miércoles, 24 de febrero de 2021

EL IMPERIO DE YEGOROV

El imperio de Yegorov es una novela extraña. Dividida en tres partes: pasado, presente y futuro, que se corresponden con los apartados presentación, desarrollo y final. Asimismo las partes están encabezadas por un personaje diferente, modelos de la ciencia, el arte y lo colectivo de la sociedad. El pasado tiene como protagonista a un antropólogo, el presente a un poeta y el futuro a un periodista fotógrafo. Cada uno a su vez expone su propio comienzo en la implicación de la trama, cómo actúa en esa historia y su desaparición. Es una estructura perfectamente tripartita que, sin embargo, configura un contrasentido alarmante, pues conforme vamos llegando al futuro vemos, inquietos, nuestro propio presente. Y es en este punto donde se activa en la mente una alarma que nos hace conscientes de hasta dónde podemos llegar para mantener una posición social y económica acomodadas; estamos dispuestos a sacrificar la libertad a cambio de que los demás nos muestren una fingida admiración.

Somos esclavos de una falsa apariencia. Queremos desafiar al paso del tiempo a costa de sacrificios diarios ineludibles, «no puedo pasar un solo día sin tomar la mierda esa de la elatrina […] cerramos todos los bares […] Ni acordarme de las píldoras, palabra… Consecuencia: el lunes amanecí con el vientre hinchado y un dolor tremendo por todo el cuerpo».

La disposición de la novela es caótica y bastante atractiva; configurada con páginas de diarios, cartas postales, telegramas, correos electrónicos, informes de detectives, noticias de prensa, entrevistas grabadas y periodísticas, informes forenses, testamentos, SMS, conversaciones telefónicas, prospectos médicos, paquetes postales con restos humanos, comentarios de un blog… Todos estos fragmentos se van posando en la conciencia del lector hasta que lo encaja, poco a poco, perfectamente. Al principio de la lectura puede surgir cierto desconcierto pero en ningún momento nos sentimos despistados, al contrario, sospechamos que somos parte de esa historia ocurrida en el siglo XX, o aún por suceder en el XXI, porque el caos presentado no es sino reflejo del mundo que hemos construido, un mundo cruel que contrasta con las formas políticamente correctas y la frialdad de las buenas maneras. Un mundo en el que la inmediatez de los hechos les resta trascendencia y al mismo tiempo nos deshumaniza.

Nasser dijo…

¿Tiene usted miedo? […] Se suicidará o esperará a morir cuando el parásito ponga sus huevos?

13 de julio de 2042 01:44 a.m.

Júpiter dijo…

¿Sigues ahí, Anónimo?

13 de julio de 2042 01:55 a.m.

Júpiter dijo…

¿Sigues ahí, Anónimo?

13 de julio de 2042 02:09 a.m.

Manuel Moyano, haciendo uso de un humor absolutamente sobrecogedor, acentúa las normas de cortesía para resaltar la ironía, el sarcasmo o el sadismo de determinadas situaciones, «Para que tenga una prueba palpable, me ha rogado que le envíe en este mismo paquete el meñique izquierdo de la señora Sasaki».

Inquieta ser testigo de cómo hemos evolucionado, «Parece que Cuballó, tras su experiencia con los hamulai hace diecisiete años, renunció a toda posibilidad de evangelizarlos […] puesto que su adscripción al género humano le parece más que dudosa». Si antes contrariaba comprobar cómo los pertenecientes a algunas tribus ancestrales, que aun hoy se han mantenido al margen del progreso, podían convivir totalmente desnudos, ahora encontramos aceptable mantener la belleza a costa de la vida de otros seres, o no lo aceptamos pero miramos hacia otro lado.

Todos los personajes (y son numerosos) están bien definidos con pocas pinceladas. Puede que no sepamos cómo piensan exactamente en un principio pero con las reapariciones esporádicas aumentan la tensión del lector, pues al representar a ciertos modelos sociales como periodistas, detectives, científicos, policías, artistas, políticos… intuimos que forman parte de nuestras vidas.

Esto es lo más inquietante, estamos acomodados en nuestro espacio seguro viendo venir un futuro distópico al que tememos aunque nos atrae, porque pensamos que somos parte de los privilegiados. A lo largo de la Historia, la humanidad ha buscado constantemente el elixir de la juventud, Manuel Moyano lo encuentra en su novela con consecuencias totalmente desastrosas, pues nos hace ver que la vida eterna implicaría la desaparición del ser humano. El imperio de Yegorov expone un futuro de ciencia ficción, imaginario, y sin embargo nos acercamos peligrosamente a él, «¿cómo te explicas si no que Mick siga dando conciertos con más de ochenta años?». Solo unos pocos acomodados (cada vez más) consiguen alargar increíblemente la juventud mediante operaciones y buenos y carísimos tratamientos. Y son muchos los que los imitan con resultados esperpénticos, «Repito: ADULTERADA. Eso quiere decir que la concentración no es la adecuada y que probablemente no tendrá efecto sobre el Yashirum».

Sólo unos pocos satisfacen sus deseos de bienestar sin importarles lo que les ocurra a otras personas (a las que nadie buscará tras su desaparición). Y son muchos los que miran (miramos) a otro lado al utilizar ciertos objetos, prendas de vestir o tratamientos médicos de procedencia dudosa, porque lo único importante es que son necesarios en ese momento, o simplemente se desean porque a quien los posee le confieren la cualidad de ser admirados. En muchos casos se equivocan (nos equivocamos).

El autor plantea un mundo no tan lejano ni tan ficticio, donde no existe la superación personal, solo el afán de poder, el enriquecimiento material y la asunción de la belleza absoluta; donde los seres humanos no son del todo humanos y empiezan a arrepentirse de la conseguida vida eterna al darse cuenta de que se deben a las exigencias de quien lo controla todo.

La novela es una pesadilla de la que no podemos salir porque estamos dentro, estamos supeditados a ella aunque no nos demos cuenta «¿no hace tiempo que deberíais estar muertos, bien muertos y enterrados? Decidnos ¿Con quién habéis firmado vuestra alianza?».

Formamos parte de esta trama interesante que encarna una sátira de la sociedad a la que pertenecemos. Manuel Moyano ha escrito una novela mezcla de ciencia ficción, aventuras, policíaca, psicológica con la que desmonta el mito de la inmortalidad a través de la ironía y el sarcasmo «En absoluto. No he pisado un quirófano en toda mi vida […] alimentación adecuada […] deporte […] Llevar, en definitiva, una vida sana».

La novela es una crítica a nuestra manera de ser, a cómo hoy entendemos la vida. Una recriminación que conlleva un castigo eterno en este caos invasor que hemos hecho habitable. Paradójicamente, una vez que consigamos detener el tiempo añoraremos la fugacidad de la vida.

Moyano nos avisa de un futuro catastrófico, fruto del capitalismo, el totalitarismo y el control social.

jueves, 18 de febrero de 2021

IQBAL MASIH

Cuando leo un libro, un sinfín de ideas me acuden a la mente… esto lo hago yo, esto me ocurrió a mí, esto puedo unirlo a lo anterior… Es verdad que así tardo más, pero cuando me identifico con algún personaje me gusta, o me inquieta, según. Una vez lo he leído tengo anotaciones por sus páginas y en hojas aparte. Todo está ahí; las releo y me doy cuenta de lo que ha querido decir el autor. Unas veces con más acierto que otras. Pero lo que me cuesta enormemente es analizarlo por escrito. No sé por dónde empezar. Cómo unirlo todo. Cómo no irme por los cerros de Úbeda. Este libro no iba a ser menos.

Lo que tengo claro es que su autor pretende denunciar las condiciones en las que nacen algunas personas y que determinan su forma de vida. Son personas cuyos actos están ya establecidos de antemano. Son personas destinadas a sufrir para que los demás tengamos mejor calidad de vida. Son personas que no han sido niños, no han conocido la alegría, porque su posición social es la misma que la que ocupa un animal de carga.

Miguel Griot se rebela contra este hecho, aún vigente, que continuará en el futuro hasta que algunas sociedades dejen de pensar que son las únicas portadoras de la verdad «y esos que tanto dolor e injusticias causan, según dice el profesor, ¿no son acaso los mismos mayores que nos ponen los deberes y los que nos educan para ser como ellos?».

Miguel Griot ha escrito Iqbal Masih, lágrimas, sorpresas y coraje para sensibilizar a la opinión pública, para que entre todos consigamos garantizar la rehabilitación y la reinserción social. Muchas comunidades preparan todavía a las niñas, desde pequeñas, para trabajos domésticos, y a los niños para obedecer a un patrón.

Iqbal Masih es la historia de este niño pakistaní que fue tratado como esclavo desde los 6 años en una fábrica de alfombras, para pagar una deuda contraída por sus padres. A los 10 años se da cuenta de que puede tener derechos y, ayudado por el Frente de Liberación del trabajo forzado, que pagó su deuda y lo llevó a una escuela, aprendió a leer y escribir y saltó a Europa y EE.UU. para ofrecer conferencias denunciando la esclavitud infantil y pidiendo libertad y justicia para todos los niños. Lo más escalofriante es que este suceso ocurrió en la década de los 90, casi entrando en este milenio.

Una historia real cuyo final está grabado en la prensa internacional y en los diferentes monumentos que recorren diversas partes del mundo para que no lo olvidemos. Porque se nos olvida. Por eso el autor ha experimentado con Iqbal Masih una forma diferente de comunicar su denuncia, ha escrito una mezcla de literatura social y artículo periodístico de opinión. Es social porque obedece a ciertas reglas establecidas socialmente que deben acatarse o violarse. Es artículo de opinión porque no ofrece una respuesta unívoca a la realidad, sino que valiéndose de multitud de personajes indaga en todos los rincones.

El estilo hace gala de lo que se llamó el perspectivismo múltiple de la novela de los 60-70. En esta ocasión los narradores homodiegéticos son representantes de todas las instituciones y capas sociales que intervinieron en el suceso, desde niños esclavos, compañeros de la fábrica de tapices, hasta otros, compañeros de escuela, amigos que Iqbal encontró en Suecia o en EE.UU., representantes del BFLL, de la iglesia, familiares de Iqbal, jefes, encargados, dueños de fábricas, políticos… Todos han formado parte de la historia y se asoman para relatar lo que conocen, lo que han vivido con el protagonista, o lo que en su opinión consideran razonable.

Son numerosos capítulos cortos, cada uno lleva por título el nombre de quien habla, no hay presentación. El interpelado se dirige al lector contando su versión, por lo que desde el primer momento es perfectamente reconocible, no solo por lo que dice sino por las expresiones utilizadas, propias de su nivel sociocultural,

Tariq.

Bueno, bueno, no es pa tanto. Todo el mundo decía que Iqbal había madurado a velocidad de camello desbocado […] Chuminadas […] los viejos amigos teníamos ganas de cachondeo…

Entre todos conforman la personalidad del protagonista; además gracias a los tics de algunos, expresiones de otros o incluso onomatopeyas, «El briiikiii-briiikiii-briiikiii que emitía un telar con el eje mal engrasado», el autor se permite algunas licencias exageradas para denunciar la ceguera del llamado primer mundo, sus paradojas e ironías «…que doné a la organización que montó el cóctel, que, por cierto, me pareció divino (un acierto los canapés de salmón […] Ay, que me pierdo […] Sí señor, alguien con poder, dinero e influencia debería hacer algo…».

Griot conecta mejor con un lector al que llegan diferentes emociones. Todos son narradores internos por lo que disponen de información sobre el protagonista aunque cada uno aporte un punto de vista distinto, el suyo, pues todos son testigos de primera mano y únicamente aclaran lo que han experimentado, nunca los pensamientos de otros personajes. Normalmente el narrador no se dirige al lector colectivo sino a uno específico, un “tú” individual que nos introduce de golpe en el suceso, y hace que nos sintamos parte de él, una parte activa que no solo recibe un texto cerrado sino que es capaz de abrirlo, responderle y reinterpretar el sentido. Nos hallamos cómodos en una lectura en la que nos sentimos atrapados en sus líneas y responsables de ingresar en ese mundo o no. Entre el autor y el lector aparece una relación abierta, de libre elección, en la que Griot, haciendo uso de los personajes, inserta diferentes recursos argumentales o dialógicos dirigidos al lector con los que, además de aportar agilidad y realismo al texto, crea suficiente tensión para que se implique y adopte en su mente el papel activo de interlocutor: 

Así que repasa los argumentos de cada uno de los dos y decide tú quién lleva razón.


No preguntes qué soluciones dieron. No tiene mucha importancia. Lo importante es que algún día ellos serán los encargados de buscarlas.

La pluralidad de voces aporta múltiples significados. Todos forman parte del engranaje social y a través de esas voces, que siempre denuncian aunque en ocasiones se revistan de humor, entendemos que en cualquier mundo, primero o último, quien tiene el dinero tiene el poder, por lo que quienes no disponen de medios económicos o defienden a quienes no los tienen son invisibles, suponen una molestia para los acomodados que asisten con miedo a un posible derrumbe de la estructura que los protege «aquel era un caso perdido. Nos enfrentábamos a un poderoso industrial del ladrillo […] Continúe usted, Mohamed, me indicó. Con todos los respetos, señoría […] yo soy el (abogado) de la acusación, ¿seguro que estaba escuchándome?».

Los diferentes personajes aportan argumentos, razones, algunas incluso aparecen como irremediables a su forma de actuar. De esta manera el lector empatiza con ciertas figuras aunque entiende a todos, pues reconstruyen una sucesión de hechos que se vienen repitiendo a lo largo de la historia; cada persona actúa como lo ha visto hacer a su alrededor. Desde este enfoque el significado del texto se sitúa en las propiedades beneficiosas del diálogo, pues confirma el realismo de lo sucedido, muestra el carácter y la personalidad de cada personaje y atrae irremediablemente al lector porque observa los hechos desde el presente.

Miguel Griot da sentido a este mundo sinsentido al situarlo en un espacio tranquilo, de conversación. Las ideas fluyen en el trayecto de libre intercambio que impone la prosa mediadora. Griot consigue un tipo de ensayo que, por su propia configuración periodística-novelada, se re-presenta, se re-interpreta y re-configura a sí mismo. Nos encontramos ante la transparencia y autenticidad de la reflexión ensayística. Pero no explica, no se queda en la lista de datos sino que participa del entretenimiento novelado. Es un ensayo de denuncia en clave literaria, en el que su autor se compromete con la delación de un hecho vergonzante (otro más) cometido por seres humanos.

viernes, 12 de febrero de 2021

EL INFINITO EN UN JUNCO


Hay personas que durante su vida anhelan saber más porque cuanto más saben mejor comprenden a los demás, más facilidad tienen para convivir y, por lo tanto, disfrutan más del día a día, son más felices. Y lo transmiten.

Creo que es lo que le sucede a Irene Vallejo, destila amor y felicidad. Y la contagia. Leer El infinito en un junco es dar un paseo por la Historia para comprender la necesidad del hombre de comunicarse con los demás, la necesidad de no olvidar lo que otros dijeron antes que él y la necesidad de compartirlo.

Y así, haciendo gala de un humor exquisito, Irene Vallejo nos abre las puertas de la Historia. El lector asiste con absoluto placer a los comienzos del libro, a la dificultad de plasmar con símbolos, en la piedra, el papiro o el papel, los sonidos rítmicos que con tanta facilidad producimos, a la necesidad de hacerlo. Y queda admirado (una vez más) al descubrir que, gracias a la escritura, sabemos que los grandes hombres, y los despreciables, renacen cada cierto tiempo. La autora nos recuerda cómo hace 25 siglos Alejandro Magno ya concibió lo que hoy llamamos globalización a partir del helenismo. Esta empresa ha sido llevada a cabo en varias ocasiones a lo largo de la historia, pero por cuestiones políticas o religiosas se ha destruido otras tantas. Y puestos a aniquilar, lo pulverizamos todo. 

Leyendo El infinito en un junco razonamos las consecuencias de destruir los libros escritos por filósofos, científicos, lingüistas… La cultura de esa sociedad queda devastada, por lo que se impide a quienes vengan después que la conozcan, es un atentado al propio ser humano. Imagino a los habitantes de la antigua Alejandría o de Irak en 2015 al ver sus tradiciones, sus pensamientos pisoteados, ninguneados, despreciados, quemados. Porque luego presiento a la sociedad sin bases, analfabeta, que se levanta de esas cenizas. Sospecho que volvemos a la Prehistoria aunque estemos rodeados de tecnología y las armas no sean huesos de animales. Seguro que eso es el eterno retorno. Pero también es cierto, que entre tanto odio (no encuentro otro sentimiento que califique estos hechos) hay otro grupo de personas que comienzan el ciclo de la vida y la convivencia.

Irene Vallejo es una de ellas y sabe que la memoria está unida al proceso de la escritura y la lectura.

Su propia obra es una confirmación formal del eterno retorno. En el libro no importa que la historia esté contada en riguroso orden cronológico, no afectan los saltos en el tiempo, con lo que demuestra que el devenir es en realidad una red de sucesos similares movidos por el afán de poder o saber, de alcanzar la perfección. De lo que hemos de darnos cuenta es de que el saber lleva irremediablemente al poder.

La autora realiza un ensayo de opinión en el que mezcla documentos científicos con anécdotas de la mitología, de algunos personajes de la historia o suyas propias, con lo que, además de demostrar una valentía y generosidad envidiables al abrirse a los demás, consigue una historia novelada llena de datos reales. No hay que ser un experto filósofo para entender lo que expuso Platón, ni un avezado filólogo para seguir a Aristóteles; cualquier lector que se asome a El infinito en un junco disfrutará de un libro placentero de asequible lectura, pues una prosa apasionada envuelve las aventuras de Alejandro Magno, Ptolomeo, Cleopatra, Aquiles, Ulises o Platón para conformar un mundo clásico tan cercano al actual. El estilo sencillo, de interesantes contenidos, es una muestra evidente de las ventajas de leer.

Vallejo consigue algo parecido a lo que desearon los primeros bibliófilos, como Alejandro o Ptolomeo y los primeros bibliotecarios, como Demetrio de Falero: democratizar el conocimiento. Y esto define a una persona total.

En el momento que alguien quiere ocultar el saber comienza imponerse la finalidad de cualquier tiranía: poder manejar mentes ignorantes.

Es este un libro más que recomendable, de hecho todos deberíamos leerlo porque además de disfrutar enterándonos de sucesos increíbles, asistimos, mediante el humor reflexivo y la ironía inteligente, al pasado. La autora nos ayuda a conocernos mejor si miramos atrás y, por lo tanto, a darnos cuenta de que no somos tan distintos, ni de los que viven a miles de kilómetros de nosotros, ni de los que vivieron hace miles de años.

El ensayo está dividido en dos partes: La primera, Grecia imagina el futuro, comienza contando cómo Alejandro, con grandes ansias de poder quería conquistar el mundo, llegar hasta donde le había dicho su maestro que estaba el final. «Aristóteles le había enseñado que el extremo de la tierra se encontraba al otro lado de las montañas del Hindu Kush». Es curioso que este rey de Macedonia, que también se hizo con el poder de Grecia, Egipto, Media y Persia quisiera crear una biblioteca universal, «otra forma —simbólica, mental, pacífica— de poseer el mundo». La autora relata que Alejandro recorrió las rutas de Asia sin separarse de La Iliada. Recuerdo que también Napoleón llevaba en sus campañas el Werther de Goethe. Y también Alfonso X fundó, en el siglo XIII, algo parecido a la Biblioteca de Alejandría, la Escuela de Traductores de Toledo… Aún a lo largo de la historia se repiten hechos afortunados; en la Grecia Antigua, ya los copistas empezaron a dejar su huella en los libros, según errores o alteraciones en los mensajes, lo que provocó, en el siglo I a.C., que empezasen a aparecer críticos literarios. Otra curiosidad (que nos define) es cómo desde el comienzo de la humanidad, hemos «preferido ignorar que el progreso y la belleza incluyen dolor y violencia»; Irene Vallejo recuerda bellísimos ejemplares de blancos pergaminos, «vitelas», sacados de crías recién nacidas del ganado o incluso de «embriones abortados en el seno de su madre» (¡Qué poco hemos avanzado!). Curiosidades sobre la enseñanza de la escritura, la aparición de los libreros, el primer loco que lleva a cabo una matanza en una escuela del 492 a.C., la labor de Hesíodo en el 700 a.C. anunciando lo que en el siglo XX se consideraría poesía social… Somos testigos de cientos de curiosidades relacionadas con los libros a lo largo de la historia, porque un hecho nos trae a la memoria otro anterior o posterior; el papel casi humillante de las bibliotecarias, hasta la época franquista incluso, fue evidente. Y observamos, complacidos, los agradecimientos de la autora a su madre por leerle todas las noches antes de dormir, a su profesora de Griego por saber escuchar y enseñarla a descubrir situaciones poco agradables, de acoso incluso, de las que podía evadirse leyendo. No hay rencor en la prosa de Vallejo ante tanto horror, hay asombro, algo de sarcasmo y mucha empatía, sensaciones que todos podemos experimentar a través de la lectura, pues ayuda a imaginar un mundo mejor, a tener un salvavidas espiritual en circunstancias difíciles y a evadirnos de ciertos contextos tóxicos. Vallejo es consciente de estas realidades y las denuncia, «La violencia entre los niños, entre los adolescentes, se desarrolla protegida por una barrera de silencio turbio».

La segunda parte, Los caminos de Roma, comienza con la fundación de la ciudad (con tres episodios infames, el fratricidio de Rómulo, llenar la aldea de maleantes y la violación masiva de las mujeres de los alrededores para poder tener habitantes. Otra curiosidad, Rómulo emprende su andadura de forma parecida a Alejandro, quien «decidió (en Susa) celebrar una fiesta grandiosa […] bodas colectivas».

Asimismo Roma llega a convertirse en un verdadero adalid de la cultura al engrandecer la Biblioteca. Y también le debemos mucho a este imperio, Virgilio se instalará ente nosotros en la narrativa de viajes y aprenderemos de la sátira de Marcial. Nuestra escritura adoptará los signos romanos y nuestras tradiciones sus costumbres. Porque la historia del hombre está construida con elementos vergonzantes y otros que enaltecen. Somos contradictorios, de ahí que Vallejo nos recuerde —siempre desde el buen humor, la cordialidad y el razonamiento— la paradoja de personajes tan influyentes como el propio Séneca, ridiculizado en la sociedad del siglo I por defender sus ideas de moralidad intachable mientras «administraba negocios con métodos de capitalista desenfrenado», y sin embargo le debemos aún hoy uno de los pensamientos más inquietantes que rigen las sociedades modernas, pues en sus Epístolas a Lucilio se adelanta a la actualidad denunciando que es normal y efectivo que el estado castigue homicidios individuales mientras en «las guerras […] la violencia se ejerce mediante decisiones del Senado y decretos de la plebe».

El infinito en un junco es un homenaje, como pocos se han hecho, al Mundo Antiguo y por similitud, a la Historia de la Humanidad. En ella nos vemos reflejados, aprendemos de sus errores, evolucionamos sus aciertos y nos damos cuenta de que repetimos los hechos, «de los burdeles romanos a la trata de mujeres en el presente». Pero nada de esto sabríamos sin la escritura porque de todos es sabido que la memoria es efímera e irregular (Verba volant, scrīpta mānent).

jueves, 4 de febrero de 2021

EL AVAL

La última novela que he leído me ha provocado sentimientos encontrados. Pensaba que giraba en torno a la Guerra Civil española y, no es que me entusiasme leer sobre la guerra, soy bastante pacífica y nada violenta pero la autora, murciana, me llamó la atención. Leí una entrevista que le hizo mi amigo El Yunque de Hefesto (blog que recomiendo encarecidamente) y me picó la curiosidad. La autora decía que exponía razones de los dos bandos de nuestra guerra civil. El Yunque me regaló el libro. Nunca te agradeceré bastante tu amistad, David. Así que empecé a leerlo con ilusión, pero ya digo, empecé a ponerme nerviosa porque es verdad que la historia se desarrolla con el trasfondo de la Guerra Civil, desde 1931 hasta 1941, pero en el tema no aparece ninguna ideología política, ni de republicanos de derechas ni de izquierdas, ni la de los golpistas franquistas.

La estructura es muy interesante. Recuerda a la de Crónica de una muerte anunciada, entre periodística y policíaca. También en El aval, un personaje, hermano de Jesús, que en este caso no quiere escribir sobre el hecho sucedido años atrás sino enterarse de lo que ocurrió en realidad, pregunta a todos los vecinos del pueblo su versión de los hechos, necesita saber la verdad de por qué encarcelaron a Jesús. Rafael ha decidido abandonar España y necesita saber cómo es su hermano en realidad antes de emigrar a Argentina en 1941.

Rafael no es un periodista, tampoco es un policía con necesidad de reabrir un caso cerrado, pero se va a encontrar con que diez años después nadie dice recordar bien lo que pasó y nadie defiende al héroe que él pensaba que era su hermano. Los finales de capítulo van dejando un poso de inquietud en el lector «Y ese día empezó a fraguarse todo». Los lectores nos enteraremos de lo ocurrido realmente al final de la novela, aunque haya pistas diseminadas que nos van alertando.

Aunque la trama se va contando a través de las entrevistas de Rafael y de otras conversaciones que mantienen entre sí los personajes, a veces aparece un narrador extradiegético que, en tercera persona, omnisciente, pretende describir de manera objetiva lo que ocurre. Pero normalmente los que no ostentan el poder quedan animalizados. Catalina, la mujer de Jesús, que ha abandonado a su familia influyente para escaparse con un donnadie, tiene el porte majestuoso y las facultades necesarias para apresar lo que quiere «Catalina echó una mirada de águila a la iglesia…», mientras que el cura, nervioso, aplaca su conciencia en la protección segura de su entorno, «El cura removió su cuerpo de boxeador bajo la sotana almidonada, que crujió como un rumor de hojas secas en el silencio refrescante del templo».

La Iglesia cobra un importante papel en la novela, dividida simbólicamente en siete partes, El aval se nos presenta como un Nuevo Testamento: La Anunciación del requerimiento del aval para liberar a Jesús. La Pasión que hubo de sufrir Jesús al no poder comer con el sudor de su frente. El Calvario de todos aquellos que se desviaron de lo establecido. La Muerte. La Resurrección de la verdad. La Confesión de Rafael (nuestro ángel anunciador) y La Penitencia que sufrirán los descarriados. Pero en realidad el verdadero eje argumental no es la guerra. El tema es la venganza de un marido. Y es una pena porque Carmen Martínez Pineda escribe bien, las metáforas poéticas abundan, tanto que a veces nos viene a la memoria Miguel Hernández «cebollas y patatas come mi hijo que está por nacer», García Lorca «el dobladillo del vestido negro que llevaba impuesto en memoria de tantos lutos acumulados» o Antonio Machado «La tarde crepuscular […] y una bocanada ardiente surcó los ventanales». Otras veces el protagonista alude directa o indirectamente a los autores e intenta situar su preferencia ideológica a través de ellos «Las Rimas de Bécquer —me aclaró él—. Demasiado flojo para mi gusto. Y siguió rebuscando entre los libros hasta que encontró uno cuyo título lo sedujo: Veinte poemas de amor y una canción desesperada».

En El aval predominan las descripciones naturalistas, perfectas para albergar en la suciedad, toda la basura de gente sin ideales, gente que se guía por el instinto a causa de una pobreza tan absoluta que embrutece «cuadrucha fétida […] olía a cieno blando de acequia […] a sudor de hombres sin aseo […] las casas de pobres no tienen letrina donde defecar. Figúrese usted, papa, ni un agujero en el suelo para hacer de vientre».

La realidad de los trabajadores se reproduce con absoluta objetividad aunque solo en los aspectos vulgares: alcoholismo, prostitución, violencia y pobreza. El mundo en el que se desenvuelven Jesús, Joaquín, Rafael, Angelín, Rosalinda, Raúl o Florita rechaza la evasión. Los personajes no tienen libertad bien por ser mujeres o por miedo a disgustar a los que pertenecen al otro bando, los que saben guardar las formas, los intachables, los acostumbrados a poseer y mandar. No hay tregua para los que viven «al otro lado» y no hay perdón para quienes intentan comprenderlos. Es lo que le ocurre a Catalina, está con el hombre equivocado, con el de ideas infames al que todos le cierran las puertas. Catalina decide quedarse con Jesús, aunque también lo haya hecho obligada, e inmediatamente es apartada por su propio padre del confort al que estaba acostumbrada. Catalina se busca ella sola el aislamiento, la muerte social, porque no se considera digna de tener una buena vida. La culpa la persigue. Tampoco hay perdón par Raúl, que prefiere ser él mismo aunque sea considerado por todos un maricón y su padre lo prefiera muerto «un alarde innecesario, un querer y no poder, ganas de poner en evidencia a los señores del pueblo». No hay salida para los que no tienen una posición social y no mantienen el orden que rige la moral del poderoso. Son seres anulados por fuerzas deterministas. Aquellos que pretenden escapar de la incultura o la barbarie son castigados con la expulsión. No hay cabida en esa sociedad para los diferentes, «¿tú crees que yo me gasto un riñón en tus estudios para que andes perdiendo el tiempo con esa chusma?».

Es verdad que el lugar y la época eran propicios para crear un discurso de graves implicaciones sociales. Carmen Martínez pretende ser objetiva en un hecho en el que es difícil no tomar partido. Y esa es la impresión que he tenido al terminar el libro. El protagonista, Jesús, no es un verdadero republicano, se deja llevar por los celos personales y carga contra su ofensor, no contra el régimen fascista. Los amigos de Jesús no se consideran verdaderos amigos «Con nosotros no cederá, Rafael. Para él somos escoria». No hay concepto de amistad porque el protagonista no es noble, en ningún momento se rige por ideales sino por egoísmo o por aparentar ante los demás. Jesús no quiere a su mujer; nadie envía unas cartas tan duras a la persona querida, pues se intenta evitar el sufrimiento «Nos trasladaron en un tren […] como ganado muerto». Jesús quiere satisfacer sus deseos, aplacar el complejo de inferioridad de la única forma que sabe, por las bravas. Catalina tampoco quiere a su marido, se entrega a él, se deja violar para evitar que sepan todos que el cacique la había repudiado. El cura no perdona que le quemaran la iglesia y no perdona al que no cumple los deberes religiosos. Las mujeres callan por temor o mienten por envidia… Los caciques pisotean por miedo a quedarse sin lo que han tenido siempre. Los propios amigos de Jesús, republicanos, son capaces de acusar al que los ayudó a salir de su analfabetismo con mentiras y basándose en una excusa que era propia (y lo sigue siendo) de la extrema derecha «Por eso se esconde —dijo Ortuño—. Por cobarde, falangista y maricón». No hay amigos en El aval. Y no hay ideas políticas «La tierra que es de todos y esa jerigonza […] aquí en voz baja se lo digo, yo creo que para escandalizar», los personajes no las tienen por eso la muerte de Ordóñez no se siente como un acto de justicia poética ante quienes impusieron el miedo o instaron a la delación. Ernesto Ordóñez muere como un mártir «Pero no lloró, ni gimió, ni pidió clemencia. Aceptó su destino con una serenidad que le honra, todavía en la muerte le honra». Nadie del bando republicano queda tranquilo con sus actos, nadie sale honroso de la trama.

Jesús, el cabecilla republicano de El aval, maltrata a su mujer y se va de putas o milicianas (así, puestas en paralelo). El protagonista no recupera el honor, ni siquiera se le concede la nobleza de morir por una causa que creía justa. Es condenado a vivir con su odio, su rencor y su culpa. No recupera el honor porque nunca lo tuvo. En este sentido encuentro que a la novela le falta algo, todo queda difuminado por el paso del tiempo; el olvido o el miedo impiden que la memoria aflore; la historia se limita a lo políticamente correcto, por lo que la objetividad queda en entredicho, incluso los ganadores de la guerra son los buenos capaces de mentir para salvar al malvado Jesús. Y, ante un registro culto-literario como el de Carmen Martínez en el que abundan las metáforas, los símiles, las zoomorfizaciones, incluso la musicalidad en las palabras, dispuestas a veces para ser oídas, se espera menos determinismo, un final más glorioso; al menos que los ideales brillen en la literatura.