De
nuevo conozco a una autora y quedo encantada con su forma de contar la
historia, con las descripciones fantásticas de una hermosa ciudad que, de
alguna manera, ya empezó su declive, con un planteamiento singular y una
indagación que se desmarca de lo acostumbrado, con un protagonista diferente,
joven, casado, con dos hijos adolescentes, con tiempo para todo y con una forma
curiosa y original de investigar: siempre va acompañado de una libretita que
utiliza para pasar las páginas en las que no hay nada escrito. Nuestro
comisario confía en su memoria y prefiere poner atención a los gestos del
interrogado y a lo que le rodea, como también le da más importancia a conocer
en profundidad al muerto que a los informes que tenga que ir elaborando sobre
el caso. Nada es definitivo si no se hace «una
idea más clara de la personalidad del asesinado».
Muerte
en La Fenice es
una novela que se lee con gusto. Conocemos a los personajes desde el primer
momento en que aparecen porque la autora manifiesta una habilidad especial para
describirlos, normalmente a través de los ojos del protagonista, el comisario
Guido Brunetti, «Calculó que la que
estaba de pie tendría unos treinta años. Vestía […] Unas botas negras, de tacón
bajo y piel de guante […] haber oído comentar a su mujer […] que era un
escándalo que alguien pudiera gastarse medio millón de liras en unas botas».
El
argumento mezcla, oportunamente, varias historias que de alguna forma tienen
que ver con la trama. A través de ellas distinguimos otros personajes que
reflejan en su día a día las consecuencias de haber tratado al difunto director
de orquesta. A este llegamos a conocerlo a la perfección y sabemos que era un
genio para la música, hacia la que demostraba una sensibilidad que desaparecía en
su trato con las personas: egoísta, violento, maltratador.
También
se introduce en el asunto principal alguna que otra anotación sobre la vida
privada de Brunetti, entre las que destacan minuciosas pormenorizaciones de sus
certeras acciones, con una capacidad inigualable para sumergirnos, con buen
humor, en el ambiente familiar. El narrador avanza como una cámara
cinematográfica para que los lectores experimentemos la misma sensación que
quienes protagonizan la acción «Cuando
Paola entró en la cocina, el tablero del monopoly ya estaba en el centro de la
mesa y Chiara, que seguía decidida a ser banquera, repartía el dinero. Por
consenso general, se había decidido vetar a Paola para el puesto de banquera,
ya que no pocas veces había sido sorprendida con la mano en la caja».
Las
descripciones de personas intentan ser objetivas pero no faltan las
comparaciones que ofrecen el juicio del observador «Tenía la nariz aplastada, como si se la hubieran roto hacía tiempo y
los ojos tristes, como si también le hubieran roto el corazón». Tampoco
faltan en las prosopografías los eufemismos que, además de un toque humorístico
dejan ver la personalidad del descriptor «El
hombre parecía tener la misma edad que Paola, pero había llegado a ella por un
camino más accidentado».
Asimismo
los diálogos están bastante logrados, no solo lo que se dice en el acto
locutivo es importante, el acto perlocutivo del entrevistado nos va ofreciendo
señales, imperceptibles, que más tarde tienen sentido. Una vez sabemos el
final, conocemos el efecto que las preguntas de Brunetti tuvieron sobre los
interrogados; interpretamos sus reacciones y entendemos por qué actuaron así.
—¿Su
hija vive aquí con usted?
Él
vio el maquinal movimiento de la mano hacia el paquete de cigarrillos y observó
cómo la mujer rectificaba y tomaba el que ardía en el cenicero.
—No;
vive en Munich, con sus abuelos.
Donna Leon plantea al principio de la novela un
crimen en forma de enigma que se debe resolver. Pero este misterio, pese a ser
el objetivo principal, no es el único que lleva en mente la autora. Con total
fluidez, aprovecha las descripciones para criticar el estado en el que va
quedando una bella ciudad por efecto de la mano del hombre, «el puente que unía Venecia con el
continente y poco después pasaba a la derecha del horror industrial de Marghera
[…] bosque de grúas y chimeneas ni de la bruma infecta que cruzaba las aguas de
la laguna…».
Aprovecha
las conversaciones para llevar a cabo una crítica social que engloba tanto al
arte, como a los artistas y a la propia sociedad, que admira y respeta a una
clase social que participa de los actos culturales no tanto porque le interesen
sino porque tiene que «lucir sus galas
delante de las amistades, amistades que han ido por lo mismo».
Aprovecha
asimismo los diálogos para criticar las leyes de un gobierno y de una iglesia
que deja desamparada a la mujer, aunque haya sido maltratada, violada, aunque
sea una niña «No vino ningún cura, por la
forma en que había muerto, de modo que la enterramos sin más. […] La vestimos
de blanco. Y después la enterramos en aquella tumba pequeñita».
Y
aprovecha los pensamientos del protagonista para denunciar y concienciar de la
pena que sienten quienes no están en su lugar de origen, «Brunetti se dijo que el exilio sigue siendo exilio aun en la ciudad
más bella del mundo».
Las
reflexiones de Brunetti, ya apuntaban en 1993 al enorme problema que hoy sufren
las ciudades más turísticas y sus habitantes, «un lugar apto sólo para ser visitado y no para ser habitado».
Donna Leon no deja títere con cabeza, la corrupción urbanística, la superficialidad de la clase alta, la impunidad de aquellos que chantajean valiéndose de dinero o de poder, el machismo y su unión directa al capitalismo, el afán de los altos cargos por atribuirse el mérito de los subalternos, las diferentes informaciones según la ideología de los medios de comunicación. Y lo bueno no es solo esto. Lo mejor es cómo nos lo hace llegar, con un humor irónico, sarcástico o totalmente blanco, según a quien vayan dirigidos sus dardos. Narración desenfadada y ágil en una trama perfecta.
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