lunes, 28 de julio de 2014

MITO DE HAMLET

Hamlet es probablemente la obra más representada, versionada y estudiada de la literatura universal. Por lo tanto apenas podremos aportar nada nuevo de ella; no importa, merece la pena leerla, releerla e interpretar algo diferente, porque siempre descubriremos en esta tragedia particularidades que nos sorprendan. Nada voy a comentar de las fuentes de la obra, ni de las influencias que, desde 1602, han ido ejerciendo en múltiples autores (Allan Poe, Becket, García Lorca, se me vienen a la mente). Nada comentaré del papel de Ofelia, víctima callada del destino. Si alguno de vosotros quiere abordar los temas, estaré encantada de abrir otra página.

Como obra clásica, ostenta por título el nombre de su protagonista; esto hace que quien esté poco familiarizado confunda, a veces, cuándo se habla de la obra y cuándo del protagonista. Por eso es conveniente su lectura.

La obra de teatro es la tragedia del príncipe Hamlet (hijo del rey de Dinamarca, Hamlet, y de la reina Gertrud), universitario que debe regresar a su hogar porque su padre ha muerto y su madre se ha casado con su cuñado Claudio. Una vez allí intuye que los asuntos familiares no marchan según debieran

“Muerto hace sólo dos meses –no, ni siquiera dos– Amaba a mi madre. Tanto, que no habría dejado al viento rozar sus mejillas […] ¡Dios! Una bestia privada de razón habría llevado luto más tiempo…”
Intuye que los asuntos sociales y políticos llevados por su tío, el rey Claudio, pueden ser reprochados

“… que esta costumbre, más decoroso es quebrantarla que observarla. Estas orgías licenciosas son causa de crítica y deshonra desde oriente a occidente”
El comportamiento del nuevo rey le hace dudar de su honradez (de ahí que aparezca el espectro del rey Hamlet para asegurar a su hijo que fue asesinado y pedir su venganza). Y como también duda de la realidad de la aparición, decide fingirse loco para actuar y hablar con total libertad hasta descubrir la verdad. Por eso le pide a su íntimo amigo Horacio que no lo delate

“… jurad que nunca, y el cielo os asista, por muy extraña que os parezca mi conducta (y quizá en lo sucesivo considere oportuno vestirme de lunática actitud) […] afirmaréis saber de mí.”
Efectivamente, como “loco” puede burlarse de Polonio, padre de Ofelia y Laertes, o del propio rey (en su afán de medrar), recriminar a su madre y descubrir las intenciones de sus amigos Guildenstern y Rosencrantz: “De donde se deduce que nuestros mendigos no son sino cuerpos, y nuestros monarcas y héroes, sombras de mendigos.”

Pero sus dudas van en aumento, por eso decide que una compañía de cómicos represente el asesinato

“Arriba cerebro mío! [...] He oído que quienes son culpables, ante una representación de la escena, hasta el punto han llegado a proclamar sus delitos”
Y efectivamente, el rey suspende la representación; la reina quiere hablar con su hijo para que pida perdón; Polonio se ofrece a escuchar oculto para informar a Claudio, y Hamlet lo mata creyendo que era el monarca

“¡Adiós, pobre idiota, miserable, temerario, adiós! Os tomé por alguien de más rango”
Inmediatamente Claudio decide enviar a Hamlet a Inglaterra con una carta en la que ordena su asesinato en cuanto llegue. El príncipe, temiendo una venganza, abre la carta y cambia su nombre por el de sus amigos, cómplices del rey. El barco es atacado por unos piratas y Hamlet, ayudado por ellos, vuelve a Dinamarca. Mientras tanto, Ofelia, abrumada por la situación se ahoga en el río, por lo que Laertes acude a los entierros de su padre y hermana. El monarca aprovecha la circunstancia para eliminar a su hijastro y le prepara un duelo con Laertes, quien llevará la espada untada en veneno. Esto desencadenará la muerte de los reyes, de Laertes y del propio Hamlet.

Uno de los temas de la obra es la ambición de poder y sus consecuencias: corrupción moral y política, venganza, dolor, desvirtuación de la amistad y del amor… Sin embargo el protagonista Hamlet es el prototipo del hombre renacentista: noble, conocedor del ser humano, profundo humanista y diestro en armas y letras. A Hamlet le disgusta tremendamente la simpleza, el querer aparentar, la falta de expresión, la adulación gratuita. En las ironías que usa ante los que se comportan de esa manera, es donde reside mayormente su “locura”. Hamlet no está loco, y lo dice en alguna ocasión

“Yo sólo estoy loco con el nor-noroeste, pero si sopla del sur distingo muy bien entre un halcón y una garza.”
pero no lo creen (o no quieren creerlo), porque no entienden los sarcasmos dirigidos a quienes se pretenden cultos, importantes, nobles o amigos.

Hamlet es un mito porque pasarán otros cuatrocientos años y el Hombre volverá a sentirse identificado con él. El mito de Hamlet representa la duda ante situaciones en las que tenemos que elegir entre lo que nos dicta la Razón o la Pasión, entre lo que es realidad o sueño, ficción. Hamlet es el mito del hombre indeciso, melancólico; su angustia (que deriva de la duda) es su verdadera tragedia porque lo lleva a un pesimismo constante fruto de su desconfianza en el ser humano.

En este sentido, Hamlet es también prototipo del hombre barroco. Sin embargo en la Escena I del Acto V, cuando Hamlet habla con el sepulturero que prepara la tumba de Ofelia, comenta al ver la calavera del bufón Yorick:

“¿Dónde están tus chanzas? ¿Dónde las piruetas y tonadillas? ¿Dónde las salidas de tono que hacían desternillarse de risa a todos los comensales?”
que nos recuerda el ubi sunt? medieval.
Y en la templanza ante el ataque de Laertes

“Os lo ruego, apartad vuestras manos de mi garganta. Pues aunque no soy irascible ni violento, hay en mí algo de peligroso que vuestra prudencia debe temer,”
reconocemos al hombre moderno, razonador. Hamlet es pues, atemporal. De hecho aunque sus circunstancias sean las cronoespaciales de finales del xvi, podemos trasladarlas a nuestra época sin ningún problema.

El príncipe Hamlet es universal porque siempre habrá un álter ego del espectador, un Horacio que cumpla sus deseos


“…y vive, vive, respirando la amargura del mundo alrededor para que puedas contar mi historia.”

viernes, 11 de julio de 2014

EL ESTRANGULADOR

Si tuviera que encuadrar “El Estrangulador” en algún subgénero narrativo lo haría como ensayo-novelado porque partiendo de su protagonista, Albert Cerrato, el autor, Manuel Vázquez Montalbán reflexiona sobre la sociedad de finales del siglo XX.

El argumento es bastante sencillo, Albert Cerrato está ingresado en un hospital penitenciario, obligado por sus psiquiatras a escribir sobre los crímenes que cometió para que ellos puedan averiguar las causas y, sobre todo, si realmente hizo lo que afirma.

Estas memorias, o pensamientos de Cerrato dan pie a que él, además de escribir, vaya recordando su vida como Albert DeSalvo, el estrangulador de Boston, con sus padres, amigos, conocidos, mujer e hijos y analice por qué los mató a todos.


Así pues, si en un principio el argumento es sencillo, las antítesis e incongruencias que aparecen desde sus primeras páginas la complican, ya que es una novela dura por el contenido, lírico-ensayística en la forma, vanguardista en cuanto a recursos literarios, enciclopedista si nos atenemos a los datos que aparecen, irónica en las denuncias directas, seria porque deja ver la transcendencia del ser humano, pero con sentido del humor clave para entender a ese ser humano en general y al genio indiscutible que fue Vázquez Montalbán.

“El Estrangulador” se compone de dos partes:
  • RETRATO DEL ESTRANGULADOR ADOLESCENTE de 25 capítulos y
  • RETRATO DEL ESTRANGULADOR SERIAMENTE ENFERMO de 14 capítulos.
Más un “Informe del psiquiatra Maroni al dr. Dieterle, presidente del Comité de Conducta Penitenciaria de Boston”.

Y una “Conclusión”, en la que Albert DeSalvo se queda añorando un mundo a salvo de la subversión.

La 1ª parte recuerda al “Retrato del artista adolescente”, novela semiautobiográfica de James Joyce (1916). La 2ª nos lleva al “Diario del artista seriamente enfermo”, memoria escrita por Jaime Gil de Biedma en 1974.

Y, como las dos obras anteriores, “El Estrangulador” contiene algo de su autor: el pensamiento comunista, el amor por Cataluña, el respeto hacia la cocina, la admiración a la clase obrera y, sobre todo, el afán de saber, de investigar, de cuestionar.

Es cierto que su lectura puede resultar complicada, pero se reconocen varias claves para entenderla. Una de ellas está al comienzo, cuando el autor alude a una cita de “Los bostonianos” de Henry James, “¡No se trata de Boston, sino de la humanidad!”. Al empezar a leer la novela no le di mayor importancia a la cita; sin embargo, conforme fui adentrándome en sus páginas entendí la metáfora genérica que, para cualquier lugar, representa Boston. Realmente podemos trasladarnos a España, a Europa, donde queramos, porque el estrangulador es de donde estemos cada uno de nosotros.

Podemos encontrar otra clave en el capítulo 8 de la segunda parte, cuando el narrador-protagonista afirma, “creo, como Jaspers, que cuando el artista atraviesa el límite de la razón para llegar a la locura, pierde la genialidad. El genio es una cosa. La locura otra…” Y, efectivamente, Albert Cerrato (a mí me gusta creerlo) no está loco, sino que desde su “lobotomía metafórica” reivindica un mundo diferente, probablemente más cruel para unos, más sincero para otros, para todos, con una moral diferente. Un mundo donde no tienen cabida las palabras huecas con las que algunas personalidades pretenden conferirse importancia, un mundo en el que hay que cuidar las palabras que designan, para que los niños las aprendan desde el principio, un mundo en el que no hay que cuidar las palabras tabú que hierren sensibilidades, un mundo en el que no es insalvable la jerarquía profesional unida a la valía, un mundo sin alardes prepotentes, un mundo sin mártires sin sentido, un mundo sin conformistas, un mundo sin agresores legitimados.

Albert Cerrato, ya se lo dice su psiquiatra en otra de las claves para su lectura (cap.10, 2ª parte), es “víctima del petrarquismo…educación basada en el absoluto y el acceso al paraíso… Iglesia Católica, el partido comunista y las películas de Hollywood traficantes de la droga del happy end.” Creo que él también lo sabe y, cuando se da cuenta de que en realidad todo es mentira y vive en un mundo desalmado decide ser Albert DeSalvo y estrangular (impedir el curso natural) todo aquello que afea su mundo. Por eso tiene un referente, Alma, vecina-musa que alentará su imaginación hasta convertirla en nostalgia, “Me gustaría, Alma, regresar a nuestro ámbito para matar definitivamente los recuerdos y recobrar la vida”


Y así, al darnos cuenta de la metáfora del “El Estrangulador”, es cuando cobra sentido que todo el “autoinforme” final de Albert Cerrato vaya dirigido a William Dieterle y, al comienzo de la novela el propio Albert Cerrato hubiera confesado su asesinato por haberle hecho la vida imposible: no le dejaba tener las pinturas de Klimt que adornaban su celda, y no le dejaba ver “El Estrangulador de Boston”, la película de Fleischer que tantas veces había visionado. Puede ser que Cerrato se sintiera reflejado en el protagonista del film, Albert DeSalvo; ambos son víctimas de los psiquiatras que intentan justificar sus teorías analizando las causas y consecuencias de sus actos. En el caso de DeSalvo está claro, nadie con una infancia como la suya puede quedar ileso; si realmente Albert Henry DeSalvo fue el estrangulador de Boston, él fue la primera víctima en un mundo horroroso (mucho más que en la película) que no le permitió ni un respiro. En el caso de Cerrato, nuestro personaje intenta, desde otra moral, suprimir el horroroso mundo que lo aprisiona.

Como complemento, incluimos a continuación el artículo que, sobre la película arriba indicada, nos ha enviado amablemente nuestro crítico de cabecera Alberto Sáez:

El estrangulador de Boston.
La mente del asesino ha sido uno de los aspectos más analizados por la historia moderna de la psiquiatría y la criminología. ¿Qué lleva a una persona a comportarse de manera cruel y despiadada? ¿Cuáles son los antecedentes, los patrones comunes o las motivaciones de estos violentos y fríos delincuentes? Preguntas que han sido contestadas por numerosos científicos, explicando conjeturas e incluso esquemas de comportamiento que podrían identificar a un asesino en serie desde que es un niño sin la capacidad de razonamiento suficiente para comprender el sentido y la diferencia entre el bien y el mal. El ser humano racional, incapaz de cometer un acto de tamaña crueldad, ha mostrado sin embargo un deseo excesivo por conocer, con todo tipo de detalles escabrosos, los métodos y motivos que han movido a personas como El estrangulador de Boston a llevar a cabo sus funestas acciones. Es precisamente esa obsesión intrínseca y natural que tenemos hacia los casos más horrendos y violentos, ese morbo o, por usar un eufemismo muy recurrente, curiosidad científica por comprobar de qué somos capaces cuando algo falla en nuestro cerebro, lo que ha motivado a directores como Richard Fleischer a documentar de forma audiovisual los casos reales de estos psicópatas, como el protagonista de The Boston Strangler, 1968, o su homólogo británico, El estrangulador de Rillington Place, 1971, con un fetichismo enfermizo hacia los cuellos femeninos.
La película está compuesta por una estructura dual. La primera parte corresponde a los primeros crímenes del homicida y la consecuente caza de brujas llevada a cabo por un cuerpo de policía muy presionado por los medios de comunicación. Esta primera mitad está marcada por un enfoque narrativo múltiple y deficiente, que coincide con el trasgresor recurso al que recurrió Fleischer con su original edición multi-pantalla para mostrar varias secuencias a la vez u ofrecer varias perspectivas diferentes de una misma escena. Por las notas de prensa y los informes policiales conocemos que se trata de un varón que sólo asesina mujeres, en principio de edad avanzada, hasta que de pronto cambia de pauta, para mayor incertidumbre y alarma general. Desde ese momento entra en escena el asesino en cuestión, y con él se pasa a la segunda parte del filme, cambiando a la concepción narrativa protagonista que ofrece la visión directa del asesino, al cual ya podemos ponerle el rostro de Albert DeSalvo. Sin embargo el realizador juega con el trastorno de personalidad del personaje principal, el cual lleva una doble vida como marido y padre cariñoso, y, a su vez, sin ser consciente de ello, es el monstruo que ha aterrorizado la ciudad de Boston y tiene en jaque a la policía. De esta forma es mostrado como autor de los hechos y a la vez, como mero espectador. Esta segunda parte está muy centrada en ese cuadro psicótico de DeSalvo, tratando de analizar el foco de su naturaleza violenta y el porqué de esa misoginia que caracteriza sus brutales acciones.
La mencionada crueldad en el proceder del protagonista se produce siempre de forma descriptiva, nunca de manera visual. Lo cual lleva al espectador a una especulación pesimista y terrorífica ante una serie de detalles reveladores muy explícitos, sobre todo cuando se hace mención al depravado modus operandi del asesino, el cual incluía en su ritual de tortura todo tipo de objetos que encontrara en el escenario del crimen, desde botellas hasta palos de fregona, todos con un propósito parafílico aterrador. Teniendo en cuenta que la mayoría de las víctimas eran ancianas, la imagen visual puede resultar de una sordidez espantosa, contrastando con el cándido retrato que tenemos del personaje, interpretado brillantemente por un Tony Curtis que se convierte en uno de los puntos fuertes de la cinta. Su interpretación consigue que, con el simple hecho de contemplar su mirada, sepamos en qué momento ha dejado de ser el bondadoso padre de familia para convertirse en el Doppeltgänger que oculta en su interior. Un trabajo espectacular de desdoblamiento de personalidad como no hemos vuelto a ver en un actor hasta la reciente transformación deWalter White en Heisemberg. Una peligrosa empatía que acerca al espectador y al criminal y le hace entender, e incluso excusar sus horribles acciones, como ya lograra el maestro Fritz Lang con M, el vampiro de Düsseldorf, 1931.
Pese a las incógnitas que surgieron tras los sucesos sobre la verdadera autoría de los hechos, Fleischer señala inicialmente —y zanja por completo la discusión— a DeSalvo como definitivo y único autor de los asesinatos, basándose en la simple premisa de que tras su encarcelación, se dejaron de producir los estrangulamientos. Este dato resta intriga a un final que podría haber resultado más abierto e inquietante si se hubiera seguido el modelo de otros misterios sin resolver como el caso de Jack el destripador, sin embargo, y como ya hemos mencionado previamente, el realizador prefirió darle a la obra un enfoque más documental, psicológico y satírico. Entre los diálogos, escritos por Edward Anhalt, podemos intuir una gran crítica al machismo existente en Norteamérica durante los años 60, un periodo de granes cambios marcado por el magnicidio del presidente Kennedy, lo que supuso un incremento de ese estado de alarma social que provocó una tensión insanamente extrema en las relaciones personales. Los homosexuales fueron los que peor parte se llevaron, perseguidos por un sistema que tachaba de aberrante su conducta “invertida” y les condenaba por el simple despecho de una mujer herida en su orgullo, o su afición a la lectura del depravado .
El debate ético mostrado en la parte final del metraje, donde se condena la falta de juicio de un sistema impaciente por entregar cuanto antes la cabeza de su culpable, que pasaría posteriormente a ser la víctima de su propio reflejo, pone en evidencia el pésimo tratamiento en pacientes con trastorno bipolar, muy vulnerables a descubrir su pavorosa doble personalidad de una manera demasiado brusca, causando un daño irreversible para el enfermo. Escena que queda sensacionalmente representada cuando el protagonista se observa a través de un espejo y no es capaz de reconocerse tras su inexpresiva mirada, comprendiendo dramáticamente el significado de sus lagunas mentales y asumiendo, definitivamente, el final de su quimérica vida.