miércoles, 8 de mayo de 2024

ALES JUNTO A LA HOGUERA

El cerebro funciona de forma simultánea, podemos pensar dos cosas al mismo tiempo, hay pensamientos que se superponen a otros causando en nosotros cierta desazón al no tener claro qué sucedió antes, qué es real y qué imaginado.

Son asociaciones libres que insisten en prevalecer, mezcladas, unas sobre otras o todas a la vez. Cuando esto ocurre, y somos conscientes, lo lógico es intentar que nuestra mente haga una pausa para empezar de nuevo y tratar de entender lo que nos dice. Son momentos en los que aflora nuestro interior, nuestra forma de ser, de ver la vida, de sentirnos en ella.

Es difícil trasladar estos momentos al papel porque la escritura es lineal; es muy difícil escribir y que se entienda el flujo de conciencia. No es un monólogo interior que podemos ordenar. Es introducirse en la psicología de un personaje y extraer toda su verdad emocional.

Jon Fosse lo consigue. Es increíble cómo, en unas cien páginas, no abandona ni un solo momento esta técnica. El lector es testigo de las obsesiones de los personajes; de cómo uno de ellos va sacando de su mente sus pensamientos para unirlos a los de su marido Asle, a los de su abuelo, sus bisabuelos y tatarabuelos. Cinco generaciones unidas en un mismo espacio, la Casa Vieja, por un mismo dolor: la muerte traumática del niño Asle, el día de su séptimo cumpleaños en 1897 y la del adulto Asle, ochenta y dos años después.

Pero estamos en el siglo XXI: «pues debe ser jueves, el mes será marzo, y el año 2002, eso sí que lo sabe, claro, pero la fecha y cosas así, pues no las recuerda». Han pasado 23 años desde que Asle desapareció en el fiordo noruego. Veintitrés años, que Signe, su mujer, vive sola en la Casa Vieja mirando por la ventana, esperándolo, recordando a cinco generaciones unidas por la desgracia. Y, sin embargo, es la voz de Asle la que abre el relato para dar paso, enseguida, a la voz de Signe, «Veo a Signe ahí echada en el banco de la sala, mirando a todas las cosas de siempre […] y las mira sin verlas, y está todo como siempre […] y sin embargo ha cambiado todo, piensa, porque desde que él se marchó y desapareció…».

No somos conscientes, tanto es el embelesamiento en el que nos sentimos inmersos, pero cuando nos damos cuenta, Signe ha conectado con Olav, el abuelo de Asle; con Asle, el niño de 7 años, hermano de Olav, ahogado en el fiordo ante su madre; con Kristoffer y Brita, los bisabuelos de Asle, padres de Olav y Asle; con Ales, la tatarabuela de Asle, por quien recibió su nombre.

Signe conecta con el Fiordo, con la playa, con la Casa Vieja familiar, con la montaña, con la barca… y asocia unos hechos a otros en un dolor heredado hasta llegar a ella, sin descendencia, probablemente para que cese ese dolor.

Cinco generaciones que, rodeadas de frío y soledad, mantienen una dolorosa rutina, aquella que empezó la abuela Ales cuando su nieto murió ahogado y ella quedó sentada junto al fuego recordando.

El espíritu de Ales está presente en la familia un siglo después. Todos han mantenido viva la desgracia en el fuego del hogar, que a su vez ha ido regenerándose, como el propio fuego, hasta confundir a unos con otros y confundirse con el espacio y el tiempo.

Ales junto a la hoguera está formado por diferentes voces narrativas que, de manera anárquica, van exponiendo el sentimiento que los ha unido, el amor a pesar del dolor. Y ese amor prevalece y da orden a las voces; a pesar de la falta de puntuación y de las incongruencias ortográficas; a pesar de la ausencia de párrafos. En esta escritura, formalmente caótica y confundida, descubrimos el estilo de Jon Fosse, anteponiendo, en una modalidad coloquial, aquellas palabras que le interesa marcar, como el paso del tiempo: «varios siglos tienen las partes más antiguas de la casa» o el dolor de una madre fracasada: «hijos nunca tuvieron». Repitiendo términos que señalan el interior de los personajes «No pienso en nada […] no miras nada […] no miro nada». Describiendo acciones que desvelan la tristeza y el dolor «y la vieja Ales se lleva una mano, de dedos cortos y retorcidos, a un ojo y se pasa el costado del índice a lo largo del ojo».

Puede que el flujo de conciencia sea confuso, pero en la narrativa de Fosse destacan claramente las conciencias tranquilas, superpuestas a la desesperación íntima, aferradas a la esperanza de la vida y de la fe religiosa.

Signe se mira a sí misma y se ve como la joven de entonces cuando se enamoró de Asle, una figura que avanzaba hacia ella y ya no hubo dudas entre los dos. Y en esa joven ve el pensamiento de la casada esperando a un marido que se ha adentrado en el mar porque es un hombre, porque necesita respirar aire libre, porque debe traer el alimento a casa, porque no sabe vivir en cautividad.

Signe ve el amor hacia ese hombre y siente intranquilidad ante la inseguridad de su situación. Ve la pena por la maternidad frustrada y experimenta la soledad de la rutina. Ve el tormento por la juventud truncada y percibe la tristeza de la soledad. Ve el suplicio de la memoria y lo padece; y se refugia en ese amor que vivió mientras implora que todo acabe.

Fosse introduce imágenes desconcertantes, asombrosas, que nos alejan del confort de la lectura para atraernos al delirio inconsciente de Signe y conectar con ella en su propia introspección. Es difícil encadenar una serie de sucesos que parecen ilógicos pero el Premio Nobel lo consigue, y al final conocemos a una saga de pescadores que ha amado, ha sufrido y ha aceptado su vida tal como se ha presentado.

El foco de atención es la hoguera. Una que hicieron unos niños al quemar la barca de Asle la noche de San Juan. La hoguera que mantiene a la familia caliente en el hogar. Fuego que destruye aquello que queremos pero purifica los sentimientos a través del sacrificio que nos exige.

Fuego capaz de dar vida a la familia y de transportarnos a través de ella. Mirar al fuego despierta la imaginación, es decir, desrealiza lo que nos rodea y nos abstrae en un mundo nuevo formado por imágenes que crea nuestra mente o por las que asocia a lo que nos han contado.

Signe no ha vivido más de cien años y sin embargo revive una y otra vez una realidad que no es la suya sino la que le fue transmitiendo Asle día tras día durante su matrimonio en la comunicación surgida entre ellos, las experiencias de otros quedaron en la mente de Signe que ahora, sola en la realidad, debe conformar una desrealidad para poder sobrellevar la existencia. La imaginación de Signe se despierta en las llamas de la hoguera de su sala, de la hoguera de la playa, de la hoguera que ve en lo alto de la montaña, una luz que une lo terrenal con lo celestial. Fuego que reconforta a las generaciones de una familia.

Fosse no sigue en su relato un tiempo cronológico sino el que marca la imaginación de Signe. Un tiempo simbólico capaz de dar vida a nuestro interior.

Aún hay otro símbolo importante en Ales junto a la hoguera. El mar. En su inmensidad une el cielo y la tierra, conecta lo divino y lo humano. También es creador de vida y de muerte. El fiordo es el encargado de traer la vida a la familia y de quitarla; de forma caprichosa. Es curioso que el mar se llevara dos vidas de la misma familia y en ambas ocasiones las barcas, frágiles, pertenecientes a los dos Asle, permanecieran intactas a pesar del embate de las olas.

Cuando llegan las embarcaciones a la playa, se restablece un orden familiar que no es el que había hasta entonces, pero a través de ellas la familia mantiene la esperanza. Por eso, cuando solo queda Signe y queman la barca, el fuego purifica a esa familia que ya no pertenece a la tierra sino a su imaginación.

Y cuando terminamos de leer Ales junto a la hoguera tenemos la seguridad de que esos personajes, fruto de la imaginación de Jon Fosse, van a formar parte de nuestra realidad.

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