miércoles, 29 de octubre de 2025

ESCONDERÉ MI ROSTRO

En la introducción de Esconderé mi rostro, el protagonista se dirige en primera persona a los lectores. O puede que no. Con la segunda persona narrativa aumenta la credibilidad de lo que nos va a contar, nos hace partícipes de sus emociones y nos ofrece su perspectiva, por lo que inmediatamente estamos dispuestos a creerlo. Somos parte del relato. El narrador protagonista se hace, entonces, con las riendas y cuenta su historia. Al momento, nos damos cuenta de que, en realidad sus palabras van orientadas a un narratario, a otro personaje. Otros personajes que no vemos, que no oímos; personajes cuyas palabras intuimos por las respuestas y preguntas que les hace nuestro narrador innominado.

El comienzo de la novela es intrigante «Es la primera vez que alguien confiesa un crimen y, en la misma frase, jura por lo más sagrado su inocencia». ¿Es, entonces, nuestro protagonista o simplemente lo está presentando? No queda claro, porque en la Primera Parte, el narrador es una tercera persona externa que, de forma totalmente objetiva nos introduce en la vida de Rytas desde su nacimiento. A partir de ese momento los dos narradores intercalarán sus roles en los capítulos y los lectores conoceremos la situación mucho mejor que el propio protagonista; sabemos por qué realmente Rytas se crio con Gregor Delmen, sabemos por qué sus vecinos actuaron de manera tal que lo obligaron a realizar actos que no entendía. Pero, ¿es en realidad fiable la voz de este narrador protagonista que cuenta en primera y segunda personas la historia? No relata su vida sino la de Rytas, su íntimo amigo que se la contó a él a su vez, por lo que confluyen en un mismo personaje los tres tipos de narrador. No hay nada claro al comienzo de la novela, Guillermo Borao maneja con la precisión de un relojero los tiempos de actuación de cada uno. De los tres narradores solo conocemos el nombre de Rytas Delmen, por lo que deducimos que él es quien tiene razón. Él es quien aporta a ese narrador omnisciente la categoría de dios omnipotente que lo ve todo y sabe el porqué de todas las cosas.

No cabe duda de que el comienzo de Esconderé mi rostro es intrigante. No sabemos quiénes están hablando, quiénes son los que preguntan ni quién responde. No sabemos en qué espacio se desarrolla, «Las Lomas», pero, ¿qué es? La confusión se adueña de nosotros por momentos, la intriga también; los diálogos sin preguntas se van intercalando en la narración sin ningún tipo de marca. El autor crea con destreza un ritmo introspectivo rápido mientras el narrador conforma un efecto íntimo con nosotros. Los “dialogantes” invisibles justifican la narración; adquieren una función social al tiempo que impulsan al narrador a que vaya actuando. Será en esa actuación donde este narrador se irá caracterizando como alguien que no conoce las expresiones coloquiales, al contrario, habla de forma culta, propia de quien conecta más con lecturas que con personas «…la directora, que nos tenía por residentes muy obtusos», «con un anorak en medio de esa canícula volcánica», «Sara estaba preocupada […] Rytas posaba sus ojos en los míos […] así que figúrense el triángulo isósceles con el que nos aislamos del resto». Tenemos la impresión de que las descripciones, tan exactas, son más propias de una mente que no funciona del todo bien. Más allá de la sonrisa relajada que nos puede surgir al leer estos despropósitos, «sorber el cordón de la sudadera, que es, por encima de todas las manías abominables, la que más asco me produce», se esconde una intriga inquietante «Sara sabía que él no encajaba aquí […] “Esta vez no saldrá bien —me dijo—, no es como nosotros”».

¿Cómo es Sara? ¿Cómo es el narrador? ¿Cómo es Rytas? Hay que seguir leyendo para conocer su historia: Un bebé maldito antes de nacer. Un recién nacido abandonado ese mismo día por su madre que, a última hora no se atrevió a enfrentarse a él, a cuidarlo y educarlo en el camino recto. Un niño criado por un hombre cruel y temeroso que no estaba dispuesto, tras ser abandonado por su mujer y su hijo, a quedarse solo otra vez. Un adolescente consciente de ocupar un lugar que no era el suyo sino del otro. Gregor Delmen le dio su apellido y no dudó en maltratarlo física y psicológicamente hasta doblegarlo.

Rytas Delmen vivió así su niñez y adolescencia, angustiado por pasar desapercibido. El control del tiempo fue crucial; para esquivar aglomeraciones de compañeros que lo acosaban; para coincidir con su vecina Danuté, a la que quería y con la que se sentía a gusto; para no llegar tarde a casa y evitar la paliza que Gregor le daba con su cinturón; para dormir sin la angustia de la pesadilla que una noche tras otra lo martirizaba anulando así su tiempo de descanso. Rytas se levantaba cada mañana sin saber lo que había ocurrido con el tigre que lo acechaba en sus sueños, sin saber que, en realidad, ese tigre que lo espiaba le aportaba la fuerza necesaria física y espiritual; desarrollado de forma desmedida, alto y desgarbado, con una fuerza casi sobrehumana que solo utilizó en una ocasión. En realidad no quería despertar sino ternura aunque su mirada transparente reflejaba el pecado capital de quien se acercara a sus ojos. Determinó mirar al suelo y llevar una capucha. Pero las burlas y el maltrato continuaron hasta que abandonó su pueblo, Timisos y, con 18 años llegó a Madrid. Cumplió su sueño, ahora sería tratado con amor, en una ciudad donde nadie conoce su marca vergonzosa. ¿Podrá Rytas eludir al destino? En Madrid se encuentra con cuatro compañeros de piso en quienes descubre la lujuria de Rebecca, la gula de Lourdes, la pereza de Juan y la avaricia de Pablo. En Madrid conoce el final de su sueño con el tigre y es ahí donde además de la fuerza física y espiritual que lo caracterizaba se da cuenta de que puede convertirse en alguien sanguinario. Rytas es un ser dual que adapta su tamaño, fuerza, agilidad y ferocidad a según qué circunstancia.

El abandono físico y emocional, el maltrato físico y emocional le provocaron poco a poco una ansiedad constante, un dolor perseverante capaz de aniquilarlo o aportarle agresividad y, lo más importante, hicieron de él alguien asocial con temor a los vínculos afectivos. Alguien que puede cometer un crimen y ser inocente al mismo tiempo.

La dualidad está presente en la novela, el bien y el mal residen a la vez. Experimentamos el bien haciendo mal; Rebecca se lo insinúa citando a Oscar Wilde, «podía resistirlo todo excepto la tentación» y Rytas, como otro personaje de Wilde es capaz de desdoblarse hasta sacar fuera su pecado. Hay que terminar la novela para saber cuál es, el suyo y el de todos. Guillermo Borao evoca, mediante conceptos pictóricos, El jardín de las delicias, o literarios, Insomnio de Hijos de la ira, un conocimiento en los lectores con el que profundizamos en el verdadero significado de una sociedad cruel en la que vive Rytas, que es la nuestra. Una sociedad que se mueve entre la fachada y los deseos ocultos de quienes vivimos en ella.

Rytas quiere esconder su rostro en Timisos para que los demás no se sientan despreciables cuando lo miran, «lo avergonzó aquella expresión de pánico en el rostro del chico». Cuando llega a Madrid se da cuenta de que nada cambiará, por lo que, al igual que hizo Dios con aquellos que adoraban a otros dioses («esconderé de ellos mi rostro y serán consumidos; y vendrán sobre ellos muchos males y angustias»), Rytas esconde su rostro para no ver a nadie. Se siente un cadáver que se pudre en vida junto al mar de cadáveres que es Madrid. La vida ha sido su muerte y el tiempo ha ido marcando su podredumbre desde que nació.

Guillermo Borao nos hace vibrar mientras reflexionamos sobre quién es el verdadero culpable de la situación de Rytas Delmen. Quién es en realidad y quiénes somos nosotros.

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