El
último libro que he recibido de Babelio es una obra de arte. Felicidades a la
editorial Flamboyant por la magnífica y original edición, de tapas duras,
páginas enormes, gruesas y colores inolvidables. Felicidades a los autores, Meritxell Martí y Xavier Salomó y muchísimas gracias a Babelio de nuevo.
Al
abrir Sunakay echamos en falta la información que suele ir al
principio, los copyrights, el año y
lugar de edición, el ISBN, depósito legal,… pero no lo buscamos porque una
imagen a doble página nos introduce de lleno en la historia. Nos sentimos
atraídos desde el principio y queremos saber qué contiene el resto de páginas.
Solo al final, cuando los autores han terminado de exponer la trama,
encontramos la información, Martí es la autora del texto y Salomó es el
ilustrador. Han trabajado juntos en más de 40 libros y su compenetración es
evidente.
Sunakay
es un libro perfecto para regalar esta navidad o en cualquier momento. Y es
perfecto para regalar no solo a los niños. También los adultos deberían disfrutar
de él, porque con el paso del tiempo y el énfasis que ponemos en la
comunicación escrita, los adultos perdemos habilidades visuales que los niños
tienen intactas.
Sunakay es un libro ilustrado que nos ofrece
la oportunidad de ser (o intentar ser) más humanos; nos ofrece, como cualquier
obra de arte, mayor conciencia ante lo que tenemos delante.
Y
esta obra de arte representa una sociedad apocalíptica en la que el hombre ha
llegado a un punto de no retorno en la acumulación de residuos y desperdicios,
creando un submundo en el que sobreviven unos, trabajando duro para conseguir
unas migajas que llevarse a la boca, otros, engañando a los más inocentes,
aprovechándose de sus sentimientos.
Meritxell
Martí y Xavier Salomó pretenden, con pocas palabras y grandes imágenes hacernos
reflexionar sobre el mundo en el que vivimos y que, inexplicablemente, no
cuidamos. La destrucción de ese mundo ha comenzado, la naturaleza no es lo que
era, el clima tampoco y, como en Sunakay,
lo estamos llevando al límite.
Si
leemos la historia escrita sabremos que Sunan y Kay son dos hermanas que se han
visto obligadas a vivir lejos de la costa, en una isla, “Sunakay”, formada por
todos los desperdicios que los hombres hemos ido depositando en el mar. De
hecho las palabras de Kay se prestan a la duda de la propia protagonista sobre
qué es ella y dónde está «Yo era la única
cosa viva».
La lectura de las imágenes tiene dos etapas. En la primera obtenemos una serie de estímulos visuales sobre la nueva visión del mar: el color no es el de siempre, es de un azul verdoso enturbiado por el que cuesta navegar y por donde Kay bucea para encontrar algo que canjear por alimentos. Las ropas de las protagonistas son despojos, hace tiempo que deberían haberlas sustituido por otras nuevas. Su vivienda es una covacha construida con materiales de desecho y está enclavada en la isla de basura. Ahí viven, dedicadas a buscar cualquier cosa que las ayude a sobrevivir. Al otro lado de ese mar se levanta la ciudad de donde vienen buscadores de tesoros. Una ola gigantesca se levanta, pero al pasar por Sunakay se convierte en un mar de basura que al llegar a la ciudad la entierra, quedando de nuevo las aguas limpias, como estaban en los orígenes.
Esta
etapa supone ajustarse de manera literal a lo que nos muestra el ilustrador. Es
la lectura objetiva en la que vemos dibujos figurativos, bastante sencillos y
originales aunque redundantes en la representación de ese mar de desperdicios.
Sunan y Kay viven allí, en la basura. Ellas son las que primero percibimos al
mirar la imagen del libro, porque están dibujadas con luz; el chubasquero
amarillo de Sunan atrae nuestra mirada, la linterna que guía a Kay por el mar
vertedero también consigue que ella sea el foco de atención. En la oscuridad de
la noche encontramos una luna llena, brillante foco de luz.
En
las últimas páginas, la luz se acrecienta, Kay es la que lleva el chubasquero
amarillo, luminoso, de Sunan; ya no navega en una tabla por entre la basura
grisácea, ahora va en una barca, y otras barcas ocupadas por niños están en el
mar azul, luminoso como el cielo. El punto de luz se ha extendido a la página.
No hay plásticos, hay peces, y Kay sonríe con el resto de niños.
Al
pasar a la segunda etapa de la lectura entramos en la interpretación de esas
imágenes, lo que permanece en nuestra memoria. Lo que asociamos a los dibujos.
Al principio nos provoca rechazo hacia ese mundo, pena por las niñas obligadas
a vivir de esa manera, cierto rencor hacia los adultos que hemos dado lugar a
un mundo sin luz, sin vida, indignación porque aun así, en esas condiciones,
hay quienes se aprovechan para lucrarse a costa de empobrecer más a quienes no
tienen nada. Pero nos queda una esperanza, la única, los puntos de luz que
hemos ido observando; la actitud respetuosa y emotiva de los niños y de la
propia naturaleza que, siempre compasiva, es capaz de regenerarse una y otra
vez para que podamos vivir en ella; al menos las futuras generaciones, las que
han comprendido que sin luz no hay vida.
La
nuestra, que tanto daño está haciendo al planeta, debe leer Sunakay y repensarlo todo: la cultura de
usar y tirar, la invisibilización de realidades ajenas a nuestro entorno, la
avaricia insaciable de poseer a costa de lo que sea, el desastre al que estamos
llevando a nuestros hijos.
Dura y maravillosa historia la de Sunakay.
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