sábado, 6 de agosto de 2022

MELVILL

Me gusta leer novelas, preferiblemente ficcionales, aunque no descarto aquellas basadas en personajes importantes o las que parten de hechos reales. Porque es un pasatiempo que me permite disfrutar de la realidad desde otro punto de vista. Y aquí estoy con Melvill, una novela que, al principio creí que se trataba de la vida del creador de Moby Dick, después pensé que era sobre el padre de Herman, Allan Melvill, y poco a poco fui reencontrándome con Rodrigo Fresán, por lo que no pude sino ponerme al habla con Alberto Sáez, gran especialista en este autor pues su tesis doctoral «La narrativa de Rodrigo Fresán y la vertebración de una poética afterpop» (2021), recoge toda la obra del escritor anterior a la novela que hoy comentamos. Así pues, esta crítica no es exclusivamente mía sino que casi todo el mérito corresponde a Alberto. 

La novela de Fresán supone la muerte de la novela actual y convencional; en ella predomina el discurso individualista que a veces suena a monólogo, otras a diálogo entre personajes de este o del otro lado y otras, a diálogo con el propio lector. Creo que el autor no pretende ofrecer una visión total de nada ni un sentido único de la historia que plasma. La realidad de Fresán no es espejo de la realidad tal y como estamos acostumbrados a verla sino que se refleja por partes, sin tener en cuenta la línea temporal o la correspondencia de espacios, «Y entonces Nico C. me advierte acerca de los riesgos de su condición, de los peligros de proponer “una nueva forma de entender primero y de luego narrar las cosas alterando la textura y el tejido de la Historia…».

El narrador de Melvill comienza en tercera persona omnisciente (al cabo de un tiempo de lectura percibimos a Herman Melville), in medias res, contando las sensaciones que Allan Melvill experimenta en un hospital, poco antes de morir y poco después de haber cruzado a pie el río Hudson helado. Y ya, desde la paradoja del comienzo, quedamos advertidos de la realidad ficcional de la novela «Ahora se sabe rodeado por todo y por todos […] Aquí, la soledad perfecta de quien está afuera pero sin salida».

La vida de Allan Melvill va pasando ante nosotros de manera un tanto caótica pues, como en una sucesión de círculos concéntricos volvemos una y otra vez a su decadencia final, de manera que la existencia finita del personaje real abarca lo infinito literario del cronotopo fresaniano. En el abismo de la caída es cuando a Allan se le van revelando las grandes verdades, hasta llegar al infierno de la muerte en una sucesión que lo trascenderá como persona. En el lecho de muerte, tras revisar su vida, egoísta e irracional, anhela lo que únicamente le da Nico C. y cuando lo tiene siente miedo, pues se percata de que le ofrece la ficcionalidad de su vida, así que huye de él y se dirige a Barcelona. «lo que en verdad da miedo es la cada vez más próxima condición de quedarse junto a Nico C., de ya nunca sentir más miedo […] por los siglos de los siglos […] Allan Melvill se siente maldito y condenado. Allan Melvill huye. Allan Melvill roba una góndola y llega a tierra firme…».

En el diálogo que mantienen el padre y el hijo da la impresión de que el niño, Herman, estaba ahí en contra de su voluntad, escuchando los desvaríos de un padre loco que no le dio ni el afecto ni la atención que necesitaba. Un diálogo-monólogo que recuerda al de Keiko Kai en Jardines de Kesinton. Secuestrador y víctima en una habitación a solas a la espera de que uno (o los dos) muera: «Escucha, Herman: primero un pie y, asegurándote de que el hielo no se rompe, recién luego el otro […] Me gustaría poder levantarme para demostrártelo aquí […] A veces pienso en mí mismo en una helada tercera persona […] Ser un buen personaje sin importar sus malas acciones».

Una vez que el padre regresa a Albany continúa por el río helado, ahora como Nico C., que a su vez es el propio Fresán y Allan Melvill. De esta manera el hielo se transforma paradójicamente en el infierno y Nico C. queda —como autor— por encima del personaje. La literatura es aquello que sobrevive a la realidad «Nico C. siendo él uno y otro, hombre y monstruo, creador y criatura […] inseparable de mí mismo […] por siempre y para siempre por encima de mí».

Por correspondencia fonológica, Nico C. recuerda a Nick Cave, habitual en la obra de nuestro autor argentino. Un rockero inmortal que, como un vampiro, trae a Melvill el único rastro de “Canciones tristes” en forma de un elixir capaz de transportarnos a ese realismo mágico, un tanto descarado e irónico, de Fresán. El vampiro con el que satiriza hasta el extremo la figura del monstruo, originalmente la ballena.

Rodrigo Fresán expone el fracaso de Allan Melvill como padre y como marido, el rechazo y el orgullo final por los logros literarios de su hijo, que no fueron sino póstumos. Y el fracaso como padre y como marido de su hijo, Herman Melville. El fracaso social del hijo, tomado como perturbado por su condición de alcohólico homo sexual, que retoma el fracaso social del padre perturbado. Y en ellos está el fracaso del hombre que, sin embargo, queda encumbrado tras la muerte.

El narrador protagonista, aunque desdibujado a veces, toma la voz de Herman Melville; aparece como una identidad genérica diferente al autor, por lo que presenta distintas posibilidades de lectura si bien Melvill es una novela del yo que tiende un puente entre lo real y lo imaginario, «siempre me sentí como un hombre que puso en duda todas las cosas terrenales para poder intuir alguna de las divinas […] del mismo modo que durante el Diluvio la ballena despreció el Arca de Noé, sabiéndose mejor sobreviviente a solas y ajena a toda promesa de compañía a cambio de reclusión y de ser una entre tantos. Igual en mi vida, igual en mi obra […] Así me siento yo». A veces el lector pone en entredicho la verdad que detalla el autor con respecto a su personaje, de hecho incluso Herman y Allan se desdibujan en Melvill, sin tener claro dónde empieza y termina cada uno o dónde terminan ellos para dejar paso a la obra de Fresán, que inventa, deconstruye y transgrede las identidades al llevarlas más allá de un espacio único, al llevarlas al otro lado de las cosas.

Fresán indaga en Allan Melvill, en Herman Melville y en el propio Rodrigo Fresán para visionar el mundo según una particular forma estética. De nuevo fragmenta lo real y crea una nueva real ficción. Es un recurso a la vez de forma y contenido con el que realza una determinada imagen que convierte en hiperrealista hasta que pasa al otro lado, el literario. Es un recurso estilizado del esperpento valleinclanesco, con el que consigue expresar su escepticismo y crítica ante las convenciones sociales.

Las paranomasias profundizan en la familia desestructurada o en el sinsentido de la existencia, «palabras que llamean y llaman, lejanas y ajenas a todo calor de hogar», «vencido y humillado desertor de la crucificante cruzada de tu vida». También el oxímoron conseguirá describir la realidad y, por supuesto, el humor cáustico, irónico, polisémico, personificado o negro refleja la angustia de la religión, de la vida social, de la mala literatura o del proceso de la escritura «Memoriza el Salmo 55 […] llega a ponerle música al piano que, más que ejecutar, condena», «Piensan que ha intentado suicidarse y nadie hace caso a que lo único que quería hacer era modificar y prolongar el trazo de sus líneas de la fortuna».

El relato de Melvill es, en gran medida, ambiguo; cuesta diferenciar la dimensión real de la ficticia porque no las separa ni las mezcla, las ofrece de forma simultánea.

Fresán desnuda el alma de Melvill(e) y rompe los límites de la intimidad al ofrecerla al lector. A la vez despeja espacios y tiempos para presentarnos el origen de su narrativa. El lector, inmerso en la lectura, vive la escritura de la vida, las caídas, la culpa, las dudas, la memoria, lo soñado, lo recordado y lo inventado; lo vivido ayer y transformado hoy. El lector experimenta su propio infierno, sus obsesiones que son también las de tantos. Porque la de Fresán es una aventura que trasciende al hombre a través de la escritura literaria y, a través de la lectura, se hace realidad al tiempo que el yo lector pasa a formar parte de los elementos narrativos, por lo que el proceso lector queda inmerso en la literatura.

Las digresiones y repeticiones le ayudan a reflejar sus obsesiones y temas recurrentes: la avaricia del ser humano que lo lleva a la caída, desde donde percibe el antes y el después de su realidad, los fallos vividos con angustia y la paz de la muerte. La escritura del autor es un modo de autoconocimiento y la lectura de Fresán supone una interiorización para conocernos mejor. La memoria consigue, a través de los sentimientos, transformar la realidad, «lo imaginado, que no es otra cosa que lo que pudo haber sido y, a partir de entonces, lo que es y lo que será».

Los lectores de Melvill vemos el mundo que, tras recordarlo y soñarlo, Fresán inventa como verdadero: «mi cada vez más singular idea del patriotismo como algo que trasciende lo meramente nacional y alcanza dimensiones sin fronteras. Y de que el fin de la guerra no trae la paz sino un largo período de revanchas […] ganadores y perdedores se ponen de acuerdo en que la verdad de lo sucedido es demasiado espantoso para asumirlo como verdadero […] proponer una nueva y revisionista realidad más soportable […] De pronto, todos escritores, todos reescritores».

Es la seña de identidad de Fresán; si las escobas danzantes de Historia Argentina consiguieron un nuevo universo, el río helado de Melvill también lo hace, pero deberemos afrontar el final de una vida de errores para crear la ficcional perfecta, que pronto pasará a formar parte de la real para resquebrajarse de nuevo con el cambio de tiempo. Esta continua creación es la esperanza con la que rompe las limitaciones del escritor, «Una sonrisa inolvidable en su tristeza».

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