Llevo
un par de días dándole vueltas al asunto y no termino de aclararme; cuando leo
un libro no considero importante clasificarlo en un género, de hecho los corsés
en los que metíamos novela, teatro, poesía… están empezando a ceder, pero me
gusta hablar de novela, ensayo, teatro o lo que sea al referirme a un libro, y
no con el genérico. Debo ser una antigua.
El
caso es que en una novela se asume que el autor no se identifica con el
narrador o personaje, pero en la lucha mantenida entre ficción–realidad de La
postura imperfecta podemos intuir un cruce de identidades en una novela
cuyo protagonista, el portero innominado de los apartamentos Torre
Mediterráneo, cuenta por encargo de un amigo, durante las ocho horas que dura
el turno de noche, su vida. Las breves interrupciones de otros personajes,
inquilinos de los apartamentos casi siempre, sirven para diferenciar claramente
el presente del pasado narrado.
Otras
veces simplemente tenemos la sensación de estar ante una autobiografía.
Y,
en ocasiones, estamos seguros de leer las confesiones del conserje
protagonista, no solo porque él así lo afirme, «Y si no eres capaz de llevar tus ideas a la práctica, de qué te sirven
entonces. Triste, ¿no es cierto? Una vida patética la mía. Me pregunto si
alguien podrá sacar partido de estas confesiones», sino porque a lo largo
del libro además de manifestar sus ideas, reconoce sus errores y los justifica;
pierde su dignidad cuando abusa de las drogas y frecuenta malas compañías, y la
recupera rectificando la conducta al confesar ante todos sus equivocaciones.
Me
atrevería a decir que La postura
imperfecta es una especie de metalepsis en la que se han puesto en contacto
diferentes niveles del texto. P. L.
Salvador abre una relación, de forma imposible, con su personaje ficticio y
este se dirige, también de manera imposible, a un lector real «¿Que sea un poco más descriptivo? Pues el
mencionado fármaco no solo me convertía en un auténtico chiflado sino que…».
Surge, entonces, un mundo imposible que puede ser real, cuando el protagonista
se persona como tal, o ficticio si el autor se presenta como personaje
—Sí,
¿quién es?
—Salvador
—Ah,
¿ocurre algo?
—No,
nada excepcional […] Y tú, ¿qué tal vas?
—Llevo
toda la noche escribiendo […] Mañana podré darte mis memorias
Hay
un pacto novelesco autobiográfico porque el protagonista no tiene nombre. Solo
aparece el nombre del autor, que luego será quien reescriba lo que le envía,
aunque en realidad no lo reescribe, las memorias nos llegan tal cual, con lo
que Salvador queda como autor–protagonista «afirmo
aquí y ahora, justo al final de estas páginas, que he tenido excelentes padres
[…] Aunque no significa esto que lo contado anteriormente sea incierto».
Salvador
pretende con sus reflexiones un acto de justicia, por eso toma como
protagonista no a un ganador sino todo lo contrario, a un ser privado de
privilegios, de beneficios sociales, alguien decepcionado consigo mismo que
aparece ante nosotros defendiendo sus actos a través del recuerdo afectivo.
Todo su pasado es revivido durante una noche por lo que, al contarlo, queda
como presente. Es la propia actualidad.
En
la escritura del esquizofrénico observamos un síntoma de resistencia al
vindicar la voz de aquellos considerados «fuera
de la norma»; asistimos a la concienciación de un cambio de rol y los vemos
capaces de tomar sus propias decisiones. El proceso de escritura del
protagonista es un proceso de autoafirmación frente a la posibilidad de no ser
del enfermo mental.
Los
lectores asistimos a la creación del texto, dándose coincidencias entre los
hechos que se narran y el momento en que se nombran; entonces el protagonista
deja sus recuerdos y conecta con la sociedad; un saludo recibido basta para que
nos enteremos de algún dato fundamental de la personalidad de ese personaje, no
en vano, nuestro escritor estudió criminalística.
En esos momentos la acción se convierte en un diálogo escritor–lector «Allí me hallaba escribiendo hasta que un energúmeno me ha llamado batiendo palmas», algo que confiere autenticidad, reforzada porque esta pausa en su escritura sirve para que reflexione también sobre el hecho autobiográfico «creo que antes me he extralimitado con mi pobre padre». Vamos descubriendo una identidad narrativa en la que el autoconocimiento surge a través de lo narrado.
A
pesar de que el protagonista esquizoafectivo no tiene nombre, sí nombra a todos
aquellos con los que trata, incluido Salvador; de esta manera adopta la persona
de cualquiera pues, aunque al principio le cueste trabajo, al final empatiza
con todos. Mediante su discurso interior, el conserje expresa la verdad que lo
afirma como persona. Nos ofrece unas confesiones que tienen lugar en un campo
de batalla donde se enfrentan lo ficticio y lo verdadero, lo ideal y lo real,
la autobiografía y la autoficción. Pero todo puede valer si estamos ante una
antificción, en la que la biografía contenga elementos ficticios y el
protagonista escriba, con cierto humor y mucha ironía, una ficción sin
pervertir la pretensión de veracidad «Bien,
hasta aquí hemos llegado […] Una historia, la mía, que supera con creces a
muchas obras de ficción […] no resultará extraño que prefiera quedar en el
anonimato».
Salvador
le encarga una autobiografía y él nos regala su autoficción en la que juega con
su identidad, nos la desvela fragmentada entre un pasado esquizofrénico,
inadaptado, y un presente desdoblado entre repartidor de publicidad por la
mañana, recepcionista de noche, adaptado e imposible. En realidad las memorias
no son sino la esencia de nuestra época; su autor ha trazado formas de vida que
le son incomprensibles. El extrañamiento al sentirse fuera de la comunidad, de
lo cotidiano, lo lleva a investigar continuamente en teorías filosóficas, todas
de cierto renombre y asimismo contradictorias. Por eso, el escritor, con
bastante humor alude a filósofos reales, a obras reales, para quedarse con lo
bueno de cada uno y exponer su propia filosofía de la vida «tener valores distintos no equivale a enfermedad mental. Y yo
añadiría, tener creencias distintas» «he de elegir el mal menor como
alternativa» «un egoísmo constructivo vale más que una generosidad destructiva»
«liberarse de la creencia de que no hay libertad es, en realidad, ser libre».
El escritor conserje repartidor nos aconseja disfrutar de lo que hacemos y
tenemos. Creo que estas confesiones del protagonista son las reflexiones del
autor, quien conecta con los portadores de enfermedades mentales para intentar
erradicar las conductas estigmatizantes que la sociedad ha fomentado, consiguiendo
que los afectados propendan al aislamiento social, tengan dificultades para
pedir y encontrar ayuda, sientan vergüenza de sí mismos e incrementen sus
recaídas.
Salvador
muestra, a través de su esquizoafectivo, el vacío de algunas teorías
importantes y reivindica la memoria como identidad de la persona individual y
social «buceo en mi cenagoso ayer para
mostrárselo a la sociedad […] olvido mis fatigas».
La postura imperfecta es la perfecta imperfección del ser humano.
Podría tratarse como una novela del yo; es una autoficción porque el autor
habla por boca de su personaje, reflexiona sobre las circunstancias en las que
nos desenvolvemos en la sociedad y contradicen al hombre entre sus actos y sus
palabras. La identidad del escritor queda al descubierto desde el punto de
vista del inmigrante, del enfermo, del acosado… desde el otro lado, para
cuestionar la educación, la amistad, la familia, el éxito, la envidia, el
trabajo, el bien o el mal, la medicina, la religión, la culpa… «todos estamos cargados de frustraciones,
complejos, traumas, miedos, envidias y ambiciones estúpidas».
La postura imperfecta es metaliteratura. El narrador personaje escribe una historia que luego nos la presentará el autor de forma introspectiva para que los lectores nos veamos reflejados en esa imperfección, que no es sino la perfección que de nosotros requiere la sociedad «leo libros de filosofía moral, de autoayuda y de ciencia buscando un espejo donde reflejarme. Lo que persigo, en fin, es una personalidad, una imagen». ¿Qué somos en realidad?
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