La
segunda entrega de Marco Duarte es excitante. Con una estructura similar a la
primera, algo más extensa, nos introducimos en el primer capítulo de lleno. No
hay tregua. Ya el comienzo es premonitorio «El
reloj de la salita dio las campanadas de las doce de la noche». La
medianoche, momento puntual en el que un día termina para dar comienzo al
siguiente en el empeño de que el tiempo sea lineal, el apogeo de la oscuridad
que asociamos a caos, muerte, inframundo y misterio, el momento en el que los
depredadores nocturnos ostentan su mayor poder.
Y si
el tiempo es anunciador, también el espacio es sintomático, «una moqueta desgastada […] la barandilla de
madera, sinuosa […] retratos que, como testigos mudos de vidas pasadas,
acompañaban en la subida […] un pasillo de puertas cerradas…»; un espacio
que cobra vida para avisarnos del final de la misma, «el lamento de las tuberías». En menos de una página ya intuimos lo
que va a ser de los personajes, no va a haber sosiego para ellos; nadie tendrá
una pausa, a no ser que sea eterna, «Olivia
descansó. Para siempre».
Son
cincuenta capítulos turbadores más un Epílogo en el que el psicópata de Tablero mortal se da a conocer, para desaparecer con la amenaza de que no será
durante mucho tiempo. Hay que leer la tercera novela de Javier Marín, está claro, pues si hemos tenido que realizar un Descenso
al abismo para ponerle rostro a este demonio, no podemos permitir que
desaparezca sin más. El equipo de Marco Duarte deberá rehacerse de nuevo y
poder poner punto final al tormento.
Como
en el planteamiento de la saga, el nombre de cada capítulo alude a lo que va a
ocurrir, así en el número siete “Presentación”,
el equipo conoce a Felipe Castro, el nuevo fichaje que el comisario García ha
realizado, buen tirador, máster en Criminalística y Técnicas Forenses y
licenciado en Derecho con matrícula de honor. Un portento que, además, esconde
otras actividades para las que está dotado y que, en algún momento determinado,
servirán para intranquilizar a sus compañeros.
Tras
la partida aciaga de Tablero Mortal,
que causó alguna baja en la comisaría, además de las víctimas elegidas por
LVCF, el asesino vuelve para conseguir que tanto los personajes como los
lectores experimentemos una inmersión en el infierno. Varias chicas aparecen
asesinadas y mutiladas después. Son pequeños trofeos que obtiene por su hazaña.
Y este es el nuevo caso que nos mantendrá en vilo porque aunque señalemos a
alguien en concreto como criminal, en cualquier momento Javier Marín dará la
vuelta a las circunstancias y conseguirá que lo descartemos para pensar en
otro.
Son
bastante inquietantes las prolepsis que aparecen constantemente en la novela y
que no cumplen realmente la función completiva de brindarnos información
relevante sino que en su mayoría van anunciando acontecimientos que aún no han
tenido lugar, al mismo tiempo que, después, anulan las expectativas que se van
dando en el lector para ir eliminando los diferentes enfoques extradiegéticos
que creemos distinguir, «La noche del
viernes y la del sábado él mismo acompañaría a Alejandra. Si el asesino seguía
su patrón, no dejaría pasar otro viernes sin intentar algo. Esta vez ellos
estarían preparados». Así, conforme los personajes se muestran más
confiados, el narrador consigue que se vaya acrecentando la tensión en el
lector, «Nada les hacía presagiar lo que
estaba por venir».
En
realidad, entre los protagonistas no hay ningún héroe. Son todos cercanos,
entrañables; forman parte de la vida cotidiana, muestran conductas reales en su
mayoría, alguna puede considerarse más tópica pero todas son susceptibles de
cambio. Nuestro autor modela las creencias, las actitudes y comportamientos de
algunos, como Míriam que adquiere una relevancia total en esta entrega, y
consigue que esta novela sea idónea para enganchar al noir a los más jóvenes, porque no predispone directamente; como el
resto de sus compañeros influye al formar parte de un contexto en el que se
desenvuelve e interactúa con los otros.
La
repetición de personajes en la saga es buena para los lectores. Los conocemos y
podemos sentir cierta empatía con su forma de ser y hacia situaciones más o
menos previsibles, incluso hacia determinadas actitudes inesperadas que pueden
llegar a inquietarnos, porque estamos arropados en la seguridad que aportan los
principios. En este caso, Marco es fundamental; es el referente sobre el que
giran los demás a pesar de haber experimentado mínimos (o grandes) cambios. El
autor ha elegido bien a sus personajes; alrededor del bueno, serio, intachable,
se mueven los demás, cada uno con una característica atractiva, que los acerca
al lector como vencedores: el humor inocente de Felipe, la falsa ironía de Salva,
la debilidad mortificante de J.J., la racionalidad lógica de Alejandra, la
fuerza y decisión de Miriam son creíbles, porque todos convergen en Marco, el
que va ligado a la trama con una función estructural; tiene carácter y sabe
imponerse sin dificultad, porque es honesto.
Precisamente por eso nunca estamos seguros de que todo vaya a salirles bien. Los lectores somos capaces de experimentar los estados afectivos por los que pasan, hasta el punto de que podemos desgajarlos de la trama y asignarles vida propia. Javier Marín consigue unir lazos entre personajes y lectores, de hecho se percibe cierta proyección del personaje ficcional en el lector real al identificarse cuando el primero expresa los deseos del segundo, esos que pertenecen a los sueños, a la ficción.
No
solo los personajes generan predisposición a la lectura. También los espacios
crean un ambiente tensional a lo largo de la historia, porque el fundamental es
el psicológico. Es un espacio simbólico que corresponde al entorno moral y
social en el que se desarrollan los acontecimientos, no importa cuál es la
ciudad; hay pocas descripciones para no precisar demasiado la circunstancia en
la que transcurre la acción. Acción que pasa de forma incansable de la
comisaría a la calle, a las casas, al supermercado, para establecer relaciones
extratextuales con un tiempo que corre más de lo que deseamos, en el que
influyen también los verbos de acción, las oraciones no demasiado largas y el
uso del presente; por eso tenemos la sensación, en un momento de torbellino
emocional, de que se multiplican los espacios. J.J. se mueve sobre todo en un
espacio vacío, carente de otras personas que podrían interceptar sus actos,
aunque sea su casa, aunque sea la comisaría es su espacio íntimo donde se
siente atrapado, nervioso. Es el espacio simbólico que se apoyará en la muerte
para que los personajes vayan evolucionando. También el paso del tiempo
modifica ciertos espacios abiertos, como la calle, que se transforman en
cerrados durante la noche para conseguir que el lector mantenga la tensión.
En Descenso al abismo, diferentes historias
se van transformando en la trama consiguiendo una novela de estructura casi
fragmentaria, pero a pesar de estar dividida en partes, en principio
diferenciadas, tienen un punto en común: el infierno al que los personajes han
sido sometidos en algún momento.
Todo
parte de un núcleo: un asesinato. Sin embargo, pronto irán apareciendo pistas
que nos confunden e invitan a cierto caos en la estructura mental del lector:
● El tormento de J.J.
● El dragón de Miriam
● El anónimo que acecha en primera persona.
● El trauma de Alejandra.
● La espeluznante historia del cartero, otra
rama del intrincado infierno al que la sociedad está expuesta «Esto no es un paso atrás, tenedlo en
cuenta. En el mejor de los casos tendremos una pista sobre la posible relación
de las víctimas […] los de narcotráfico nos darán las gracias».
● La historia infernal de mentes débiles que se
dejan manejar por otras diabólicas para causar daño por donde van «no sé cómo fui así de estúpida, cómo lo
permití, cómo caí tan bajo».
● El propio infierno particular de Esther
Arias, que no es sino el precio que debe pagar por su ambición, «llevaba un par de días sin recibir ningún
mensaje de su fuente anónima […] y no podía dejar que la gente perdiera el
interés […] Sus ojos se abrieron de par en par, su pulso se aceleró y su
corazón se desbocó. El juego había cambiado».
La unidad de esas pistas reside en Javier Marín quien,
hábilmente, va tomando el extremo de una para unirlo a una punta de otra en una
extensión rizomática cargada de tensión.
En la novela distinguimos cierta reflexión sobre la
violencia y sus formas de venganza: la violencia de género requiere una
venganza inmediata para eliminar la humillación y el dolor que han sentido las
víctimas. La violencia del psicópata que pretende seguir una estrategia justiciera
con la que pueda infligir cada vez más dolor. La venganza del sádico que
pretende beneficiarse del tiempo y nuevos recursos con los que planificar
nuevos ataques.
Hay otra venganza más elaborada, la violencia no ha llegado a su fin. Pero nos queda otra entrega en la que esperamos descubrir la causa de tanta crueldad.