellado, conocer la lengua (las lenguas) en profundidad, entender el mecanismo que la pone en marcha, que la mantiene y la hace desaparecer porque es un ser vivo y por lo tanto, y como todos, cambiante; algo que titubea en sus comienzos, se maneja con toda seguridad en su periodo de madurez y vuelve a dudar en su extinción. Así nos lo hace llegar la autora de Anatomía de la lengua, libro que debería leer todo hablante —al menos del castellano— para entender por qué habla así y no de otra manera y, sobre todo, para no rasgarse las vestiduras porque un término que nos parece importantísimo deje de serlo, o porque añadamos a nuestra lengua un considerable número de anglicismos, ¡como si no tuviésemos aquí los equivalentes en castellano! Elena Álvarez lo explica con sencillez, tratando siempre a la lengua como lo que es, algo vivo que nos identifica pues forma parte de nosotros en una sociedad determinada, de una época concreta.

Es cierto que es un rasgo esencial de nuestra tradición, de nuestra cultura… por eso el español no nació puro sino formado de una mezcla, a veces siguiendo una norma, otras erróneamente, de otras lenguas que cohabitaron en un momento determinado como el ibero, el celta, el vasco, el latín, el griego… o inventando términos según necesidades del momento.

Si entendemos esto, veremos que determinadas polémicas actuales, que parecen no llegar a ningún sitio, no son tan descabelladas… y lo digo yo que sigo utilizando el masculino como género globalizador, porque así lo manda la RAE y así lo entendí en su momento y así lo asimilé, como algo que no tenía que ver con el machismo sino con una normativa. Pero esa normativa llegó de la mano de los hombres exclusivamente, entre otras razones porque la mujer era poco menos que nada, no podía hacer nada ni disponer de su vida si no era con el permiso paterno o del marido. Actualmente la mujer es libre, tiene entidad propia, lo lógico es que quiera ser nombrada de forma adecuada. Y ahora hay personas que también se han hecho un sitio importante en la sociedad y no se consideran hombre o mujer sino una mezcla de ambos, o son hombres embutidos en un cuerpo de mujer o viceversa… ¿cómo habría que llamarlos? El día del orgullo oí a Carmena en televisión referirse a la multitud como nosotros, nosotras, nosotres; en principio lo vi como una salida simpática; después de leer Anatomía de la lengua creo que no es descabellada la idea de formar un término que nos englobe a todos. Ante la posibilidad de que la RAE pensase siquiera en cambiar la noción de género, tal como pidió Carmen Calvo, vicepresidenta del gobierno, un académico dijo que él dimitiría a lo que, con gracia e ironía, Clara Serra, diputada autonómica madrileña de Podemos, contestó «De los 46 académicos de la RAE solo 8 son mujeres. Queremos agradecer a Reverte que esté dispuesto a dar un paso a un lado».

Pues dejando polémicas actuales “a un lado” nos centraremos en Anatomía de la lengua, un libro fantástico, científico pero lleno de curiosidades, pues si es cierto que tiene una base teórica, lo que predominan son los ejemplos, que dan respuesta a aquellas preguntas que en un momento u otro nos hemos hecho sobre el lenguaje. A lo mejor no se nos había ocurrido, ni la respuesta ni siquiera la pregunta y es entonces cuando más nos admiramos, al ver hasta dónde podemos profundizar. De manera desenfadada llegamos a conocer un poco mejor nuestra lengua y su funcionamiento; por eso el libro es recomendable para todos, yo diría que de obligada lectura, porque todos hemos experimentado un mínimo de intriga al plantearnos por qué hablamos así, por qué la mesa se llama mesa y tiene patas cuando en realidad no posee ninguna. Si construimos algo nos sentimos identificados con ello y sentimos curiosidad por saberlo todo de aquello que hemos logrado, desde una comida hasta la decoración de una casa o la construcción de un parque. Pues la lengua la hemos creado entre todos de forma totalmente democrática «Mientras nos dedicamos a discutir si la palabra empoderar es válida o no y a rasgarnos las vestiduras por los anglicismos que entran en la lengua cada día, nos estamos privando del inmenso placer de observar cómo hablamos y de entender por qué hablamos como hablamos».

A pesar de que la lengua ha ido cambiando según las necesidades de la sociedad que la utiliza, siempre ha tenido detractores del cambio; afortunadamente también defensores, por ello no seguimos hablando en protoindoeuropeo y poseemos un español rico, que sirve para comunicarnos y que hace tiempo dejó de “desfacer entuertos”; a propósito de esto, Álvarez Mellado nos recuerda casos que han debido luchar, incluso en el siglo XIX contra la propia RAE para lograr que sus voces fueran escuchadas: Ramón Joaquín Domínguez realizó un Diccionario General o Gran Diccionario Clásico de la Lengua Española, donde no duda en atacar definiciones que la RAE había propuesto, asimismo «Moliner confeccionó un diccionario que no caía en las numerosas deficiencias de las que pecaba el diccionario dela RAE. […] era una intelectual como la copa de un pino que la sociedad de su época ignoró porque era mujer y de convicciones republicanas».

En cuanto a Anatomía de la lengua recomiendo encarecidamente a los profesores que lean cómo explica cada uno de los niveles de la lengua, algo que a los alumnos les cuesta y Elena Álvarez lo aclara de forma curiosa y sencilla porque siempre trata de la lengua como de un ser vivo «El darwinismo léxico es implacable y solo las verdaderamente adaptadas al medio sobreviven. No obstante, el ritmo de los diccionarios para aceptar palabras es muy inferior a la velocidad del idioma y esto hace que no sean pocas las palabras que viven al margen de la ley diccioneril».

Está claro que si no queremos vivir en una anarquía léxica, como tampoco queremos una anarquía social, debemos atenernos a unas normas. Podemos vivir en sociedad sin problemas (esto es un decir) porque hay normas esenciales que todos hemos de cumplir para que ésta funcione como una estructura perfecta. Es cierto que algunas normas van cambiando, o ya no se tienen por tales, también lo es que hay normas que desaparecen con mejor o peor criterio. Cuando era niña en algunos de mis libros estudié que las mujeres debían entrar a la iglesia con la cabeza y los hombros tapados. Hoy ya no tiene sentido esa norma y —creo, porque lo veo— las mujeres entran a la iglesia con tirantes si es verano o en pantalón corto. Sin embargo también leí que por la acera debíamos caminar por la derecha si queríamos tener preferencia; así cuando la acera era muy estrecha y se cruzaban dos personas siempre bajaba a la calzada aquella que circulaba por la izquierda; esto era de cajón, entre otras cosas porque es el que va por la izquierda quien ve si viene o no algún coche; pues ahora esto no se refleja en los libros ¿se da por sabido? lo dudo, viendo el comportamiento de algunos. Con las normas lingüísticas ocurre lo mismo, por eso le doy la razón a la autora al afirmar que «tener una norma compartida puede resultar bastante útil […] Pero una norma lingüística que genera complicaciones a quien escribe y ningún beneficio a quien lee es una norma absurda que ha perdido su razón de ser».

Sin embargo parece que cada vez tendemos a esforzarnos menos —en todo en general— así si es cierto que debería haber «buenas prácticas para facilitar la accesibilidad lingüística y directrices para redactar textos más comprensibles para todos», también lo es que el analfabetismo antiguo, el que consistía en no saber leer ni escribir, se erradicó a base de trabajo por parte de todos; por la misma razón todos deberíamos esforzarnos en combatir el analfabetismo actual, el que consiste en no entender lo que se lee, así que además de facilitar la accesibilidad lingüística se debería imponer el uso del diccionario porque como la propia Elena Álvarez afirma más adelante «El lenguaje conlleva un grado de abstracción tal que está ligado a la evolución y al desarrollo de las habilidades cognitivas típicamente humanas».

Es cierto que no debemos hablar como queramos porque somos una comunidad que refleja su pensamiento a través del lenguaje y, entre otras razones, si cada uno hablase como quisiera se lo pondríamos muy difícil a aquellos extranjeros, o nativos, que sintieran necesidad de aprender nuestra lengua «asomarnos a otra lengua es una manera fascinante de admitir cómo entienden el universo otros humanos»; de ahí que, por ejemplo, la expresión de la dirección sea diferente en lenguas distintas, nosotros nos ubicamos delante, detrás, a la derecha a la izquierda, pero «el gungu yimithirr tiene dirección absoluta» (según los puntos cardinales). Tampoco los colores fragmentan el continuo cromático de la misma manera en todas las lenguas «en el vietnamita hablan, para distinguir, de azul cielo a azul hierba», pero no nos equivoquemos, este hecho, así como el de diferentes sistemas numéricos, en base 10, en base 2…, diferentes usos verbales o diferentes clasificaciones del género no implica que unas lenguas perciban el mundo de manera más perfecta que otras (por ahí empezó la convicción de la supremacía nazi); todos percibimos lo mismo y «en cualquier momento podemos crear nombres nuevos si la situación lo requiere». La autora constata esto con multitud de ejemplos, y siempre con buen humor, sobre la formación del castellano: «la palabra carpintero es […] mitad celta, mitad latina» al igual que «cerveza», «Segóbriga […] ejemplo de palabra celta […] El nombre de Segovia es una variante de la misma palabra».

Multitud de anécdotas curiosas como por qué «lacónico» significa parco en palabras, por qué usamos los helenismos «mamotreto», o «troyano» como virus informático. Palabras de diferente origen que se han quedado con nosotros como tahona (del árabe) y panadería (del latín). Por qué expresiones correctas como el ungüento árabe «atutía» quedó por expresión popular en «no hay tu tía». Por qué ya consideramos como nuestras canoa, tomate, cacahuete, colibrí y tantos otros americanismos, o nadie se para a pensar que partitura, adagio, batuta o contrabajo son italianismos, que capicúa es un catalanismo así como cantimplora, o que zurrón, izquierda, órdago, y —posiblemente— guiri sean préstamos del vasco.

Está claro que todo esto contribuye a que «la lozanía de una lengua sea su capacidad para generar nuevos elementos que recojan cualquier realidad».

Pero las lenguas no sólo nacen sino que como piezas de “lego” crecen con prefijos y sufijos que hoy han fosilizado (como en la palabra menisco, o en anterior, y están dispuestas a recibir nuevos prefijos y sufijos —anteriormente) «El sufijo fósil –érrimo […] restringido a unos cuantos superlativos latinizantes de postín como libérrimo, paupérrimo […] parece estar volviendo del más allá cual trilobites resurrecto y al que a fuerza del uso festivalero por parte de los hablantes se le oye respirar […] tontérrimo, guapérrimo…».

Elena Álvarez Mellado explica la lengua como algo divertido, de forma lógica y asequible; algo que nace, crece, madura o se transforma (ya no decimos televisión o supermercado sino tele y súper, ya no empleamos las locuciones «si quiera», o «en seguida»” sino que se han transformado en los adverbios «siquiera» o «enseguida» bien por causas lógicas o por desconocimiento, de ahí que la palabra simple bikini, por desconocimiento y pensando que estaba formada con el prefijo bi– diera «trikini, monokini, microkini […] hasta es posible dar con un minoritario cerokini como sinónimo de nudismo»); y como todo ser vivo, muere, de ahí que nuestra castiza pardiez (realmente adaptación francesa de par Dieu) ya haya quedado obsoleta.

Pero si tenemos en cuenta todo lo dicho (y mucho más que encontramos en Anatomía de la lengua, no hablaremos más de lenguas muertas; «Quizá […] el latín es una lengua zombi: está muerta porque ya no se habla, pero de alguna manera sigue muy activa».

Visto, o leído esto, me queda recomendar, además de su lectura, que pasemos por la web molinodeideas.es, un proyecto interesante, de donde ha salido éste y otros libros, para los que sintamos curiosidad por la lengua, acentuación, morfología, sintaxis, formación de palabras, blogs de eventos o cursos. Puede que así razonemos algo más antes de ser tan categóricos en admitir o no sugerencias que la colectividad de hablantes viene pidiendo —y usando— durante bastante tiempo.

sábado, 14 de julio de 2018

LA DESAPARICIÓN DE STEPHANIE MAILER



No puede ser que cada vez que lea un libro de este autor me ocurra lo mismo, me encanta; el siguiente me gusta más que el anterior, y me hipnotiza tanto que deseo enormemente poder escribir como él. Sus historias, una vez leídas las novelas, son sencillas, quiero decir que los asesinatos o lo que ocurra, tienen sentido y, además, son de resolución bastante lógica; pero hasta llegar ahí has de pasar, en este caso, por 650 páginas complejas para enterarte de quién es el asesino, cuáles son los motivos que lo llevan a ello y qué relación tienen todos entre sí, asesino, asesinos, asesinado, asesinados. No quiero revelar mucho porque La desaparición de Stephanie Mailer hay que leerla. Desde la primera página queda atrapado el lector y no puede parar. En concreto, a mí me ha fastidiado tener que dejar el libro para atender otros asuntos o porque me dolía la cabeza debido al tiempo empleado en la lectura, ya que como son alrededor de cuarenta personajes, y en principio todos parecen culpables, además de que van apareciendo de forma totalmente conveniente —o aleatoria según se mire—, tuve que ir tomando notas de quién era cada uno, qué filiación o relación tenía con el anterior y por qué aparecía en la novela. Si no, es imposible, al menos yo soy incapaz de ir recordándolos a todos en todo momento. Con La desaparición de Stephanie Mailer me ha pasado algo parecido a lo que me ocurrió hace ya muchos años, cuando leí Cien años de soledad; con la novela de García Márquez me fui haciendo un árbol genealógico para entender mejor la trama y con la de Joël Dicker, he ido anotando la relación entre los personajes y las causas de su aparición para enterarme bien; no quería que se me escapase ningún detalle. En realidad me podría haber ahorrado algo de ese trabajo pues el autor ha tenido la deferencia de colocar al final la lista de los 31 personajes principales y su cargo. No obstante no me arrepiento de mi trabajo pues me ha permitido observar casi con lupa todos los movimientos y entender a la perfección el final, incluso sentir cierta empatía hacia el asesino, o hacia alguno de ellos.

Antes de criticar esta novela, que creo que lo voy a hacer con una palabra, ¡Formidable!, quiero comentar algo que me ha llamado la atención, y que, curiosamente está al final de la misma, una vez que hemos descubierto lo ocurrido. Hay dos personajes que se unen para estrenar La noche negra de Stephanie Mailer, uno como autor de la obra y otro como director. La representación es un fracaso y ante ello, el crítico-autor opina «Lo que no tiene éxito es forzosamente espléndido, palabra de crítico». Esto es completamente falso, la prueba la había dado este mismo personaje, al principio de la novela, cuando pasa de ser un crítico admirado a alguien a quien nadie lee porque todos se han dado cuenta de su proceder, «cogió la última relación de libros más vendidos de Nueva York, fue subiendo la lista con el dedo hasta el de mayores ventas y escribió un texto asesino sobre aquella novela lamentable que ni siquiera había abierto»; de hecho en una entrevista ya se lo dicen «hay algunas malas lenguas que afirman que los críticos literarios son escritores fracasados […] —Sandeces, querida amiga […] nunca he conocido a un crítico que soñase con escribir…». Esta ironía imagino que es un guiño de Dicker a las críticas que reciben algunas obras literarias de aquellos que se limitan a juzgarlas, la mayoría de las veces sin saber cómo. Si no, no se entiende, él mismo es la prueba, con 33 años es un éxito de ventas porque, creo, hoy tiene pocos rivales que puedan hacerle sombra.

No quiero atribuirme el cargo de crítica literaria, sería algo desorbitado, pero es cierto que algunos alumnos me han preguntado por qué no escribo un libro; alguna vez me lo he propuesto, y siempre he terminado por verlo imposible, o la historia era demasiado obvia, o los diálogos poco profundos, o me quedaba en blanco. Sin embargo al juzgar las obras de los demás sí reconozco, casi siempre, cuándo son buenas, y no tengo ningún problema en afirmar que me gustaría estar en el lugar del autor, que todo eso hubiese salido de mi mente. Por eso, cuando veo que hoy escribe “cualquiera” no lo soporto, me ocurre algo parecido al sentimiento de Otrovski ante la novela de Alice

Alice se escondió en el armario del despacho justo antes de que Otrovski llegara […]

—¿Le he hecho algún daño sin querer, Steven? […] Si es así le pido disculpas […]
—¡Porque tiene que guardarme mucho rencor por algo para imponerme semejante lectura! Y por si fuera poco, aquí estoy perdiendo aún más tiempo en comentarla […] Sueña con ser escritor, ¿no es así Steven?

—No, no soy el autor del texto –le aseguré.

—[…] Hasta un mono lo haría mejor. Hágale un favor a la humanidad ¿quiere? No siga por ese camino. Pruebe a pintar, quizá. O a tocar el oboe.

No voy a ser tan categórica como Otrovski, pero estamos rodeados de verdaderas obras de arte (aunque haya gustos para todo) y es una pena perder el tiempo con mediocridades.

Dicho esto queda confirmado que a mí me hubiera gustado realizar una obra maestra y que Jöel Dicker es un artista, es más, yo diría que es un genio. Ahora veremos por qué.

El lector es incapaz de encontrar al culpable hasta que no llega casi a la última página; es cierto que, una vez leída la novela, si empezamos de nuevo, nos damos cuenta de que hay tantas pistas para descubrirlo que parece imposible no haber caído en la cuenta, a no ser porque cada vez que aparece un personaje diferente encierra ciertos intereses para que continúe o cese la investigación, que lo muestran como sospechoso. Llegamos a recelar de los vecinos, de los periodistas, de los políticos y de la propia policía. La pregunta constante es ¿por qué?, ¿qué relación hay? y, como si fuera un puzle, el propio asesino es quien da forma a todo y nos presenta las piezas unidas en una secuencia tan coherente que no podía haber sido otra. Creo que es el mayor acierto de Dicker, enredar fechas, lugares, personajes, acciones durante seiscientas páginas para esclarecerlo en unas pocas y que los lectores conozcamos a la perfección a los integrantes, no sólo a los asesinados o a los asesinos.

Todos son importantes porque de esta manera percibimos cómo es la sociedad, sus integrantes, sus reacciones y consecuencias: el que ha sido alguien en un momento y ahora no es nada porque no era tan bueno como creía pero tiene un precio como casi todo el mundo,

—¿Quiere que le mienta descaradamente a la prensa ensalzando una obra que nunca he visto?

—[…] A cambio lo acomodo esta misma noche en una suite del Palace del Lago hasta que termine el festival.

—¡Choque esos cinco, amigo!

Una sociedad formada no sólo por buenas personas «un hombre simpático, afable, que procedía de buena familia. Un vecino activo y comprometido. Tenía un restaurante. Miembro del cuerpo de bomberos voluntarios», o buenos profesionales «—Bueno, pues ten la bondad, a pesar de todo, de ir a vaciar un cargador en el polígono de tiro antes de andar por ahí con ese trasto en el cinturón. Señores, rematen esta investigación pronto y bien». En La desaparición de Stephanie Mailer aparecen todos aquellos perfiles que cada vez más pueblan las ciudades actuales: corruptos «la cuenta en que se ingresaba el dinero: era una cuenta diferente, también del señor Gordon, pero abierta en nuestra sucursal de Bozeman, en Montana»; mafiosos «—Todo el mundo tiene que saber que el alcalde Gordon es un criminal. —Júrame que no dirás nada, Megan ¡Cerrarán las empresas, condenarán a los directivos, los obreros irán al paro […] Gordon es muy hábil. Mucho más de lo que parece»; egoístas «Entre el hallazgo del cadáver de Stephanie y el anuncio del alcalde de que se cancelaban los fuegos artificiales del Cuatro de Julio […] Delante del edificio municipal un grupo de manifestantes, todos ellos comerciantes de la ciudad, se había reunido para pedir que se mantuvieran los fuegos artificiales»; cobardes «Tuve miedo, capitán. Y me sentí avergonzado […] Era la primera vez que decía que tenía miedo»; manipuladores «—[…] Tú ya has conseguido que echase a Stephanie y la cabeza de Otrovski. ¡No pretenderás diezmarme la revista, digo yo! Alice lo fulminó con la mirada y luego exigió un regalo»; chantajeados «¿Cómo había llegado a aquello? ¿cómo se veía a los cincuenta años liado con aquella chica?»; celosos «—La investigación es secreta, ¡y un cuerno! Estoy segura de que Natasha está enterada de todo»; acosados «Había sido una buena alumna, muy capaz, ambiciosa y querida […] Todo cuanto había querido lo había tenido. Y luego había llegado Tara Scalini y la tragedia posterior»; los que anteponen su posición al plano humanitario «¡Si corre el rumor de que anda rondando por aquí un asesino, la temporada de verano se va al carajo! ¿Se da cuenta de lo que esto supone para nosotros?»; los estúpidos «¡Qué bien había hablado! ¡Qué interesante era […] En pocas palabras había resumido la decadencia de la humanidad. ¡Qué orgulloso estaba de que su pensamiento fuera tan ágil y su cerebro tan portentoso».

No cabe duda de que la sociedad queda diseccionada, porque no solo existen estas personas en Orphea, son personajes universales de hoy, de ahí que vivamos en condiciones cada vez más engañosas, menos seguras, más hipócritas.

Por eso aparecen, asimismo temas tan actuales como el de la paridad en los trabajos, «La única razón de que estés aquí es que el alcalde Brown, con sus condenadas ideas revolucionarias, quería a toda costa nombrar a una mujer en la policía […] historias de diversidad, de discriminación y de no sé qué más gilipolleces», o la efectividad real de los psicólogos, tan demandados y en los que dejamos caer toda la responsabilidad, sin tener en cuenta que los primeros que tenemos que implicarnos, en los problemas que nos afectan somos nosotros «Cuando hablamos de eso en la sesión fue porque Dakota se quejaba de que registrabas su habitación para buscar droga. Lo que dijo el doctor Jern fue que convirtiéramos su cuarto en un espacio propio que respetáramos, que implantásemos un principio de confianza».

Y por supuesto, el poder del dinero, por encima incluso de los sentimientos supuestamente más profundos. Parece que hasta el dolor más insoportable puede desaparecer con una bonita suma por medio «la incitación al suicidio podría considerarse homicidio […] te enfrentas a una pena entre siete y quince años de cárcel. A menos que lleguemos a un acuerdo con la familia de Tara […] Quieren nuestra casa de Orphea […] —Pues suya es entonces —dijo mi padre—.»

Ante este panorama no es de extrañar que la sociedad funcione mal, se ha deshumanizado y, si nos fijamos, el dinero, el afán de poder es el desencadenante.

El narrador es excepcional, o mejor dicho los narradores, porque la novela está escrita mediante una polifonía narrativa que favorece el entendimiento de lo sucedido durante veinte años en Orphea. La voz de Jesse Rosenberg es la que relata el presente, veinte años después de, aún muy joven, resolver su primer caso, que le trajo tanto la gloria como la desgracia. Su compañero, Derek Scott relata lo ocurrido en 1994 cuando ambos resolvieron el asesinato múltiple de Orphea.

Pero nada es lo que parece y Stephanie Mailer da la voz de alarma, de forma que Jesse (a punto de jubilarse con 45 años) y Derek, retoman el caso junto a Anna Kanner, la tercera voz narrativa, subjefa de la policía de Orphea.

Pero entre estas voces narrativas encontramos las de otros personajes que van apareciendo y que aportan, junto a un narrador ocasional en tercera persona, mayor tensión a la lectura sobre todo porque dan pie a una serie de diálogos impactantes, llenos de ironía, humor incluso, o tragedia; verdaderos protagonistas de la novela pues la hacen dinámica, adictiva, de ritmo apabullante que no desaprovecha el autor para conseguir el retrato evolutivo de una sociedad.

Podría alargarme aportando ejemplos de ese humor, de las descripciones, justas pero acertadas, pero no quiero desentrañar nada más. Leer a Dicker y disfrutar con él es una obligación personal.

domingo, 1 de julio de 2018

DONDE FUIMOS INVENCIBLES




No había leído nada de María Oruña, pero al ojear la contraportada me lancé; siempre me han gustado las historias de misterio, la novela policíaca, el género negro y, además, a pesar de no creer en otra vida que no sea ésta, o en transformaciones del alma o espíritu, he de confesar que me he sentido atraída por los fenómenos paranormales percibiendo, según la época en la que me encontraba, miedo, curiosidad o deseo de que existieran, pero científicamente está comprobado que no; que no existen otras experiencias al margen de las racionalmente verificadas, como movimientos psicológicos que crean efectos ideomotores, visiones alucinatorias producidas por un déficit en el estado mental, presencia de iones en la atmósfera, corrientes de aire, cambios de temperatura o escapes de monóxido de carbono, sobre todo en calderas antiguas, que pueden producir desde dolores de cabeza hasta la muerte, pasando por alucinaciones. No obstante aun sabiéndolo me gusta leer sobre todo esto, e imaginar que en determinados momentos pudiera ocurrir algo extraordinario. Así pues, novela policíaca y asunto paranormal prometía todo un reto. Por eso he leído Donde fuimos invencibles y he de confesar que me ha costado trabajo analizar la novela porque, de entrada no la calificaría como negra o policíaca; es verdad que hay dos muertos nada más empezar y es cierto que el caso lo lleva la teniente Valentina Redondo, pero en realidad no es ella quien lo resuelve sino un cúmulo de casualidades en las que una serie de personajes se ponen a investigar, cada uno por diferentes motivos. Así pues, no se me ocurría cómo indagar en esta historia, pues ni siquiera se ajusta a las normas que en 1926 S.S. Van Dine dio para escribir una novela policíaca, todas ellas cumplidas a rajatabla en El caso del asesinato de Benson. De hecho el lector se pierde en ocasiones leyendo largas explicaciones del narrador que deberían poder deducirse de los hechos «Cuando el escritor se quedó a solas, intentó evaluar su situación. Quizás aún estuviese a tiempo de encarrilar su vida […] Pero no, quizás no abrió ella la puerta. Tal vez fuera él quien la había dejado así la noche anterior […] Todo tiene un origen, y lo que somos, nuestras cualidades y vergüenzas no es más que el resultado del andamiaje que nosotros mismos hemos construido…»

De hecho el lector queda decepcionado en más de una ocasión; durante todo el argumento se presentan e indagan en dos asesinatos por lo que vamos buscando la relación entre ambos, cuando en realidad se trata de un crimen, que se comete casi de casualidad.

No estamos ante una investigadora seria, o si lo es, no lo percibimos pues la novela está estructurada en tres subnarraciones, de forma que conocemos casi mejor la vida de la teniente y la de todo el pueblo que los pasos dados para la investigación de los hechos. Podemos diferenciar tres historias con tres narradores distintos. En un intento metaliterario Carlos Green escribe en primera persona protagonista El ladrón de olas, novela autobiográfica en la que predomina la evidencia, en ella lo cuenta todo incluso aquello que se sobreentiende «Al final, me había dejado, pero no me constaba que tuviese nueva pareja y tampoco había tenido hijos […] ¿Y si fuese yo, con mis delirios existenciales?».

La segunda historia es la de los muertos aparecidos en el palacete de Carlos Green (quien por otro lado nunca es sospechoso de nada).

Y la tercera es la que protagoniza el profesor Machín al dar un curso de sucesos paranormales. Estas segunda y tercera se unen cuando Green contrata a los alumnos del curso como investigadores  sobre diferentes sonidos, sombras y movimientos que ocurren sin más en su casa. Por supuesto el alumno convencerá a Machín para que acuda al lugar a cerciorarse de que es verdad o si por el contrario existe alguna explicación científica. El narrador de estas dos historias es omnisciente a veces, otras simplemente utiliza la tercera persona, lo cual resta emoción a la historia que, aprovechando los tres focos, podría haber adoptado una polifonía narrativa más enriquecedora; porque en general, a Donde fuimos invencibles le falta ritmo; más que suspense está plagada de sentimientos «Me acerqué y la besé en los labios con pasión, entregado. Al principio, me devolvió el beso, pero terminó por apartarme», o de explicaciones científicas, que aunque no venga mal enterarnos del por qué de las sensaciones paranormales, tanta ilustración le resta tensión a lo que luego va a ocurrir a posteriori: «McCraty, con un simple magnetómetro, midió el campo magnético del corazón […] es cinco mil veces más potente que el del cerebro […] nuestro cerebro es un instrumento físico y eléctrico que podría contar con suficiente potencia como para ocasionar efectos sorprendentes […] En los años noventa, un joven se dio cuenta de que, siempre que pasaba ante una farola de un parque, esta se apagaba».

No sólo datos científicos, la aventura cuenta con alusiones directas a otras obras de la novela negra, El resplandor, Diez negritos «Se preparó para recibir al que parecía perfilarse como el octavo negrito», El guardián entre el centeno, Otra vuelta de tuerca «La historia de fantasmas más rara que yo he leído, la verdad, de Henry James. Al final no sabes muy bien si los fantasmas existen o no, o si es que la institutriz está como una cabra». ¿Por qué  estas menciones y no simples guiños? No deja nada a la imaginación del lector ni lo obliga a esforzar su cerebro. No creo que la autora  intente compararse, al citarlos, con Stephen King, Agatha Christie o Henry James, más que nada porque a Valentina Redondo le falta carisma «—Tienes razón, es una posibilidad. No sé cómo no se me ha ocurrido antes. Y él más que nadie tiene que saber qué hay en este palacio […] Valentina suspiró y movió la cabeza en señal negativa —No lo sé, Riveiro, no lo sé. Pero, de momento, todo son divagaciones; vamos a centrarnos y a hablar con el escritor, ¿de acuerdo?» (Teniendo en cuenta que la novela tiene 414 páginas, que piense en centrarse en la 247 le quita algo de interés).

Finalmente Valentina descubre al culpable mediante una asociación de palabras de palabras del profesor Machín con otras dichas por el profesor de surf y otras del propio Carlos Green; es decir, el caso se resuelve por casualidad; de hecho, es el novio de Valentina, Oliver, quien queda como el héroe de la historia. Por otro lado el lector anda, o continúa, perdido pues el asesino no tiene un papel relevante, no estamos familiarizados con él por lo que desviamos nuestra atención, es la persona menos interesante de todos los personajes, de ahí que el enigma se pierda a lo largo del argumento (o los argumentos), plagado de cuestiones secundarias que empiezan a atraernos y a las que luego se les saca poco partido (el caso de Muriel, la médium, está desaprovechado según mi opinión); las clases de Machín y sus alumnos podrían haber servido exclusivamente para resolver los asesinatos si hubiera predominado la fantasía sobre la razón y, en cuanto a Carlos Green creo que es el verdadero protagonista, quien tiene verdaderos altibajos en su vida de los que nos enteramos, de forma velada desde el comienzo de la novela «había lanzado incontables piedras en demasiados charcos equivocados […] y ahora […] había aparecido aquella mujer. ¿Se estaría volviendo loco?» «—Señor Green, disculpe, pero… ¿con quién habla?», y al que salvan entre Oliver y Álvaro Machín.

En cuanto a la prosa utilizada es sencilla a menudo. Los diálogos pretender ser rápidos, aunque a veces pequen de bromas que, en realidad no vienen a cuento, dejando entrever una personalidad algo infantil, por despreocupada, de Oliver:

Dígame Matilda …
—… Mire no sé si es importante o no, pero desde luego es raro, así que he preferido contárselo.
—Si algún huésped ha pedido sangre para el desayuno y tiene unos colmillos muy exagerados, le advierto que tenemos ajos en la despensa
Asimismo aparecen expresiones un tanto ingenuas, sobre todo teniendo en cuenta que vienen de una policía

—No sé quién es la princesa Soraya —reconoció Valentina bostezando
—Ah, pues la exmujer del Sah de Persia, lo he visto en internet
—¿Todo eso está en internet?
—Como lo oyes …

(Y yo me pregunto ¿de qué época sale Valentina?)

En otras ocasiones, la mayoría de las intervenciones del profesor Álvaro Machín por ejemplo, o las de Clara, la forense, son casi estrictamente técnicas

—Ah, eso. Pues verás, es que los ojos tenían el signo de Somer-Larher.
Valentina enarcó las cejas, evidenciando que iba a necesitar una explicación más detallada.
—El signo de Som… bueno da igual. Cuando un cadáver ha tenido los ojos abiertos, al perder hidratación sobre el deceso…

Determinadas explicaciones a una policía investigadora resultan exageradas pues ésta se supone familiarizada con términos a los que se enfrenta a menudo, por lo que dichos diálogos son esclarecimientos dirigidos al lector que restan agilidad a la trama.

 Es una pena que durante la lectura no percibamos lo que afirma el narrador

—Valentina —le cortó Clara, acostumbrada a que la teniente Redondo trabajase de forma acelerada—

De vez en cuando la narrativa es algo engolada, con un vocabulario no demasiado actual, casi en desuso

Pensó con nostalgia que la juventud era pura energía, un tesoro inigualable. Después, en la senectud, ya sólo éramos destellos de aquello que antaño había brillado tanto.

Y en determinadas ocasiones el narrador pretende argumentar, apoyándose en la autoridad, para seguir utilizando un léxico culto plagado de metáforas «Hay antropólogos que afirman […] Su relación con Oliver había suavizado las aristas protectoras de su propio carácter, que durante su juventud se había forjado con muros férreos y casi inexpugnables. Qué curioso: ahora que se había librado de parte de sus gélidas corazas…»

Por último, puede que no sea fallo de la autora, pero creo que cada vez se concede a la gramática menos importancia, por eso me atrevo a comentar algún equívoco en la nomenclatura pues «JACRIAMO» no son «las siglas de Jane, de Cristina que era su hija… y de Amo, el apellido de su marido» sino el acrónimo.

Y algún error de puntuación «—Oye, ya he visto al juez ese casi adolescente que ha venido al levantamiento» (la aposición explicativa debería ir entre comas) o de ortografía «El tiempo justo para echar un quiqui y ala, para casita» (¿y la h, esa incomprendida?).

Por todo esto, no creo que sea una verdadera novela negra, podría ser una novela juvenil, tan prolija en explicaciones para adoctrinar a los adolescentes, que por otro lado deberían informarse en los libros adecuados. La literatura está para soñar.