Tiempo
subjetivo. Con él comienza Enigmas para un rey, recordándonos
que vamos a percibir el tiempo de forma peculiar «Marcaba 20:20:15 e iba hacia atrás […] y seguía bajando. Aunque fuera
imposible, les parecía que cada vez iba más rápido. La sensación de que el
tiempo se les escapaba era asfixiante» Lo que sienten los personajes es la
impresión que tiene el lector desde el primer momento. No hay tregua, ni para
ellos ni para nosotros. El tiempo va a jugar a su antojo, irá hacia donde le
convenga al asesino que unirá hechos anteriores con un futuro premonitorio en
el presente más angustioso. Y este llega, para sorpresa de todos, en el
Capítulo 6 que anuncia que el tiempo
ha corrido, 6 meses después. La
tregua para el equipo de Marco Duarte ha llegado a su fin, aunque pronto
sabremos que todo comenzó 6 años
antes, en Brujas. Está claro, no hay espacios ni tiempo que limiten los actos
de esta Bestia, pero Míriam se ha fortalecido, los dragones que recorren su
cuerpo le aportarán la fuerza necesaria para cuidar de sus amigos. Antes, sin
embargo, todos pasarán por el infierno urdido en una mente psicótica que cree
dominar el tiempo, «Como agujas de un
reloj suizo, todo el engranaje que desencadenó la historia estaba llegando
puntual a marcar la hora señalada».
El narrador
anuncia, con prolepsis, situaciones amenazadoras que nos mantienen en vilo «El inspector era la clave […] su mundo,
como antes lo conocía, estaba a punto de cambiar para siempre». Ante estos
avisos, nuestra inquietud crece de forma exponencial respecto a la
desesperación de los personajes, tanto, que dudamos de todo y de todos.
En
esta entrega trepidante el inspector Marco Duarte es relevado del caso y está
buscado por la propia policía, deberá luchar contra la bestia y contra sus
jefes. Míriam Rueda, convertida en una máquina peligrosa, es quien toma el
mando, pero cuando impide que Marco sea capturado queda sustituida por el
inspector Rojas.
Tres
inspectores diferentes que van asistiendo, impotentes, a desgracias que se
cobran cada vez más víctimas y al consecuente ridículo social al que se ven
abocados. El asesino conoce a la perfección a Marco Duarte, sabe qué pasos va a
dar, dónde puede esconderse y con quién va a estar, por eso no le es difícil
fabricar pruebas que lo incriminen. Todos dudarán de él, incluso algunos de su
propio equipo considerarán imposible tanta casualidad.
Además
del inspector Rojas se incorporan al elenco nuevas caras, incluso aparecerá
Johan Clauss, un policía belga retirado que afirma haber pasado por lo mismo
que Duarte y viene en su ayuda, «…me
sentía acorralado, un inepto frente a un enemigo invisible […] terminaron por
apartarnos del caso […] El cuerpo del que antes era mi compañero pendía de una
soga en el centro del salón […] ese fue el principio de mi fin».
Johan
será imprescindible para nuestro protagonista a la hora de la resolución.
También el profesor universitario de Míriam la ayudará a resolver los enigmas
que, en esta ocasión, el asesino envía a la policía avisando, de forma
críptica, sus nuevas actuaciones. La lírica entra en juego por lo que la
interpretación metafórica resulta esencial.
Asimismo,
J.J., encarcelado desde que en Descenso
al abismo, vivió su infierno particular, ayudará desde la cárcel, a
encontrar datos relevantes en los acertijos para resolver los casos. Todo un
despliegue de personajes en acción, pero divididos. Las sospechas entre ellos
se van acrecentando hasta que la unidad se rompe en varias vías de
investigación.
Marco
juega en Enigmas para un rey a tres
bandas. De incógnito, ayuda a Miriam. Por otro lado establece contacto con J.J.
y finalmente considera a Johan su nuevo compañero.
El
equipo oficial también se divide en el momento en que Rojas no se siente cómodo
con Salva y Alejandra, pues no tienen ningún problema en plantarle cara y
decirle que se equivoca en su forma de actuar. Al rescatar a Felipe para el
nuevo equipo, pondrá otro sospechoso más ante el lector y ante sus compañeros.
Javier Marín, en medio de este embrollo de
lugares, tiempos y personajes, establece una estructura de presentación alarmante:
introduce nuevos personajes, en pasado, que actúan sin embargo en presente; la
tensión que provoca es palpable, «Alonso
se levantaba a las siete en punto […] La rutina era su forma de vida […] Lara
apagó la cuarta alarma de su teléfono móvil […] Tenía veintidós años […] Marga
dejó a sus dos niños con los abuelos…». El autor crea un montaje alterno
con escenas habituales en las que diferentes personajes se preparan con
naturalidad para afrontar un nuevo día, escenas esperanzadoras que se
transforman en precursoras del desastre en los lectores. Este relato, de
escenas simultáneas ocurridas en diversos espacios premonitorios, queda unido
algo después, en un presente narrativo que supondrá una condena para cientos de
personas quienes, con ritmo trepidante, van expresando la sorpresa, el enfado,
la obsesión, el despiste, el nerviosismo, la ansiedad, la prisa, la furia, el
terror, el caos. Todo converge de pronto en un paraíso transformado en infierno
«una bola de fuego aproximándose, un
espectáculo de luz anaranjada y roja que avanzó hacia quienes estaban allí
apelotonados sin poder reaccionar».
Sin ninguna dificultad, el narrador juega y rompe nuevamente la lógica del espacio-tiempo. La característica lineal del lenguaje queda rota mediante la exposición simultánea de tres personas ajenas que llevan a cabo diferentes acciones a la que, en esos momentos, realiza un equipo que se siente derrotado «—Lo sé Mac, pero no podemos quedarnos de brazos cruzados […] “Espero que puedas ayudarnos, Marco”, pensó». Y si esta entrada nos mantiene en vilo a todos, el resultado «Estallido» nos prepara para lo que va a suceder. La información va llegando poco a poco. Javier Marín construye por separado una sucesión de hechos, dando la impresión de que el tiempo ha pasado y el fatal desenlace ha tenido lugar. Sin embargo, los lectores relacionamos mentalmente esas escenas que, aun pareciendo aisladas, son las causantes de que se genere en nosotros una tensión creciente. La duración de la exposición de cada escena es corta, lo que consigue un ritmo in crescendo hasta llegar al clímax del suceso, algo que no olvidaremos con facilidad.
La
alternancia de planos permite que las imágenes penetren en la mente del lector
con más facilidad; es una técnica cinematográfica, en la que nuestro autor se
ha convertido en un experto, que maneja sin dificultad el tiempo discursivo
para generar, entre otras sensaciones, la de suspense.
Y
con gran incertidumbre vamos a llegar hasta la última página, incertidumbre que
se convertirá por momentos en incredulidad, en cambio constante de presunto
asesino, del que estamos seguros hasta que una palabra, una imagen, nos hace
cambiar de opinión. Las incógnitas se suceden delante de nosotros; leemos
hechos que parecen realizados por alguien, y más tarde comprobaremos que el
sujeto no es quien habíamos pensado: «a
lo lejos, unos prismáticos seguían sus movimientos. Los labios de la persona
que los portaba dibujaron una sonrisa. Lo tenía».
Todo
se complica de forma exponencial porque todos aparecen como sospechosos. Los
lectores también nos sentimos como en un callejón sin salida al no encontrar la
razón de tanta maldad. Hasta que Marco Duarte se da cuenta de que nuestro psicópata
no respeta los tiempos marcados, algo que el inspector Rojas no quiere admitir,
sus ganas de ascender son tan enfermizas que no es consciente de a quién se
enfrenta, «allí estaba él para tomar
partido y marcarse un punto veinticuatro horas después de haber llegado».
Rojas subestima a su contrincante y no hay nada peor que menospreciar a una
mente egocéntrica, por lo que quedará en ridículo ante toda la sociedad, aunque
cueste nuevas vidas de un equipo cada vez más reducido.
Conforme
avanzamos la tensión aumenta; imposible abandonar la lectura porque las escenas
simultáneas se agolpan, inacabadas, en un mismo capítulo. Los personajes y
acciones se multiplican en una misma unidad de tiempo hasta que alguien
nuevamente vuelve a desaparecer, «La
velocidad a la que iban y el impacto hizo que cayeran dando vueltas de campana,
fuera de la carretera».
Ante
la ineptitud del nuevo jefe de operaciones, la envidia de los que toman a otros
como rivales y las bajas constantes, los que van quedando conforman su propio
equipo para, en paralelo, poder destruir a ese demonio cuyo objetivo es
aniquilarlos a todos.
Destruir
a la misma envidia. Difícil. La historia y la literatura se han encargado de
demostrarlo. Envidia entre quienes parecen estar muy unidos y que no es sino el
fruto de mentes perturbadas que quieren sobresalir por encima del resto. En
Enigmas para un rey hay una mente que va dejando pistas misteriosas a lo largo
de la novela pero, las consideramos tan intrascendentes que no les damos
importancia, hasta que la eclosión final nos deja paralizados.
El
equipo de Marco Duarte ha quedado bastante reducido en comparación a como lo
conocimos en Tablero mortal o en Descenso al abismo. No es
obligatorio haber leído esas novelas para entender a la perfección Enigmas para un rey porque con tino,
Marín ha ido poniendo al nuevo lector de la saga en antecedentes de lo ocurrido
anteriormente. No es obligatorio pero sí recomendable porque la lectura está
formada por ratos responsables de que descarguemos adrenalina y, al terminar
esta tercera entrega, nos supone cierta catarsis de la que salimos en paz con
nosotros mismos.
Esperemos
que Javier Marín aproveche a este equipo escogido para que continúe resolviendo
enigmas.
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