No sé si catalogar, Nieve en otoño como un cuento, novela
corta o relato; pero eso es lo de menos. Lo que importa es la impresión que
permanece en nosotros. Al terminar la lectura somos conscientes, no antes, de
que no hay grandes descripciones, ni grandes emociones. «Las habitaciones de los chicos estaban en la parte antigua de la casa,
un hermoso edificio de noble arquitectura, con un frontón griego adornado de
columnas». Precisamente en la ausencia de detalles aparecen las sensaciones
divididas de toda una sociedad. El desmoronamiento de la grandeza convive con
una sumisión que comienza a dejar de serlo «…los
criados recogían los cristales en silencio […] todos repitieron al unísono,
como una monótona cantinela aprendida de memoria: —Bueno, pues… adiós, Kiril
Nikolaiévich… Adiós, Yuri Nikolaiévich». Pocas palabras bastan, a veces
incluso frases sin terminar, para expresar las contradicciones del ser humano «Antaño, cuando se marchaban los barin… Los
tiempos han cambiado. Y los hombres también».
Al terminar la lectura
somos conscientes de que en realidad hay muy poca acción, prácticamente no pasa
nada, si excluimos, claro, el principio y el final. Irène Némirovsky podría
haber incidido en la revolución, en el dolor del pueblo, en la muerte del hijo
y la pena de los padres, en la angustia de ver destrozado tu mundo acogedor, en
las consecuencias de tener que adaptarse a un medio hostil en el que no somos
nada. Pero el movimiento, la intriga, los sucesos no le interesan a la autora.
Y ante nosotros se levanta un texto metafórico, en el que destaca la lucha
interior del ser humano, de ahí su corta extensión; la protagonista nos descubre,
con sus ojos de sirviente, la vida de la clase alta, una vida a la que ella se
ha amoldado por rutina, que le ha dado cosas buenas o malas pero que no son
suyas realmente, una vida dominada por la lealtad; y con sus ojos de
trabajadora, la esperanza del que aspira a algo nuevo ahora, al final de su
vida, la necesidad de cambio y libertad. «Durante
el día, el aire y la luz lo inundaban todo. Pero cuando llegaba la noche, con
su extraño silencio, Tatiana Ivanova se decía “Ya es hora de que vengan otros”».
Una libertad que ella, sin embargo, no siente que le pertenece, como tantos
otros, considera su felicidad en manos de la religión «Aún creía estar viéndola retirarse a su paso, santiguándose.» y
sin embargo la nostalgia de sus raíces y del tiempo perdido la aplasta
constantemente, no la deja respirar; tenaz en su búsqueda del frío, no parará
hasta encontrarlo.
Creo que Tatiana es una
heroína diferente, puede que algo similar a la Benina de Misericordia de Pérez-Galdós. Como ella, es leal hacia sus amos hasta
límites insospechados. Como ella también, una mártir que, por creencias
religiosas y un amor incondicional, vive en busca de la felicidad de los que
están por encima socialmente. Nada se dice de sus sentimientos hacia ella misma
como persona, durante los 50 años a cargo de la familia Nikolaiévich, pero al
final de su vida está sumida, como el pueblo ruso, en el dolor del que no tiene
nada, del que le han quitado incluso sus orígenes:
«—¿Aún
te acuerdas de nuestra casa? —le preguntó en voz baja su ama
[…]
—¿Que
si me acuerdo […] Podría decir dónde estaba cada cosa […] Recuerdo cada vestido
que se ponía, y los trajes de los niños […] El canapé donde estaba sentada
cuando yo le bajaba los niños […] los diamantes que adornaban su cabello […]
¡Ay, Dios mío! Luliska no los tendrá así»
No se puede decir más
con tan pocas palabras. La protagonista, abanderada del obrero ruso, se
enfrenta a una sociedad inmisericorde que avanza sin tener en cuenta las
reivindicaciones de libertad, reivindicaciones que a modo de implicaturas aparecen veladas en el texto,
probablemente por la condición de judía de la autora.
Creo que Irène
Némirovsky estuvo influenciada por Anton Chejov; es cierto que le falta el
punto de subversión del autor; también lo es que carece del humor blanco que
puebla las páginas del maestro del cuento, pero los temas se basan, como los de
Chejov, en los problemas y cambios de una comunidad, así como en el destino del
hombre en esa organización. Y si los personajes de Chejov se rebelan en la
sociedad de finales del XIX, los
de Némirovsky denuncian su nuevo destino, que no consigue sino animalizarlos,
dejarlos sin ilusión, hasta degradarlos «respirando
con repugnancia el tufo de los fregaderos», «iban y venían como las moscas de
otoño», «una muchacha normanda […] robusta como un percherón», «Kiril […]
volvía a casa […] con el deseo de yacer inerte sobre aquellos adoquines
rosáceos»
Igualmente, la técnica
del monólogo interior es una constante en la novela; la protagonista, como los personajes
de Chejov, reproduce sus impresiones, asociaciones y pensamientos en un libre
fluir que se mezcla con las palabras razonadas del diálogo:
«—Bueno,
Yuroska, adiós… Cuídate mucho, hijo. Cómo pasaba el tiempo… De niño, cuando se
marchaba al instituto de Moscú […] Ay, mi pequeño Yuroska!»
No es sólo la semejanza
con Galdós o con Chejov; la novela mantiene el espíritu del Realismo del XIX, aunque cronológicamente podría
incluirse al final de la llamada Edad de Plata Rusa (finales del XIX, principios del XX), cuando las vanguardias llaman a la
puerta de la literatura. Pero Nieve en
otoño no es modernista ni simbolista. La guerra civil de 1918 es la base
del relato, en el que aparece la lucha del hombre entre la atracción que le
supone lo nuevo «Nilolai Alexándrovich y
su mujer los seguían despacio, penosamente, pero con la misma ansia de libertad
y aire» y el apego a lo antiguo «Los
padres se quedaban allí, escuchando con aire melancólico la música de las
orquestas, recordando las islas y los jardines de Moscú».
Irène Némirovsky no
pretende describir la vida cotidiana o las costumbres de la aristocracia rusa y
su venida a menos; lo que nuestra autora persigue, y consigue, es hacernos
comprender la esencia de la vida a través de la representación de la cotidianeidad;
de ahí que la prosa se estilice en cada página hasta volverse lírica «Avivó el paso, deslumbrada por una especie
de lluvia de fuego que le salpicaba los párpados […] La anciana se acercó al
pretil y miró con fijeza la resplandeciente franja celeste».