Me siento
en paz con el mundo cuando al leer un libro veo que detrás de él hay alguien
bueno; solo los honestos pueden mostrar sus emociones, expresar la belleza en
estado puro y conseguir que el resto del mundo se impresione. La literatura,
como el arte en general es, paradójicamente, un refugio donde el artista se
maneja libre. Cada uno exterioriza, con mayor o menor acierto, sus sensaciones.
La ira, la frustración, la rabia, el dolor, los celos aparecen en obras
llenando páginas de tensión, misterio, sosiego, ironía, humor incluso; trabajos
fantásticos que llevan a cabo excelentes creadores. Pero reconforta leer una
buena obra y sentir el alma buena de quien la ha escrito.
Pues
eso me ha pasado con Piel de hojalata, un libro que no es
poesía aunque los sentimientos del autor estén presentes en todo momento, aunque
las metáforas se dejen ver en todas sus páginas, la simbología sea constante y los
recursos fonéticos aporten el ritmo cadencioso de la lírica. Un libro que no es
novela, aunque tenga un principio, un desarrollo y un final, aunque aparezcan
varios personajes que conforman un argumento.
Un
argumento muy sencillo: el protagonista, cuyo nombre no conocemos, tan poca es
la importancia que se concede, construye en primavera un muñeco de hojalata con
forma de robot. El muñeco lo acompaña siempre, durante el día, en sus paseos
por el pueblo, por el monte o por la playa, donde va encontrando gente,
animales y plantas diferentes que pueblan el lugar. Por la noche vela su sueño.
Se convierte en el amigo en el que vierte sus reflexiones, sus recuerdos y
sentimientos, hasta que, con la llegada del otoño se estropea el juguete.
Björn Blanca Van Goch ha conseguido narrar de manera que
encontremos poesía en unas líneas que parecen versos, admiración indiscutible
hacia los últimos románticos, «Silencioso
gigante colosal; regio vigilante del horizonte, que con su luz distante, desde
el monte, guía al navegante en el temporal. Acompaña galante, hasta el final,
su alma jadeante, como Caronte»; en endecasílabos estructurados según el
soneto, claro homenaje al siglo de oro
¿Dónde
te escondes, perverso tirano,
para
hacerme pasar la noche en vela?
En
las horas oscuras la tutela
de
mi cuerpo tienes; mas hoy, en vano.
[…]
No
era el día ni la hora en su cuaderno
mas
sus ojos ya no lograba abrir.
Al
fin descansará en el sueño eterno.
Y en
figuras retóricas propias del más estilizado modernismo, «ese repiqueteo celestial cesa, y con él, la incesante escabechina
lunar».
En Piel de hojalata descubrimos toda la
ternura que es capaz de sentir el ser humano, la inocencia infantil, la alegría
de la juventud, las ansias de superación y, sobre todo, la certeza de que lo
único eterno es el amor que recibimos y queda instalado en nosotros. Todos esos
sentimientos son los que nos hace percibir Darwin, nombre simbólico para un
robot creado una noche de lluvia en un desván, torre alegórica desde la que,
encerrado, el creador dejará volar su imaginación, sus recuerdos hasta que el robot
se desdoble en el alma del autor unida para siempre a la de su abuelo, «como ella ya, tú también eres eterno».
Paradójicamente,
el autor necesita la incomunicación del desván para comunicarse consigo mismo y
poder expresar su deseo de plenitud que, por momentos y por su condición, se le
antoja irrealizable «¿Cómo se puede ser
demasiado bueno […] nunca podrías ser un hombre, nunca podrías ser “alguien”
que, innato, pone límites a su bondad».
La
armonía que anhela se traslada al cuidadísimo lenguaje; la emoción intensa que
transmite la vocal cerrada ayuda, con su aliteración, a que la afectividad
quede remarcada en la repetición de la nasal «tintineante tamborileo». Así comienza este sueño, este mundo
utópico que Björn Blanca va a crear con expresiones representativas de sus
sensaciones internas, que se despertarán a través de los sentidos en forma de
sinestesias olfativas, visuales o auditivas, «mar de negrura», «aroma de metal», «silencio que desentona, que chirría, que se suelta», acumulación
de adjetivos “aquellos efimerísimos,
diminutos puntos”, palabras onomatopéyicas, esdrújulas o especialmente
sonoras, «repiqueteó», «chamánico», «cachivache». La insistencia de este lenguaje efectivo estimula
nuestros sentidos, por eso no duda en crear términos nuevos, bien por
semejanza, «se desgallita el gallo» o
por alusión metafórica «mi tic-taqueante
bebida». Las voces vienen motivadas por el estado de ánimo.
Y a través del
sentimiento profundiza en su interior, de ahí que el simbolismo sea fundamental
en Piel de hojalata para confrontar
su identidad con la del hombre universal. La gravedad de las Sagradas Escrituras
se tiñe con la capa de inocencia que aporta el juego de palabras, «Y es que no es Noé, pero lo parece, un
señor cuyo paraguas es indigno de tal apelativo. Sus barbas […] como una
esponja, atrapan más lluvia que aquél que realmente debería hacerlo», «Hasta por tres veces se repite, y que a
cualquier Pedro haría estremecer». La admiración por la literatura se
transforma en ternura infantil «Burros, y
por antonomasia, eran burros los dos, tanto el de Sancho como Platero, mas no
ignorantes; ambos tenían […] sentimientos». El respeto hacia la cultura
popular le permite jugar y proponer alternativas «El cielo está emborregado». Porque en realidad, al jugar con el
lenguaje consigue que la literatura, el cine, los refranes, la mitología y
expresiones populares queden arropados por la felicidad que nos han proporcionado,
para ser asimilados y expuestos nuevamente con humor, «aunque el camino, es cierto, surge con el caminar, nosotros lo íbamos
haciendo en bicicleta […] yo pedaleando, y Darwin, ensimismado como si fuese de
otro mundo, delante, dentro de una gran caja de madera […] Alguien, quizá libre
de pecado, interpuso en nuestro avance […] una primera piedra en el camino […]
el hombre, ya se sabe […] tropezará otra vez con la misma piedra […] hasta mi
compañero de metal […] se quedó… de piedra».
Lo más
asombroso es que Blanca profundiza en sus sentimientos hasta llegar al interior
del ser humano; la forma que sugieren las palabras ahondan en el simbolismo y
confrontan la identidad del individuo con la suya propia, anuncian los grandes
enigmas universales como algo consustancial al hombre, de ahí que las
constantes filosóficas propias de la evolución sean las que se plantea el
autor.
La
percepción del tiempo va unida al movimiento que, en su insistencia, hace que
distingamos algún cambio en lo que nos rodea, el paso del día a la noche, del
verano al otoño, de lo nuevo a lo viejo… Todo tiene una caducidad excepto el
recuerdo de aquello que queda instalado en nuestra memoria para siempre.
La
noche, asociada a la luna, es otra constante en este libro. En la realidad
ficticia creada por el autor, la noche deja de ser inquietante y se transforma
en luz por efecto de la luna; su llegada evidencia la perfección del universo,
acogido en el mundo de los sueños, y contrasta con el día, tiempo tangible en
el que la luz del sol moldea las formas que aparecen ante nosotros de manera
tan clara, que llegan a adquirir la consistencia quebradiza del cristal. Así
pues, nuestro escritor aprovecha la fuerza de la naturaleza, el paso del
tiempo, la lluvia, el viento para dejarse llevar hasta la noche, momento en el
que se aleja la preocupación que siente por el mundo, porque Darwin brilla en
la oscuridad, le aporta la luz que necesita para «verse» por dentro, para conocerse a sí mismo, para ser consciente
de su parte intuitiva, irracional, subjetiva. Durante la noche es capaz de
percibir solamente la belleza del universo, «pero
más etérea, hecha con el alma de la nuestra».
Así
como la luna es símbolo de trasformación, Piel
de hojalata es una sugerencia a modificar nuestra conciencia individual en
conciencia genérica del hombre como parte del mundo, un ser que, como la naturaleza
que lo acoge, es capaz de intuir y ansiar belleza y libertad. Darwin es esa
luna, el cambio innato a la existencia, el espejo que devuelve nuestra imagen
interior. En este sentido aparece el cuervo en dos ocasiones, la primera como víctima
de las cacerías del hombre, causa por la que Darwin «temblaba de miedo» y la segunda, como anunciador del paso del
tiempo «advierte que el reino de las
tinieblas está alzando su manto sobre este otro». En ambas, el cuervo es un
reflejo de lo que debemos aprender de nosotros mismos, comportarnos con bondad
para poder descansar en paz. Sin duda enseñanzas que Björn recibió de pequeño «¿de mi abuelo quizás…?» y que él ha
plasmado en este libro consiguiendo incluso que algunos capítulos funcionen
como deliciosos cuentos independientes: La
rana, De gigantes y colosos, Los otros mundos, La vaca…podrían formar parte
de las fábulas más famosas de la antigua Grecia, enseñándonos paciencia,
humildad, sencillez o altruismo.
Pero
quiero destacar una afirmación de Björn Blanca Van Goch con la que no estoy de
acuerdo: «solo soy poeta de boquilla.»
Bueno, bueno: tus palabras me han emocionado de corazón. No merezco tanto. Me alegro de que te haya gustado. Para mí en muy importante que hayas entendido el libro de esta manera. Me ayuda a seguir intentando buscarle “otra salida” que la que tuvo en esa primera edición de hace 5 años. Un beso grande
ResponderEliminarSoy Björn ☺️
EliminarGracias por tu sensibilidad. Un abrazo!
ResponderEliminar¡Seguimos leyendo!