Hay
una pregunta que me viene a la mente después de leer este libro ¿Por qué los
grandes jardineros han sido hombres tradicionalmente? Seguro que alguna mujer
habrá ocupado el puesto, pero al hablar de jardines importantes, de auténticas
bellezas que todo el mundo admira, casi siempre hay un hombre el frente del
proyecto y de la obra final.
Después
de pensar un poco y de reflexionar sobre cómo actúa nuestro jardinero
protagonista creo que es otra causa de la actitud patriarcal de la sociedad.
El
jardín es un espacio cerrado en el que la naturaleza aparece ordenada y
seleccionada, constituye la consciencia que le falta a la naturaleza salvaje, y
ya se sabe que lo inconsciente ha ido unido a la mujer. Asimismo, en los siglos
XVI y XVII supuso un atributo femenino por ser símbolo de algo que contiene, «jardines con altos muros y cerrados con
verjas de hierro». Además el mundo cerrado del jardín alude, desde tiempos
inmemoriales, a lo perfecto, lo seguro. Es el espacio en la tierra que se
presta a la contemplación, al deseo de dejar reflejado en este “paraíso
terrenal” el mundo celestial. Lo hemos visto en cuadros renacentistas y lo
hemos leído en Recuerdos de un jardinero inglés.
No
soy amante de las flores especialmente y
es una pena porque habría disfrutado de este libro mucho más (de serlo).
Me
gustan los jardines, las plantas, la naturaleza… pero alejado de mi vida de
ciudad, con el ruido de los coches, las conversaciones y las luces de los
escaparates. Qué le voy a hacer. Debo ser una sentimental.
A
pesar de todo he leído con agrado la novela de Reginald Arkell. Creo que su protagonista, a pesar de no disfrutar
de otros entretenimientos o quehaceres, pese a no tener una familia real a la
que querer y cuidar, ha sido feliz en su jardín; un microcosmos perfecto para
la belleza, la ensoñación y la bondad. Herbert Pinnegar vive dos guerras sin
que le afecte el hambre, la miseria, la desolación; es un apasionado del
espíritu, lo material no importa. Sólo la belleza del interior de su jardín.
Durante la época de mayor destrucción de la contienda «Empezó a sentir un feroz resentimiento contra todas las cosas y todas
las personas implicadas en ese absurdo empeño de destrozar la belleza del mundo
que él había conocido». En realidad es su mundo, espejo del creado por Dios.
Y él ama su obra, como cualquier creador, por encima de todo. Y es feliz porque
tiene hasta el final de sus días la fidelidad y la satisfacción que ninguna
mujer podría darle.
Pinnegar
decide invisibilizar todo lo que lo rodea hasta el punto de que apenas aguanta
las conversaciones, tal es su timidez. Por eso mantiene la pureza que envuelve
a la soledad, mantiene su ingenuidad, su desinterés y su nobleza. No pretendo
quitarle el mérito de ser una persona honrada; aun tomando la decisión de vivir
en un cosmos aparte, hay que estar dispuesto a afrontar las consecuencias y
sobre todo amar aquello a lo que se dedicará todo el tiempo sin que le importen
las interferencias externas. Difícil de llevar a cabo si no es una verdadera
pasión, el reto de una superación constante.
La
pasión de Bert Pinnegar son las flores, ocupan un lugar tan importante en su
vida que el narrador, una tercera persona omnisciente, las personifica para que
los lectores seamos conscientes de ello, «ahí
estaban esos alegres muchachitos con sus gorgueras rizadas ofreciendo un
espectáculo magnífico como un campo de ranúnculos». Por el contrario,
cuando pretende dotar de alma a las personas las animaliza como seres propios
del jardín «la señora […] revoloteando de
acá para allá como una abeja o una mariposa».
La
lectura de Recuerdos de un jardinero
inglés ofrece un estado contemplativo inusual. No hay conflictos en la
trama ni grandes temas que aporten cierta tensión en el ánimo del lector. El
ritmo se mantiene con una suave cadencia mientras el narrador cuenta la vida de
un niño invisible al que fueron conociendo gracias a sus actos y a la ayuda de
tres mujeres importantes: la señora Pinnegar,
madre de 6 hijos, lo adoptó y le dio el cariño de la madre que no conoció, la
maestra Mary Brain lo impulsó a la jardinería y le inculcó sus primeros
conocimientos de botánica, algo que, con el tiempo, le sirvió para trabajar de
jardinero en la mansión de Charlotte Charteris durante más de 60 años. A cambio
Charlotte será su ángel de la guarda durante el resto de su vida.
El
tiempo de esta historia es largo, sin embargo el tiempo del relato pasa de
forma tan fugaz que a veces ni lo advertimos, a no ser por las nominalizaciones
que se hacen del protagonista según la etapa de su existencia, desde que la
esposa del ganadero «lo bautizó con el
nombre de Herbert […] el joven Herbert echó raíces en su nueva casa» hasta
que encontró su primer trabajo «Bert Pinnegar
se levantó temprano». El joven Pinnegar obtiene el rango de jefe de
jardineros y entonces pasa a ser conocido por todos como el señor Pinnegar.
Cuando
la señora Charteris empieza a perder facultades, él se preocupa por cómo
envejece. Es todo lo que le importa pues de alguna manera ella forma parte de
ese jardín. Ha pasado el tiempo y al jardinero se le conoce como «El viejo yerbas». En estas
calificaciones también advertimos la relevancia que una persona tiene socialmente
dependiendo de su edad o sus éxitos. En el relato se exponen los logros del
jardinero con la finalidad de que el lector reflexione sobre los valores del
esfuerzo, la constancia y la sabiduría, condiciones imprescindibles si queremos
rodearnos de la belleza absoluta, en un mundo cambiante, y de la tranquilidad
derivada de la experiencia.
Podemos
afirmar que la perfección y la serenidad son los objetivos de Bert Pinnegar, y
los consigue cuando es consciente de que puede distinguirlos al crear su propio
universo, al ser juez de las creaciones de otros y al descubrir el propio
devenir de la existencia: «hay unos
engranajes dentro de otros. Estás en posición de ayudar a personas que están en
posición de ayudarte a ti».
Para
el lector implica un reencuentro consigo mismo, con la sensibilidad que late a
pesar de todo. Herbert nos llama a seguir su filosofía para poder mantener, en
todo momento, la dignidad y evidenciar en lo que hacemos alegría y entrega
total. La recompensa que vamos a obtener en realidad no es económica sino de
íntima satisfacción.
Con el
Viejo Yerbas aprendemos que es conveniente demostrar gratitud por lo bueno que
nos sucede y tenacidad para brillar en nuestros propósitos. Sólo así podremos
llegar al final de nuestra vida medianamente ilusionados y felices.
El
estilo es sencillo pero impecable; a pesar del vocabulario técnico abundante «almácigas, parterres, arriate, lobelias, flox,
asteres, salpiglossis, berros de prado, flores de cuclillo…», todo se entiende
a la perfección, pues en la prosa lírica, abundan imágenes literarias acertadas
que facilitan la lectura. A veces incluso el significado literal encaja a la
perfección con el metafórico, formando una unidad perfecta, «Allí encontró a Bert Pinnegar, arrancando
los pensamientos marchitos y sin preocuparse por nada».
El
carácter de los personajes queda reforzado, cuando al autor le interesa, con
repeticiones que destilan cierto humor en la descripción y mucho cariño hacia
la persona «Mari Brain se llamaba, una
persona robusta con aspecto robusto, que empleaba métodos robustos para
asegurar su ineludible objetivo».
Las
descripciones humorísticas pasan por convertir el tiempo absoluto, abstracto,
en unidades temporales equivalentes capaces de concretarlas a su antojo «Los caballeros de Paddington (eran 3) […] Sin duda nunca habían visto semejante
espectáculo de asteres en sus tres vidas juntas».
Y humor también al aceptar cierto matiz antitético que se desvanece con la repetición del adjetivo «El jefe de estación […] se acerca al más joven y menos distinguido de este distinguido grupo». Con este y otros recursos no solo resalta la frescura de la juventud, Reginald Arkell consigue también una prosa joven, actual, capaz de soportar el paso del tiempo. Han pasado 70 años desde que se publicara la novela y, como su protagonista, no acusa la vejez, al contrario demuestra una total autoconfianza en sus metáforas, sus comparaciones y análisis. Algo imprescindible para ocupar eternamente el lugar que por pleno derecho una buena novela y una buena persona llegan a conseguir «todos se sintieron un poco aliviados cuando subió a los cielos en una nube de exasperación y Bert Pinnegar ocupó su trono».
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