Leer
y escribir el presente es hacer estallar constantemente el pasado. La narrativa
de Los últimos románticos está, desde el comienzo, en constante lucha con el
tiempo. Es una escritura sencilla pero cargada de imágenes sugerentes que nos
atraen desde la primera línea, «Las cosas
pasaron como pasan los trenes de mercancías: con un estruendo de velocidad
anunciado desde lejos». Esta velocidad es la que experimenta el lector ante
la novela y, sin embargo, Irune, su protagonista, debe esperar cuarenta años
para que llegue un cambio importante, puede que el definitivo, en su vida.
Hasta ese momento Irune ha vivido en el pasado; desde el momento en que ella
misma se ha ido negando un futuro, desde el momento en el que decide, o
pretende, moverse en una eternidad inmutable. Irune temía a los cambios. Al
morir su padre se cobija en su madre, capaz de mantener vivo el recuerdo de una
infancia familiar feliz. Cuando también muere la madre, no lo duda y se muda a
una casa frente al cementerio solo para “ver” a sus padres desde la ventana. La
soledad y el desamparo son fruto de su falta de confianza en ella misma, fruto
del miedo al cambio. Por eso ante el más mínimo contratiempo sufre; no quiere
ir al médico por si le diagnostican una enfermedad grave, no cambia de trabajo
aunque su puesto en la fábrica de papel sea monótono, no tiene verdaderos
amigos porque teme dar el primer paso.
Txani Rodríguez escribe, con un estilo natural, la
vida de Irune, una mujer atrapada paradójicamente en su mundo de papel. Una
mujer que abandonará ese mundo cuando se queme la fábrica, cuando arda todo el
papel que, metafóricamente, la asfixia. Se alejará para poder respirar fuera de
un pasado que no era de ella, sino de quienes lo forjaron para ella. Y este
nuevo presente llegará, también con una bella metáfora romántica, de la mano de
quien la ha estado ayudando a construir el futuro en su imaginación.
La
novela comienza con la imagen de un tren que pasa anunciando algo, un tren que
deja paso a otro y a otro, hasta que la protagonista se decide a subir en el
que la llevará a su realidad.
Txani
Rodríguez descubre una sociedad de hoy en día, un pueblo de Bilbao que vive de la
industria y en el que los valores solidarios se pierden aplastados por el poder
y la beatería religiosa. En ese mundo egoísta Irune reclama, a su manera, la
justicia, la bondad, la alegría que ella vivió de pequeña. Es cierto que se va
encontrando con gente buena pero también lo es que esas personas van siendo
borradas por quienes ostentan la fuerza, el dinero o el poder. Personajes que
van desapareciendo como el hijo drogadicto, la vecina Paulina, el compañero
huelguista Iker… personas débiles que de una forma u otra han quedado
despojadas de sus sueños, obligadas a subsistir en algo que no es una sociedad
porque no se busca el bienestar común sino el individual.
Los
capítulos cortos de la novela aportan un ritmo rápido, como el paso del tiempo.
Las llamadas constantes a Miguel María reflejan el carácter obsesivo de Irune y
alertan de la pérdida de oportunidades. Son trenes que ella deja pasar, sueños
que se van evaporando hasta que es consciente de lo que verdaderamente importa.
Los últimos románticos está escrita en primera persona, es
la autobiografía de Irune; puede parecer que hay una falta de argumento pero en
realidad, la clave nos la da la propia autora al final, cuando la protagonista,
subida al tren que la alejará del pueblo, lee el cómic que llevaba para el viaje,
«una vez terminada la lectura,
comprendemos que, en realidad, a lo que asistimos es al paso de la adolescencia
a la madurez del protagonista».
Así
pues, la adquisición de la sensatez es el asunto fundamental de la novela, el
eje sobre el que giran otros temas como el amor incondicional de una madre, que
va más allá de la muerte, el poder de la naturaleza y los esfuerzos vanos que
realiza el hombre para derrotarla, el valor de la solidaridad entre las
personas, la deshumanización que conllevan las religiones, el interés egoísta
del ser humano, la necesidad de trabajar o la tristeza de la soledad.
No
falta el humor en la novela de Txani Rodríguez, de hecho lo usa de manera sutil
para que Irune vaya relatando sucesos mientras deja rastros de su personalidad.
Su vida ordenada, rutinaria, se ve alterada en ocasiones con hechos actuales,
fruto de una sociedad cuyo fin no es el cuidado de los ciudadanos sino el ánimo
de lucro, «las gasolineras me resultan
muy antipáticas: venden unos bocadillos malísimos a precio de carabineros […]
Pero lo que más rabia me da es que tengan la desvergüenza de vender en Burgos
sobaos de Cantabria […] cambiándolo todo de sitio».
También
con cierto buen humor resignado da pistas de su edad «me dijo la doctora, que era más joven que yo, como casi casi todo el
mundo». El carácter solitario de Irune es consecuencia de una sociedad
perfectamente comunicada en la que sus habitantes están aislados, «Mi madre conoció la vida de vecindario».
La
protagonista se resiste a romper el vínculo familiar, por lo que, una vez
muertos sus padres, realiza actividades que denotan cierta extravagancia no
exenta de humor negro «Además, todos los
sábados les llevaba un ramo de flores de papel higiénico, blanco y esponjoso».
En
ocasiones el humor y su forma de ser la llevan a exponer determinados
principios que no parecen tan evidentes a quienes gobiernan; la sonrisa del
lector, ante algo que se presenta como extravagante, se transforma en tristeza
al darnos cuenta de lo poco que el hombre valora al hombre «Ningún país moderno debería tener muertos sin sepultura». Y dentro
del humor negro no faltan tiernas greguerías que nos ablandan el corazón con la
ternura de la inocencia «Los nichos son
casas minúsculas en las que recogerse cuando se hace de noche».
Irune
encaja bien los golpes, intenta ver la vida de manera optimista aunque esté
llena de decepciones, de ahí que sus deseos, bastante abnegados como echar en
falta un trabajo cuyos jefes no regalen a sus trabajadores rollos de papel
higiénico sino «galletas de chocolate,
por ejemplo», o sus temores se diluyan con facilidad, «porque la multiplicación de problemas siempre produce el beneficioso
efecto de la dispersión».
La
protagonista no soporta la falta de solidaridad, ni en el trabajo ni en su
barrio, por eso es capaz de dejar que la echen de la fábrica aunque su
presencia entre los huelguistas sea casual; pero su carácter inconformista,
fruto de tener unos valores totalmente claros, es incompatible con otra de sus
características, la indecisión, de ahí que, en principio, pase por alguien
hipocondríaca, anodina, anclada en la niñez, tímida hasta que llega un momento
en el que deja aflorar una determinación absoluta aunque la perjudique. En ese
momento es cuando toma una decisión, empezar de nuevo, coger un tren que le
presenta la vida para experimentar un cambio. Y es en ese momento cuando Los últimos románticos adquiere un tono
épico, apasionado, de película.
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