lunes, 25 de noviembre de 2019

LA LUZ NEGRA



Parece mentira que quepa tanta poesía en el ambiente de las falsificaciones; esto es lo que rondaba por mi mente mientras leía esta novela bastante atípica. Puede ser que la pintura, el arte en general, embellezca todo aquello que lo rodea. Pienso en algunas imitaciones; lo más probable es que la genialidad no sea exclusiva de quien hemos conocido siempre como extraordinario. Es posible que algunos que residen en la sombra puedan recrear una obra mejor que la existente ¿Por qué no es ético llevarlo a cabo? ¿O sí lo es? ¿Y si juzgamos a un artista por su originalidad y a otro por su perfección? Son preguntas de respuesta, como poco, polémica, porque van destinadas a que reaccionemos desde la deontología.

Lo que no admite ninguna duda es la correspondencia entre la autora, María Gainza y el argumento de La luz negra; así, al igual que esta escritora porteña recibió por la novela el premio Sor Juana Inés de la Cruz, que distingue nombres femeninos de la literatura en español, la trama resalta a varias mujeres importantes por su talento:

La narradora, que muestra en su humildad una clarividencia absoluta y una perseverancia incondicional «La negra construía distancias tan sólidas que después eran imposibles de acortar. Pero incluso esa gente algún rastro deja».

Enriqueta, tasadora de falsificaciones, a quien la narradora sucede en su labor, pues de ella aprendió a hablar y a entender la pintura y al artista, y con ella se sintió valorada «mis dos mitades estaban satisfechas —el lado que buscaba protección, el lado que buscaba aventura—».

La Negra, de naturaleza controvertida, buena pintora y mejor falsificadora pues se introducía en la esencia del pintor original «Gambartes, por ejemplo, parecía sencillo pero tenía sus trucos, y por eso la Negra se ofreció como empleada de la limpieza en la casa del pintor».

Anne Burrows, escritora a la sombra de su marido que, a mediados del XIX decidió que iba siendo hora de que la mujer gozase también de justo reconocimiento; por eso, cuando Gilchrits murió, «Nadie hubiera podido hacerlo sino yo, le dijo Anne a su editor al entregarle el manuscrito. “Mientras escribía, el espíritu de Gilchrist estaba siempre conmigo” […] y ya nadie creyó en lo sobrenatural».

Y por supuesto Mariette Lydis, retratista de la alta sociedad bonaerense, de obra y personalidad complejas, pionera en el surrealismo de su pintura, con técnicas que más tarde se han trasladado a otras artes como el cine o el estilismo personal.

Estas cinco mujeres, seis si tenemos en cuenta a María Gainza y la mezcla que ha construido de forma natural, con lo real y lo imaginario sin marcar límites; todo forma parte de La luz negra; es difícil distinguir lo original de la autora y la copia de acciones o personajes. Entre todas revelan que no hay una verdad absoluta.

Hasta los museos están llenos de obras que en un momento se pensó que eran auténticas y luego, al darse cuenta del error, se las quedaron igual por su calidad.

Las seis mujeres demuestran que su posición ética no cede en ningún momento al poder, tampoco se dejan tentar por el éxito, pretenden ser coherentes con sus ideas sobre la belleza en diferentes épocas, y han conseguido por ello el respeto de quienes las conocieron aunque, en realidad, tampoco buscaban respetabilidad social sino libertad de pensamiento y acción, y respeto hacia sí mismas.

En el estilo de la novela destaca la metatextualidad; no es raro encontrar alusiones a Rojo y negro de Stendhal, , al crítico de arte y autentificador Bernard Berenson, al cineasta Orson Welles, al pintor Benito Quinquela, a la actriz Daryl Hanna o a los protagonistas de Los chicos del maíz. Asimismo hay cuentos entre sus páginas, como el del cocodrilo y los animales del bosque, que aluden a la importancia de la sencillez, porque la verdad siempre sale a la luz, como en la fábula de Esopo, La zorra y el cocodrilo. Y entre las reflexiones de las protagonistas se vislumbra la opinión de muchos artistas que consideran el Arte como algo universal innato a la naturalidad del ser humano, «odiaba la magia y la superstición porque decía que creer en eso era creer en el poder y el poder era enemigo del arte», afirmación que viene a resumir, entre otras, la obra teatral Crimen y Telón, de Ron Lalá.

Si la protagonista —sin nombre, ¿alter ego de María Gainza?— actúa en su búsqueda de la Negra, movida por verificar lo que le contó Enriqueta, las referencias textuales variadas operan como una busca de la obra total, aquélla que puede completar distintos significados, porque La luz negra revela la verdad del arte, de la belleza, del amor, del paso del tiempo, de la honestidad, de la alegría. Toda esta verdad reside en la imaginación, cuyo poder es superior a la realidad, no es algo que se pueda considerar un bien material. El Arte está dotado, como la Negra, de contornos imprecisos «se piensa en la Negra y después hay que dejarla ir, porque encontrarla sería arruinar algo que no logro definir pero intuyo importante».

Este espíritu indomable es el que María Gainza le ha asignado, en su novela, a la mujer, al arte, a la vida. La rebeldía de las protagonistas se deja ver en la estructura de la novela; comienza in medias res, el final es el presente y los hechos se van sucediendo entre analepsis, digresiones, transcripción del juicio ¿falso? por estafa, al industrial argentino Federico M. Vogelius, mecenas que impulsó numerosas empresas culturales en su país, y el catálogo de pertenencias, subastadas, de Lydis; a través de los lotes intuimos la sagacidad, el ingenio de la pintora en su estilo novedoso, «el Highland Princess parece un huevo de Pascua recién decorado. O una cebra marina», la falta de romanticismo, su gusto por el reconocimiento, el trauma por los psiquiátricos, su vida apasionada, la fuerza de su libertad, su indistinta sexualidad «tomó lecciones de francés privadas, diabólicamente privadas, con la mismísima Palmyre», sus relaciones con toda la sociedad de comienzos del XIX. La subasta nos hace entender la convivencia entre su homosexualidad abierta y la más absoluta nobleza decorosa, entre su alto status y la insurrección a las normas establecidas

RENÉE: piel morena, labios gruesos. Cuando se fue, esperé su llamado. Yo pensaba: Teléfono, pequeño dios negro, suena o te estrangulo

La autora nos mantiene en vilo durante la lectura porque, constantemente, antes de referir el nombre del personaje, da todos los detalles que lo distinguen, como si supiéramos de quién se trata. A veces utiliza para ello pronombres anafóricos y otras, elipsis, sinónimos, hiperónimos o cualquier elemento de repetición, hasta el punto de que comienza a tratar sobre un personaje y tenemos consciencia de quién es, con certeza, dos páginas después.

Le dije de qué quería hablar […]
—¿Cómo era? ¿Tan linda como dicen? […]
—Tenía algo de la figura de Lilith […]
—A mí me interesan sus obras
—A ella no […]
—Pienso, ahora, que el cocodrilo era menos un deseo de Óscar que de la Negra

Con un procedimiento similar al utilizado en El Lazarillo de Tormes, la narradora protagonista va contando la vida de la Negra según le refieren los numerosos entrevistados; poco a poco las historias son más cortas, pues ya nos hemos hecho una idea de cómo era su vida, qué quería que supiéramos de ella. Las últimas entrevistas no están detalladas, las contestaciones se solapan entre los interrogados hasta que en la mezcla que hacen de ella (sádica sexual, con la personalidad típica de los Escorpión, de afán asocial) llegamos a la verdad «Nunca nadie pudo verla». Ironía, marca de la autora, que maneja como nadie el humor en la prosa poética de la novela. Humor y disfrute que no está reñido con el rigor ni con la melancolía.

El humor aparece en las pretendidas mentiras «el publicista llevó un Lydis a vender pero esta vez en la galería le dijeron “Decile a la Negra que estos no salen más”», en la coquetería innata, en la estupidez también innata «las frases hechas le iban bien a la inteligencia de mi tío», al reírse de uno mismo, al exponer la obviedad que uno mismo no ve «A los setenta, Lydis se quejaba como la reina Isabel: la vejez la había tomado por sorpresa», al unir el arte a la cotidianeidad «Las bocas inflamadas anticipan el uso desaforado del botox que cundirá por la ciudad cincuenta años después». Humor en los tópicos geográficos «Sentí un poco de impresión ante el implacable cinismo, casi francés de mi amigo» y en las historias bíblicas «También al faraón lo agitaban sus sueños, pero él tenía a José siempre dispuesto a interpretarlos».

Y así, con humor y poesía, La luz negra irradia con claridad el concepto de la mujer y del arte.

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