Me gusta leer novelas, preferiblemente ficcionales, aunque no descarto aquellas basadas en personajes importantes o las que parten de hechos reales. Porque es un pasatiempo que me permite disfrutar de la realidad desde otro punto de vista. Y aquí estoy con Melvill, una novela que, al principio creí que se trataba de la vida del creador de Moby Dick, después pensé que era sobre el padre de Herman, Allan Melvill, y poco a poco fui reencontrándome con Rodrigo Fresán, por lo que no pude sino ponerme al habla con Alberto Sáez, gran especialista en este autor pues su tesis doctoral «La narrativa de Rodrigo Fresán y la vertebración de una poética afterpop» (2021), recoge toda la obra del escritor anterior a la novela que hoy comentamos. Así pues, esta crítica no es exclusivamente mía sino que casi todo el mérito corresponde a Alberto.
La
novela de Fresán supone la muerte de la novela actual y convencional; en ella
predomina el discurso individualista que a veces suena a monólogo, otras a
diálogo entre personajes de este o del otro lado y otras, a diálogo con el
propio lector. Creo que el autor no pretende ofrecer una visión total de nada
ni un sentido único de la historia que plasma. La realidad de Fresán no es
espejo de la realidad tal y como estamos acostumbrados a verla sino que se
refleja por partes, sin tener en cuenta la línea temporal o la correspondencia
de espacios, «Y entonces Nico C. me
advierte acerca de los riesgos de su condición, de los peligros de proponer
“una nueva forma de entender primero y de luego narrar las cosas alterando la
textura y el tejido de la Historia…».
El
narrador de Melvill comienza en
tercera persona omnisciente (al cabo de un tiempo de lectura percibimos a
Herman Melville), in medias res, contando
las sensaciones que Allan Melvill experimenta en un hospital, poco antes de
morir y poco después de haber cruzado a pie el río Hudson helado. Y ya, desde
la paradoja del comienzo, quedamos advertidos de la realidad ficcional de la
novela «Ahora se sabe rodeado por todo y
por todos […] Aquí, la soledad perfecta de quien está afuera pero sin salida».
La
vida de Allan Melvill va pasando ante nosotros de manera un tanto caótica pues,
como en una sucesión de círculos concéntricos volvemos una y otra vez a su
decadencia final, de manera que la existencia finita del personaje real abarca
lo infinito literario del cronotopo fresaniano. En el abismo de la caída es
cuando a Allan se le van revelando las grandes verdades, hasta llegar al
infierno de la muerte en una sucesión que lo trascenderá como persona. En el
lecho de muerte, tras revisar su vida, egoísta e irracional, anhela lo que
únicamente le da Nico C. y cuando lo tiene siente miedo, pues se percata de que
le ofrece la ficcionalidad de su vida, así que huye de él y se dirige a
Barcelona. «lo que en verdad da miedo es
la cada vez más próxima condición de quedarse junto a Nico C., de ya nunca
sentir más miedo […] por los siglos de los siglos […] Allan Melvill se siente
maldito y condenado. Allan Melvill huye. Allan Melvill roba una góndola y llega
a tierra firme…».
En
el diálogo que mantienen el padre y el hijo da la impresión de que el niño,
Herman, estaba ahí en contra de su voluntad, escuchando los desvaríos de un
padre loco que no le dio ni el afecto ni la atención que necesitaba. Un
diálogo-monólogo que recuerda al de Keiko Kai en Jardines de Kesinton. Secuestrador y víctima en una habitación a
solas a la espera de que uno (o los dos) muera: «Escucha, Herman: primero un pie y, asegurándote de que el hielo no se
rompe, recién luego el otro […] Me gustaría poder levantarme para demostrártelo
aquí […] A veces pienso en mí mismo en una helada tercera persona […] Ser un
buen personaje sin importar sus malas acciones».
Una
vez que el padre regresa a Albany continúa por el río helado, ahora como Nico
C., que a su vez es el propio Fresán y Allan Melvill. De esta manera el hielo
se transforma paradójicamente en el infierno y Nico C. queda —como autor— por
encima del personaje. La literatura es aquello que sobrevive a la realidad «Nico C. siendo él uno y otro, hombre y monstruo,
creador y criatura […] inseparable de mí mismo […] por siempre y para siempre
por encima de mí».
Por
correspondencia fonológica, Nico C. recuerda a Nick Cave, habitual en la obra
de nuestro autor argentino. Un rockero inmortal que, como un vampiro, trae a
Melvill el único rastro de “Canciones
tristes” en forma de un elixir capaz de transportarnos a ese realismo
mágico, un tanto descarado e irónico, de Fresán. El vampiro con el que satiriza
hasta el extremo la figura del monstruo, originalmente la ballena.
Rodrigo
Fresán expone el fracaso de Allan Melvill como padre y como marido, el rechazo
y el orgullo final por los logros literarios de su hijo, que no fueron sino
póstumos. Y el fracaso como padre y como marido de su hijo, Herman Melville. El
fracaso social del hijo, tomado como perturbado por su condición de alcohólico
homo sexual, que retoma el fracaso social del padre perturbado. Y en ellos está
el fracaso del hombre que, sin embargo, queda encumbrado tras la muerte.
El
narrador protagonista, aunque desdibujado a veces, toma la voz de Herman
Melville; aparece como una identidad genérica diferente al autor, por lo que
presenta distintas posibilidades de lectura si bien Melvill es una novela del yo que tiende un puente entre lo real y
lo imaginario, «siempre me sentí como un
hombre que puso en duda todas las cosas terrenales para poder intuir alguna de
las divinas […] del mismo modo que durante el Diluvio la ballena despreció el Arca
de Noé, sabiéndose mejor sobreviviente a solas y ajena a toda promesa de
compañía a cambio de reclusión y de ser una entre tantos. Igual en mi vida,
igual en mi obra […] Así me siento yo». A veces el lector pone en
entredicho la verdad que detalla el autor con respecto a su personaje, de hecho
incluso Herman y Allan se desdibujan en Melvill,
sin tener claro dónde empieza y termina cada uno o dónde terminan ellos para
dejar paso a la obra de Fresán, que inventa, deconstruye y transgrede las
identidades al llevarlas más allá de un espacio único, al llevarlas al otro
lado de las cosas.
Fresán
indaga en Allan Melvill, en Herman Melville y en el propio Rodrigo Fresán para
visionar el mundo según una particular forma estética. De nuevo fragmenta lo
real y crea una nueva real ficción. Es un recurso a la vez de forma y contenido
con el que realza una determinada imagen que convierte en hiperrealista hasta
que pasa al otro lado, el literario. Es un recurso estilizado del esperpento valleinclanesco,
con el que consigue expresar su escepticismo y crítica ante las convenciones
sociales.
Las
paranomasias profundizan en la familia desestructurada o en el sinsentido de la
existencia, «palabras que llamean y
llaman, lejanas y ajenas a todo calor de hogar», «vencido y humillado desertor de la crucificante cruzada de tu vida».
También el oxímoron conseguirá describir la realidad y, por supuesto, el humor
cáustico, irónico, polisémico, personificado o negro refleja la angustia de la
religión, de la vida social, de la mala literatura o del proceso de la
escritura «Memoriza el Salmo 55 […] llega
a ponerle música al piano que, más que ejecutar, condena», «Piensan que ha
intentado suicidarse y nadie hace caso a que lo único que quería hacer era modificar
y prolongar el trazo de sus líneas de la fortuna».
El
relato de Melvill es, en gran medida,
ambiguo; cuesta diferenciar la dimensión real de la ficticia porque no las
separa ni las mezcla, las ofrece de forma simultánea.
Fresán
desnuda el alma de Melvill(e) y rompe los límites de la intimidad al ofrecerla
al lector. A la vez despeja espacios y tiempos para presentarnos el origen de
su narrativa. El lector, inmerso en la lectura, vive la escritura de la vida,
las caídas, la culpa, las dudas, la memoria, lo soñado, lo recordado y lo
inventado; lo vivido ayer y transformado hoy. El lector experimenta su propio
infierno, sus obsesiones que son también las de tantos. Porque la de Fresán es
una aventura que trasciende al hombre a través de la escritura literaria y, a
través de la lectura, se hace realidad al tiempo que el yo lector pasa a formar
parte de los elementos narrativos, por lo que el proceso lector queda inmerso
en la literatura.
Las
digresiones y repeticiones le ayudan a reflejar sus obsesiones y temas
recurrentes: la avaricia del ser humano que lo lleva a la caída, desde donde
percibe el antes y el después de su realidad, los fallos vividos con angustia y
la paz de la muerte. La escritura del autor es un modo de autoconocimiento y la
lectura de Fresán supone una interiorización para conocernos mejor. La memoria
consigue, a través de los sentimientos, transformar la realidad, «lo imaginado, que no es otra cosa que lo
que pudo haber sido y, a partir de entonces, lo que es y lo que será».
Los
lectores de Melvill vemos el mundo
que, tras recordarlo y soñarlo, Fresán inventa como verdadero: «mi cada vez más singular idea del
patriotismo como algo que trasciende lo meramente nacional y alcanza
dimensiones sin fronteras. Y de que el fin de la guerra no trae la paz sino un
largo período de revanchas […] ganadores y perdedores se ponen de acuerdo en
que la verdad de lo sucedido es demasiado espantoso para asumirlo como
verdadero […] proponer una nueva y revisionista realidad más soportable […] De
pronto, todos escritores, todos reescritores».
Es la seña de identidad de Fresán; si las escobas danzantes de Historia Argentina consiguieron un nuevo universo, el río helado de Melvill también lo hace, pero deberemos afrontar el final de una vida de errores para crear la ficcional perfecta, que pronto pasará a formar parte de la real para resquebrajarse de nuevo con el cambio de tiempo. Esta continua creación es la esperanza con la que rompe las limitaciones del escritor, «Una sonrisa inolvidable en su tristeza».
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