Manual para mujeres de la limpieza no
es un manual. Tampoco va dirigido a las Kellys.
Sí podemos reconstruir la biografía de una mujer, la autora, Lucia Berlin, que durante una temporada
trabajó como limpiadora.
Este
libro es una colección de relatos que, a pesar de la objetividad con la que
están narrados, descubren la vida problemática de su autora. La mayoría de
estos relatos son de carácter realista, son retratos de una sociedad que no es
precisamente bella, lo bello es vivir en esa realidad de manera auténtica. Esto
nos lleva a pensar en el realismo sucio de Bukowski o de Raymond Carver, pero
el de Lucia Berlin tiene un enfoque literario que lo hace menos sucio, igual de
preciso y sobrio pero con cierto humor intercalado en su frase corta.
Las
situaciones no son extraordinarias, son sucesos vulgares que reflejan tragedias
cotidianas que no se resuelven al final del relato, igual que ocurre en la
vida. Pero Lucia Berlin brilla en las situaciones más sombrías «Me gusta trabajar en Urgencias […] Las
radiografías de los jinetes son alucinantes. Se rompen huesos, constantemente,
pero se vendan y corren la siguiente carrera. Sus esqueletos parecen árboles,
parecen brontosaurios reconstruidos. Radiografías de San Sebastián».
La
prosa de Berlin es única, participa de una narrativa fácil, de realismo
objetivo, de verdad subjetiva, de la sencillez descriptiva y del buen humor. Y
no hay nada más serio, más profundo que relatar una tragedia como si se tratase
de algo natural:
Me
cuesta entender por qué nuestra madre odiaba tanto a los mexicanos […] los
olores de México le parecían aún peores que el humo de los coches […] Aquí es
fácil que el sexo y la muerte acaben confundiéndose, nunca dejan de latir. Un
paseo de un par de manzanas es sensualidad pura, está cargado de peligro.
A
pesar de que hoy en día se supone que nadie debería salir a la calle siquiera,
por el nivel de contaminación…
Hasta
en lo más desgraciado aparece la alegría de sentirse viva a pesar de la
opresión.
En
los diferentes relatos encontramos cierta continuidad temporal aunque algunos
incurran en otros anteriores dando la impresión de que la vida es algo caótica.
En Estrellas
y santos aparece la infancia triste de la protagonista, que debe luchar
contra su madre despiadada, probablemente a causa del alcohol y otras drogas,
contra su abuelo, un dentista alcoholizado al que ella misma deberá sacar todos
los dientes para ponerle una nueva dentadura, contra sus recelos al ser una
niña diferente, con un físico debilitado y una religión protestante en un colegio
católico, «Dejé de hablar […] Me mandaron
a casa ese mismo día, expulsada del colegio por agredir a una monja […] no fue
así, ni mucho menos».
Todo
lo que aparece refleja una cotidianeidad mediocre; los protagonistas viven
situaciones grises, de realismo sucio. Se expresan con un lenguaje directo,
pero aun en la crudeza se filtran reflexiones tiernas, inocentes que dejan al
descubierto los sentimientos puros, infantiles «en aquellos tiempos me inquietaban muchas cosas, como qué insuflaba
vida a las velas y de dónde procedían los sonidos de los pupitres. Si en el
reino del Señor todo tiene un alma […] debía existir un cielo. A mí el cielo me
estaba vedado porque era protestante». El lector empatiza inmediatamente
con el personaje, siente ternura hacia ella porque, estamos seguros, habría
merecido una vida mejor. Cualquiera. Nadie debería experimentar el sufrimiento.
Ningún niño, al menos, debería sufrir.
Y
aun en los episodios más desfavorables, la prosa se convierte en pura poesía
cuando la narradora se detiene a describir: «Al
cabo de mucho rato por fin llegaron las grullas. Cientos, justo cuando empezaba
a clarear. Se posaron a cámara lenta sobre sus patas quebradizas […] la
superficie plateada del agua se escindió en docenas de arroyuelos».
En
estos momentos sentimos que somos testigos de la evolución de un relato de
costumbres hacia otro de ficción que dará paso a un cuento maravilloso. Es como
si pudiéramos interpretar una fabulación cuidada y detallada en la que la
autora pasa a un primer plano y destruye la obscena autenticidad.
En Manual para mujeres de la limpieza no
hay adornos, no encontramos superficialidades. Es el atractivo de una prosa que
expone la vida tal cual, son situaciones extraordinarias que se perciben de
manera normal; las peripecias peculiares se presentan como cotidianas y la
realidad se observa a través de singularidades, «El cuarto de baño era una alfombra de pechos, senos de goma de todos
los tamaños y colores […] Bella se rio. — No hagas caso, es mamá, en el tejado.
[…] En Nochebuena irían lanzando bolsas de juguetes y comida desde el aire y
caerían en el suburbio de barracas de Juárez […] —¿Qué hay de Lou y de mí? Unos
tigres nos atacaron y le hicieron un bombo, y luego huyeron con mi marido».
Tenemos la sensación, en ocasiones, de estar ante una narración del realismo
mágico pues, al igual que el movimiento latinoamericano, la estética de Berlin
escapa de lo pintoresco para retratar situaciones peculiares. La autora
transforma la realidad y la convierte en buena literatura. Los lectores
reconocemos la verdad de las situaciones aunque no nos identifiquemos con
ellas.
La
prosa es natural y el narrador, objetivo, aunque a veces cuente la historia en
primera persona, incluso en ocasiones se relaciona con el propio personaje y no
es raro que en una misma escena cambie de la tercera a la primera persona. En Punto
de vista aclara los tipos de narrador que aparecen en las historias,
los tipos de personaje. De hecho la protagonista, Lu, Lou, Calotta, Henrietta,
señora Lawrence, la chica… es diferente según la situación que protagoniza,
según sea narrador o testigo o actante, pero siempre refleja la tristeza
absoluta de la autora, el dolor que a veces debe esconderse para poder aliviar
otro dolor, el paso acostumbrado de la felicidad al sentimiento apenado «Oye un coche que se acerca despacio hacia
los teléfonos […] Henrietta apaga la luz y levanta la persiana junto a su cama,
apenas una rendija […] El hombre que habla por teléfono sujeta el auricular con
la barbilla […] le observo. Escribo una palabra en el vidrio empañado. ¿Qué?
¿Mi nombre? ¿El de un hombre […] Sea cual sea lo borro antes de que nadie lo
vea».
La
objetividad y el lenguaje cotidiano consiguen aportar un realismo absoluto al
relato que, en realidad, se revela a través de verdades emocionales. El estilo
de Lucia Berlin permite convertir lo feo en bello, transformar la realidad en
algo mejor, pero no edulcorada, es una realidad que conecta con el sentimiento.
Probablemente por eso da igual el lugar o la época en la que está escrito el
libro; cualquier lector empatiza con las diferentes identidades que aparecen.
Descubrimos características distintas de EE.UU, el fracaso social de cierto
estilo de vida marginal, descubrimos cierto carácter documental de una época
que no colisiona con la nuestra porque el punto de vista, sea el que sea que
elija la autora, siempre es interior, el punto de vista de una hija, una
hermana, una madre, una mujer que acepta su condición opresiva y sin embargo
ejerce una libertad alejada del patriarcado. No hay lucha feminista, pero la
denuncia persiste en una realidad que la mujer intenta esquivar como puede para
salir adelante.
Las protagonistas no traslucen rencor hacia las humillaciones o traumas vividos, en ningún momento se pierden en la miseria a pesar de que nos compadezcamos de ellas; de hecho, es lo que busca la propia autora «Sin embargo, aspiro a que, a fuerza de minuciosidad en el detalle, esta mujer les resulte tan creíble que no puedan evitar compadecerla».
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