martes, 25 de noviembre de 2025

UNA HISTORIA DE AMOR


Ricardo y Liduvina son los eternos novios de comienzos del siglo XX, cuando determinadas actitudes no estaban permitidas por considerarse indecorosas socialmente. Sobre todo, la mujer no debía solo ser honesta sino “parecerlo” por lo que el noviazgo era una espera en la que las mentes de los jóvenes imaginaban situaciones que se harían realidad en un futuro. El problema llegaba cuando el futuro disponía otros arreglos. Los matrimonios se encontraban entonces con pocas opciones de felicidad conyugal. Miguel de Unamuno expone otra situación de amor familiar en la primera mitad del siglo XX.

Una historia de amor comienza con un narrador que, en tercera persona, notifica al lector la penosa situación por la que está pasando una pareja. El pesimismo inicial es presagio de un final desgraciado aunque habremos de llegar a él para ser testigos de lo que ocurrirá, «Hacía tiempo ya que a Ricardo empezaban a cansarle aquellos amoríos. Las largas paradas al pie de la reja pesábanle con el peso del deber, a desgana cumplido». En este comienzo observamos ya el desamor de Ricardo, el despectivo “amoríos” da fe de ello así como el campo semántico “negativo” de amor (largas paradas – reja – peso – deber). La relación parece impuesta, aunque sea por el acomodo de ellos mismos.

Ricardo y Liduvina se vieron envueltos en una relación, llevados por la urgencia de salir de sus casas y empezar una nueva vida instaurando su propia familia. Ambos tienen buenas intenciones aunque les falta la pasión amorosa. Pensando que Liduvina se escandalizará y romperá la relación, Ricardo le propone fugarse y ella, lejos de rechazarlo, acepta, con la esperanza de que la pasión vendrá con el día a día. De esta forma se van de casa y, solo les hace falta un día para confirmar que no están enamorados. Ricardo cree que realmente tiene vocación religiosa y Liduvina entra en un convento de ursulinas porque pocas opciones más le quedan. En sus respectivos conventos tendrán tiempo de reflexionar sobre el amor familiar, el romántico y el divino; sobre el egoísmo humano; sobre el sacrificio que hemos de hacer para seguir las normas sociales; sobre el conflicto existencial entre las necesidades del alma y del cuerpo.

En esta novela corta, Miguel de Unamuno dejó el estilo caracterizador de sus grandes novelas. El existencialismo del autor se refleja en Ricardo y Liduvina, en la lucha personal que mantienen. No se ven a sí mismos sino que se pierden en pensamientos angustiosos que dejan asomar en todo momento el conflicto entre la razón y la fe que el propio autor sostenía, «Había nacido para apóstol de la palabra del Señor y no para padre de familia; menos para marido y, redondamente, nada para novio».

La narración nos cautiva desde el primer momento por el humor, la ironía y el misterio. A esto se le suma algún ejemplo de la realidad, que aporta una prosa clara y visual. El ritmo pausado del narrador, se acelera con los diálogos y en ocasiones con anáforas paralelísticas que se van alargando mientras remarcan un tiempo infinito, «…aun cuando no se viesen, aun cuando no volviesen a cruzarse […] aun cuando no volviesen a saber el uno del otro».

A lo largo de la trama aparecen emociones antitéticas que se acercan bastante a las inseguridades del hombre; cuando Ricardo y Liduvina se van juntos, se sienten separados, mientras que cuando se separan se sienten cada vez más unidos y comprenden las razones del otro para actuar como lo hizo. La tensión entre la pasión espiritual y la corporal va creciendo conforme avanza la novela. También aumenta el conflicto entre vocación, soberbia y egoísmo, «Creíase un nuevo Agustín, habiendo pasado, como el africano, por experiencias de pasión carnal y del terrestre amor humano […] Parecíales que fray Ricardo buscaba singularizarse, y que en su interior los menospreciaba». Realmente la soberbia de Ricardo vence a la envidia del resto de frailes, seduce a todos quienes escuchan sus sermones pero él y Liduvina saben que en el fondo no hay más, es simplemente un buen orador, esa era su ambición, esa ha sido la causa por la que se han visto privados de una vida en familia, y esa es la razón de que se sienta admirado pero no querido.

Solo cuando fray Ricardo va a predicar al convento de sor Liduvina, el sermón se convierte en un examen de conciencia en el que metafóricamente le pide perdón y ella es capaz de interpretarlo todo y reflexionar tanto sobre su actitud como sobre la de él. Cuando ambos llegan al amor divino es cuando entienden el humano. La novela es un relato intimista de la pareja pues hay una introspección constante de los personajes, que trasladan al lector quien, en todo momento reflexiona sobre lo ocurrido. El Unamuno filósofo está presente, dejando que sea Liduvina, sobre todo, la que aborde la existencia con un sentido más pesimista «Fuése a la lejana y escondida villa de Tolviedra, colgada en un repliegue de la brava serranía, y se encerró entre las cuatro paredes de un viejo convento que antaño fue de benedictinas. En la huerta había un ciprés hermano del […] ciprés de sus mocedades». No solo su vida es monótona y apartada. El ciprés, símbolo de unión con el cielo en un intento de igualar la vida terrenal a la eterna, es lo que la representa, ella ansía «un mundo sin tanto lodo y tanta falsía, sin silencio de madre, sin ceño de hermana sin egoísmo de novio, sin envidias de compañeros», de hecho los lugares que ocupa ella en la novela son símbolos de falta de libertad: su casa, las paredes de la fonda donde se hospedan, la tapia del convento, la reja, la cortina de la capilla… La mujer acusa la prisión terrenal frente a la eterna imaginada. Ella reside en el mundo como una transición a la libertad que da la mortandad. Está para sufrir un duelo constante del que tendrá el consuelo en la vida eterna.

El narrador, en tercera persona omnisciente, es apasionado, directo, con un razonamiento que marca la naturaleza cambiante del ser humano. Es un narrador movido por la mano del autor que relata cómo sor Liduvina adopta la posición que vimos en La tía Tula, obsesionada con la maternidad como forma de persistencia. Un narrador que juega con el lenguaje a su antojo, con aliteraciones que resaltan el significado de los conceptos «rivalidad ingenua de madres marradas»; sinestesias que intensifican uno de los sentidos, «oscura tristeza»; comparaciones con predicadores reaccionarios, fuertes, que aportan verosimilitud a la historia: Savonarola, Monsabré, Lacordaire. El diálogo es menos prosopográfico que de identidad porque importa, ante todo, el espíritu.

El vocabulario está salpicado de palabras cultas, que se entienden a la perfección, y de neologismos, como el impuesto por Juan Ramón Jiménez «recojimiento, recojida».

Por todo ello, es bueno leer a Unamuno y reflexionar con él sobre el sentido trágico o cómico de la vida. No defrauda.

martes, 18 de noviembre de 2025

MADRID: DISTRITO INDEPENDIENTE

El noir denota una marcada oscuridad; con esta novela de Rafael Javier Pérez Bielsa, nos vemos sumergidos en la zona más oscura de Madrid: pasadizos subterráneos permiten a los habitantes de 2137 vivir como en una colonia de hormigas. Solo pueden residir, en pisos de 30 metros cuadrados, sin ventanas, aquellos que han tenido la suerte de seguir adelante. Poco a poco, desde finales del siglo XXI la población ha ido disminuyendo, indudablemente por la climatología extrema que ha conseguido la desaparición de animales, de alimentación tal y como hoy la entendemos y de comunicación, como acostumbramos en el presente. Los habitantes llevan un chip mediante el que son controlados y conviven con diferentes tipos de androides que, no cabe duda, facilitan las funciones de investigación.

Los nuevos madrileños —algunos— también trabajan en la superficie aunque marcados por la oscuridad; solo se puede acceder durante la noche, cuando las temperaturas bajan de los 60º que soportan durante el día y hacen imposible la existencia.

En este noir, el ser humano, tal como lo entendemos, ha desaparecido y el bien y el mal tampoco están claramente definidos según nuestra normativa, a pesar de que la población intente abrazar una roboética emocional.

Estamos en un contexto imaginario, aunque posible, donde el autor especula sobre avances científicos y su impacto social. Gracias a sus conocimientos, los lectores vislumbramos una Humanidad que ha acelerado su destrucción. Sin embargo, el ambiente que se respira es tranquilo; se intuyen injusticias e inseguridad y la corrupción de altos cargos se mantiene como en la realidad actual.

¿Estamos ante una distopía? Puede ser, aunque posible; de hecho ya estamos notando las consecuencias del cambio climático; los jóvenes acusan la falta de puestos de trabajo y, por lo tanto, de independencia para hacer frente a los gastos más elementales; hay viviendas que parecen colmenas y ostentan precios inaccesibles; los animales empiezan a emigrar o a extinguirse; la obsesión por el poder elimina cualquier rastro de empatía con los demás, especialmente con los que consideramos diferentes.

En fin, tras leer Madrid, distrito independiente, tenemos la impresión de que hemos comenzado a crear esa quimera porque Rafa Pérez especula desde una base científica.

La novela está dividida en capítulos, cada uno encabezado por un suceso “histórico”, extraído de la Enciclopedia Global de las Federaciones Unidas, donde, con estilo didáctico, se presenta una situación en la que descubrimos circunstancias posibles: «Para completar la demanda de agua, también se recurre a plantas y algas modificadas genéticamente, capaces de generarla en su metabolismo…». No cabe duda de que la precisa información, «solo el 0,4% de los desplazados…»; el vocabulario técnico, «recursos hídricos», «entorno simbiótico», «hidroponía» y soluciones verosímiles, «ha ido ganando terreno la dieta conocida como pescetariana» dejan ver al biólogo que ha escrito la novela y aportan grandes dosis de realismo. Estamos ante el mundo distópico que nosotros mismos vamos construyendo. Sin embargo, incluso esta parte más técnica se lee con facilidad por ciertos toques de humor irónico en donde descubrimos a personas actuales a los que espera una justicia poética, «Era hijo de un magnate del siglo XXI obsesionado con la colonización de Marte, un sueño que se frustró cuando murió en un accidente […] De niño, X-AP-11 visitó la Casa Blanca a hombros de su padre y, al parecer, aquella visita lo marcó para siempre».

Después de cada apartado informativo, toma la palabra Nía, una policía humana, en primera persona, o Lukas, un androide de quinta generación, su compañero, también en primera persona. De esta forma, a través de puntos de vista alternos vamos introduciéndonos en la historia; reconocemos algunas calles emblemáticas que sobreviven en el Madrid del siglo XXII, hasta donde llegan las fotografías de personas del XXI que acompañan a cadáveres actuales. Todo apunta a un asesino en serie; pero la investigación se irá complicando para Nía y Lukas, a pesar de que ponen en marcha técnicas científicas propias de la época, «analizadas mediante espectrometría de masas, cromatografía líquida […] verificar la pureza del carfentanilo…».

Las muertes van aumentando, también el enigma de las causas de esos asesinatos, pero Nía y Lukas mantienen por encima de sus poderes mentales o físicos una confianza mutua absoluta, lo que les permite aclarar los sucesos, al menos hasta donde es posible. Habrá que terminar de leer para llegar a las conclusiones con deducciones que también hoy empiezan a ser habituales. En fin, Rafael Javier quiere dejar en el Epílogo un rastro de esperanza para el «hombre bueno», por lo que un narrador en tercera persona cuenta de manera objetiva el final feliz artificial creado para esta pareja, lo que nos deja cierta inquietud en nuestras expectativas.

A pesar del vocabulario científico, la prosa es bastante clara, con lo que el autor consigue un estilo sencillo y directo. Vamos entendiendo la trama según ocurren los hechos. Los diálogos son básicamente el eje de la novela y sus funciones son variadas. La más importante es que, gracias al predominio de la distensión entre los protagonistas, consiguen una trama entretenida a pesar de que los sucesos narrados vayan aumentando la presión. La principal finalidad de Madrid, distrito independiente es hacernos pasar un rato agradable mientras se acrecienta nuestra curiosidad y nos obliga a formularnos preguntas para interpretar los acontecimientos. Algunos enmarcan la situación de cada personaje, lo que nos permite, como lectores, conocerlos mejor «Se suponía que formábamos parte de la élite: personas capaces de trabajar junto a ese reducido grupo de androides como vosotros…». Después iremos concienciándonos de hasta qué punto son realmente una clase privilegiada. Y seremos conscientes del rol que la mujer continúa teniendo socialmente «¿por qué crees que todos los vehículos autónomos tienen voces masculinas de serie, mientras que los sistemas de mantenimiento y atención a los inquilinos en los apartamentos siempre tienen voces femeninas?». Pues sí, esto me lo pregunto yo en el siglo XXI y parece que otra mujer del XXII continúa con la incógnita.

Los vehículos son autónomos, el trabajo robótico quita bastante cometido a los humanos, que viven rodeados de máquinas dispuestas a servir y facilitar la vida, sin embargo la comunicación humana sigue siendo necesaria «Mi implante neuronal me permitía […] no haber hablado nunca […] yo prefería poder hablar con él».

Rafa Pérez Bielsa utiliza el diálogo, casi constantemente, para explorar también conceptos científicos, por lo que en este sentido, la colaboración de Lukas es fundamental «¡Joder, Lukas! Lo que me cuentas es bastante sospechoso. No nos queda otra opción que dar aviso a la Central».

Y, por supuesto, a través de los diálogos conocemos las tres leyes fundamentales de la robótica formuladas en 1950 por Asimov. En esas leyes intuimos la moral de un estado vigilante; los derechos humanos, tal como los conocemos hoy, han variado. No hay libertad intelectual, ni de decisión, ni de acción, a veces el ser humano está limitado por la propia naturaleza y otras, por los actos de quienes controlan a la población «recordad siempre que todas las conversaciones con vuestro compañero están siendo grabadas…” Todos asentíamos al unísono pero, en realidad, lo olvidábamos rápidamente».

Madrid, distrito independiente es una reflexión sobre los peligros de un estado totalitario en el que bajo una aparente felicidad se esconde el conformismo, la dependencia razonadora, la opresión y la amenaza.

lunes, 10 de noviembre de 2025

LA CAPITANA

Empecé a leer Progenie con algo de aprensión por la temática, cruda sin duda alguna, pero la narrativa de Susana Martín Gijón consiguió que leyera la trilogía completa. La autora no escatima en escenas que pueden dañar sensibilidades, pero lo hace con una afectividad tan personal que es imposible dejar de leer para luego replantearnos muchas ideas.

No había oído nada de La Capitana excepto que era novela histórica y la protagonista, monja. Ninguna de las dos premisas son “santo de mi devoción” pero en este caso no estuve indecisa: “Es de Susana”. Además, el contexto en el que se desarrolla, el Siglo de Oro, es uno de mis preferidos en el conjunto de la historia. Así que empecé a leer con el corazón encogido y poco a poco se fue expandiendo para entender a una protagonista que refleja fielmente a su personaje histórico. Sor Ana de Jesús, continuadora de santa Teresa de Jesús, constituyó una pieza clave en la empresa carmelita. Su buen amigo, san Juan de la Cruz, tiene también un papel fundamental en la novela. Y curiosamente, algo que hace de La Capitana una novela excepcional, es que Martín Gijón ha elegido a Juan Latino como otro coprotagonista, así mismo esencial en la resolución del caso. Y es llamativo aunque está en la línea de la autora, pues sus novelas ensalzan figuras que, pese a los condicionamientos y adversidades, han sabido brillar, tal es el caso de este afroeuropeo, el primero en distinguirse por su inteligencia a pesar del color de su piel. Estimado y respetado, pasó de esclavo a catedrático de la Universidad de Granada; sus diálogos en La Capitana, plagados de latinismos, lo confirman, sobre todo cuando se las ve con sor Ana de Jesús:


—Ipso facto —bromea ella—. Así le despaché.

—In situ —sigue él.

—Lo peor es que lo hice ex profeso.

Los personajes son reales, basados en la realidad, pues hay otros como la adorable Samira, que representan a un pueblo forzado a huir, sometido y humillado por la Iglesia católica. Son retazos históricos, presentes en todo momento y de los que no escarmentamos con el paso del tiempo. Algunos continúan sintiéndose superiores, con derecho sobre otros.

Susana Martín Gijón no defrauda, todo lo contrario. En La Capitana combina el thriller con una ambientación histórica perfecta. No nos cuesta trabajo introducirnos de lleno, como si fuésemos espectadores de esa realidad tan cruel históricamente como brillante en la literatura. La poesía de san Juan de la Cruz ilumina alguna página de argumento intrincado que se va aclarando con el paso de los capítulos. Aunque se desarrolla en 1585, todo comienza quince años antes, lo que da lugar a que al monasterio de las monjas carmelitas descalzas lleguen los cadáveres de dos frailes carmelitas, desnudos, con la cara deformada por pústulas y el miembro viril enhiesto. Sor Ana de Jesús, priora del convento, teme por la fama de este y su disolución. Fray Juan de la Cruz, amigo de sor Ana y prior de los padres muertos, ayuda a la resolución del caso, que también supone una afrenta para ellos.

La trama se va complicando con la muerte de una novicia de clase social elevada y la consecuente intromisión de la Inquisición. Profecías que se van cumpliendo, revueltas pasadas y enredos de la alta sociedad irán enrevesando una historia que desemboca en un final trepidante. Es una lectura adictiva. Los capítulos cortos ayudan al ritmo, que no decae en ningún momento. Como va cambiando de focalizaciones, nos llevamos más de una sorpresa. Con las analepsis y prolepsis temporales entendemos mejor el presente, tras desvelar ciertos misterios que envuelven la trama.

Los personajes históricos son tratados con respeto y cariño, esto hace que nos interesemos más por el Siglo de Oro, por la literatura e incluso por las órdenes religiosas, tan opuestas a los altos mandatarios eclesiásticos, a las tropelías de la justicia y de la Inquisición, siempre atacando a los más desfavorecidos, a los más débiles: en La Capitana, los moriscos y mujeres en general, «No importó que el pueblo entero le pidiera que detuviese su tropelía: el verdugo la estranguló mientras el feto se retorcía en su vientre. El alcalde vio así cumplida una venganza personal con el padre de la víctima».

De ahí que, refugiarse en un convento fuese una salida más que aceptable para la mujer cuando no quería someterse a los desafueros de los hombres. Pocas opciones tenían, preparadas para el matrimonio desde niñas; sus vidas estaban privadas de libertad para estudiar, trabajar o independizarse. No eran dueñas de nada. 

La autora sevillana vuelve a insistir en la querella social y en el homenaje a la mujer, denunciando la violencia machista y ensalzando el valor femenino. Empatizamos desde el primer momento con las protagonistas, aun siendo tan diferentes. La fuerza de voluntad de Ana de Jesús consigue sacar adelante el convento a pesar de vivir de la caridad. El resto de monjas supone un cuadro de aquellas mujeres de la época para las que no había otra salida. Pocas sentían la llamada de Dios, antes primaba la soledad, la humillación por ser diferente, física o fisiológicamente, la negación a ser dominadas por un hombre violento, la falta de recursos económicos familiares… La solución para todas era el convento, pero todas tienen la conciencia de ser mujer y eso es lo que las salva. Susana Martín apenas se detiene en personajes como Amal; con un par de trazos es representante de la ilusión de tantas niñas antes de ser servidoras de sus maridos, la decepción posterior y el miedo ante su nueva realidad. Son todas protagonistas de La Capitana, mujeres destinadas a plegarse a las exigencias sociales y familiares y, como Kala, enfocadas a proteger y amar. También hay hombres; unos, poderosos representantes del dolor constante; otros, respetados por su labor social a pesar de sus orígenes y algunos buenos que confían en un mundo mejor aunque ya solo lo esperen fuera de este.

Nuestra autora se ha sumergido en el Siglo de Oro y lo ha hecho tan bien que nos ha arrastrado con ella. Y somos también, con ella, defensores del trabajo de la mujer, en aquella época y en esta.

Entre tanta tensión relajan el argumento ciertos toques de humor con los que los personajes se definen.

—¿De dónde venís? —le espeta, olvidando todo protocolo.

—Estaba dando una vuelta por ahí.

—¿Por ahí? ¿Queréis decir dentro del convento?

Él asiente como si fuera la cosa más normal del mundo y sor Ana contiene las ganas de vocearle que cómo se atreve […] la mira con una sonrisa tan agradable que cuesta ponerlo en su sitio.

Y entre tanta tensión, nos relaja el ser testigos de la belleza de Granada, de la que fueron responsables en gran medida, los musulmanes, «La original Puerta del Molino, de fábrica nazarí, se llama ahora igual que la calle y que el monasterio cercano, otra joya arquitectónica de lo que algunos ya empiezan a considerar un renacimiento de las artes».

Susana Martín Gijón vuelve a dar una vuelta de tuerca a la novela negra, ahora con novela histórica tan fiel a la realidad que bien podría ser parte de una crónica del siglo XVI. Y si Camino Vargas nació con un papel diferente en lo habitual de la novela negra, sor Ana de Jesús es otra heroína distinta de nuestra literatura actual, fiel reflejo de su personalidad real. Seguimos, con esta autora sevillana, renegando de algunos seres humanos y manteniendo la esperanza en que prime la actitud de otros.

miércoles, 29 de octubre de 2025

ESCONDERÉ MI ROSTRO

En la introducción de Esconderé mi rostro, el protagonista se dirige en primera persona a los lectores. O puede que no. Con la segunda persona narrativa aumenta la credibilidad de lo que nos va a contar, nos hace partícipes de sus emociones y nos ofrece su perspectiva, por lo que inmediatamente estamos dispuestos a creerlo. Somos parte del relato. El narrador protagonista se hace, entonces, con las riendas y cuenta su historia. Al momento, nos damos cuenta de que, en realidad sus palabras van orientadas a un narratario, a otro personaje. Otros personajes que no vemos, que no oímos; personajes cuyas palabras intuimos por las respuestas y preguntas que les hace nuestro narrador innominado.

El comienzo de la novela es intrigante «Es la primera vez que alguien confiesa un crimen y, en la misma frase, jura por lo más sagrado su inocencia». ¿Es, entonces, nuestro protagonista o simplemente lo está presentando? No queda claro, porque en la Primera Parte, el narrador es una tercera persona externa que, de forma totalmente objetiva nos introduce en la vida de Rytas desde su nacimiento. A partir de ese momento los dos narradores intercalarán sus roles en los capítulos y los lectores conoceremos la situación mucho mejor que el propio protagonista; sabemos por qué realmente Rytas se crio con Gregor Delmen, sabemos por qué sus vecinos actuaron de manera tal que lo obligaron a realizar actos que no entendía. Pero, ¿es en realidad fiable la voz de este narrador protagonista que cuenta en primera y segunda personas la historia? No relata su vida sino la de Rytas, su íntimo amigo que se la contó a él a su vez, por lo que confluyen en un mismo personaje los tres tipos de narrador. No hay nada claro al comienzo de la novela, Guillermo Borao maneja con la precisión de un relojero los tiempos de actuación de cada uno. De los tres narradores solo conocemos el nombre de Rytas Delmen, por lo que deducimos que él es quien tiene razón. Él es quien aporta a ese narrador omnisciente la categoría de dios omnipotente que lo ve todo y sabe el porqué de todas las cosas.

No cabe duda de que el comienzo de Esconderé mi rostro es intrigante. No sabemos quiénes están hablando, quiénes son los que preguntan ni quién responde. No sabemos en qué espacio se desarrolla, «Las Lomas», pero, ¿qué es? La confusión se adueña de nosotros por momentos, la intriga también; los diálogos sin preguntas se van intercalando en la narración sin ningún tipo de marca. El autor crea con destreza un ritmo introspectivo rápido mientras el narrador conforma un efecto íntimo con nosotros. Los “dialogantes” invisibles justifican la narración; adquieren una función social al tiempo que impulsan al narrador a que vaya actuando. Será en esa actuación donde este narrador se irá caracterizando como alguien que no conoce las expresiones coloquiales, al contrario, habla de forma culta, propia de quien conecta más con lecturas que con personas «…la directora, que nos tenía por residentes muy obtusos», «con un anorak en medio de esa canícula volcánica», «Sara estaba preocupada […] Rytas posaba sus ojos en los míos […] así que figúrense el triángulo isósceles con el que nos aislamos del resto». Tenemos la impresión de que las descripciones, tan exactas, son más propias de una mente que no funciona del todo bien. Más allá de la sonrisa relajada que nos puede surgir al leer estos despropósitos, «sorber el cordón de la sudadera, que es, por encima de todas las manías abominables, la que más asco me produce», se esconde una intriga inquietante «Sara sabía que él no encajaba aquí […] “Esta vez no saldrá bien —me dijo—, no es como nosotros”».

¿Cómo es Sara? ¿Cómo es el narrador? ¿Cómo es Rytas? Hay que seguir leyendo para conocer su historia: Un bebé maldito antes de nacer. Un recién nacido abandonado ese mismo día por su madre que, a última hora no se atrevió a enfrentarse a él, a cuidarlo y educarlo en el camino recto. Un niño criado por un hombre cruel y temeroso que no estaba dispuesto, tras ser abandonado por su mujer y su hijo, a quedarse solo otra vez. Un adolescente consciente de ocupar un lugar que no era el suyo sino del otro. Gregor Delmen le dio su apellido y no dudó en maltratarlo física y psicológicamente hasta doblegarlo.

Rytas Delmen vivió así su niñez y adolescencia, angustiado por pasar desapercibido. El control del tiempo fue crucial; para esquivar aglomeraciones de compañeros que lo acosaban; para coincidir con su vecina Danuté, a la que quería y con la que se sentía a gusto; para no llegar tarde a casa y evitar la paliza que Gregor le daba con su cinturón; para dormir sin la angustia de la pesadilla que una noche tras otra lo martirizaba anulando así su tiempo de descanso. Rytas se levantaba cada mañana sin saber lo que había ocurrido con el tigre que lo acechaba en sus sueños, sin saber que, en realidad, ese tigre que lo espiaba le aportaba la fuerza necesaria física y espiritual; desarrollado de forma desmedida, alto y desgarbado, con una fuerza casi sobrehumana que solo utilizó en una ocasión. En realidad no quería despertar sino ternura aunque su mirada transparente reflejaba el pecado capital de quien se acercara a sus ojos. Determinó mirar al suelo y llevar una capucha. Pero las burlas y el maltrato continuaron hasta que abandonó su pueblo, Timisos y, con 18 años llegó a Madrid. Cumplió su sueño, ahora sería tratado con amor, en una ciudad donde nadie conoce su marca vergonzosa. ¿Podrá Rytas eludir al destino? En Madrid se encuentra con cuatro compañeros de piso en quienes descubre la lujuria de Rebecca, la gula de Lourdes, la pereza de Juan y la avaricia de Pablo. En Madrid conoce el final de su sueño con el tigre y es ahí donde además de la fuerza física y espiritual que lo caracterizaba se da cuenta de que puede convertirse en alguien sanguinario. Rytas es un ser dual que adapta su tamaño, fuerza, agilidad y ferocidad a según qué circunstancia.

El abandono físico y emocional, el maltrato físico y emocional le provocaron poco a poco una ansiedad constante, un dolor perseverante capaz de aniquilarlo o aportarle agresividad y, lo más importante, hicieron de él alguien asocial con temor a los vínculos afectivos. Alguien que puede cometer un crimen y ser inocente al mismo tiempo.

La dualidad está presente en la novela, el bien y el mal residen a la vez. Experimentamos el bien haciendo mal; Rebecca se lo insinúa citando a Oscar Wilde, «podía resistirlo todo excepto la tentación» y Rytas, como otro personaje de Wilde es capaz de desdoblarse hasta sacar fuera su pecado. Hay que terminar la novela para saber cuál es, el suyo y el de todos. Guillermo Borao evoca, mediante conceptos pictóricos, El jardín de las delicias, o literarios, Insomnio de Hijos de la ira, un conocimiento en los lectores con el que profundizamos en el verdadero significado de una sociedad cruel en la que vive Rytas, que es la nuestra. Una sociedad que se mueve entre la fachada y los deseos ocultos de quienes vivimos en ella.

Rytas quiere esconder su rostro en Timisos para que los demás no se sientan despreciables cuando lo miran, «lo avergonzó aquella expresión de pánico en el rostro del chico». Cuando llega a Madrid se da cuenta de que nada cambiará, por lo que, al igual que hizo Dios con aquellos que adoraban a otros dioses («esconderé de ellos mi rostro y serán consumidos; y vendrán sobre ellos muchos males y angustias»), Rytas esconde su rostro para no ver a nadie. Se siente un cadáver que se pudre en vida junto al mar de cadáveres que es Madrid. La vida ha sido su muerte y el tiempo ha ido marcando su podredumbre desde que nació.

Guillermo Borao nos hace vibrar mientras reflexionamos sobre quién es el verdadero culpable de la situación de Rytas Delmen. Quién es en realidad y quiénes somos nosotros.

martes, 21 de octubre de 2025

QUÉ FUE DE LOS LIGHTHOUSE

El pronombre que encabeza el título de esta novela es un misterio; si lo tomamos como interrogativo introduce cierta curiosidad, por saber la situación en la que ha quedado un clan. Si lo tomamos como exclamativo puede referirse a la admiración o lástima que nos ha provocado una familia, como consecuencia de un suceso.

Con esta indecisión empecé a leer Qué fue de los Lighthouse y, al terminarla, me he dado cuenta de que ambas sensaciones han pasado por mi mente. Desde el primer momento, Berna González Harbour nos atrapa con una carta que Everett Lighthouse escribe a su mujer, Marjory, ya fallecida. En ella promete contar hechos que nunca le dijo, por vergüenza y por liberarla de esa vergüenza.

Y poco a poco, leyendo el diario de Everett con los ojos de Asha, nos enteramos de lo que supuso la colonización que Inglaterra llevó a cabo en África: gloria y honor para los ingleses; engaño, torturas, humillación, dolor para los africanos.

Los Lighthouse, Everett y Marjory, empezaron en Tanzania, él como científico, para ayudar a que prosperara el país y ella, enseñando. Buena gente, incluso salvan a Asha de las manos de su marido, Mohamed, un viejo que la compró a su padre y la destrozó nada más poseerla con trece años. Asha solo es feliz con Marjory, por eso, cuando los ingleses abandonan las colonias, muchos avergonzados de las barbaridades cometidas, los Lighthouse se la llevan junto a su hija, Amina, a Inglaterra. Asha es vendida ahora por Mohamed a los ingleses. Ambas conviven en la mansión unos diez años, hasta que Everett las echa y van a parar a pisos construidos especialmente para inmigrantes. Asha irá a la casa familiar todos los días a trabajar. Amina no es bienvenida.

Ahora ha muerto Everett. Sus cuatro hijos acuden a la lectura del testamento, en donde se llevarán una sorpresa. Everett no sabía, en los últimos años, lo que ocurría a su alrededor. El Alzhéimer consiguió que dependiera exclusivamente de su nuera, Martha, que, al irse a vivir allí, con el menor de la familia, Ben, se encargó de él. Pero todo el honor de Everett esconde aspectos turbios, la grandeza de Marjory quedó sepultada cuando ella murió. Quedan su hijo mayor, Arthur, científico como su padre y su hijo pequeño, Benjamín, actor venido a menos.

Ambos en una rencilla continua, por envidias personales y gustos por chicas demasiado jóvenes, «Aclaremos algo, Ben. A ti te consintieron todos los caprichos del mundo […] toda la vida fuiste el niño especial. Y así has seguido».

Entre ellos dos, están Jane y Joyce, las mellizas, que salieron pronto de la casa y, aunque lamentaron no estar con su familia acomodada y con el amor de su madre sobre todo, decidieron ser felices formando su propia familia, Jane en España y Joyce en Francia.

El reparto de los escasos bienes de Everett es caótico. Ninguno está conforme con lo que su padre dispuso, «—…A todos nos ha dejado cosas raras. A mí una virgen, imagínate. Suponía que te lo había dicho Ben. —Me la sudan las cartas. Y me la sudan los sellos. Incluso vuestro dinero […] Ni siquiera sabes que le he abandonado y vienes a pedirme dinero. ¿Por qué no se lo pides a él».

En un querer hacerse con lo del otro, surge uno de los enredos mejor llevados en una novela trágica. Situaciones imposibles, casi surrealistas, que podrían levantar una sonrisa, no hacen sino aumentar la pena o el desprecio hacia determinados personajes, «Caroline y Arthur mantenían los ojos abiertos, espantados. Las educadísimas hijas de Ben […] se estaban revolcando en el suelo oscuro de un hospital, sucias y desgreñadas, para zarandear a una periodista que se había disfrazado de sanitaria y quitarle el móvil».

Al final todos quieren lo mismo: los diarios escritos sobre la estancia en Tanzania y los comienzos de la familia en Inglaterra, diarios que Everett ha legado a Asha, pidiéndole perdón y que nadie, ni ella misma, sabe por qué. También los lectores queremos saberlo, la inquietud se apodera de nosotros al leer una narrativa que, por momentos es poética y en otros, somos testigos de las mayores atrocidades cometidas por el hombre, «pocos chicos habían sobrevivido a un trabajo que realizaban a 60 grados de temperatura y 4.000 metros de profundidad. Los que lo lograron sufrieron enormes problemas de salud».

Las metáforas abundan y algunas son tan sensoriales que parecen imágenes en la que el narrador, perfecto conocedor de sus protagonistas, representa diferentes estados de estos para que en la mente de los lectores surja una comparación implícita «El salto desde el sueño profundo a la máxima atención que ahora tenían que prestar era una cabriola de vértigo en su penoso estado». Con las imágenes no solo consigue un lenguaje más descriptivo, también crea efectos, que evocan emociones en los lectores con las que permite una relación mucho más intensa con los personajes, pues aunque no conectemos con ellos ni empaticemos, percibimos impresiones que hemos vivido en algún momento.

La lectura es ágil, Berna González se permite, en ocasiones, ciertos momentos humorísticos en medio de la desgracia con los que refresca la prosa. Más de quinientas páginas para retratar a la familia Lighthouse, mientras en nuestro inconsciente vayamos comparando su suerte con la de la familia Tabora, tan escasa, tan entera. Asha, Amina, Adela, tres mujeres representantes del horror de los perdedores, de su humildad y pundonor; mujeres víctimas del machismo, de la violencia, de la arrogancia que, no obstante, a pesar de estar doblegadas por el sufrimiento, han aprendido a vivir con la cabeza alta.

Quinientas páginas dan para mucho y la autora no pierde la ocasión de denunciar el trato que los países más “avanzados” dan a los inmigrantes, lo que nos hace reflexionar sobre el horror que ha supuesto, a lo largo de la historia, pertenecer a una raza determinada. Y no avanzamos; cuando parece que hemos dado un paso adelante, volvemos atrás con más saña si cabe a una sociedad prepotente, resentida, racista y envidiosa. Y en esas estamos «El puto consentimiento. La famosa libertad de elección, el solo sí es sí, o no es no, o toda esa tabarra en la que se perdía».

Leyendo Qué fue de los Lighthouse me pregunto qué está siendo del mundo.

martes, 14 de octubre de 2025

JUAN RANA

Antes de empezar con la reflexión sobre este libro quiero agradecer a Babelio la oportunidad que me ha dado de conocerlo al obsequiármelo en su última masa crítica. La labor de esta plataforma en favor de la lectura y la transmisión cultural es encomiable.

Elegí esta novela porque soy una enamorada del Siglo de Oro; de su literatura y arte en general. Por eso, al ver el libro escrito por José Luis Alemán, Juan Rana, no lo dudé. Afortunadamente, me tocó.

La novela es muy curiosa: empieza en 1634, en Granada, donde Íñigo Narváez va a celebrar su decimoquinto cumpleaños, momento en el que su padre ha decidido enviarlo a Madrid, al cuidado de Calderón de la Barca para que haga de él un “hombre” en el sentido estricto de la palabra.

El marqués de Valdemar, casi anciano, detesta que su único hijo muestre a todas horas cierto amaneramiento, por lo que, a pesar de que él quería enviarlo a Flandes, don Juan de Caramel propone que estudie teología en Madrid pero, en realidad quiere introducirlo en alguna compañía teatral para que lo enseñen a actuar y disimular la afectación, «tal vez agravando la voz, teniendo movimientos más rudos y varoniles, apocando los gestos…». Y así, acompañado de Juan Caramel llega a Madrid tras casi dos semanas de viaje y queda al cuidado de Pedro Calderón de la Barca. Lo inscriben en teología, a pesar de ser apenas un niño y conoce a la compañía donde el actor de mayor renombre, Juan Rana, lo acoge.

Las andanzas de Íñigo, tanto en la universidad como en el teatro apenas se describen; sí sabemos que es un chico inteligente y llega a lo más alto en sus estudios, hasta formar parte de la Inquisición con diecinueve años. En el teatro no actúa, aunque hace amigos que lo salvan de más de un apuro.

Las casi cuatrocientas páginas de la novela son un reflejo del Madrid del siglo XVII y de las penalidades que hubieron de sufrir los cómicos. Imprescindibles para alegrar la vida de los ciudadanos, fueron perseguidos por la Iglesia, por no ajustarse a la censura o por mostrarse “desviados” en el comportamiento.

La vida fue dura para ellos. También lo fue para los musulmanes que, pese a haber introducido costumbres mucho más cívicas que las de los cristianos, estos no las continuaron por considerarlas de “infieles”: «El Madrid musulmán estaba ligado a las abluciones y al uso cotidiano del agua para el aseo. En esos tiempos había baños públicos y alcantarillas por toda la ciudad».

Juan Rana tiene un personaje colectivo: los habitantes de Madrid; a expensas de las irregularidades de la Iglesia y la monarquía. De eso sabían mucho los cómicos pues, a pesar de que debían pagar impuestos, habían de atenerse a lo que unos y otros querían. El tribunal del Santo Oficio tuvo hacia ellos especial inquina: Juan Rana fue procesado por sodomía, encarcelado y liberado por intervención de la reina a cambio de que la hiciese reír. Este hecho, real, está recogido en la novela.

Los privilegios de los que goza el cómico en la novela fueron ciertos; a cambio llegó a identificarse tanto con el personaje que a veces ni él mismo sabía si actuaba o no. Hubo de representar obras escritas exclusivamente para él, por Calderón o Quiñones de Benavente, tal y como recoge el libro de José Luis Alemán, donde también se deja ver que parte de su éxito se debió a su indefinición sexual, de ahí que no fuera conocido como Cosme Pérez sino por su apodo de significado ambiguo.

Y a este ambiente “indefinido” llega Íñigo, niño que aprende de golpe las durezas de la vida, también las alegrías, sobre todo las aportadas por los jóvenes actores Rosauro y Diego. Pero Íñigo muestra unas ganas de venganza absoluta hacia su padre, un rencor desmedido y una ira que le hace sentir admiración por las enseñanzas eclesiásticas y devoción absoluta por el tribunal de la Inquisición. No es consciente de los desmanes hasta que él, una vez forma parte de ellos, lamenta las consecuencias.

José Luis Alemán intenta una vinculación con el lenguaje del Siglo de Oro, una reflexión sobre los límites de la censura en el arte y una exposición detallada de la vida en el siglo XVII. Nos enteramos de costumbres, «Esto es un bodegón de puntapié. A los madrileños nos encanta comer fuera de casa…»; del estado en que, a veces, era ingerida la comida, «¿Por qué creéis, si no, que un hojaldre se baña con tanto condimento»; sobre la condición de los guardias reales, «son en su mayoría milicias licenciadas con alguna parte amputada excepto la codicia […] se pasan el día borrachos, entre juegos y fulanas»; el funcionamiento de los corrales de comedias y su distribución también queda especificado, así como la censura de obras «que no sea(n) expurgada(s)».

En fin, en Juan Rana nos enteramos de estrategias utilizadas para lograr la fama, de personajes que existieron en la realidad, de su historia familiar y de la distribución de las calles. A veces tenemos la impresión de seguir un plano de la ciudad «Cambiaron de ruta y se dirigieron […] Enseguida llegaron […] las antorchas de la entrada deslucían…».

Hay que destacar la fidelidad histórica del autor. Deduzco que, en su afán de mostrarse “más hombre”, Íñigo consigue acabar con su sentimentalismo. Puede que sea por eso o por el rencor al ser privado del cariño de sus padres o porque era de naturaleza implacable; el caso es que es un personaje que no se hace de querer. No atiende a los consejos de Juan Caramel, ni a los de Calderón; se mete en líos constantemente, de los que lo salvan o bien sus preceptores o la gente de la farándula. Y finalmente lleva a cabo una de las acciones más desalmadas que puede cometer un ser humano. Pero son datos que aparecen en medio de otros asuntos, cuando han pasado años en los que no somos capaces de distinguir la evolución o involución del personaje.

Por otro lado, Juan Rana tampoco mantiene una relación estrecha con Íñigo. Él debe ir lidiando su propia historia. Parece que murió sin ser consciente de estar en la ruina a pesar de que su fama se mantuvo hasta el último día, en 1672, año en el que también fallece en la novela Juan Caramel, enamorado en secreto de la madre de Íñigo, y cuyo entierro es una escusa para el reencuentro de Calderón y un Íñigo cincuentón que aparece como hombre cabal religioso.

En fin, libro entretenido, aunque algo deslavazado, en el que asistimos con gusto a lo que pude ser una crónica del siglo XVII aunque algo perdidos en la fusión trama-personajes.

sábado, 4 de octubre de 2025

CLARABOYA

Cuando eres consciente de que la vida va a dar pocas oportunidades de mejorar a una determinada clase de gente, cuando ves que el tipo de gente es el mismo que existía ayer, el año pasado, el siglo anterior, quedas sumido en una reflexión en la que tampoco encuentras demasiadas respuestas, al menos respuestas válidas.

He leído Claraboya y lo que me ha llamado la atención es que esta historia tan real, tan dura, esté contada de forma tan bella, casi poética por momentos; no hay cortos capítulos, las oraciones son largas, con reflexiones filosóficas abundantes y, sin embargo, el lector siente la necesidad de seguir leyendo, aun cuando somos conscientes de que no hay solución para Lidia o para Abel o para Claudia o para Isaura…, jóvenes a los que la vida ha marcado con cierto determinismo porque han nacido en el lado equivocado.

Y llama la atención que Claraboya fuera escrita por un joven Saramago de 31 años capaz de dejar constancia de lo que sería su literatura. Porque Claraboya no fue aceptada por la editorial donde la entregó, al menos no le dieron respuesta. Y allí quedó. Dormida hasta 2012. José Saramago hacía dos años que había fallecido así que no la vio publicada, porque en 1989, cuando la editorial es trasladada a otro lugar y aparece el manuscrito del ya famosísimo autor, le ofreció sacarla a la luz, a lo que él se negó.

En esta obra, Saramago se asoma a un edificio humilde para relatarnos la vida de sus habitantes. Cada capítulo cuenta las acciones de los que viven en una casa, empezando por el entresuelo, habitado por Silvestre, el zapatero, «Tenía una figura algo quijotesca, encaramado en las altas piernas como si fueran ancas, en calzoncillos y camiseta, el mechón de pelo manchado de sal y pimienta, la nariz grande y adunca y ese tronco poderoso que las piernas apenas soportaban». Silvestre nos cae bien, sabemos, por su parecido con el quijote, que es buena persona; también, que a su manera busca la justicia y la igualdad. Y nos cae mejor cuando aparece su mujer, Mariana, como otra figura literaria unida irremediablemente a este «loco idealista», «Por el modo de andar se adivinaba que Mariana era gorda y que no podía ir más deprisa. Silvestre tuvo que esperar un buen rato y esperó con paciencia».

Conforme avance la novela seremos testigos de la bondad del matrimonio, la de Mariana enfocada más a resolver problemas corporales y la de Silvestre orientada al razonamiento para solucionar desigualdades sociales.

Las costureras Isaura y Adriana viven en el segundo, con su madre, Cándida, y su hermana, Amelia; ambas viudas. Un grupo de mujeres de vida monótona, la que les permite la sociedad, dedicadas a trabajar para subsistir; mujeres que se evaden de la realidad a través de la música y la lectura. En el primer piso, vive Justina, «Vestía luto cerrado y, así, muy alta y fúnebre, con el pelo negro y una raya larga en el centro, parecía un muñeco mal articulado»; el luto es por su hija, muerta a los 8 años, por una enfermedad, pero también podría ser por Caetano, su marido, un machista mujeriego, causante de las desgracias que le suceden no solo a ella sino a algunas vecinas que lo han rechazado.

También sabremos de la vida de Claudia que, con 19 años, es la que trae más dinero a casa, pues su madre es ama de casa y Anselmo, el padre, apenas gana para sus caprichos; aunque ambos crean que son los mejores padres no sabrán ver venir la decadencia de Claudia, o sí, pero es mejor ponerse una venda en los ojos cuando las causas son el dinero que entra en casa.

Lidia es la que mejor vive del edificio: ropa cara, sugerente, muebles de calidad y con las comodidades que hacen de su vida una especie de jaula de oro donde no pasa privaciones, aunque sabe que será hasta que su amante se canse de ella, por eso, intenta tenerlo satisfecho en todo momento. Lidia no tuvo otra oportunidad, prácticamente fue arrojada a los brazos de Paulino, por su propia madre, cuando esta vio un filón del que vivir.

A este edificio llega Abel, un donnadie dispuesto a vagar hasta encontrar sentido a la vida; Silvestre y Mariana le alquilan una habitación y entre los tres reflexionan sobre el presente: al pesimismo casi existencial de Abel, Silvestre le rebate con alegorías filosóficas y sociales sobre la necesidad de buscar cada uno el bien dentro de sí mismo para poder ofrecerlo a los demás. El zapatero reclama los valores perdidos, valores basados en la ética del bien común, para poder combatir la abyección social.

El narrador es un observador objetivo de este cuadro; como si contemplara desde la claraboya, va exponiendo lo que ocurre, sin inmiscuirse, dejando que el lector saque sus propias conclusiones. Tampoco habrá final cerrado para los personajes. La vida sigue, sin premios por las buenas acciones o castigos para las malas llevadas a cabo. Como la vida misma. Solo en determinados momentos, el narrador cede la palabra a la voz de Adriana cuando su tía Amelia lee su diario.

José Saramago aprovecha esta galería de personajes para tratar la pobreza, la maldad de la condición humana y la bondad, el machismo imperante, las urdimbres que debe tejer la mujer para no sentirse esclava a pesar de la ocultación a la que se ve sometida, el poder, que siempre reside junto al dinero y ante el cual, los que no lo tienen pierden la dignidad, la hipocresía de todos, capaz de lapidar aunque sea mentalmente a quien está señalado por algún poderoso, «la secundó en los lamentos acerca de las costumbres inmorales de ciertas mujeres y, como la vecina, se enorgulleció en su fuero interno de no ser como ellas».

Frente a todo esto, Silvestre proclama el amor desinteresado, «¿Nunca ha sentido al ir por la calle, un deseo repentino de abrazar a las personas que lo rodean?». Un amor que no tiene que ver con el que proclama la religión, «No creo en Dios, si es ahí donde quiere llegar».

José Saramago ya muestra, en su primera novela, lo que será más tarde su marca, lo que lo llevó merecidamente a conseguir el Premio Nobel de Literatura: un lenguaje rico, con términos cultos, con alusiones a otros escritores y filósofos y con cierto humor irónico con el que consigue una crítica absoluta y una prosa fluida, «Y, más aún, nadie se explicaba cómo de dos personas nada bonitas […] pudo nacer una hija de tal manera graciosa como lo era la pequeña Matilde. Se diría que la naturaleza se equivocó y que, más tarde, descubriendo el engaño, trató de enmendarlo haciendo desaparecer a la criatura».

Como tantos otros hombres buenos, murió sin ver un cambio social. Y algunos, como tantos, seguimos constatando que «El día que sea posible construir sobre el amor no ha llegado todavía».