Es curioso que, algo que
utilizamos constantemente, sea tan poco conocido por los usuarios, o al menos,
tan poco reflexionado. Y es más curioso aún que, algo frío, científico, difícil
según el término empleado por muchos, como es la lengua, aparezca explicada de
forma tan amena, agradable, humorística incluso. Para hacer esto, para tratar
sobre la gramática generativa —un hueso en la carrera de Filología, o sobre la
relación entre Lenguaje – Pensamiento y Cultura con una sencillez rotunda,
consiguiendo que todos lo entendamos, hay que saber mucho. Y eso es lo que
demuestra Elena Álvarez Mellado, conocer la lengua (las lenguas) en
profundidad, entender el mecanismo que la pone en marcha, que la mantiene y la
hace desaparecer porque es un ser vivo y por lo tanto, y como todos, cambiante;
algo que titubea en sus comienzos, se maneja con toda seguridad en su periodo
de madurez y vuelve a dudar en su extinción. Así nos lo hace llegar la autora
de Anatomía
de la lengua, libro que debería leer todo hablante —al menos del
castellano— para entender por qué habla así y no de otra manera y, sobre todo,
para no rasgarse las vestiduras porque un término que nos parece importantísimo
deje de serlo, o porque añadamos a nuestra lengua un considerable número de
anglicismos, ¡como si no tuviésemos aquí los equivalentes en castellano! Elena
Álvarez lo explica con sencillez, tratando siempre a la lengua como lo que es,
algo vivo que nos identifica pues forma parte de nosotros en una sociedad
determinada, de una época concreta.
Es cierto que es un rasgo
esencial de nuestra tradición, de nuestra cultura… por eso el español no nació
puro sino formado de una mezcla, a veces siguiendo una norma, otras
erróneamente, de otras lenguas que cohabitaron en un momento determinado como el
ibero, el celta, el vasco, el latín, el griego… o inventando términos según
necesidades del momento.
Si entendemos esto,
veremos que determinadas polémicas actuales, que parecen no llegar a ningún
sitio, no son tan descabelladas… y lo digo yo que sigo utilizando el masculino
como género globalizador, porque así lo manda la RAE y así lo entendí en su
momento y así lo asimilé, como algo que no tenía que ver con el machismo sino
con una normativa. Pero esa normativa llegó de la mano de los hombres exclusivamente,
entre otras razones porque la mujer era poco menos que nada, no podía hacer
nada ni disponer de su vida si no era con el permiso paterno o del marido. Actualmente
la mujer es libre, tiene entidad propia, lo lógico es que quiera ser nombrada
de forma adecuada. Y ahora hay personas que también se han hecho un sitio
importante en la sociedad y no se consideran hombre o mujer sino una mezcla de
ambos, o son hombres embutidos en un cuerpo de mujer o viceversa… ¿cómo habría
que llamarlos? El día del orgullo oí a Carmena en televisión referirse a la
multitud como nosotros, nosotras, nosotres; en principio lo vi como una salida
simpática; después de leer Anatomía de la
lengua creo que no es descabellada la idea de formar un término que nos
englobe a todos. Ante la posibilidad de que la RAE pensase siquiera en cambiar
la noción de género, tal como pidió Carmen Calvo, vicepresidenta del gobierno,
un académico dijo que él dimitiría a lo que, con gracia e ironía, Clara Serra,
diputada autonómica madrileña de Podemos, contestó «De los 46 académicos de la RAE solo 8 son mujeres. Queremos agradecer
a Reverte que esté dispuesto a dar un paso a un lado».
Pues dejando polémicas
actuales “a un lado” nos centraremos
en Anatomía de la lengua, un libro
fantástico, científico pero lleno de curiosidades, pues si es cierto que tiene
una base teórica, lo que predominan son los ejemplos, que dan respuesta a
aquellas preguntas que en un momento u otro nos hemos hecho sobre el lenguaje.
A lo mejor no se nos había ocurrido, ni la respuesta ni siquiera la pregunta y
es entonces cuando más nos admiramos, al ver hasta dónde podemos profundizar.
De manera desenfadada llegamos a conocer un poco mejor nuestra lengua y su
funcionamiento; por eso el libro es recomendable para todos, yo diría que de
obligada lectura, porque todos hemos experimentado un mínimo de intriga al
plantearnos por qué hablamos así, por qué la mesa se llama mesa y tiene patas
cuando en realidad no posee ninguna. Si construimos algo nos sentimos
identificados con ello y sentimos curiosidad por saberlo todo de aquello que
hemos logrado, desde una comida hasta la decoración de una casa o la
construcción de un parque. Pues la lengua la hemos creado entre todos de forma
totalmente democrática «Mientras nos
dedicamos a discutir si la palabra empoderar es válida o no y a rasgarnos las
vestiduras por los anglicismos que entran en la lengua cada día, nos estamos
privando del inmenso placer de observar cómo hablamos y de entender por qué
hablamos como hablamos».
A pesar de que la lengua
ha ido cambiando según las necesidades de la sociedad que la utiliza, siempre
ha tenido detractores del cambio; afortunadamente también defensores, por ello
no seguimos hablando en protoindoeuropeo y poseemos un español rico, que sirve
para comunicarnos y que hace tiempo dejó de “desfacer entuertos”; a propósito
de esto, Álvarez Mellado nos recuerda casos que han debido luchar, incluso en
el siglo XIX contra la propia RAE para lograr que sus voces fueran escuchadas:
Ramón Joaquín Domínguez realizó un Diccionario General o Gran Diccionario
Clásico de la Lengua Española, donde no duda en atacar definiciones que la RAE
había propuesto, asimismo «Moliner
confeccionó un diccionario que no caía en las numerosas deficiencias de las que
pecaba el diccionario dela RAE. […] era una intelectual como la copa de un pino
que la sociedad de su época ignoró porque era mujer y de convicciones
republicanas».
En cuanto a Anatomía de la lengua recomiendo
encarecidamente a los profesores que lean cómo explica cada uno de los niveles
de la lengua, algo que a los alumnos les cuesta y Elena Álvarez lo aclara de
forma curiosa y sencilla porque siempre trata de la lengua como de un ser vivo «El darwinismo léxico es implacable y solo
las verdaderamente adaptadas al medio sobreviven. No obstante, el ritmo de los
diccionarios para aceptar palabras es muy inferior a la velocidad del idioma y
esto hace que no sean pocas las palabras que viven al margen de la ley
diccioneril».
Está claro que si no
queremos vivir en una anarquía léxica, como tampoco queremos una anarquía
social, debemos atenernos a unas normas. Podemos vivir en sociedad sin
problemas (esto es un decir) porque hay normas esenciales que todos hemos de
cumplir para que ésta funcione como una estructura perfecta. Es cierto que
algunas normas van cambiando, o ya no se tienen por tales, también lo es que
hay normas que desaparecen con mejor o peor criterio. Cuando era niña en
algunos de mis libros estudié que las mujeres debían entrar a la iglesia con la
cabeza y los hombros tapados. Hoy ya no tiene sentido esa norma y —creo, porque
lo veo— las mujeres entran a la iglesia con tirantes si es verano o en pantalón
corto. Sin embargo también leí que por la acera debíamos caminar por la derecha
si queríamos tener preferencia; así cuando la acera era muy estrecha y se
cruzaban dos personas siempre bajaba a la calzada aquella que circulaba por la
izquierda; esto era de cajón, entre otras cosas porque es el que va por la
izquierda quien ve si viene o no algún coche; pues ahora esto no se refleja en
los libros ¿se da por sabido? lo dudo, viendo el comportamiento de algunos. Con
las normas lingüísticas ocurre lo mismo, por eso le doy la razón a la autora al
afirmar que «tener una norma compartida
puede resultar bastante útil […] Pero una norma lingüística que genera
complicaciones a quien escribe y ningún beneficio a quien lee es una norma
absurda que ha perdido su razón de ser».
Sin embargo parece que
cada vez tendemos a esforzarnos menos —en todo en general— así si es cierto que
debería haber «buenas prácticas para
facilitar la accesibilidad lingüística y directrices para redactar textos más
comprensibles para todos», también lo es que el analfabetismo antiguo, el
que consistía en no saber leer ni escribir, se erradicó a base de trabajo por
parte de todos; por la misma razón todos deberíamos esforzarnos en combatir el
analfabetismo actual, el que consiste en no entender lo que se lee, así que
además de facilitar la accesibilidad lingüística se debería imponer el uso del
diccionario porque como la propia Elena Álvarez afirma más adelante «El lenguaje conlleva un grado de
abstracción tal que está ligado a la evolución y al desarrollo de las
habilidades cognitivas típicamente humanas».
Es cierto que no debemos
hablar como queramos porque somos una comunidad que refleja su pensamiento a
través del lenguaje y, entre otras razones, si cada uno hablase como quisiera
se lo pondríamos muy difícil a aquellos extranjeros, o nativos, que sintieran
necesidad de aprender nuestra lengua «asomarnos
a otra lengua es una manera fascinante de admitir cómo entienden el universo
otros humanos»; de ahí que, por ejemplo, la expresión de la dirección sea diferente
en lenguas distintas, nosotros nos ubicamos delante, detrás, a la derecha a la
izquierda, pero «el gungu yimithirr tiene
dirección absoluta» (según los puntos cardinales). Tampoco los colores
fragmentan el continuo cromático de la misma manera en todas las lenguas «en el vietnamita hablan, para distinguir,
de azul cielo a azul hierba», pero no nos equivoquemos, este hecho, así
como el de diferentes sistemas numéricos, en base 10, en base 2…, diferentes
usos verbales o diferentes clasificaciones del género no implica que unas
lenguas perciban el mundo de manera más perfecta que otras (por ahí empezó la
convicción de la supremacía nazi); todos percibimos lo mismo y «en cualquier momento podemos crear nombres
nuevos si la situación lo requiere». La autora constata esto con multitud
de ejemplos, y siempre con buen humor, sobre la formación del castellano: «la palabra carpintero es […] mitad celta,
mitad latina» al igual que «cerveza»,
«Segóbriga […] ejemplo de palabra celta […] El nombre de Segovia es una
variante de la misma palabra».
Multitud de anécdotas
curiosas como por qué «lacónico»
significa parco en palabras, por qué usamos los helenismos «mamotreto», o «troyano»
como virus informático. Palabras de diferente origen que se han quedado con
nosotros como tahona (del árabe) y panadería (del latín). Por qué expresiones
correctas como el ungüento árabe «atutía»
quedó por expresión popular en «no
hay tu tía». Por qué ya consideramos como nuestras canoa, tomate,
cacahuete, colibrí y tantos otros americanismos, o nadie se para a pensar que
partitura, adagio, batuta o contrabajo son italianismos, que capicúa es un
catalanismo así como cantimplora, o que zurrón, izquierda, órdago, y
—posiblemente— guiri sean préstamos del vasco.
Está claro que todo esto
contribuye a que «la lozanía de una
lengua sea su capacidad para generar nuevos elementos que recojan cualquier
realidad».
Pero las lenguas no sólo
nacen sino que como piezas de “lego” crecen con prefijos y sufijos que hoy han
fosilizado (como en la palabra menisco, o en anterior, y están dispuestas a
recibir nuevos prefijos y sufijos —anteriormente) «El sufijo fósil –érrimo […] restringido a unos cuantos superlativos
latinizantes de postín como libérrimo, paupérrimo […] parece estar volviendo
del más allá cual trilobites resurrecto y al que a fuerza del uso festivalero
por parte de los hablantes se le oye respirar […] tontérrimo, guapérrimo…».
Elena Álvarez Mellado
explica la lengua como algo divertido, de forma lógica y asequible; algo que
nace, crece, madura o se transforma (ya no decimos televisión o supermercado
sino tele y súper, ya no empleamos las locuciones «si quiera», o «en seguida»”
sino que se han transformado en los adverbios «siquiera» o «enseguida»
bien por causas lógicas o por desconocimiento, de ahí que la palabra simple
bikini, por desconocimiento y pensando que estaba formada con el prefijo bi–
diera «trikini, monokini, microkini […]
hasta es posible dar con un minoritario cerokini como sinónimo de nudismo»); y como todo ser vivo, muere, de ahí
que nuestra castiza pardiez (realmente adaptación francesa de par Dieu) ya haya quedado obsoleta.
Pero si tenemos en cuenta
todo lo dicho (y mucho más que encontramos en Anatomía de la lengua, no hablaremos más de lenguas muertas; «Quizá […] el latín es una lengua zombi:
está muerta porque ya no se habla, pero de alguna manera sigue muy activa».
Visto, o leído esto, me
queda recomendar, además de su lectura, que pasemos por la web molinodeideas.es,
un proyecto interesante, de donde ha salido éste y otros libros, para los que
sintamos curiosidad por la lengua, acentuación, morfología, sintaxis, formación
de palabras, blogs de eventos o cursos. Puede que así razonemos algo más antes
de ser tan categóricos en admitir o no sugerencias que la colectividad de
hablantes viene pidiendo —y usando— durante bastante tiempo.
¡Qué buena reseña! Gracias.
ResponderEliminarhttps://imagoestinaqua.blogspot.com/