Cuando eres
consciente de que la vida va a dar pocas oportunidades de mejorar a una
determinada clase de gente, cuando ves que el tipo de gente es el mismo que
existía ayer, el año pasado, el siglo anterior, quedas sumido en una reflexión
en la que tampoco encuentras demasiadas respuestas, al menos respuestas
válidas.
He leído Claraboya
y lo que me ha llamado la atención es que esta historia tan real, tan dura,
esté contada de forma tan bella, casi poética por momentos; no hay cortos capítulos,
las oraciones son largas, con reflexiones filosóficas abundantes y, sin
embargo, el lector siente la necesidad de seguir leyendo, aun cuando somos
conscientes de que no hay solución para Lidia o para Abel o para Claudia o para
Isaura…, jóvenes a los que la vida ha marcado con cierto determinismo porque
han nacido en el lado equivocado.
Y llama la atención
que Claraboya fuera escrita por un
joven Saramago de 31 años capaz de
dejar constancia de lo que sería su literatura. Porque Claraboya no fue aceptada por la editorial donde la entregó, al
menos no le dieron respuesta. Y allí quedó. Dormida hasta 2012. José Saramago
hacía dos años que había fallecido así que no la vio publicada, porque en 1989,
cuando la editorial es trasladada a otro lugar y aparece el manuscrito del ya
famosísimo autor, le ofreció sacarla a la luz, a lo que él se negó.
En esta obra,
Saramago se asoma a un edificio humilde para relatarnos la vida de sus
habitantes. Cada capítulo cuenta las acciones de los que viven en una casa,
empezando por el entresuelo, habitado por Silvestre, el zapatero, «Tenía una figura algo quijotesca,
encaramado en las altas piernas como si fueran ancas, en calzoncillos y
camiseta, el mechón de pelo manchado de sal y pimienta, la nariz grande y
adunca y ese tronco poderoso que las piernas apenas soportaban». Silvestre
nos cae bien, sabemos, por su parecido con el quijote, que es buena persona;
también, que a su manera busca la justicia y la igualdad. Y nos cae mejor
cuando aparece su mujer, Mariana, como otra figura literaria unida
irremediablemente a este «loco idealista»,
«Por el modo de andar se adivinaba que Mariana era gorda y que no podía ir más
deprisa. Silvestre tuvo que esperar un buen rato y esperó con paciencia».
Conforme avance la
novela seremos testigos de la bondad del matrimonio, la de Mariana enfocada más
a resolver problemas corporales y la de Silvestre orientada al razonamiento
para solucionar desigualdades sociales.
Las costureras
Isaura y Adriana viven en el segundo, con su madre, Cándida, y su hermana,
Amelia; ambas viudas. Un grupo de mujeres de vida monótona, la que les permite
la sociedad, dedicadas a trabajar para subsistir; mujeres que se evaden de la
realidad a través de la música y la lectura. En el primer piso, vive Justina, «Vestía luto cerrado y, así, muy alta y
fúnebre, con el pelo negro y una raya larga en el centro, parecía un muñeco mal
articulado»; el luto es por su hija, muerta a los 8 años, por una
enfermedad, pero también podría ser por Caetano, su marido, un machista
mujeriego, causante de las desgracias que le suceden no solo a ella sino a
algunas vecinas que lo han rechazado.
También sabremos de
la vida de Claudia que, con 19 años, es la que trae más dinero a casa, pues su
madre es ama de casa y Anselmo, el padre, apenas gana para sus caprichos;
aunque ambos crean que son los mejores padres no sabrán ver venir la decadencia
de Claudia, o sí, pero es mejor ponerse una venda en los ojos cuando las causas
son el dinero que entra en casa.
Lidia es la que
mejor vive del edificio: ropa cara, sugerente, muebles de calidad y con las
comodidades que hacen de su vida una especie de jaula de oro donde no pasa
privaciones, aunque sabe que será hasta que su amante se canse de ella, por
eso, intenta tenerlo satisfecho en todo momento. Lidia no tuvo otra
oportunidad, prácticamente fue arrojada a los brazos de Paulino, por su propia
madre, cuando esta vio un filón del que vivir.
A este edificio
llega Abel, un donnadie dispuesto a vagar hasta encontrar sentido a la vida;
Silvestre y Mariana le alquilan una habitación y entre los tres reflexionan
sobre el presente: al pesimismo casi existencial de Abel, Silvestre le rebate
con alegorías filosóficas y sociales sobre la necesidad de buscar cada uno el
bien dentro de sí mismo para poder ofrecerlo a los demás. El zapatero reclama
los valores perdidos, valores basados en la ética del bien común, para poder
combatir la abyección social.
El narrador es un
observador objetivo de este cuadro; como si contemplara desde la claraboya, va
exponiendo lo que ocurre, sin inmiscuirse, dejando que el lector saque sus
propias conclusiones. Tampoco habrá final cerrado para los personajes. La vida
sigue, sin premios por las buenas acciones o castigos para las malas llevadas a
cabo. Como la vida misma. Solo en determinados momentos, el narrador cede la
palabra a la voz de Adriana cuando su tía Amelia lee su diario.
José Saramago
aprovecha esta galería de personajes para tratar la pobreza, la maldad de la
condición humana y la bondad, el machismo imperante, las urdimbres que debe
tejer la mujer para no sentirse esclava a pesar de la ocultación a la que se ve
sometida, el poder, que siempre reside junto al dinero y ante el cual, los que
no lo tienen pierden la dignidad, la hipocresía de todos, capaz de lapidar
aunque sea mentalmente a quien está señalado por algún poderoso, «la secundó en los lamentos acerca de las
costumbres inmorales de ciertas mujeres y, como la vecina, se enorgulleció en
su fuero interno de no ser como ellas».
Frente a todo esto,
Silvestre proclama el amor desinteresado, «¿Nunca
ha sentido al ir por la calle, un deseo repentino de abrazar a las personas que
lo rodean?». Un amor que no tiene que ver con el que proclama la religión, «No creo en Dios, si es ahí donde quiere
llegar».
José Saramago ya
muestra, en su primera novela, lo que será más tarde su marca, lo que lo llevó
merecidamente a conseguir el Premio Nobel de Literatura: un lenguaje rico, con
términos cultos, con alusiones a otros escritores y filósofos y con cierto
humor irónico con el que consigue una crítica absoluta y una prosa fluida, «Y, más aún, nadie se explicaba cómo de dos
personas nada bonitas […] pudo nacer una hija de tal manera graciosa como lo
era la pequeña Matilde. Se diría que la naturaleza se equivocó y que, más
tarde, descubriendo el engaño, trató de enmendarlo haciendo desaparecer a la
criatura».
Como tantos otros hombres buenos, murió sin ver un cambio social. Y algunos, como tantos, seguimos constatando que «El día que sea posible construir sobre el amor no ha llegado todavía».
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