lunes, 23 de marzo de 2020

CUERPOS DESCOSIDOS



Acabo de leer una novela, recomendada por Ángel Vela, que no es negra, pero hay delitos. Ningún policía, o detective, se enfrenta a los criminales aunque el protagonista los busca y actúa, en algún momento, como agente de la justicia.

La novela no intenta una crítica social pero en sus páginas subyace la denuncia al fanatismo religioso. Los personajes no son duros pero su fragilidad los ha curtido interiormente hasta que las marcas se han dejado ver en el cuerpo.

El investigador nos acompaña, aunque no seamos conscientes, a lo largo de la novela para que podamos desentrañar el misterio. Solo nos desvelará, con la ayuda del resto de los protagonistas, lo que le interesa, personalidades complejas que tienen sentido como consecuencia de lo soportado, o que no lo tienen puesto que forman parte de lo paranormal.

Todo es posible en Cuerpos descosidos, una alegoría al Apocalipsis que se mueve en tres ejes-tema, el miedo, la sumisión y la venganza. Condenada Trinidad que existe en uno solo, la Culpa. Ante ese panorama no hay nada que hacer. El ansia de libertad que alguien nos transmite al principio queda imposibilitada con la anáfora anunciadora

Solo cuando me detengo […]
Solo entonces veo […]
Solo entonces veo

Asimismo la personificación de la verja, aun mediante su oxímoron afligido, «quejido mudo», se levanta poderosa para recordar la pérdida indiscutible de autonomía en el encierro absoluto

Al igual que encontramos tres temas, aparecen tres personajes, Lucio, Eva y otro, del que no sabemos su nombre, pero escribe un diario. Esta trinidad tiene su razón de ser por aquél que les da sentido, Padre, un ser implacable, irracional y sádico que iguala su propio gozo al dolor de los demás «El cuerpo entero se me estremece con el latigazo que precede al dolor dulce y purificador».

El dualismo suplicio-placer se instala en los tres protagonistas. Por un lado la niña Esther, simbología de estrella bíblica, que se siente culpable cuando comprueba que ya no es querida, ni utilizada, por padre. Ha dejado de gustarle, al empezar a madurar su cuerpo ha perdido el atractivo, por lo que lo castiga lacerándolo. Frente a ella, la joven Eva, nombre simbólico como inversión de la Virgen María, culpable de abandonar el cautiverio impuesto por padre, por lo que busca incansablemente en otros hombres aquello que con dolor le da la vida «Una mano que me recuerda tanto a la de él que las rodillas me tiemblan y amenazan con derribarme».

El adolescente Pecas, también es culpable de infligir daño a los demás aunque él no sea consciente; su tristeza se convierte para el lector en algo turbador «el caso es que aún iba en calzoncillos (a pesar del frío) y, a decir verdad tampoco se oía ningún ruido dentro de la casa». Frente a él, Lucio, adulto que continúa dañando a los demás sin querer; se considera culpable del dolor que lo atenaza al no ser capaz de desprenderse de una facultad perniciosa. Su pecado se agranda mediante la repetición anafórica «Maldigo las promesas […] Maldigo a Renée y me maldigo a mí mismo […] maldigo mi don».

El niño que escribe el diario es de carácter débil, sufre desde pequeño la hipocresía religiosa, por lo que vive atormentado como Jacob, el hijo de Abraham, quien se salvó por orden de Dios en el momento en que su padre iba a matarlo. Pero este niño está solo, a su padre «Dios no trataba de detenerlo en ningún momento». Esa es la razón de que decida aceptar las torturas más horrorosas hasta que se convierten en costumbre «He sabido que padre ya estaba en el sótano solo cuando he oído el tintineo metálico de su cinturón. Sin embargo, hoy no he tenido ningún miedo». Frente a él, un adulto deformado física y mentalmente, alguien convertido en un animal incapaz de tomar decisiones, «obeso, hediondo, la mirada desvanecida y la boca desvaída». Es alguien invisible a pesar de todo, tanto, que queda privado de consciencia y de posibilidades futuras, tal como augura la falta de ventanas en el encierro, la negación a una sexualidad despertada elimina de su mente la posibilidad de comunicación y muestra un estado perenne virginal. Es el símbolo del caos que reina en nosotros cuando nos vemos instigados por una culpa de la que no podemos liberarnos y se va transformando en odio y venganza hasta generar un nuevo caos: «El peso de lo inevitable, venciendo toda voluntad».

En algún momento de sus vidas, los formantes de esta condenada trinidad acuden al Cabaret de los Pecados, una especie de confesionario regentado por la Papisa, capaz de absorber el dolor ajeno y absolverlo. Su espectáculo es «un trasvase de dolores, pecados y culpas». Sin embargo cuando es consciente de la culpa y el dolor de esos personajes, el sufrimiento «se va apoderando de mí y me va consumiendo […] un enjambre de termitas».

La Papisa-Renée se ve incapaz de soportar tanto dolor absorbido. La única solución es la muerte. Ella no se siente capacitada para aplacar el caos reinante. Así pues, como un nuevo Jesucristo pide ser liberada de la tortura por la muerte.

También muere Eva, paradójicamente en la más absoluta oscuridad, sin luces en el firmamento y con ella la sumisión constante para no ser abandonada; muere el protagonista invisible, culpable del miedo desatado. Muere la madre, «¿Se puede sanear una fruta que está podrida?», personaje oscuro que encierra en sí mismo la dicotomía vida-muerte, mujer sometida, torturada hasta la locura, culpable de la destrucción del mundo que con tanto empeño quiso imponer el padre. Y de alguna manera muere Lucio y su afán de venganza para que dé comienzo, ahora sin mujer inductora al pecado, otra espiral de dolor con la sumisión de un nuevo Lucio hacia padre.

Javier Quevedo crea esta novela dual para indicar la relación entre pecado y perdón. No hay perdón posible. Hay escenas que perturban al lector pues se dan en una atmósfera poblada de crueldad y sadismo, de misterio y miedo, algo que impide la libertad en el ser humano.

Para el autor es importante la ausencia de vestimenta, algo que refuerza la ambigüedad de los comportamientos de los personajes. La búsqueda de lo absoluto desemboca en construcciones redundantes que remarcan la austeridad pretendida. El cuerpo es víctima de una visión grotesca, reflejo de una mente aniquiladora, por esa razón pasa a convertirse en una máquina destinada a la producción de horror, un mecanismo que emana «un hedor más agrio, a veces casi molesto».

El cuerpo, de visión escatológica, es una evidencia de la religión deformada hasta extremos verdaderamente sádicos, «los genitales de este Cristo colgaban tan embadurnados de sangre como el resto de su anatomía». La aberración y ambigüedad intencional en la idiosincrasia se refuerza con la interdisciplinariedad «facciones desdibujadas como si fueran una pintura de Francis Bacon». La ironía se consolida perfectamente con la ayuda de la literatura; El maravilloso mago de Oz sirve a Javier Quevedo para resaltar la duda sobre el sentido protector de la familia «¿Realmente se está mejor en casa que en ningún otro sitio?» La crítica al concepto religioso del alma es casi visual a través de una Papisa que, como Michael Clarke Duncan en el film La milla verde, confiesa: «Sentí miedo observando su interior […] sentí miedo de verdad […] sentí que algo de aquello se me había quedado dentro».

Las comparaciones sangrientas desvelan paradójicamente un dolor psicológico «igual que un conejo abierto en canal en el escaparate de una carnicería». Las interrogaciones retóricas intentan ofrecer una respuesta, aunque ya sabemos de antemano que será negativa «¿significaría eso que el monstruo tiene alma?» No hay alma para un dios «impío y cruel». Un dios para quien «hay muchos tipos de pecado, tantos como cabezas tiene el Dragón del Apocalipsis». Este dragón, fuerte, vigilante, instintivo es el representante del demonio, el verdadero dios de esta religión sin sentido, el formado por siete cabezas, siete pecados capitales, a los que nos enfrentaremos de manera involuntaria mediante el sacrificio. No hay otra salida, una vez metidos en la espiral del fundamentalismo religioso no llegaremos a ninguna parte, al contrario, quedaremos inmersos en su fuerza potencial hasta que nos arrolle, destruyendo nuestro orden íntimo, personal.

Novela demoledora en la que Javier Quevedo nos conduce, mediante puntos de vista diferentes, hasta el pozo más oscuro de la opresión religiosa capaz de eliminar cualquier rastro de razón y humanidad.

1 comentario:

  1. ¡Otra maravilla de reseña-disección! Has multiplicado x2 mis ganas de leer esta novela.

    ResponderEliminar