En la introducción de Esconderé mi rostro, el protagonista se dirige en primera persona a los lectores.
O puede que no. Con la segunda persona narrativa aumenta la credibilidad de lo
que nos va a contar, nos hace partícipes de sus emociones y nos ofrece su
perspectiva, por lo que inmediatamente estamos dispuestos a creerlo. Somos
parte del relato. El narrador protagonista se hace, entonces, con las riendas y
cuenta su historia. Al momento, nos damos cuenta de que, en realidad sus
palabras van orientadas a un narratario, a otro personaje. Otros personajes que
no vemos, que no oímos; personajes cuyas palabras intuimos por las respuestas y
preguntas que les hace nuestro narrador innominado.
El comienzo de la novela es intrigante
«Es la primera vez que alguien confiesa
un crimen y, en la misma frase, jura por lo más sagrado su inocencia». ¿Es,
entonces, nuestro protagonista o simplemente lo está presentando? No queda
claro, porque en la Primera Parte, el narrador es una tercera persona externa
que, de forma totalmente objetiva nos introduce en la vida de Rytas desde su
nacimiento. A partir de ese momento los dos narradores intercalarán sus roles
en los capítulos y los lectores conoceremos la situación mucho mejor que el
propio protagonista; sabemos por qué realmente Rytas se crio con Gregor Delmen,
sabemos por qué sus vecinos actuaron de manera tal que lo obligaron a realizar
actos que no entendía. Pero, ¿es en realidad fiable la voz de este narrador
protagonista que cuenta en primera y segunda personas la historia? No relata su
vida sino la de Rytas, su íntimo amigo que se la contó a él a su vez, por lo
que confluyen en un mismo personaje los tres tipos de narrador. No hay nada
claro al comienzo de la novela, Guillermo Borao maneja con la precisión de un relojero los tiempos de actuación de
cada uno. De los tres narradores solo conocemos el nombre de Rytas Delmen, por
lo que deducimos que él es quien tiene razón. Él es quien aporta a ese narrador
omnisciente la categoría de dios omnipotente que lo ve todo y sabe el porqué de
todas las cosas.
No cabe duda de que el comienzo de Esconderé mi rostro es intrigante. No
sabemos quiénes están hablando, quiénes son los que preguntan ni quién
responde. No sabemos en qué espacio se desarrolla, «Las Lomas», pero, ¿qué es? La confusión se adueña de nosotros por
momentos, la intriga también; los diálogos sin preguntas se van intercalando en
la narración sin ningún tipo de marca. El autor crea con destreza un ritmo
introspectivo rápido mientras el narrador conforma un efecto íntimo con
nosotros. Los “dialogantes” invisibles justifican la narración; adquieren una
función social al tiempo que impulsan al narrador a que vaya actuando. Será en
esa actuación donde este narrador se irá caracterizando como alguien que no
conoce las expresiones coloquiales, al contrario, habla de forma culta, propia
de quien conecta más con lecturas que con personas «…la directora, que nos tenía por residentes muy obtusos», «con un
anorak en medio de esa canícula volcánica», «Sara estaba preocupada […] Rytas
posaba sus ojos en los míos […] así que figúrense el triángulo isósceles con el
que nos aislamos del resto». Tenemos la impresión de que las descripciones,
tan exactas, son más propias de una mente que no funciona del todo bien. Más
allá de la sonrisa relajada que nos puede surgir al leer estos despropósitos, «sorber el cordón de la sudadera, que es,
por encima de todas las manías abominables, la que más asco me produce», se
esconde una intriga inquietante «Sara
sabía que él no encajaba aquí […] “Esta vez no saldrá bien —me dijo—, no es
como nosotros”».
¿Cómo es Sara? ¿Cómo es el narrador?
¿Cómo es Rytas? Hay que seguir leyendo para conocer su historia: Un bebé
maldito antes de nacer. Un recién nacido abandonado ese mismo día por su madre
que, a última hora no se atrevió a enfrentarse a él, a cuidarlo y educarlo en
el camino recto. Un niño criado por un hombre cruel y temeroso que no estaba
dispuesto, tras ser abandonado por su mujer y su hijo, a quedarse solo otra
vez. Un adolescente consciente de ocupar un lugar que no era el suyo sino del
otro. Gregor Delmen le dio su apellido y no dudó en maltratarlo física y
psicológicamente hasta doblegarlo.
Rytas Delmen vivió así su niñez y
adolescencia, angustiado por pasar desapercibido. El control del tiempo fue
crucial; para esquivar aglomeraciones de compañeros que lo acosaban; para
coincidir con su vecina Danuté, a la que quería y con la que se sentía a gusto;
para no llegar tarde a casa y evitar la paliza que Gregor le daba con su
cinturón; para dormir sin la angustia de la pesadilla que una noche tras otra
lo martirizaba anulando así su tiempo de descanso. Rytas se levantaba cada
mañana sin saber lo que había ocurrido con el tigre que lo acechaba en sus
sueños, sin saber que, en realidad, ese tigre que lo espiaba le aportaba la
fuerza necesaria física y espiritual; desarrollado de forma desmedida, alto y
desgarbado, con una fuerza casi sobrehumana que solo utilizó en una ocasión. En
realidad no quería despertar sino ternura aunque su mirada transparente
reflejaba el pecado capital de quien se acercara a sus ojos. Determinó mirar al
suelo y llevar una capucha. Pero las burlas y el maltrato continuaron hasta que
abandonó su pueblo, Timisos y, con 18 años llegó a Madrid. Cumplió su sueño,
ahora sería tratado con amor, en una ciudad donde nadie conoce su marca
vergonzosa. ¿Podrá Rytas eludir al destino? En Madrid se encuentra con cuatro
compañeros de piso en quienes descubre la lujuria de Rebecca, la gula de
Lourdes, la pereza de Juan y la avaricia de Pablo. En Madrid conoce el final de
su sueño con el tigre y es ahí donde además de la fuerza física y espiritual
que lo caracterizaba se da cuenta de que puede convertirse en alguien
sanguinario. Rytas es un ser dual que adapta su tamaño, fuerza, agilidad y
ferocidad a según qué circunstancia.
El abandono físico y emocional, el
maltrato físico y emocional le provocaron poco a poco una ansiedad constante,
un dolor perseverante capaz de aniquilarlo o aportarle agresividad y, lo más
importante, hicieron de él alguien asocial con temor a los vínculos afectivos.
Alguien que puede cometer un crimen y ser inocente al mismo tiempo.
La dualidad está presente en la
novela, el bien y el mal residen a la vez. Experimentamos el bien haciendo mal;
Rebecca se lo insinúa citando a Oscar Wilde, «podía resistirlo todo excepto la tentación» y Rytas, como otro personaje
de Wilde es capaz de desdoblarse hasta sacar fuera su pecado. Hay que terminar
la novela para saber cuál es, el suyo y el de todos. Guillermo Borao evoca,
mediante conceptos pictóricos, El jardín
de las delicias, o literarios, Insomnio
de Hijos de la ira, un conocimiento
en los lectores con el que profundizamos en el verdadero significado de una
sociedad cruel en la que vive Rytas, que es la nuestra. Una sociedad que se
mueve entre la fachada y los deseos ocultos de quienes vivimos en ella.
Rytas quiere esconder su rostro en
Timisos para que los demás no se sientan despreciables cuando lo miran, «lo avergonzó aquella expresión de pánico en
el rostro del chico». Cuando llega a Madrid se da cuenta de que nada
cambiará, por lo que, al igual que hizo Dios con aquellos que adoraban a otros
dioses («esconderé de ellos mi rostro y
serán consumidos; y vendrán sobre ellos muchos males y angustias»), Rytas
esconde su rostro para no ver a nadie. Se siente un cadáver que se pudre en
vida junto al mar de cadáveres que es Madrid. La vida ha sido su muerte y el
tiempo ha ido marcando su podredumbre desde que nació.
Guillermo Borao nos hace vibrar mientras reflexionamos sobre quién es el verdadero culpable de la situación de Rytas Delmen. Quién es en realidad y quiénes somos nosotros.



No hay comentarios:
Publicar un comentario