De
nuevo un alumno me sorprende. Benjamín, de segundo de Bachillerato, tuvo a bien
regalarme, para el Día del Libro, El rastreador de conchas. Es cierto
que le tocó en el sorteo que hicimos para el amigo invisible, pero no cabe duda
de que él también ha rastreado hasta dar con aquello que sabía me iba a
interesar. Aborrezco la violencia, desprecio la mentira. Nunca me han gustado
pero ahora, desde hace un tiempo, estoy especialmente sensibilizada con ellas,
encuentro muchas mentiras y violencia a mi alrededor. Cuando empecé a leer El rastreador de conchas hacía casi un
mes que me lo había regalado Benja, pero otras obligaciones (todas relacionadas
con mi profesión), me impidieron leerlo hasta no terminar con lo que llevaba
entre manos.
¡Gracias
Benjamín! No conocía al autor, no había leído nada de él y me ha encantado;
encima está publicado este año, aún mejor para recomendarlo a todo el mundo. En
esta sociedad marcada por la envidia, por la apatía, por la falta de esfuerzo,
por la violencia gratuita, hay que leer a Anthony Doerr y sentir que el ser humano puede volver a ser eso, ser humano.
He
encontrado en estas páginas la huella de Hemingway en la descripción emocional
de los seres vivos, de la naturaleza y, sobre todo, de dos tipos de personas,
unas llenas de emociones primitivas, casi siempre mujeres valientes como Naima
o Bella, la maestra del 4 de julio, Griselda e incluso su hermana Rosemary,
valientes desde la adolescencia como Dorotea, valientes desde sus visiones
maravillosas como Mary y valientes desde el agradecimiento como Selma; y otras
personas que buscan ante todo sus necesidades afectivas y encuentran algo o a
alguien que los hace triunfar porque no permite que fracasen, aun al abandonar
lo que había sido su forma de vida.
El
estilo de Doerr es realista, a veces duro; con escasas descripciones conocemos
a los personajes, que consiguen en su mayoría transportarnos a una realidad
algo idealizada, pues al estar en contacto continuo con la naturaleza dejan
rastros del realismo mágico. Y es en este realismo donde la pluma de Whitman
aparece reflejada, al menos, en ocasiones podemos observar a ese dios que
reside en el alma de cada uno, en la conciencia individual sin jerarquías, en
la democracia absoluta entre todos los seres que pueblan la tierra, hombres,
animales o plantas.
Como
Hojas de hierba, El rastreador de conchas es una obra épica sobre la muerte, la
sexualidad, la vida, la unión de todas en un constante fluir, unas se acaban
para dar paso a otras. Nosotros estamos aquí para disfrutar, sentir cada una en
su momento.
El
rastreador de conchas está formado por ocho cuentos, yo diría ocho relatos,
pues los personajes están tratados en profundidad, no son personajes tipo, sino
seres de carne y hueso que sufren, se equivocan y gozan, sobre todo gozan con
la cantidad de maravillas que nos rodean y no sabemos encontrar.
Si
tuviera que caracterizar las 233 páginas del libro con una palabra sería
musicalidad.
El
ritmo es fantástico. Es cierto que al ser historias cortas parece que vas a
poder leerlas con facilidad, sólo por ser cortas; nada más lejos, la cadencia
de las palabras, la mezcla de vocabulario técnico y usual, las expresiones
poéticas consiguen llenar las páginas de un lirismo absoluto, nacido del
sentimiento más profundo del autor.
Doerr
ama a sus personajes y los envuelve, como los grandes de la literatura, en un
halo misterioso que se forma de sueños, de predicciones que ellos mismos
realizan para profundizar en lo básico de la naturaleza humana, en lo inusual,
en aquello a lo que nunca, o casi, prestamos atención, pues sobre todo ahora,
nos dejamos llevar por el poder contradictorio de la tecnología, en vez de
seguir esos impulsos nimios que conectan con el medio.
El rastreador de conchas es el relato que da título al libro.
El protagonista se mueve con facilidad por un entorno escarpado y difícil; sus
grandes conocimientos sobre el mar y los animales que viven en él no pueden
venir sólo de vivir allí. Entonces nos enteramos de que el rastreador era un
niño de Canadá que se quedó ciego de pequeño, y el médico que se lo confirmó le
enseñó a aprovechar los sentidos que le quedaban, así descubrió una concha al
tacto. Aprende braille, lee, estudia biología, pero nada lo satisface, hasta
que a los 58 años, ciego y solo, se aparta a una cabaña en una playa de Kenia
y, como si de un nuevo Tiresias se tratase, actúa como mediador entre la tribu
y la naturaleza, hasta que es tomado por un curandero. Un periódico importante
quiere hacer un estudio sobre sus costumbres pero es atacado por el veneno de
un cónico que lo paraliza durante el tiempo suficiente para que se vayan todos
los medios de comunicación que habían llegado y él pueda seguir con su vida
sencilla, admirándose a cada momento de que sólo el pleno contacto con la
naturaleza nos haga conseguir el respeto necesario para vivir, porque todos nos
igualamos en ella
«Antes
de una hora dejó de respirar, el corazón dejó de latir y murió. El rastreador
de conchas se arrodilló en la arena y se quedó sin habla. Tumaini (la perra),
aterrorizada, se tiró sobre las patas observándolo. Lo mismo hicieron los
chicos detrás de ellos, acuclillados con las manos en las rodillas.
La
historia La mujer del cazador es un relato bello pues representa la
inmersión total en el ser humano, en tu pareja hasta entenderla; no importa que
cueste veinte años conseguirlo o toda una vida. El relato empieza in medias res, cuando el cazador sale
por primera vez de Montana y se dirige a Chicago para ver la actuación de su
mujer, de la que se había separado 20 años antes. Una vez en la actuación, el
lector queda informado, mediante analepsis y prolepsis de lo que sucedió cuando
se enamoraron y de la nueva vida de su mujer.
Durante
la historia, las relaciones personales en la civilización se cosifican o quedan
ocultas por intereses diferentes «Él le
tomó la mano, una cosa pálida, huesuda, ingrávida, como un pájaro sin plumas».
Si tenemos esto en cuenta podremos asegurar que el mal en estado puro no
existe, sólo tiene que ver con las circunstancias y lo que para algunos es
dolor o incluso la muerte, para otros es renacer.
¿Se
puede cambiar el punto de vista, de forma que encontremos vida incluso en la
muerte? La mujer del cazador experimenta tal empatía con aquellos que la rodean
que es capaz de sentir sus experiencias, alegrías y temores y pasarlos, como en
una cadena eléctrica, a otros que estén presentes.
Al
final no se sabe muy bien quién está experimentando la sensación y cuál es la
de cada uno, pues todo se confunde «La
primera vez que hicieron el amor, ella chilló tanto que los coyotes se subieron
al tejado y aullaron por el tubo de la chimenea. Sudaba y dejaba escapar trinos
continuados en distintos tonos. Los coyotes carraspearon y soltaron risas la
noche entera».
Ella
empatiza con todos, hombres, animales, pero debe lavar las manchas de sangre
que trae su marido de las cacerías y sufrir las pesadillas que éste mantiene
con lobos, por eso se va, intenta llevar felicidad a otros rincones del
planeta; escribe libros dedicados a los animales y enseña a entender la muerte «tan definitiva como la hoja de una espada
clavada en el corazón. Pero la naturaleza de la muerte no es en absoluto
definitiva; no es un acantilado oscuro del cual saltamos [...] No es más que
una transición, como tantas otras». Veinte años después, el cazador lo
entiende y al verla actuar no le dice nada, «finalmente,
extendió la mano para alcanzar la de su mujer».
Tantas
oportunidades es
un canto a la esperanza a pesar de paralelismos que anuncian un tiempo circular
premonitorio, del que no podrán salir «Llegan,
retroceden. Llegan, retroceden». A pesar de la amargura que nos rodea «Mentiras. Tu padre no sabe nada de barcos.
Ha trabajado toda la vida como ordenanza. Le miente a todo el mundo. Incluso a
él mismo» Lo que nos rodea nos da constantes oportunidades, hay que saber
distinguirlas y para ello nada mejor que aunarnos, formar parte, integrarnos en
nuestro entorno hasta conocerlo y sólo así llegar a amarlo pues nos sentimos
parte de él «Siente sus propios músculos,
agotados y fuertes. Se agacha en el mar. Cuenta hasta veinte. Deja nadar al
pez».
Durante
mucho tiempo Griselda fue la comidilla, fundamentalmente mientras todo el pueblo (y su propia
familia) la veían como algo inalcanzable, diferente, alguien que en todo
momento hizo lo que quiso sin pararse a pensar a quién podría herir, por eso la
veían endiosada, viviendo una vida placentera llena de ilusiones hasta que su
hermana Rosemary se enfrentó a todos para que se dieran cuenta de que creemos
en los sueños de los demás y no nos damos cuenta de que estamos eliminando los
nuestros, esos que están tan cerca que ni los notamos.
En Cuatro
de julio encontramos la despersonalización del hombre «salieron a empujones» «se desparramaron» «se apiñaron meditabundos
sin decir palabra», el aburrimiento y el afán de obtener premios inútiles.
Probablemente sea por esto por lo que localizamos más rasgos de humor que en
otros cuentos, humor en la combinación de alimentos «engullendo estupendas costillas con hueso y Doritos», humor en los
viajes sin sentido «Después de dos vuelos
sobrecargados de Lufthansa [...] un taxista de aspecto fiero que los metió
apretujados en una furgoneta japonesa». Humor en las anáforas que resaltan
la longitud del viaje «Luego tren rumbo
al norte, luego un antiguo autobús, luego la cabina húmeda de un crucero» y
la estupidez humana «asomados a la
barandilla de proa, parecían mareados».
La
animalización y la evidencia de inutilidad se va haciendo más patente conforme
avanza la apuesta que están logrando ganar: pescar los peces de agua dulce más
grandes de cada continente, para ver quién gana: estadounidenses o británicos.
Y cuando todo parece que no va a tener fin surge, para los estadounidenses una
carpa «ocre grisácea, como si hubiera
absorbido el color de la ciudad en su momento más sombrío», una carpa
humanizada «el rizo de los bigotes
recordaba a un español huraño y venerable, que hubiera caído herido y jadeara»
que consigue que ellos se humanicen y la dejen escapar, aunque, por supuesto,
ya tengan planeada la acción en el siguiente continente «No perderían, no podían perder. Eran norteamericanos. Tenían ganada la
partida de antemano». Y es que, en el fondo somos así, nos gusta tropezar
varias veces en el mismo sitio.
El
casero es el
relato por excelencia de la esperanza. Cuando el hombre ha conseguido llegar a
lo más bajo en la escala de los seres vivos; cuando ha experimentado los
horrores más tremendos, cuando el miedo lo persigue atormentando sueños y
vigilia, aún puede sacar fuerzas y creer en la vida para experimentar de nuevo
los pocos recuerdos agradables que le quedan e intentar vivirlos renovados.
La
obsesión de Joseph es que, en esta vida depravada, nada vuelve a su lugar «En tres semanas ve lo suficiente para tener
pesadillas durante diez vidas enteras. En esa guerra de Liberia todo queda sin
enterrar y cualquier cosa que hubiera estado enterrada se desentierra».
Como refugiado de guerra pasa por un calvario similar, al sufrimiento físico se
le une el psicológico hasta que consigue empatizar con cinco ballenas
moribundas, varadas en la playa, a las que entierra sus corazones en un jardín
improvisado del que, pese a todo, salen unos melones estupendos. Joseph
descubre que «cuando las cosas se
desvanecen, se convierten en alguna otra cosa, muertos volvemos a levantarnos
en las briznas de la hierba». Así, ayuda a que Belle, una sordomuda,
entienda la luz de la vida y se ayuda a sí mismo, volverá a casa, a su país
destruido para enterrarlo todo y poder darle otra oportunidad.
Mkondo, último relato, cuenta la experiencia
de Ward Beach, de Ohio, enviado a Tanzania en busca del fósil de un ave
prehistórica. Allí se queda prendado de la forma de correr de Naima y consigue
que le den más permisos de estancia, aprende a correr y cuando logra alcanzarla
le pide que se case con ella. Acepta, pero ella no se adapta a Ohio. Los
extraños no la miran a los ojos, los mercados eran asépticos, con todo envasado
y el museo la enervaba, todo estaba muerto allí. Ward cambió, empezó a perder
forma física, a trabajar todo el día y a estar menos tiempo con ella, que se
fue entristeciendo hasta darse cuenta de que la felicidad estaba conectada al
paisaje. En Ohio no puede tener animales, lo intenta con abejas y halcones pero
los vecinos lo impiden. Cada vez se va consumiendo más en Ohio, también su
espíritu, de forma que tras cinco años allí consigue odiar a su marido por
haberla enamorado; y de pronto, decide ir a la universidad, a estudiar
fotografía y «ver el mundo en términos de
ángulos de luz». Consiguió tener éxito porque veía lo que nadie, porque «Estas fotos le recuerdan a uno que cada
instante está aquí y ahora, para luego desaparecer por siempre jamás, que no
hay dos cielos que vuelvan a ser exactamente iguales».
Naima
decide entonces volver a Tanzania y, tras un tiempo, Ward la sigue, pero pasa
allí tres años buscándola sin éxito hasta que llega a la cabaña de sus padres y
la espera, con la seguridad de que está allí.
Todos
los personajes de los cuentos se enfrentan a alguna situación tan adversa que
parece insuperable. Con intención catártica Anthony Doerr traza un itinerario
de sentimientos para que nos sintamos relajados en la dureza —y belleza— de la
existencia. Sólo así podremos buscar lo que verdaderamente importa, aunque
cueste trabajo; para ser felices y hacer felices a los demás debemos buscarnos
a nosotros mismos.