No llames a casa se
desarrolla durante cuatro días, pero mediante flashback, recuerdos, analepsis y
prolepsis penetramos en la vida de tres protagonistas.
CarlosZanón despliega todo un arsenal de recursos, a veces rozan en lo poético, para
introducirnos en la destrucción del ser humano. Encontramos anáforas
paralelísticas que ponen de manifiesto la paradoja de los protagonistas, “Recordará cuando la droga fluía…Recordará
cuando la luna se quedaba…”. Las frases nominales quitan importancia a las
acciones. Los epítetos épicos, “La de las
calles mojadas… La eterna derrotada…” se muestran despiadados con los
espacios en los que transcurre la historia.
Encontramos
guiños a canciones y grupos de la movida barcelonesa de finales del xx, “Hola mi amor, yo soy tu lobo… Le hemos
reventado la vida a ese tío… Pero si necesitas que lo rematemos, sigo siendo tu
hombre”.
En
los personajes destaca la ausencia de valores, la caída absoluta, la condición
determinista del ser humano, por eso las descripciones son feas, ya sea en
prosopografías, “es una desgarbada y
delgada mujer de metro setenta que nunca lleva sujetador y, a juicio de Bruno,
necesitaría usarlo, porque sus pechos caen como odres, y se estiran y siguen
cayendo como suicidas contra el elástico de camisetas…”; en etopeyas “…tiene muchos defectos y algunas virtudes.
Entre estas últimas está la deportividad con la que afronta las mil desgracias
que siempre padece, derivadas de su buen tino para elegir a los hombres…”;
o en retratos “«Las hembras se
tranquilizan si te las follas bien» le decía Llort una noche dentro del auto,
en penumbra, con aquellos ojos cirróticos de hombre vencido por la nostalgia de
demasiadas mujeres perdidas”.
Todo
es feo y sórdido en la novela, el amor no es amor sino posesión, las palabras
son insultos, los gestos intentan demostrar quién controla la relación,
degradan. La amistad no existe, sólo desconfianza. Entre los tres
protagonistas, Cristian, Bruno y Raquel no hay nada de valor que merezca ser
atesorado. El futuro es algo lejano que los empequeñece, el pasado queda difuminado
entre drogas y alcohol y el presente se convierte en pasado antes de vivirlo.
No es extraño que abunden comparaciones animalizadoras “y en la barbilla, una empalizada de pelos irritados, como púas de
jabalí”; metáforas empequeñecedoras
“con la cabellera bamboleándose como un elefante borracho” o expresiones
que consiguen hacer más miserable a la gente “A esas horas, palomas y borrachos están ajenos a todo”. De la misma
manera, las descripciones, en ese presente mordaz, de frases breves, se van
acortando hasta quedar en palabras sueltas que conectan con pensamientos
divididos, escuetos, inconexos.
Gracias
al estilo indirecto libre llegamos a conocer a la perfección a todos los
protagonistas; ellos también se conocen y, a pesar de eso no se separan pues
han entrado en un laberinto del que no pueden escapar. Aunque las acciones
pretenden una dirección lineal hacia el futuro, sus pensamientos van retrasando
ese momento con paradas, vueltas, o frases inacabadas, al tiempo que los
diálogos, con expresiones del lenguaje oral, realizan el presente… Todo queda
embrollado, confundido; las metáforas igualan tiempo y espacio, las personas narrativas
mezclan, hasta equiparar, al narrador omnisciente con el monólogo interior,
técnica que el autor utiliza para que afloren los pensamientos más ocultos,
aquéllos que formaban parte del subconsciente y que, ahora, a modo de burla,
acuden para recordarles que son marionetas, que no pueden elegir el papel
representado. Por eso Max es, desde el principio, la imagen de la soledad y el
rencor, esto lo lleva a tomar decisiones penosas y abominables. Ya en el capítulo
3 aparece como una patética condición de ser humano, constantemente se lamenta
al tiempo que pretende justificar sus errores. Regatea situaciones como si
fuera un adolescente egoísta. Max es inmaduro, busca una relación estable, adulta,
pero sus actos insensatos impedirán todo lo que implique un sacrificio por la
otra persona, por eso mismo no acepta que el amor de Merche haya desaparecido.
Max es la decadencia, cada paso que da es más cruel que el anterior pues lo va
haciendo desaparecer. A fuerza de fingir va desvaneciéndose el ser humano.
Merche,
la amante de Max, tampoco ha madurado, es insegura, lo que tiene claro es que
no quiere abandonar las comodidades ganadas por derecho propio. No actúa
limpiamente. No quiere a su marido, tampoco a Max, quiere mantener intactos sus
intereses. Es indecisa, le teme al cambio y, por eso, cambia constantemente de
opinión y sentimientos.
La
pareja se ve envuelta, desde el principio, en una sucia situación que funciona
como aviso aunque no se percaten de ello ninguno de los dos. Más tarde, las
frases nominales acentuarán el ritmo rápido y poco elaborado de sus encuentros,
ofreciendo una relación antitética de la belleza.
El
autor no desaprovecha ni una ocasión para sacar lo feo del ser humano, con
expresiones duras que, a veces, se convierten en vulgares. Las frases cortas
sin grandes descripciones se ajustan al recuerdo doloroso que se trunca de
repente y renace para terminar de nuevo, sin dar tiempo a saborear lo bueno.
Los
personajes son animales enjaulados en su propia vida; no pueden huir de lo que
los acorrala para destrozarlos poco a poco, por eso caen, a veces tan bajo que
utilizan incluso los malos tratos para sacar provecho de las situaciones. Max,
Bruno y Cristian se van introduciendo de forma rápida en una espiral de
chantajes que los oprime y asfixia. Son perdedores, amenazados incluso por
quienes amenazan. Todo se mezcla en No llames a casa, hasta la
estructura es confusa. Normalmente en la novela negra hay un asesinato y el
argumento es la resolución por parte de detectives o de policías o de jueces o
de todos, pero aquí el asesinato ocurre al finalizar la narración; nadie
investiga nada porque el inframundo no existe. El lector conoce las causas de
ese asesinato porque ha ido leyendo un argumento que pretendía ser lineal y
resulta anafórico.
Las
secuencias narradas oscilan; la vida de estos antihéroes del inframundo queda
expuesta sin pudor hasta que parece que ya no importa la caída en picado,
entonces cobra fuerza el desheredado social, aquél a quien nada le importa
porque nada le han dejado, éste destruirá por rencor y justificará sus actos
con el estilo indirecto libre o con la segunda persona. De nuevo la forma del
texto en perfecta armonía con el contenido, de hecho es lo único armónico de la
novela.
Y
cuando estamos preparados para asistir a la caída de este desheredado retomamos
la de aquél que nunca tuvo nada. Así pues las acciones cambian, los personajes
también, el espacio y el tiempo se muestran de manera caprichosa, pero en la
mente del lector aparece una tensión al comienzo de la novela que permanece,
implacable, con el transcurso de la trama. A veces hay que dejar de leer para
tomar aire porque mientras lees no quieres si quiera respirar, todo rezuma olor
a podrido.
Novela
de difícil definición. Una vez leída todo cobra sentido; el final conecta a la
perfección con el principio, es un relato redondo y, sin embargo, es de final
abierto. La mente del lector se ha estado asomando a ese abismo por el que
circulan los personajes, a ese pozo sin fondo, hediondo, por el que los ha
visto caer sin posibilidad de salvación. El final abierto queda pues,
totalmente cerrado.