Dicen
que no hay dos sin tres, así que leeré el tercer libro del detective más humano
(probablemente) que se haya creado. En la segunda entrega, El perro de terracota,
Salvo Montalbano se ha ido perfilando en cada página, con sus actos, su
palabra, su pensamiento (al que hemos tenido acceso gracias a las habilidades
del narrador), hasta mostrarnos un retrato completo, auténtico, sin complejos,
tan sencillo que, si no fuera porque en una investigación casi imposible todo
le va encajando de manera increíble, parece real.
El
caso es que, real o ficticio, Montalbano cae bien, aunque se salte las reglas
según considere, aunque no sirva para trabajar en grupo, aunque no esté
preparado para una relación de pareja. También es cierto que Livia, su novia
casi invisible, no tiene apenas protagonismo; aparece en los sueños o en la
realidad de Salvo cuando éste necesita un poco de cariño… poco tiempo, el
suficiente para coger aire y seguir con sus pesquisas, lo que de verdad le
acapara de forma entusiasta todo el tiempo.
Y no
es de extrañar, pues nuestro detective se mueve en un mundo casi idílico. Andrea Camilleri ha conseguido, con
Vigata, un reducto en el que predomina la buena vida, la camaradería, la ayuda,
a pesar de todas las interferencias tóxicas que se cruzan en el camino de sus
habitantes. Y son bastantes. El autor no duda en criticar una sociedad, de finales
del XX, que ha cambiado muy poco respecto de la que nos encontramos. Seguimos
teniendo problemas (ahora agravados) con la inmigración, con la mafia, con
abusos sexuales en el seno de las familias, con la expoliación… En fin, que
nadie piense que va a leer una novela desfasada.
El
argumento no es simple, aunque en manos del mago Camilleri todo parezca
natural. Un mafioso arrepentido decide vengarse de otro y, aprovechando que
está a las puertas de la muerte, le da un soplo a Montalbano para que pueda
incautar un alijo de armas importante. Hasta aquí todo bien, al menos sencillo,
pero el robo a un supermercado en el que, misteriosamente no roban nada sino
que el dueño asegura que, al hallarse la furgoneta llena con la mercancía sustraída,
ha debido tratarse de una broma, y la aparición de una segunda cueva (tras aquélla
en la que encontraron las armas) ocupada por una pareja de jóvenes asesinados
cincuenta años atrás, escoltados por una vasija con agua, otra con monedas y un
perro de terracota, va enredando la trama de tal manera que incluso Montalbano
necesitará de algún que otro golpe de buena suerte para conseguir un final
espectacular.
No
voy a desvelar nada, pero me gustaría incidir en que, a pesar de que la traducción
no es excelente, la maestría de Camilleri es evidente en el uso de repeticiones
para aclarar lo infausto de aquello a lo que se enfrentará el personaje, «se sumió en unas negras reflexiones que se
volvieron todavía más negras, de ser ello posible…», para constatar lo raro
de la situación «la cabina estaba
milagrosamente en su sitio, el teléfono milagrosamente funcionaba», para
dar una orden en la que es necesario que obedezcan escrupulosamente, «Llama enseguida a Tortorella y dile… Dile
que tú no puedes ir… No, diles más bien… Mejor todavía, llama y dile que avise…»,
para reforzar la situación humorística, «permanecía
de pie con los brazos en alto, a la espera de que las fuerzas del orden
pusieran un poco de orden en todo el follón que estaban armando».
Repeticiones, en fin, que funcionan como ningún otro recurso cuando se quiere
describir a alguien con sarcasmo haciendo hincapié en lo feo «Bajito, con bigotito de rabo de ratón,
sonrisita antipática […] zapatos marrones, pantalones marrones, camisa marrón,
corbata marrón, todo él una pesadilla en marrón».
Pero
no sólo disfrutamos con ellas, el humor aparece en las costumbres
supersticiosas
—Mire
que tenemos que cumplir la promesa de las cincuenta mil liras por barba a San
Calogero
[…]
—…San
Calogero es, ¿cómo diría?, un tipo que no está para puñetas
—¿Bromea
usted?
[…]
—…
se le hace una promesa al santo y después no la cumple […] le ocurre otro
accidente y, como mínimo, pierde las piernas ¿me he explicado?
Las
descripciones hiperbólicas son dignas de la literatura del Siglo de Oro «El que hablaba era un esqueleto. Jamás en
su vida había visto Montalbano una persona tan flaca. O mejor dicho, las había
visto en su lecho de muerte, resecas y consumidas por la enfermedad».
Los
diálogos ágiles, ricos, sugerentes son lo mejor de la novela, y está llena de
ellos… ya comenté en La forma del agua que la novela es
como un guion. De hecho en El perro de
terracota, felizmente aparece Catarella para deleitarnos con sus
incongruencias, al ser «corto de
entendederas y lento de reflejos»; despropósitos tan acertados que es
imposible olvidarlos, tanto que uno de ellos que aparece en esta novela, me
recordó claramente a la escena que se expuso en la serie de televisión, en la
que el susodicho Catarella recibe una carta “personal” para Montalbano; le da
la noticia pero no la carta, porque «era
personal, se tenía que entregar a la persona […] Está donde tiene que estar.
Donde la persona vive personalmente». Realmente, aunque Catarella ingresase
«en el cuerpo de policía por ser pariente
lejano del exonmipotente honorable Cusumano», nos hace pasar buenos ratos
con sus escasas intervenciones. Otro toque humorístico.
La
pincelada melancólica corre a cargo del guiño constante al padre de la novela
negra española, «Se duchó, leyó unas
cuantas páginas del libro de Montalbán casi sin enterarse» «Pensó que, en
cuestión de gustos, estaba más próximo a Maigret que a Pepe Carvalho…» «Acababa
de recordar que había terminado la novela de Montalbán y no tenía nada más para
leer». Asimismo aparecen, de una u otra forma, autores estimados por
Camilleri, como Faulkner, Shakespeare, Umberto Eco, Jorge Luis Borges, de quien
uno de los personajes toma su apariencia «el
comisario comprendió dónde había visto al anciano» y, por supuesto, la gran
maestra del estructuralismo, Julia Kristeva, porque Camilleri es un apasionado
del lenguaje, por lo que no duda en jugar con él para extraer todas sus
posibilidades: «me extraña que usted que
sabe leer y escribir, no comprenda que las palabras no son iguales. Hago que me
detengan, no me entrego».
De
ahí que los coloquialismos sean usuales en el narrador «el kilo largo de mostachones que se había zampado», incluso tacos, a
los que son todos aficionados en la comisaría «los dos sargentos o como coño
los llamaran ahora» «—Coño, sí señor», o expresiones relajadas «—¡Hoy no saldrá bien una mierda!».
Asimismo la polisemia es bastante útil para que surja la imagen precisa en el
lector «Llegó al aprisco a las cinco […]
los amantes, los adúlteros y los novios, abandonaban el lugar y desmontaban (“no
solo la tienda”, pensó Montalbano)», y por supuesto los refranes y dichos
populares también son rentables en ocasiones «Cuando se arma jaleo y se revuelve el agua, el pez se escapa».
En
realidad la opinión de los personajes se funde con la del narrador, o la de
éste con las personas sencillas de Vigata, así Camilleri establece una crítica
social desde diferentes puntos de vista. Con ironía reclama, desde nuestro
lector Montalbano, más cultura «a pesar
de sus buenas lecturas, seguía siendo un lince de mucho cuidado», desde la
propia prensa, más pertinencia «Un
comisario identifica un perro de terracota muerto hace 50 años», y desde la
propia mafia, más honradez, «que era un
hombre de honor en la época en la que la palabra honor significaba algo».
Es
una pena, pues nuestro siciliano murió, como todo hombre coherente, pidiendo un
mundo sin fronteras, pacífico «la vasija
de barro, que pertenece por tanto a la leyenda cristiana, puede convivir con el
perro, que pertenece a la invención poética del Corán, sólo si uno tiene una
visión global de todas las variantes que las distintas culturas le han aportado».
No lo hemos logrado, pero podemos intentarlo si llegamos a valorar a un
Montalbano que ya en esta entrega se nos muestra más emotivo, aunque
interesado, más solo e individualista aunque melancólico, más débil en sus
convicciones sexuales-amorosas aunque con fuerte determinación para ayudar a
quienes lo necesitan, más gastrónomo y más lector, probablemente por eso no
tema reírse de sí mismo cuando la ocasión lo requiere «el comisario se dio cuenta de que había dejado de ser un héroe de
película de gánsters para convertirse en un personaje de una película de Bud
Abbott y Lou Costello».
Es
bueno leer a gente buena. Te deja en paz con el mundo.