Está
claro que vivimos rodeados de inmediatez. El modo de percibir el mundo se
acerca bastante a los intereses de Hollywood; las nuevas tecnologías se exhiben
ante nosotros de forma engañosa, haciéndonos creer que tenemos la riendas de
todo para que podamos sentirnos fuertes, poderosos. Pero no lo somos. Apenas un
descuido y el paso del tiempo nos acecha para mostrarnos, implacable, el
desvanecimiento de los sueños. Cuando queremos darnos cuenta el nuevo siglo ya
no lo es, han pasado dos décadas y nos sorprende porque no nos hemos percatado;
los buenos momentos se han deslizado por nuestros dedos dejando un amargo sabor
a incompleto. ¿Qué nos falta?
Parece
que esta pregunta es la que se hace Sergio
Hernández quien, a sus veinticinco años, ha sido capaz de entender dónde
reside nuestro bienestar, nuestra seguridad, la verdadera fortaleza que nos
define. Necesitamos poder mantener un diálogo interior con nosotros mismos,
hacer un alto en ese camino vertiginoso y buscar las razones de nuestros actos,
las causas y consecuencias que nos han llevado a ser lo que somos. ¿Para
enderezar el trayecto recorrido? No. Simplemente para tomar conciencia de
quiénes somos, para conocernos, «Pronto
el tren alcanzó la velocidad máxima y en cuestión de segundos ambos se encontraron,
irremediablemente, perdidos de nuevo».
En
una era en la que el hombre ya ni siquiera mira imágenes, sino pantallas,
Sergio Hernández lo coloca frente a otro para que se desnude y comprenda cómo
es en realidad. Sólo así, con esa seguridad, será capaz de continuar el viaje o
será libre para decidir que ha llegado al final, «Recordó entonces a Misato y sonrió, pensando que aquello era mucho
mejor que terminar convertido en ceniza».
La
idea estructural de La última canción de primavera es totalmente acertada. Son tres
relatos diferentes, en los que dos personajes, conocidos o no, eso da lo mismo,
se encuentran «Aquella última noche de
invierno» y conversan hasta el amanecer. Lo de menos es si el contacto
tiene lugar en la cama, una noria o la playa. Importa la capacidad de escuchar
al otro y abrirse a uno mismo.
El
nexo de unión entre los relatos es el lugar donde se desarrollan, Tokio, aunque
es un nexo metafórico, pues podría ser Londres, Madrid o Nueva York. El autor
coloca a sus personajes en el referente tecnológico actual, rodeados de
adelantos, de comodidades, de gente, pero solos, rotos por diversas
circunstancias. Un enamoramiento indebido que no ha permitido abrir el corazón
a nadie más. Los abusos de alguien cercano que rompen la inocencia e instalan
en quien los sufre el miedo y la tortura para siempre. Unas expectativas de
vida en libertad que se cambian por la seguridad del confort. La traumática y
pronta separación de alguien que nos quiere y nos protege, consiguiendo que
seamos incapaces de buscar otros caminos de felicidad. La pretensión de buscar
algo mejor fuera del entorno por no haber tenido la autoconfianza suficiente
para encarar la vida, dependiendo de otros para ello.
Son
situaciones tópicas, de nuestra sociedad actual que, sin embargo, se solucionan
mediante un tratamiento ancestral, la comunicación.
Y si
el espacio y las circunstancias pertenecen al presente individualista, están
arropados por el objetivo socializador del jazz,
el romanticismo del pop o la cadencia
sugerente del rock, de ahí que
resulte fácil identificarnos con alguno de los seis personajes de los relatos, «Allí podías escuchar a Talking Heads, Sonic
Youth o The Cars, y eso conseguía distraerla durante horas». El título de
cada historia, una vez más desde la Antigüedad, alude a lo importante de la
narración, el ser humano y sus peculiaridades, Tatsumi & Fumiko, Amaya
& Kano, Satoru & Misato.
El
contacto que mantienen estas parejas a lo largo de toda una noche es suficiente
para que analicen sus vidas desde otro punto de vista, para que cambien la
concepción que poseían de ellos mismos. Diálogos largos, larguísimos, que
mantienen uno frente a otro, como en un espejo, y que se confunden a veces con
la voz del narrador, porque en realidad es la misma, la voz interior de cada
uno de nosotros, necesaria para afrontar el ritmo frenético que nos hemos
impuesto y poder cambiar aquello que no nos convence, «y el agua de los acuarios cambió ligeramente su sentido fluyendo en la
dirección opuesta a la que segundos antes guiaba el ir y venir de las medusas.
En ese momento las identidades de Satoru y Misato se diluyeron entre el agua y
las luces».
Es
interesante observar la madurez reflexiva de Sergio Hernández. Impacta su
estilo sencillo cargado de un lirismo especial con el que ilumina
constantemente la noche, «No sentimos la
oscuridad, la ilusión ciega e
incandescente», «Cada noche… solo podía
ver las luces en círculos», «cierro
los ojos e imagino», «la trompeta
chillaba como un aullido solitario en mitad de la noche»…Y reconforta, que
alguien tan joven esté convencido de la importancia de la comunicación y la
reflexión para que el ser humano lo siga siendo. Creo que el autor es un
espíritu romántico, un poeta que plasma, en La
última canción de primavera, el valor de la comprensión humana de forma que
el afligido pueda recobrar la esperanza «…cuando
al fin consiguiesen recomponer su alma y cicatrizar todas las heridas que los
subyugaban».
Y es
apasionante que haya conocido a Sergio Hernández y sus relatos gracias a los
consejos de un ciberamigo literario. Si alguien lee este blog, debe entrar
inmediatamente en El yunque de Hefesto. Gracias, David.
Coincido totalmente con tu análisis. Estamos ante un escritor con un futuro prodigioso dada su calidad, su madurez (y su juventud). Muchísimas gracias por la mención. ¡Sabes que yo aprendo de ti!
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