martes, 14 de octubre de 2025

JUAN RANA

Antes de empezar con la reflexión sobre este libro quiero agradecer a Babelio la oportunidad que me ha dado de conocerlo al obsequiármelo en su última masa crítica. La labor de esta plataforma en favor de la lectura y la transmisión cultural es encomiable.

Elegí esta novela porque soy una enamorada del Siglo de Oro; de su literatura y arte en general. Por eso, al ver el libro escrito por José Luis Alemán, Juan Rana, no lo dudé. Afortunadamente, me tocó.

La novela es muy curiosa: empieza en 1634, en Granada, donde Íñigo Narváez va a celebrar su decimoquinto cumpleaños, momento en el que su padre ha decidido enviarlo a Madrid, al cuidado de Calderón de la Barca para que haga de él un “hombre” en el sentido estricto de la palabra.

El marqués de Valdemar, casi anciano, detesta que su único hijo muestre a todas horas cierto amaneramiento, por lo que, a pesar de que él quería enviarlo a Flandes, don Juan de Caramel propone que estudie teología en Madrid pero, en realidad quiere introducirlo en alguna compañía teatral para que lo enseñen a actuar y disimular la afectación, «tal vez agravando la voz, teniendo movimientos más rudos y varoniles, apocando los gestos…». Y así, acompañado de Juan Caramel llega a Madrid tras casi dos semanas de viaje y queda al cuidado de Pedro Calderón de la Barca. Lo inscriben en teología, a pesar de ser apenas un niño y conoce a la compañía donde el actor de mayor renombre, Juan Rana, lo acoge.

Las andanzas de Íñigo, tanto en la universidad como en el teatro apenas se describen; sí sabemos que es un chico inteligente y llega a lo más alto en sus estudios, hasta formar parte de la Inquisición con diecinueve años. En el teatro no actúa, aunque hace amigos que lo salvan de más de un apuro.

Las casi cuatrocientas páginas de la novela son un reflejo del Madrid del siglo XVII y de las penalidades que hubieron de sufrir los cómicos. Imprescindibles para alegrar la vida de los ciudadanos, fueron perseguidos por la Iglesia, por no ajustarse a la censura o por mostrarse “desviados” en el comportamiento.

La vida fue dura para ellos. También lo fue para los musulmanes que, pese a haber introducido costumbres mucho más cívicas que las de los cristianos, estos no las continuaron por considerarlas de “infieles”: «El Madrid musulmán estaba ligado a las abluciones y al uso cotidiano del agua para el aseo. En esos tiempos había baños públicos y alcantarillas por toda la ciudad».

Juan Rana tiene un personaje colectivo: los habitantes de Madrid; a expensas de las irregularidades de la Iglesia y la monarquía. De eso sabían mucho los cómicos pues, a pesar de que debían pagar impuestos, habían de atenerse a lo que unos y otros querían. El tribunal del Santo Oficio tuvo hacia ellos especial inquina: Juan Rana fue procesado por sodomía, encarcelado y liberado por intervención de la reina a cambio de que la hiciese reír. Este hecho, real, está recogido en la novela.

Los privilegios de los que goza el cómico en la novela fueron ciertos; a cambio llegó a identificarse tanto con el personaje que a veces ni él mismo sabía si actuaba o no. Hubo de representar obras escritas exclusivamente para él, por Calderón o Quiñones de Benavente, tal y como recoge el libro de José Luis Alemán, donde también se deja ver que parte de su éxito se debió a su indefinición sexual, de ahí que no fuera conocido como Cosme Pérez sino por su apodo de significado ambiguo.

Y a este ambiente “indefinido” llega Íñigo, niño que aprende de golpe las durezas de la vida, también las alegrías, sobre todo las aportadas por los jóvenes actores Rosauro y Diego. Pero Íñigo muestra unas ganas de venganza absoluta hacia su padre, un rencor desmedido y una ira que le hace sentir admiración por las enseñanzas eclesiásticas y devoción absoluta por el tribunal de la Inquisición. No es consciente de los desmanes hasta que él, una vez forma parte de ellos, lamenta las consecuencias.

José Luis Alemán intenta una vinculación con el lenguaje del Siglo de Oro, una reflexión sobre los límites de la censura en el arte y una exposición detallada de la vida en el siglo XVII. Nos enteramos de costumbres, «Esto es un bodegón de puntapié. A los madrileños nos encanta comer fuera de casa…»; del estado en que, a veces, era ingerida la comida, «¿Por qué creéis, si no, que un hojaldre se baña con tanto condimento»; sobre la condición de los guardias reales, «son en su mayoría milicias licenciadas con alguna parte amputada excepto la codicia […] se pasan el día borrachos, entre juegos y fulanas»; el funcionamiento de los corrales de comedias y su distribución también queda especificado, así como la censura de obras «que no sea(n) expurgada(s)».

En fin, en Juan Rana nos enteramos de estrategias utilizadas para lograr la fama, de personajes que existieron en la realidad, de su historia familiar y de la distribución de las calles. A veces tenemos la impresión de seguir un plano de la ciudad «Cambiaron de ruta y se dirigieron […] Enseguida llegaron […] las antorchas de la entrada deslucían…».

Hay que destacar la fidelidad histórica del autor. Deduzco que, en su afán de mostrarse “más hombre”, Íñigo consigue acabar con su sentimentalismo. Puede que sea por eso o por el rencor al ser privado del cariño de sus padres o porque era de naturaleza implacable; el caso es que es un personaje que no se hace de querer. No atiende a los consejos de Juan Caramel, ni a los de Calderón; se mete en líos constantemente, de los que lo salvan o bien sus preceptores o la gente de la farándula. Y finalmente lleva a cabo una de las acciones más desalmadas que puede cometer un ser humano. Pero son datos que aparecen en medio de otros asuntos, cuando han pasado años en los que no somos capaces de distinguir la evolución o involución del personaje.

Por otro lado, Juan Rana tampoco mantiene una relación estrecha con Íñigo. Él debe ir lidiando su propia historia. Parece que murió sin ser consciente de estar en la ruina a pesar de que su fama se mantuvo hasta el último día, en 1672, año en el que también fallece en la novela Juan Caramel, enamorado en secreto de la madre de Íñigo, y cuyo entierro es una escusa para el reencuentro de Calderón y un Íñigo cincuentón que aparece como hombre cabal religioso.

En fin, libro entretenido, aunque algo deslavazado, en el que asistimos con gusto a lo que pude ser una crónica del siglo XVII aunque algo perdidos en la fusión trama-personajes.

sábado, 4 de octubre de 2025

CLARABOYA

Cuando eres consciente de que la vida va a dar pocas oportunidades de mejorar a una determinada clase de gente, cuando ves que el tipo de gente es el mismo que existía ayer, el año pasado, el siglo anterior, quedas sumido en una reflexión en la que tampoco encuentras demasiadas respuestas, al menos respuestas válidas.

He leído Claraboya y lo que me ha llamado la atención es que esta historia tan real, tan dura, esté contada de forma tan bella, casi poética por momentos; no hay cortos capítulos, las oraciones son largas, con reflexiones filosóficas abundantes y, sin embargo, el lector siente la necesidad de seguir leyendo, aun cuando somos conscientes de que no hay solución para Lidia o para Abel o para Claudia o para Isaura…, jóvenes a los que la vida ha marcado con cierto determinismo porque han nacido en el lado equivocado.

Y llama la atención que Claraboya fuera escrita por un joven Saramago de 31 años capaz de dejar constancia de lo que sería su literatura. Porque Claraboya no fue aceptada por la editorial donde la entregó, al menos no le dieron respuesta. Y allí quedó. Dormida hasta 2012. José Saramago hacía dos años que había fallecido así que no la vio publicada, porque en 1989, cuando la editorial es trasladada a otro lugar y aparece el manuscrito del ya famosísimo autor, le ofreció sacarla a la luz, a lo que él se negó.

En esta obra, Saramago se asoma a un edificio humilde para relatarnos la vida de sus habitantes. Cada capítulo cuenta las acciones de los que viven en una casa, empezando por el entresuelo, habitado por Silvestre, el zapatero, «Tenía una figura algo quijotesca, encaramado en las altas piernas como si fueran ancas, en calzoncillos y camiseta, el mechón de pelo manchado de sal y pimienta, la nariz grande y adunca y ese tronco poderoso que las piernas apenas soportaban». Silvestre nos cae bien, sabemos, por su parecido con el quijote, que es buena persona; también, que a su manera busca la justicia y la igualdad. Y nos cae mejor cuando aparece su mujer, Mariana, como otra figura literaria unida irremediablemente a este «loco idealista», «Por el modo de andar se adivinaba que Mariana era gorda y que no podía ir más deprisa. Silvestre tuvo que esperar un buen rato y esperó con paciencia».

Conforme avance la novela seremos testigos de la bondad del matrimonio, la de Mariana enfocada más a resolver problemas corporales y la de Silvestre orientada al razonamiento para solucionar desigualdades sociales.

Las costureras Isaura y Adriana viven en el segundo, con su madre, Cándida, y su hermana, Amelia; ambas viudas. Un grupo de mujeres de vida monótona, la que les permite la sociedad, dedicadas a trabajar para subsistir; mujeres que se evaden de la realidad a través de la música y la lectura. En el primer piso, vive Justina, «Vestía luto cerrado y, así, muy alta y fúnebre, con el pelo negro y una raya larga en el centro, parecía un muñeco mal articulado»; el luto es por su hija, muerta a los 8 años, por una enfermedad, pero también podría ser por Caetano, su marido, un machista mujeriego, causante de las desgracias que le suceden no solo a ella sino a algunas vecinas que lo han rechazado.

También sabremos de la vida de Claudia que, con 19 años, es la que trae más dinero a casa, pues su madre es ama de casa y Anselmo, el padre, apenas gana para sus caprichos; aunque ambos crean que son los mejores padres no sabrán ver venir la decadencia de Claudia, o sí, pero es mejor ponerse una venda en los ojos cuando las causas son el dinero que entra en casa.

Lidia es la que mejor vive del edificio: ropa cara, sugerente, muebles de calidad y con las comodidades que hacen de su vida una especie de jaula de oro donde no pasa privaciones, aunque sabe que será hasta que su amante se canse de ella, por eso, intenta tenerlo satisfecho en todo momento. Lidia no tuvo otra oportunidad, prácticamente fue arrojada a los brazos de Paulino, por su propia madre, cuando esta vio un filón del que vivir.

A este edificio llega Abel, un donnadie dispuesto a vagar hasta encontrar sentido a la vida; Silvestre y Mariana le alquilan una habitación y entre los tres reflexionan sobre el presente: al pesimismo casi existencial de Abel, Silvestre le rebate con alegorías filosóficas y sociales sobre la necesidad de buscar cada uno el bien dentro de sí mismo para poder ofrecerlo a los demás. El zapatero reclama los valores perdidos, valores basados en la ética del bien común, para poder combatir la abyección social.

El narrador es un observador objetivo de este cuadro; como si contemplara desde la claraboya, va exponiendo lo que ocurre, sin inmiscuirse, dejando que el lector saque sus propias conclusiones. Tampoco habrá final cerrado para los personajes. La vida sigue, sin premios por las buenas acciones o castigos para las malas llevadas a cabo. Como la vida misma. Solo en determinados momentos, el narrador cede la palabra a la voz de Adriana cuando su tía Amelia lee su diario.

José Saramago aprovecha esta galería de personajes para tratar la pobreza, la maldad de la condición humana y la bondad, el machismo imperante, las urdimbres que debe tejer la mujer para no sentirse esclava a pesar de la ocultación a la que se ve sometida, el poder, que siempre reside junto al dinero y ante el cual, los que no lo tienen pierden la dignidad, la hipocresía de todos, capaz de lapidar aunque sea mentalmente a quien está señalado por algún poderoso, «la secundó en los lamentos acerca de las costumbres inmorales de ciertas mujeres y, como la vecina, se enorgulleció en su fuero interno de no ser como ellas».

Frente a todo esto, Silvestre proclama el amor desinteresado, «¿Nunca ha sentido al ir por la calle, un deseo repentino de abrazar a las personas que lo rodean?». Un amor que no tiene que ver con el que proclama la religión, «No creo en Dios, si es ahí donde quiere llegar».

José Saramago ya muestra, en su primera novela, lo que será más tarde su marca, lo que lo llevó merecidamente a conseguir el Premio Nobel de Literatura: un lenguaje rico, con términos cultos, con alusiones a otros escritores y filósofos y con cierto humor irónico con el que consigue una crítica absoluta y una prosa fluida, «Y, más aún, nadie se explicaba cómo de dos personas nada bonitas […] pudo nacer una hija de tal manera graciosa como lo era la pequeña Matilde. Se diría que la naturaleza se equivocó y que, más tarde, descubriendo el engaño, trató de enmendarlo haciendo desaparecer a la criatura».

Como tantos otros hombres buenos, murió sin ver un cambio social. Y algunos, como tantos, seguimos constatando que «El día que sea posible construir sobre el amor no ha llegado todavía».