He
de confesar que acabo de leer un libro, cuando menos, desconcertante. Son algo
más de trescientas páginas en las que nos imbuimos tranquilos, disfrutamos de
un vocabulario poético, «arrebol», «pelo
taheño», «silencio atronador», «mi tía Paquita la fetillera», «el petricor
golpea mi nariz» «El arrebol. Esa visión me llena», «iridiscencia etérea,
efímera e inefable»… hasta que en los momentos más placenteros aparece lo
más sucio del ser humano ¿Cómo es posible que unos bellos parajes oculten
relaciones ruines, obscenas? Pues esto es lo que ocurre en Arrebol una novela negra
contada en dos tiempos por varios narradores, todos ellos implicados en una
trama de torturas, violaciones, pederastia, supersticiones y asesinatos.
En
medio de ellos se encuentra la teniente Elia Sanahuja, enamorada del sargento
Joan Espí, encargados de investigar un crimen ocurrido en la playa de Cullera;
pero Elia ya fracasó en las pesquisas de un caso similar dos años antes, en el
que también trabajó con Joan y del que huyó al sentir que se estaba enamorando,
a pesar de estar casada en aquella época aunque a punto de separarse. Elia
pidió el traslado a Valencia y Joan se quedó esperándola en Cullera. Ahora la
teniente debe volver y teme enfrentarse de nuevo a la pesadilla que supuso
aquel asesinato, «Un sudor frío me
invade. Esa persona está suelta. Sigue libre».
Estela Melero ha sabido dotar a Elia Sanahuja de
una sensualidad especial; los nervios de atrapar a un criminal cuando, con la
tercera víctima, es considerado como psicópata asesino en serie, los nervios de
sospechar de todos los del pueblo, incluidos algunos de sus compañeros de la
Guardia Civil, como el propio Joan, los nervios de sentir nuevamente el fracaso
como investigadora no son óbice para que Elia describa, tanto el paisaje que la
rodea como a sus compañeros, con un detallismo minucioso que aparece al poner a
funcionar todos sus sentidos «—Gutiérrez
–respondo mientras arrimo el rostro para que deposite los dos besos. Arrastra
un poco los labios sobre mi mejilla en cada uno de ellos. Huele a fragancia
cítrica con tonos de madera…».
Elia
es sensitiva, atractiva, voluptuosa y esto predomina sobre la suciedad
desparramada en Cullera, porque ella lo ocupa todo. Puede disfrutar del
entorno, sentirse parte de él, y traslada su sensibilidad a sus movimientos. El
lector es capaz de ver cualquier cosa que ella describa como si tuviera delante
una película «Recuerdo su mano levantarse
a cámara lenta, acercarse a mi oreja para retirarme el pelo del hombro desnudo
[…] Paseó los dedos por mi brazo para acabar rodeando mi cintura. Después enroscó
su cabeza en mi hombro». Todo cobra vida cuanto Elia lo detalla, de esta
forma, durante la lectura de Arrebol
conocemos a la perfección tanto a la teniente como los sucesos que ella
protagoniza.
La
autora resalta el deseo de la protagonista, su derecho al placer, la liberación
de prejuicios. El lector pone en marcha su fantasía con los instintos sexuales
y sensuales de quien, pese a su cargo y a la horrorosa tarea encomendada, no
olvida que es una mujer.
En
un mundo en el que predominan las apariencias, surge Elia, dueña de su cuerpo y
de su mente, para ayudarnos a descubrir sus emociones y las nuestras. Como
mujer, expone sus problemas cotidianos sin ningún tipo de censura hasta
ofrecernos un retrato realista de la mujer soltera. De hecho, solo ante Joan,
su enamorado, le cuesta reivindicar su rango profesional ya que es la relación
lo que queda por encima. Elia lo deja actuar aun viendo en él actitudes
machistas, incluso sospechosas como posible asesino, pero lo justifica
constantemente y mantiene la culpa propia de la mujer en una sociedad
patriarcal «Su mirada felina me
estremece. Acaricio su mano feliz por tener, al fin, ese permiso de contacto
[…] Quizá yo sea la culpable de que no haya sucedido nada antes».
Y si
Elia es auténtica, Arrebol es
engañosa. El lenguaje está cuidado; la desbordante imaginación de la escritora
permite aglutinar en un mismo relato lo sensual, lo romántico, lo negro y lo
descriptivo, con lo que recupera una imagen feminista y femenina capaz de
estructurar un pensamiento libre, aunque deba medirse continuamente con un
hombre
—¿Vio
a quién lo dejó?
—No,
señorita Sanahuja
—Teniente
—¿Qué?
—Teniente
Sanahuja
Desde
el principio de la novela sabemos que nos enfrentamos a un asesino en serie y a
una relación de pareja que es –casi– más inquietante que los propios crímenes,
—Sé
que lo has pasado mal —susurra en mi oído —Después hablamos.
“Más
de lo que quisiera”. Levanto la vista y me encuentro con los enigmáticos ojos
de Joan.
Y
aún todo se enredará cada vez más en un asunto que supone una agonía de más de
cuarenta años para una familia, y casi para un pueblo. Violaciones, torturas,
maltrato por parte de «seres queridos»
que parecen tener lugar fuera de la realidad, en un tiempo que pasa y siempre
es el mismo, trayendo la misma imagen arrastrada por fuerzas irracionales de
mentes enfermas. Solo el hombre es capaz de ensuciar la belleza del paisaje.
En Arrebol Julia queda prendada de Roc y
decide poner en marcha uno de los conjuros que hacía su tía Paquita y formaban
parte de la fetillería familiar, enseñada durante generaciones de madres a
hijas. Julia pretende controlar su voluntad y la de su marido a través de la
magia, hasta que se da cuenta de que el poder que pretende ostentar en su
familia no existe. La felicidad de Roc, Julia y sus hijos, Manolo y Nanen se ve
enturbiada y rota cuando ella es testigo de que la pequeña está atada de la
forma más repulsiva a Roc, su padre, «cuando
todo sucedió no supe lo grave que aquello era. Él me trató bien, aunque me hizo
daño, pero me explicó que era natural, entre sus caricias, esas que ya sentí
durante mucho tiempo». Es una situación dura en la que la niña ha vivido
sin saber qué era tener voluntad, en un confinamiento de violencia creciente y
encubierta hasta quedar convertida en un simple objeto de disfrute sexual.
La
inocencia de los dos hermanos se ensucia con experiencias que marcarán sus
vidas con una dificultad absoluta para aportar cualquier responsabilidad ética
o moral a sus actos. Ningún descendiente de esa familia podrá comportarse de
forma normal, y para Elia, que investiga los casos, es evidente, «Ese comentario no pasa desapercibido para
mí. Primero por mis conocimientos sobre psicópatas, hay tres síntomas
característicos que se dan en la niñez: crueldad con los animales, piromanía e
incontinencia urinaria. Segundo porque esa forma de decirlo me ha parecido
escalofriante».
La
identidad del individuo está vinculada al pasado familiar. En la familia de Arrebol hay varios protagonistas, según
la época, que deben enfrentarse, cada uno a su manera, a los silencios del
patriarca, quien lleva las riendas de todos, incluso de los que piensan haber
quedado fuera de su poder.
El
modelo familiar queda subvertido por un enfermo y por la falta de autoestima de
la mujer que, según supersticiones, necesita de la brujería para atraer al
hombre. No hay conciencia femenina. Los conceptos de amor, de la familia, del
sexo están desvirtuados en una casa donde todos saben qué ocurre y todos lo
ocultan, manteniendo esa institución cerrada, sucia y opresiva que ha hecho de
ellos seres huraños, culpables, cuyos cuerpos son lugares de sumisión,
humillación y atonía. No han conocido la voluntad propia por lo que no podrán
formar parte de una sociedad a la que solo saben dañar.
La falta de identidad es el foco narrativo de Arrebol. Nadie llega a tomar conciencia de lo que es. Nadie intuye que debe liberarse de las presiones familiares que los someten, y cuando lo hacen, es tarde. Elia será la encargada de descubrir toda esta trama, encontrar al asesino y poner esperanzas en el futuro. O no.
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