Sorpresa,
más que agradable, al leer Tea rooms. Mujeres obreras. El
contraste del título es el que vamos a encontrar en la novela. Tea Rooms evoca la modernidad del
idioma, lo exótico de la bebida, poco usual en España y una cierta distinción
al sugerir una habitación exclusivamente destinada para el sosiego y la charla
agradables. Inconscientemente acuden a la mente largas tardes en las que la
conversación cotidiana nos hace cómplices al recoger anécdotas o contratiempos
de un círculo cercano. Toda esta
exquisitez se desvanece como el humo del cigarro que coronaría tea rooms
para mezclarse con otro más denso y grasiento que envuelve la cocina de la que
saldrán los pasteles, el chocolate, el té. Un humo que oprime hasta que, esas
mujeres obreras que completan el título, quedan empequeñecidas, anuladas por
una modernidad que no parece tenerlas en cuenta.
Luisa
Carnés es un misterio más de esta España que olvida pronto. La escritora tuvo
éxito en su momento, pero una vez exiliada, su obra desapareció de nuestro país
y no llegó a formar parte del elenco de escritores de la generación del 27 pese
al elevado número de novelas y cuentos escritos tanto en España como en México,
y que despertaron bastante interés y sensibilidad en su público coetáneo. Otro
ejemplo de mujer invisible. Otro ejemplo de mujer inteligente y comprometida
que queda olvidada en una sociedad patriarcal, machista, que teme perder su
posición privilegiada.
Tea rooms cuenta, con una narrativa rompedora y
vanguardista, una parte de la historia de Matilde, una mujer joven que sufre
las crisis socioeconómicas y políticas de principios del siglo XX. Crisis que
fueron despiadadas con la gran mayoría del pueblo español, el obrero, y
especialmente crueles con la mujer, puesto que será ella la más explotada y
humillada aun por la propia mujer.
Matilde
no tiene apellidos, está a medio identificar. Tampoco lo tienen, ni les hace
falta, Laurita, Marta, Paca, Antonia. Desde que Matilde entra a trabajar en la
pastelería pasa a ser “la joven” o “una”, como el resto de compañeras sin
identidad «una, a lo suyo» «a ver, una al
teléfono»; no son mujeres «aquí no
son ustedes más que dependientas», y así son tratadas, sin una pizca de
sensibilidad o humanidad. Hay una curiosa diferencia con los empleados, ellos
sí tienen apellido; aunque oprimidos no se les priva del todo de una
personalización; encontramos al camarero Cañete o al cocinero Pietro Fazziello.
Pero no nos equivoquemos, tildados con apellidos sufrirán consecuencias
parecidas a las de las chicas si no se atienen, ellos o sus familiares, a la
voz del que manda. En el caso de Cañete, sus flirteos con la encargada llevarán
hasta la pastelería a su mujer, otra innominada que, como si de un objeto se
tratara, pierde hasta el nombre en la sociedad, una vez casada: «la mujer de Cañete». La mujer de Cañete
acude allí a denunciar a “la otra” delante de todos por intentar robarle a su
marido. Ni por un momento se le pasa por la cabeza que pueda ser él el culpable
de la situación «¡Que lo sepan todos que
esa mala mujer está robando el pan de mi hija! ¡Esa puta! ¡Una tía golfa!».
No
hay sentimientos en el mundo obrero. Es un ambiente que oprime, que despersonaliza,
que embrutece. No hay lugar para lamentaciones o denuncias o exigencias; la
impotencia es lo que caracteriza a los obreros, paralizados por el miedo y por
no saber qué hacer «Fazziello golpea
sobre los bloques de hielo lentamente. De pronto, se sienta en el último
peldaño de la escalera y llora».
Hay
en la novela una certera crítica social dirigida a esa clase acaudalada que
temerosa de perder su estatus intenta quitar de en medio a quienes puedan
arrebatarle sus privilegios a través del estudio y el razonamiento, por eso «el “ganso” con sus raquíticos once años,
aprende a comprar el periódico a las siete de la mañana, a abrirlo por la
página de anuncios [...] y [...] a mentir «Tú cuántos años tienes?. Catorce».
Y se critica sobre todo a una sociedad con muy poco interés en alfabetizar a la
mujer, que sigue «cultivando la religión
y soñando con lo que ella llama su “carrera”: el marido probable».
En Tea Rooms observamos una reivindicación
social del obrero, pero ante todo de la mujer «Es necesario que las compañeras de trabajo que no estén asociadas se
asocien inmediatamente». Si no aflora una conciencia de clase nunca dejarán
la miseria, y la miseria las hace miserables «la miseria amodorra tu pudor en esta ocasión», las embrutece «En la búsqueda, un vestido rosa cae sobre
un papel pringoso y allí se queda» y les anula cualquier vestigio moral «del modo más indiferente y discreto
posible, se agacha e introduce el dinero en uno de sus zapatos».
Luisa
Carnés denuncia, con una lucidez y claridad espectaculares la situación de la
mujer de principios del XX, una mujer que siempre dependerá de algo o alguien
para subsistir, de quien raramente se aceptará algo de autonomía.
Esta
circunstancia viene expuesta de la mano de las protagonistas de la novela como
si entre todas formaran una sola, como si conformaran a la mujer que, como
Antonia, debió ocultar su estado de casada, hasta que enviudó, para que no la
echasen del trabajo. O como la clienta que no es servida por el camarero hasta
que «solicitaba con los ojos al esposo un
signo de aprobación». O como la mujer de Cañete a quien ya se lo dice su
marido «ocúpate de tu hija»; el resto
de asuntos, incluidas las infidelidades, son cosa del hombre. O como Laurita,
muerta a consecuencia de un aborto clandestino por temor a que su novio la
rechace. O como Marta, que «se ha echado
a la vida» al ser despedida por robar dinero de la caja para comprarse unos
zapatos. Entre todas modelan a la mujer resignada que acepta unas condiciones
laborales infrahumanas, unas condiciones que, por malas que sean, siempre serán
mejores que quedarse en la calle porque, en el fondo, no pueden hacer otra
cosa, no están acostumbradas a pensar. Matilde, la protagonista, recapacita y
sabe lo que quiere y no se va a conformar con menos. Exige de la vida un
trabajo digno y poder elegir al hombre que quiera, no conformarse con el primero
que le pida relaciones. Ambiciona una vida libre, lejos del «embrutecedor trabajo doméstico».
Pero
si la lectura se hace interesante al conocer la vida de la España del siglo XX,
y casi del XXI, no es menos enriquecedora la narración. Destaca la importancia
del narrador que, unas veces es omnisciente, sobre todo cuando expone algún
monólogo interior o pensamiento de un personaje «Parece que he estado inspirada, piensa Antonia». Otras veces
funciona como narrador testigo «En cuanto
a Paca, ¡oh!, esa, con su cara pálida y humildita de beata, cualquiera adivina
lo que piensa». Y siempre aporta amenidad a lo narrado, bien mezclando
sucesos de forma abrupta o directa para cambiar de tema «Se habla de elevar una queja a la dirección. Probablemente, todo se
quedará en palabras. Otra cosa: ingresará en el establecimiento una ahijada del
propietario», bien realizando incursiones en la propia narración «le ha valido desde el primer día el respeto
de la encargada: “Esa escuerzo” (Antonia es mucho más comedida para colocar
adjetivos...)».Incluso, en ocasiones, el narrador se apropia de la voz de
Matilde «Matilde va a la cabina
lentamente [...] “El que se vaya puede darse por despedido”. Y todas las
cabezas [...] se agachan medrosas». Pero aun cuando predomina una narración
externa la variedad de técnicas y recursos es admirable.
Los
diálogos pertenecen a la modalidad oral, con oraciones incompletas o con
localismos, como el laísmo tan típico madrileño, que acercan al lector al
ambiente del pueblo «ya ve, Antonia, con
quince años en la casa y ganando un duro... y callandito» «la han salido bien las cuentas».
Asimismo las onomatopeyas -rrrr-, chist aportan frescura a la narración.
Sin embargo encontramos palabras cultas hálito,
apotegma, dilecto, conterráneo,
préstamos de otras lenguas que se unen al lenguaje vulgar en un sugerente
contraste «Cocktail... Ahí va, coño
¿dónde tienes los ojos» «Por diez jodíos reales que gana una [...] los
sandwichs [...] como pudding». Y un vocabulario relacionado con los avances
modernos, con la tecnología o la ciencia que aporta tintes vanguardistas,
incluso surrealista a veces; la personificación del cine frente a la
despersonalización de los niños aporta una imagen incitante: «donde comienzan a evolucionar los verdes y
blancos del cinema de enfrente [...] han aparecido [...] varias cabezas
greñudas y numerosos ojos sin color.» Asimismo la importancia de lo básico
queda remarcada en la personificación de los zapatos, que adquieren la
personalidad contrastiva de quien los lleva «los
zapatos torcidos avanzan rápidos, suicidas, mientras que los zapatos impecables
subrayan un paso estudiado, elegante».
La
singularidad de las obreras desaparece, todas son una o simplemente cosas «no
es más que un aditamento del salón»; mujeres embrutecidas que han asumido su animalización «Mientras lava, gruñe» «¿Qué harán esas burras?» o su
invisibilidad; de ahí que los diálogos señalados no lleven el nombre de quien
replica. Da lo mismo. La mujer no tiene voz, no es esencial saber quién dice
qué porque lo más probable es que no tenga importancia
—Tanto
postín
—Yo
me alegro
—Pues
vaya una ventaja...
—Bueno,
pero de todos modos, me alegro...
[...]
—¡Chist!
—No
me da la gana callar...
Y
sin embargo, calla; no puede replicar en el trabajo porque será despedida y no
puede participar en conversaciones culturales porque no ha tenido tiempo o
interés en preocuparse. Se autoexcluye. Sus problemas son mucho más básicos «Antonia no entiende nada de esto. ¡Qué
ganas tienen estas gentes de sofocarse!» El estilo indirecto libre aporta
un tinte fresco a la narración, el relato cobra agilidad, así como las frases
cortas y las nominales que, sutilmente dan una idea del desconcierto en el que
están inmersas las protagonistas; no hay tiempo para sentimientos, lo
fundamental es la esencia de las cosas; los momentos de dolor se acortan, como
si la mujer no tuviese tiempo de compadecerse. Cuando surgen adjetivos suelen
ser valorativos consiguiendo de nuevo acentuar el contraste en el que vive la
mujer. Por un lado la modernidad no le aporta el más mínimo consuelo «Marta despacha torpemente [...] se siente
muy sola. Átomo en medio de una apretada muchedumbre...». Por otro el
surrealismo que envuelve determinadas situaciones adquiere tintes naturalistas
que ahondan en el miedo y la desesperación «Enfrente
está la encargada, con una fría sonrisa en los labios delgados. Se le ven unas
encías descarnadas y pálidas». Las metáforas opresivas contribuyen a
intensificar los momentos de monótona tensión «El sopor agobia y sobre los párpados pone plomo el calor. Los
ventiladores zumban».
Y,
para dejar constancia de que no caben sentimentalismos, la narradora rodea de
números a las trabajadoras. Números premonitorios, agoreros «la fecha del día, un negro 13». Números
amenazadores «y callandito. Ya hay veinte
en la puerta». Números controladores «—Oye
Matilde: ¿tú no has visto el regalo? —...treinta, treinta y una —cuidado, está
mirando—, treinta y dos, treinta y tres...». Números opresores «—Catorce pesetas kilo —¿Así que, cuarto de
kilo valdrá? —Tres cincuenta» —¿Y los cien gramos? —Una cuarenta».
Pero
en toda esta miseria hay algo enternecedor; en las descripciones costumbristas
encontramos pinceladas de humor «la
señora pide una naranjada, y al niño un pastel de crema. No, a mí, un bocadillo
de jamón y un vaso de leche. La madre aprueba [...] pero cuando el camarero se
aleja le da al chico un puntapié por debajo de la mesa».
Y
encontramos ironías denunciantes «intervino
la fuerza pública, disparando “al aire” y ocasionando dos bajas entre los
obreros».
La
pena es que tanto el humor como la ironía certifican más la miseria de un
pueblo que, de forma preocupante, se sitúa más cercano a la actualidad de lo
que deseáramos.
¡Chapeau!
por esta sinsombrero.