En poco más de un día,
nuestro detective favorito resuelve un caso sucedido años atrás y, casi como
Leopoldo Bloom, en ese tiempo da un repaso a su existencia. El protagonista de El secreto de la modelo extraviada ha crecido, el tiempo ha pasado y ahora
“en el ocaso” de su vida recuerda cómo, una vez más, en los años ochenta fue
sacado del sanatorio en el que se encontraba para ser, nuevamente, el culpable
de una fechoría que a la policía, concretamente al inspector Flores, no le
interesaba investigar de verdad. «Te
declararé culpable y yo me voy a mi tertulia machista, xenófoba y
extraparlamentaria.
—¿Culpable
de qué, señor comisario?
—¿De
qué va a ser, idiota? –dijo el comisario–: de asesinato
[…]
—Con
el debido respeto, señor comisario, no sé a qué se refiere»
[…]
—¡Ay
mísero de mí, joder, ay infelice! –exclamó haciendo gala de su proverbial
erudición–. Los Cohibas decomisados no tiran y los criminales se han vuelto
respondones. ¡Esto no pasaba en los buenos tiempos!»
El protagonista
innominado muestra a la perfección el aspecto anodino de la vida, los
personajes con los que se relaciona representan el fracaso de los que se
desenvuelven en una sociedad que se desintegra, de ahí que a pesar de tener
rasgos de novela negra (corrupción, asesinato, mafias) apenas encontremos
intriga. No hay grandes héroes, sólo hombres vulgares aparecen en esta pintura
realista de la vida cotidiana. Y aquí está la genialidad, conseguir que la
autenticidad brote de la parodia, de la ironía, del esperpento. «…ostentaba un poblado bigote que descendía
por ambos lados de la boca y su mirada habría sido incisiva si unas gafas
oscuras no la hubieran velado».
Es cierto que ahora, en
el siglo XXI, ya no es ese personaje que corre, literal y metafóricamente,
durante días, en calzoncillos para que parezca estar haciendo footing, mientras
intenta encontrar al asesino de Olga Baxter y poder salir indemne de la
acusación. «Las zapatillas de fieltro se
habían resentido de la fricción y los dedos de los pies asomaban impertinentes
por las rasgaduras, y la goma de los calzoncillos se había dado y me veía
obligado a correr sujetándolos con una mano». Tras más de veinte años
decide resolver, aunque sea para él mismo, dicho asesinato, pues en su momento
llegó hasta un punto en el que no cuadraba la solución que dieron las
autoridades.
En la actualidad no
corre; probablemente la edad no se lo permita. Ahora trabaja en el restaurante
chino de los que en su día, y en La
aventura del tocador de señoras fueron sus vecinos. Sin carné ni vehículo,
y a su edad, es repartidor, por lo que lleva los pedidos a domicilio en
autobús. Allí se dirigía, a la parada, cuando un perro le mordió en la
pantorrilla causando la caída del pedido al suelo, el recogido del mismo y el
rellenado de los envases. Esto ya me puso nerviosa. Así que cuando, entre unas
cosas y otras, entre unas entrevistas y otras, tras llenar varias veces los
recipientes con viandas de origen dudoso, consigue llegar al domicilio y
obligar al dueño a levantarse de la cama, de madrugada, para que le firme una
entrega de sólo dos cajas mugrientas, mis nervios estaban totalmente relajados
de reír.
Creo que únicamente Eduardo Mendoza es capaz de conseguir que del planteamiento de una situación
totalmente absurda se consiga un desenlace de lo más coherente. Es inimitable.
No me canso de leer las aventuras, o desventuras, de este histriónico personaje
que, como los grandes de la literatura, es menos loco de lo que parece, de
hecho, desde sus excentricidades plantea una sociedad desquiciante, porque si
él es estrafalario, algunos de los que nos representan rozan el ridículo, de
ahí que sus actos sólo quepa exponerlos mediante el desequilibrio. En El secreto de la modelo extraviada no se
libra nada ni nadie de los dardos, humorísticos aunque certeros e hirientes, de
Mendoza:
«
Al empezar las obras para convertir las celdas de clausura en pistas de squash
y el refectorio en lo que ahora es la piscina cubierta, encontramos dieciséis
momias de antiguas abadesas […] ni el obispado se quiso hacer cargo del
hallazgo, ni los servicios funerarios del Ayuntamiento, ni el Museo
Arqueológico, ni el Museo de Zoología… ¡nadie!.
Así
que voy y el día de la inauguración del club, con todas las autoridades y toda
la pesca, puse a las dieciséis momias en un palco con un letrero que decía:
SOCIAS DE HONOR. Ya se puede figurar la que se armó.»
Y en esta última
aventura más que en ninguna otra esa sociedad, que ya apuntaba trastornada, es
exactamente la que tenemos. «Linier y
otros prohombres de Barcelona se metieron en una operación de movimiento y
blanqueo de capitales para invertir en el futuro de la ciudad. Como visión de
futuro no estuvo mal, pero actuaron de una manera tortuosa y chapucera y se acabó
enterando todo el mundo.» Mendoza retrata a la Barcelona de los años
ochenta, pero es perfectamente extensible al resto del país. Y esto es lo
triste, que después de casi treinta años, no hayamos sido capaces de levantar
nuestra sociedad sino todo lo contrario. ¿Dónde están, para la gran mayoría,
todas las expectativas de un futuro próspero y mejor? ¿Dónde ha quedado el
esfuerzo de muchos para disfrutar de lo que les correspondería por derecho? No
se sabe aunque sea vox populi, así, medio en broma y muy en serio, nuestro
autor lo denuncia: «…al final Linier
entró en la cárcel […] Un amigo ministro o presidente de autonomía te puede
proporcionar bicocas, pero si te trincan, ni el mismísimo presidente del
Gobierno moverá un dedo por ti. En la democracia, otras cosas no digo, pero el
encubrimiento está mal visto […] Linier no debió de pasar mucho tiempo entre
rejas y al salir, como no había devuelto un céntimo de lo que había chorizado
ni nadie se lo reclamó, siguió viviendo con holgura.»
Si analizamos la novela
desde los temas propuestos, encontramos que el contenido es demoledor: la
corrupción gubernamental consigue, por el poder que le ha sido concedido, que
aquéllos que nada tienen, los parias de la sociedad, carguen con las
infracciones de quienes se ven arropados e inmunes. Así mismo la estulticia no
es óbice, sino todo lo contrario, para ostentar cargos relevantes enfocados a
dirigir los distintos estamentos que enmarcan la sociedad.
Pero afortunadamente el
autor es Eduardo Mendoza, por eso es capaz de mostrarnos un asunto desolador
mediante una serie de recursos literarios enfocados a hacernos reír. El humor
derivado de la incompetencia de los jefes y la sabiduría de los subordinados es
inigualable. El humor blanco, que recuerda a la infancia y dota al personaje de
una inocencia maravillosa, utiliza como fuente expresiones populares, para
crear ostras dispuestas a alegrar nuestro pensamiento y nuestro rostro «Eché a andar hasta la parada de autobuses,
y una vez en ella, al no disponer de dinero, seguí hacia el centro de la ciudad
haciendo footing.»
Las paradojas de una
sociedad que nos hace sufrir para mejorar, dibujan una sonrisa en el lector
que, de alguna manera, se siente identificado «Como no sabía lo que me aguardaba dentro (en la sauna), de poco me caigo. Miré a mis compañeros y
al no advertir alarma por su parte, me repuse y sonreí fingiendo dar por bueno
aquel horno malsano». El humor metonímico de las descripciones marca, de
manera sagaz, la diferencia entre el continente y el contenido, que no hace
sino aniquilar la personalidad del personaje, al igual que la sociedad actual
intenta aniquilar la personalidad de sus habitantes: «El recepcionista era un muchacho atlético embutido en una camiseta
roja con el logo del club y un distintivo de plástico con su nombre escrito:
Mingo».
Y si a veces aniquila
la personalidad de algún personaje, otras, las más, dota a otros de un
temperamento múltiple, o al menos dual, como es el caso de la señorita
Westinghouse que, no sólo cambia de sexo y pensamiento según le interese sino
que a veces utiliza un lenguaje filosófico, otras científico, notarial, y hasta
vulgar, lo que hace que el lector se mantenga extrañado –según un punto de
vista literario– ante la galería de personajes que pueblan las páginas de la
novela «¡Chicas, chicas, a callar y a
estarsus quietas! ¡Y nada de manosear este importante affidávit!»
Al variar expresiones
hechas consigue, si no quitar importancia a los hechos, sí trivializarlos; de
nuevo una técnica de extrañamiento mediante la que el lector reflexiona desde
la ironía que propone el autor: «Cuando
empezó el bum-bum de la construcción vendió las tierras a una inmobiliaria por
una fortuna, pero nunca llegó a ver un real». Otras veces el humor viene de
sustituir un término de expresiones mitológicas con significado concreto por
otro de sentido actual, que anula el de la expresión «ha renacido de sus cimientos, como el ave Phoenix».
Y si nos reímos de la
alimentación de una parte de esta sociedad avanzada «De camino a la salida prodigué caricias a unos cuantos niños […] En un
banco del parque desayuné un bollicao, dos donuts y un kínder sorpresa»,
nos reímos de la alimentación de otra parte de esta misma sociedad «Al cruzar la plaza de Cataluña estaba tan desfallecido
que una paloma me derribó al rozarme con el ala».
Eduardo Mendoza es
capaz de reírse de todo y de todos sin que a nadie le siente mal porque aquéllos
que se sientan ofendidos serán incapaces de decirlo temiendo el ridículo social
que causarían. Nuestro autor lo sabe, por eso califica de absurdas las
reuniones de los dirigentes de grandes empresas, las votaciones que no sirven
para nada, la manera de prosperar mediante la cosificación de los empleados, la
falta de ganas y empeño de la policía para resolver problemas de gente anónima,
la tarea inútil de los que no tienen dinero por tener unas condiciones de vida
acordes con la época «…mi estado de salud
empeoraba [...] Pensé en ir al médico, pero no soy de ninguna mutua».
El absurdo de esta
última novela de Mendoza tiene menos de esperpento y más del teatro del absurdo
de los comienzos de Mihura, el de Jardiel, aquél que marcaba una sonrisa y ésta
a su vez, a veces, se convertía en una mueca de tristeza «Nuestro hijo vive en Australia […] allí hay un montón de oportunidades
para la gente joven […] antes teníamos una estufa eléctrica. Hará cosa de un
lustro se averió […] De todas formas, confío en solucionar pronto el problema,
porque mi hijo vendrá a visitarnos dentro de un año o dos y ya verá como lo
primero que hará, en cuanto llegue, será comprar una estufa nueva».
Creo que al desvelar El secreto de la modelo extraviada,
Mendoza nos ha desvelado a todos lo que muchos pensamos pero pocos dicen: el
mal funcionamiento de las ciudades, la desidia de algunas multinacionales, el pésimo
ejercicio penal que permite a los asesinos incumplir las condenas, la
corrupción en todos los niveles del funcionariado, no son más que el fruto de
lo que hemos ido cosechando: «…un
programa de televisión […] lo lleva un exmilitar que despotrica sin razón de
todo y de todos. Es un cabrón y un majadero, no lo niego, pero difícilmente
podría ser de otro modo: cada país tiene los políticos que se merece y lo mismo
sucede con los críticos».
Si ya tenía en lo más
alto a Eduardo Mendoza, después de esto propongo formar el clan Mendocista.