El
cerebro funciona de forma simultánea, podemos pensar dos cosas al mismo tiempo,
hay pensamientos que se superponen a otros causando en nosotros cierta desazón
al no tener claro qué sucedió antes, qué es real y qué imaginado.
Son
asociaciones libres que insisten en prevalecer, mezcladas, unas sobre otras o
todas a la vez. Cuando esto ocurre, y somos conscientes, lo lógico es intentar
que nuestra mente haga una pausa para empezar de nuevo y tratar de entender lo
que nos dice. Son momentos en los que aflora nuestro interior, nuestra forma de
ser, de ver la vida, de sentirnos en ella.
Es
difícil trasladar estos momentos al papel porque la escritura es lineal; es muy
difícil escribir y que se entienda el flujo de conciencia. No es un monólogo
interior que podemos ordenar. Es introducirse en la psicología de un personaje
y extraer toda su verdad emocional.
Jon Fosse lo consigue. Es increíble cómo, en
unas cien páginas, no abandona ni un solo momento esta técnica. El lector es
testigo de las obsesiones de los personajes; de cómo uno de ellos va sacando de
su mente sus pensamientos para unirlos a los de su marido Asle, a los de su
abuelo, sus bisabuelos y tatarabuelos. Cinco generaciones unidas en un mismo
espacio, la Casa Vieja, por un mismo dolor: la muerte traumática del niño Asle,
el día de su séptimo cumpleaños en 1897 y la del adulto Asle, ochenta y dos
años después.
Pero
estamos en el siglo XXI: «pues debe ser
jueves, el mes será marzo, y el año 2002, eso sí que lo sabe, claro, pero la
fecha y cosas así, pues no las recuerda». Han pasado 23 años desde que Asle
desapareció en el fiordo noruego. Veintitrés años, que Signe, su mujer, vive
sola en la Casa Vieja mirando por la ventana, esperándolo, recordando a cinco
generaciones unidas por la desgracia. Y, sin embargo, es la voz de Asle la que
abre el relato para dar paso, enseguida, a la voz de Signe, «Veo a Signe ahí echada en el banco de la
sala, mirando a todas las cosas de siempre […] y las mira sin verlas, y está
todo como siempre […] y sin embargo ha cambiado todo, piensa, porque desde que
él se marchó y desapareció…».
No
somos conscientes, tanto es el embelesamiento en el que nos sentimos inmersos,
pero cuando nos damos cuenta, Signe ha conectado con Olav, el abuelo de Asle;
con Asle, el niño de 7 años, hermano de Olav, ahogado en el fiordo ante su
madre; con Kristoffer y Brita, los bisabuelos de Asle, padres de Olav y Asle;
con Ales, la tatarabuela de Asle, por quien recibió su nombre.
Signe
conecta con el Fiordo, con la playa, con la Casa Vieja familiar, con la
montaña, con la barca… y asocia unos hechos a otros en un dolor heredado hasta
llegar a ella, sin descendencia, probablemente para que cese ese dolor.
Cinco
generaciones que, rodeadas de frío y soledad, mantienen una dolorosa rutina,
aquella que empezó la abuela Ales cuando su nieto murió ahogado y ella quedó
sentada junto al fuego recordando.
El
espíritu de Ales está presente en la familia un siglo después. Todos han
mantenido viva la desgracia en el fuego del hogar, que a su vez ha ido
regenerándose, como el propio fuego, hasta confundir a unos con otros y
confundirse con el espacio y el tiempo.
Ales
junto a la hoguera
está formado por diferentes voces narrativas que, de manera anárquica, van
exponiendo el sentimiento que los ha unido, el amor a pesar del dolor. Y ese
amor prevalece y da orden a las voces; a pesar de la falta de puntuación y de
las incongruencias ortográficas; a pesar de la ausencia de párrafos. En esta
escritura, formalmente caótica y confundida, descubrimos el estilo de Jon
Fosse, anteponiendo, en una modalidad coloquial, aquellas palabras que le
interesa marcar, como el paso del tiempo: «varios
siglos tienen las partes más antiguas de la casa» o el dolor de una madre
fracasada: «hijos nunca tuvieron».
Repitiendo términos que señalan el interior de los personajes «No pienso en nada […] no miras nada […] no
miro nada». Describiendo acciones que desvelan la tristeza y el dolor «y la vieja Ales se lleva una mano, de dedos
cortos y retorcidos, a un ojo y se pasa el costado del índice a lo largo del
ojo».
Puede
que el flujo de conciencia sea confuso, pero en la narrativa de Fosse destacan
claramente las conciencias tranquilas, superpuestas a la desesperación íntima,
aferradas a la esperanza de la vida y de la fe religiosa.
Signe
se mira a sí misma y se ve como la joven de entonces cuando se enamoró de Asle,
una figura que avanzaba hacia ella y ya no hubo dudas entre los dos. Y en esa
joven ve el pensamiento de la casada esperando a un marido que se ha adentrado
en el mar porque es un hombre, porque necesita respirar aire libre, porque debe
traer el alimento a casa, porque no sabe vivir en cautividad.
Signe
ve el amor hacia ese hombre y siente intranquilidad ante la inseguridad de su
situación. Ve la pena por la maternidad frustrada y experimenta la soledad de
la rutina. Ve el tormento por la juventud truncada y percibe la tristeza de la
soledad. Ve el suplicio de la memoria y lo padece; y se refugia en ese amor que
vivió mientras implora que todo acabe.
Fosse
introduce imágenes desconcertantes, asombrosas, que nos alejan del confort de
la lectura para atraernos al delirio inconsciente de Signe y conectar con ella
en su propia introspección. Es difícil encadenar una serie de sucesos que
parecen ilógicos pero el Premio Nobel lo consigue, y al final conocemos a una
saga de pescadores que ha amado, ha sufrido y ha aceptado su vida tal como se
ha presentado.
El
foco de atención es la hoguera. Una que hicieron unos niños al quemar la barca
de Asle la noche de San Juan. La hoguera que mantiene a la familia caliente en
el hogar. Fuego que destruye aquello que queremos pero purifica los
sentimientos a través del sacrificio que nos exige.
Fuego
capaz de dar vida a la familia y de transportarnos a través de ella. Mirar al
fuego despierta la imaginación, es decir, desrealiza lo que nos rodea y nos
abstrae en un mundo nuevo formado por imágenes que crea nuestra mente o por las
que asocia a lo que nos han contado.
Signe
no ha vivido más de cien años y sin embargo revive una y otra vez una realidad
que no es la suya sino la que le fue transmitiendo Asle día tras día durante su
matrimonio en la comunicación surgida entre ellos, las experiencias de otros quedaron
en la mente de Signe que ahora, sola en la realidad, debe conformar una
desrealidad para poder sobrellevar la existencia. La imaginación de Signe se
despierta en las llamas de la hoguera de su sala, de la hoguera de la playa, de
la hoguera que ve en lo alto de la montaña, una luz que une lo terrenal con lo
celestial. Fuego que reconforta a las generaciones de una familia.
Fosse
no sigue en su relato un tiempo cronológico sino el que marca la imaginación de
Signe. Un tiempo simbólico capaz de dar vida a nuestro interior.
Aún
hay otro símbolo importante en Ales junto
a la hoguera. El mar. En su inmensidad une el cielo y la tierra, conecta lo
divino y lo humano. También es creador de vida y de muerte. El fiordo es el
encargado de traer la vida a la familia y de quitarla; de forma caprichosa. Es
curioso que el mar se llevara dos vidas de la misma familia y en ambas
ocasiones las barcas, frágiles, pertenecientes a los dos Asle, permanecieran
intactas a pesar del embate de las olas.
Cuando
llegan las embarcaciones a la playa, se restablece un orden familiar que no es
el que había hasta entonces, pero a través de ellas la familia mantiene la
esperanza. Por eso, cuando solo queda Signe y queman la barca, el fuego
purifica a esa familia que ya no pertenece a la tierra sino a su imaginación.
Y cuando terminamos de leer Ales junto a la hoguera tenemos la seguridad de que esos personajes, fruto de la imaginación de Jon Fosse, van a formar parte de nuestra realidad.
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