La última novela de
Juan José Millás es perfecta,
redonda; todo va teniendo un principio y una conclusión. El capítulo 1 se
cierra en el 10; el 5, lo hace en el 11; el 6 en el 12. Esto crea una historia
que toma trazas de vida real en la que se van clausurando etapas, hechos;
historia y vida forman una unidad completa: «No
había forma de hallar la frontera entre ambas».
La perífrasis
ingresiva del título marca la constante incertidumbre de la novela (hasta que
nos damos cuenta de que está escrita).
Entre sus páginas
aparecen temas trascendentes, propios de Millás, como la muerte o la identidad,
aunque creo que los ejes son el poder de la memoria y el poder del lenguaje,
así que nos encontramos en una encrucijada que ya marcaron Vygotsky o Chomsky
en el siglo XX al relacionar Pensamiento y Lenguaje.
El desencadenante
de la novela del protagonista, Juanjo Millás, es escribir un reportaje —el
último antes de jubilarse— sobre cualquier tema. Esto libera el recuerdo de su
vida a partir de sucesos aislados. No hay, pues, una línea temporal, hay evocaciones
que van tomando forma en la mente de un lector para constituir la historia del
personaje. Una vez leída, encontramos el sentido de la dedicatoria, que no hace
sino corroborar la pretendida veracidad. ¿Hasta dónde estamos: ante unas
memorias, un ensayo novelado, una novela autobiográfica, una novela ficticia,
una novela de formación…? El hecho de que el protagonista se llame como el
autor, tenga aproximadamente su edad y se dedique a escribir confirma que puede
ser autobiográfica, pero tratándose de Juan José Millás todo es posible: El
periodismo y la novela siguen de la mano en esta obra; su estilo agudo,
irónico, repleto de originales comparaciones con que explora la realidad
resaltando lo absurdo del ser humano y la paradoja de la sociedad.
Ese imbécil va a escribir una novela es una novela
corta, sin embargo la realidad está observada con profundidad. El humor hace
que parezca una novela, pero la crítica social está en sus páginas y la
reflexión sobre la naturaleza humana, también. En cualquier caso es difícil no
sentirse reflejado en algún momento. Desde la primera página surge la conexión
autor-lector y mientras leemos las andanzas del protagonista vamos
reflexionando sobre nuestra propia actitud ante esos temas.
No sé si he
entendido bien su postura ante la religión y la creencia en Dios. Ese personaje
que estuvo tres años en el seminario y de forma absurda ejerce de cura en un
momento de gravedad es el detonante para reflexionar sobre las preguntas
trascendentes que surgen al cierre de toda una vida, cuando nos damos cuenta de
que es imposible vivir sin creer en algo superior que nos sobrepasa, algo que
nos sobrevive, algo eterno capaz de crear otras vidas, otros mundos, unos
benevolentes, otros dañinos, algo que nos mueve a ser mejores o nos daña sin
ser verdaderamente responsable. Ese algo, ser supremo, existe diferente para
cada uno, «¿Sería la literatura, esa
práctica tan antigua como la humanidad, una variante religiosa cuyo uso
garantizara la salvación en el sentido más cristiano del término?».
Hay autores que
tienen un sello personal en su escritura. Hay personas a las que el paso del
tiempo no hace sino imprimirles una huella de sabiduría para entender la vida,
o intentar entenderla, mientras siguen mejorando para vivir; son personas
mayores, viejos que viven cada día porque quieren alcanzar una perfección no
lograda. En el momento en que nos creemos insuperables, que lo tenemos todo,
morimos: «somos seres en construcción,
siempre incompletos. Pero es esa incompletud y el deseo de resolverla lo que
nos empuja precisamente a vivir».
El autor, casi
octogenario, tiene una mente lúcida, la observamos en sus artículos
periodísticos de manera regular y en sus novelas, de manera puntual. El final
de Ese imbécil va a escribir una novela
no es, afortunadamente, el final de la carrera de Millás; aún sigue creyendo en
la escritura, aún sigue uniendo retazos de sus experiencias o lo que las rodea,
aún sigue formándose. Aún sigue vivo. Y con más fuerzas que nunca. Su última
novela es increíble. Y, afortunadamente no es la última, «sigo en ello».
Y es asombrosa
porque en poco más de 150 páginas aparecen casi todos los temas que hoy nos
afectan como individuos y como sociedad.
Siguiendo su impronta, Millás deja que aparezcan de forma errática ciertos sucesos según vienen a su memoria. El primero, la aparición de un posible segundo padre, es la causa de los temas tratados: el problema de identidad «me extrañó que mi vida tuviera dos puertas como las dos puertas del banco». La dualidad va a formar parte de su vida «me obligó a funcionar con dos cabezas, una de ellas, invisible».
Otro tema es lo
absurdo de la Iglesia que no duda en mezclar lo concreto y lo abstracto, lo
místico inefable con lo tangible «se
referían al papa como a la cabeza visible de la Iglesia (lo que significaba a
la fuerza que había otra invisible)», y lo absurdo de un dios
misericordioso que permite tanto sufrimiento inocente «…niños con cáncer, calvos por la quimioterapia. Parecían larvas de sí
mismos […] mientras Dios tiraba de la cadena».
El absurdo de una
sociedad que desmerece cualquier expresión artística, por considerar que no
alcanza niveles culturales serios, «Los
amigos que leen ensayos saben dónde herir a los novelistas bobos, valga la
redundancia».
El absurdo de una
sociedad que deposita su lealtad en quien no lo es con nadie excepto consigo
mismo. Una sociedad que castiga, probablemente, a quien menos lo merece, «Mató a su hermano, traicionó a su padre,
traicionó a Franco pero trajo la democracia […] traicionó a los españoles […]
pero dimitió como un héroe». Pensamos y actuamos en función de diferentes
puntos de vista; según interesa nos vamos acomodando en situaciones en las que
encontramos cierto bienestar aunque en realidad suframos carencias; de esta
forma, cuando experimentamos algún privilegio extraordinario sentimos que no
nos pertenece, que estábamos bien. Pocas cosas son lo que parecen.
El que va a
escribir una novela no es el protagonista aunque lo sea en realidad «Ese imbécil, me dije, va a escribir una
novela». La función metaliteraria aparece constantemente: un tipo de novela
se introduce en otro y amenaza con arruinarla pero en realidad surge otra
diferente, ni mejor ni peor, o sí, según para quién. Lo importante es escribir,
poner en orden nuestra mente.
Millás se pregunta
constantemente, ante cada suceso recordado, si no sería digno de convertirlo en
una historia, y nos lo cuenta y nos damos cuenta de que sí, es una historia.
A veces somos los
protagonistas de nuestras anécdotas y otras, cedemos el papel a quienes nos
rodean en una circunstancia determinada. El protagonista, Juanjo, asume el
papel de narrador-protagonista del protagonista Pascual, una vez que este le
cuenta su historia. Al final, la memoria es incapaz de discernir qué vivimos en
primera persona y de qué fuimos testigos pero, en cierto momento, nos lo
apropiamos. Todo lo que nos ocurre son historias que forman nuestra propia
novela. Al final de la vida reflexionamos sobre ellas hasta rozar estados
emocionales que no sospechábamos «¿Habría
en esta historia un reportaje?» «le dije por si de aquel encuentro surgiera la
posibilidad de un reportaje». Desde que nacemos vamos sufriendo percances y
nos regeneramos. Son etapas. La vejez es la única en la que ya es imposible una
reconstitución; en una sociedad como la nuestra, las posibilidades de vivir
aumentan, pero sin una rehabilitación total. La importancia de lo que ocurre
está en los párrafos anafóricos del capítulo 7, donde reflexiona sobre la vejez
Dijo
que […] recuperación de esa cadera rota
Dijo
que era un prejuicio
Dijo
que […] adultos mayores […] personas agradecidas
Dijo
que […] estaban muy solos
Dijo
que el edadismo […] presente
Dijo
que […] uso de pañales…
La vejez, última etapa en la que nos vamos acercando a la primera para completar ese círculo. Pero nada habrá terminado si creemos en la literatura. Ahí residirá siempre la vida.
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