miércoles, 8 de julio de 2020

LOS ÚLTIMOS ROMÁNTICOS



Leer y escribir el presente es hacer estallar constantemente el pasado. La narrativa de Los últimos románticos está, desde el comienzo, en constante lucha con el tiempo. Es una escritura sencilla pero cargada de imágenes sugerentes que nos atraen desde la primera línea, «Las cosas pasaron como pasan los trenes de mercancías: con un estruendo de velocidad anunciado desde lejos». Esta velocidad es la que experimenta el lector ante la novela y, sin embargo, Irune, su protagonista, debe esperar cuarenta años para que llegue un cambio importante, puede que el definitivo, en su vida. Hasta ese momento Irune ha vivido en el pasado; desde el momento en que ella misma se ha ido negando un futuro, desde el momento en el que decide, o pretende, moverse en una eternidad inmutable. Irune temía a los cambios. Al morir su padre se cobija en su madre, capaz de mantener vivo el recuerdo de una infancia familiar feliz. Cuando también muere la madre, no lo duda y se muda a una casa frente al cementerio solo para “ver” a sus padres desde la ventana. La soledad y el desamparo son fruto de su falta de confianza en ella misma, fruto del miedo al cambio. Por eso ante el más mínimo contratiempo sufre; no quiere ir al médico por si le diagnostican una enfermedad grave, no cambia de trabajo aunque su puesto en la fábrica de papel sea monótono, no tiene verdaderos amigos porque teme dar el primer paso.

Txani Rodríguez escribe, con un estilo natural, la vida de Irune, una mujer atrapada paradójicamente en su mundo de papel. Una mujer que abandonará ese mundo cuando se queme la fábrica, cuando arda todo el papel que, metafóricamente, la asfixia. Se alejará para poder respirar fuera de un pasado que no era de ella, sino de quienes lo forjaron para ella. Y este nuevo presente llegará, también con una bella metáfora romántica, de la mano de quien la ha estado ayudando a construir el futuro en su imaginación.

La novela comienza con la imagen de un tren que pasa anunciando algo, un tren que deja paso a otro y a otro, hasta que la protagonista se decide a subir en el que la llevará a su realidad.

Txani Rodríguez descubre una sociedad de hoy en día, un pueblo de Bilbao que vive de la industria y en el que los valores solidarios se pierden aplastados por el poder y la beatería religiosa. En ese mundo egoísta Irune reclama, a su manera, la justicia, la bondad, la alegría que ella vivió de pequeña. Es cierto que se va encontrando con gente buena pero también lo es que esas personas van siendo borradas por quienes ostentan la fuerza, el dinero o el poder. Personajes que van desapareciendo como el hijo drogadicto, la vecina Paulina, el compañero huelguista Iker… personas débiles que de una forma u otra han quedado despojadas de sus sueños, obligadas a subsistir en algo que no es una sociedad porque no se busca el bienestar común sino el individual.

Los capítulos cortos de la novela aportan un ritmo rápido, como el paso del tiempo. Las llamadas constantes a Miguel María reflejan el carácter obsesivo de Irune y alertan de la pérdida de oportunidades. Son trenes que ella deja pasar, sueños que se van evaporando hasta que es consciente de lo que verdaderamente importa.

Los últimos románticos está escrita en primera persona, es la autobiografía de Irune; puede parecer que hay una falta de argumento pero en realidad, la clave nos la da la propia autora al final, cuando la protagonista, subida al tren que la alejará del pueblo, lee el cómic que llevaba para el viaje, «una vez terminada la lectura, comprendemos que, en realidad, a lo que asistimos es al paso de la adolescencia a la madurez del protagonista».

Así pues, la adquisición de la sensatez es el asunto fundamental de la novela, el eje sobre el que giran otros temas como el amor incondicional de una madre, que va más allá de la muerte, el poder de la naturaleza y los esfuerzos vanos que realiza el hombre para derrotarla, el valor de la solidaridad entre las personas, la deshumanización que conllevan las religiones, el interés egoísta del ser humano, la necesidad de trabajar o la tristeza de la soledad.

No falta el humor en la novela de Txani Rodríguez, de hecho lo usa de manera sutil para que Irune vaya relatando sucesos mientras deja rastros de su personalidad. Su vida ordenada, rutinaria, se ve alterada en ocasiones con hechos actuales, fruto de una sociedad cuyo fin no es el cuidado de los ciudadanos sino el ánimo de lucro, «las gasolineras me resultan muy antipáticas: venden unos bocadillos malísimos a precio de carabineros […] Pero lo que más rabia me da es que tengan la desvergüenza de vender en Burgos sobaos de Cantabria […] cambiándolo todo de sitio».

También con cierto buen humor resignado da pistas de su edad «me dijo la doctora, que era más joven que yo, como casi casi todo el mundo». El carácter solitario de Irune es consecuencia de una sociedad perfectamente comunicada en la que sus habitantes están aislados, «Mi madre conoció la vida de vecindario».

La protagonista se resiste a romper el vínculo familiar, por lo que, una vez muertos sus padres, realiza actividades que denotan cierta extravagancia no exenta de humor negro «Además, todos los sábados les llevaba un ramo de flores de papel higiénico, blanco y esponjoso».

En ocasiones el humor y su forma de ser la llevan a exponer determinados principios que no parecen tan evidentes a quienes gobiernan; la sonrisa del lector, ante algo que se presenta como extravagante, se transforma en tristeza al darnos cuenta de lo poco que el hombre valora al hombre «Ningún país moderno debería tener muertos sin sepultura». Y dentro del humor negro no faltan tiernas greguerías que nos ablandan el corazón con la ternura de la inocencia «Los nichos son casas minúsculas en las que recogerse cuando se hace de noche».

Irune encaja bien los golpes, intenta ver la vida de manera optimista aunque esté llena de decepciones, de ahí que sus deseos, bastante abnegados como echar en falta un trabajo cuyos jefes no regalen a sus trabajadores rollos de papel higiénico sino «galletas de chocolate, por ejemplo», o sus temores se diluyan con facilidad, «porque la multiplicación de problemas siempre produce el beneficioso efecto de la dispersión».

La protagonista no soporta la falta de solidaridad, ni en el trabajo ni en su barrio, por eso es capaz de dejar que la echen de la fábrica aunque su presencia entre los huelguistas sea casual; pero su carácter inconformista, fruto de tener unos valores totalmente claros, es incompatible con otra de sus características, la indecisión, de ahí que, en principio, pase por alguien hipocondríaca, anodina, anclada en la niñez, tímida hasta que llega un momento en el que deja aflorar una determinación absoluta aunque la perjudique. En ese momento es cuando toma una decisión, empezar de nuevo, coger un tren que le presenta la vida para experimentar un cambio. Y es en ese momento cuando Los últimos románticos adquiere un tono épico, apasionado, de película.

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