Esta
es la historia de Diego el Serranillo, un bandido sevillano que, por azares
pesarosos, se queda solo en un pueblo remoto del salvaje oeste. Partió con la
esperanza de encontrar oro y volver a España rico en dinero y experiencias
pero, arruinado, permanecerá en Sinner Horn trabajando como ayudante en un
taller de ataúdes. Circunstancia que lo llevará, acompañado del hijo del dueño
del negocio, Bram Silk, a resolver una serie de adversidades que están asolando
el lugar.
Pues
un planteamiento que parece sencillo va enredándose con indios bromistas, un
negro gigante que toca el piano en el saloom,
el "chérif", su hijo adoptivo y su
ayudante, de valentía dudosa, un médico incompetente, un viejo lisiado al que
le va desapareciendo su ganado poco a poco, un mexicano redimido, antiguo
miembro de la banda de los Barbudos… Un elenco de personajes que podría
competir en número y características con los de las novelas tradicionales, que
supone el despertar de la curiosidad en el lector, desde el principio, y
constituye un claro homenaje a la literatura.
El
narrador protagonista le relata, en forma de carta, a su amigo Lero —ingeniosa
aféresis de “bandolero”— sus peripecias por el continente americano. Así, somos
testigos de que nuestro bandido va evolucionando a detective, carpintero,
enterrador, juez, abogado, hasta conformar una auténtica comedia de enredo a la
que la vida le va entrando casi por casualidad; la riqueza que encuentra no es
el oro que busca sino la alegría de la tribu india, la bondad del enterrador,
la concordia de Revólver Dave y la sensatez del niño Bram.
Los
caracteres quedan al descubierto, a veces con un aire casi escolar, porque Björn Blanca Van Goch tiene la
capacidad de transformar en literatura cualquier observación o experiencia, «entre los seis tenían urdida una trama de
confabulaciones con la que todos ellos, unos más y otros menos, sacaban partido
de los cadáveres […] ¡colgadlos como a guirnaldas!».
Diego,
en largas digresiones, explica sus problemas y preocupaciones, que pasan a ser
reflexiones del propio lector porque de alguna manera reflejan el temperamento
del autor quien, con un tono épico-lírico, expone una comedia mágica que
aprovecha dos hechos históricos, la leyenda de Diego Corrientes, llevada al
teatro en 1848, y la fiebre del oro de 1849, para recargarlos de gran imaginación.
El estilo poético del autor queda englobado en otro esperpéntico, cercano a una
parodia del género de aventuras, para presentarnos al protagonista, alguien sin
mucho criterio que, cargado de optimismo y curiosidad, se deja llevar por el riesgo
en un espacio alternativo, pues es evidente que, en Cuando el oro aprieta,
Björn literaturiza el desierto americano, como hizo en Piel de hojalata con el
interior del desván donde se desarrolla.
La
literaturización resulta de varios factores, la unión contrastiva entre belleza
y escatología, «fui dejando por el camino
a todos mis compañeros, quienes, secos como la mojama, fueron cayendo […] todos
ellos, de algún modo, volvieron a cabalgar de nuevo por aquellos vientos
arenosos sobre las almas de sus caballos».
Asimismo,
las secuencias paródicas que manipulan la historia permiten la incursión de
citas literarias, bíblicas, o aproximaciones a personajes de talla universal, «Me hallaba en el poblado de una tribu de
indios Kiowa, y aquel viejo mencionado en un principio era el chamán […] que me
salvó la vida. Me revelaron que el anciano tenía más de ciento cincuenta años y
que hasta dos veces, incluso más que nuestro Cristo, había resucitado».
El
realismo de Cuando el oro aprieta es una
mezcla entre el denotado desde una limitada perspectiva y el connotado que
permanece en la sugestión de lo no dicho; de esta forma la narrativa alude
tanto a lo divino como a lo humano dentro del mismo contexto. La visión
pesimista de la Iglesia queda matizada con la ironía de las expresiones
populares «se puso punto final al rosario
de memeces que habían adornado aquel rito litúrgico, no sin antes acabar
apostillando el mismo párroco que […] traerían una ración doble de hostias en
la siguiente misa. Todas consagradas». También la hipérbole, realzada por
la literatura popular de los refranes, modifica la precepción de lo expuesto y
lo aleja del realismo, «Pero no quiero ir
tan rápido. Tras haber cabalgado […] quise evitar toda disputa y liarme a
troche y moche a trabucazo limpio con aquellos forajidos. Quien a hierro mata a
hierro muere…».
Igualmente,
los contrastes son habituales, escenas absurdas junto a otras pretendidamente
fieles a la realidad, expresiones cultas de adecuado vocabulario técnico
conviven junto a onomatopeyas irrisorias o expresiones populares «él no se corta un pelo y pone cara de
alfaquí […] Jamalají, jamalajá […] vituperios en español y ambigüedades en
enoquiano».
A lo
largo de la novela planea el pastiche, que nos recuerda la perseverancia del
detective sin nombre de Eduardo Mendoza, «A
pesar de que mi convidante no había aparecido en todo el día,[…] comprobar
también de primera mano cuál era la opinión general de los habitantes del
pueblo: aquel hatajo de zopencos y papanatas tenía fe ciega en el relato del
alguacil». Incluso hay guiños a personajes y situaciones de los clásicos;
menciones o citas directas al Quijote, «Y
dile también que no lea tantas porquerías […] solo sirven para llenarnos la
cabeza de insensateces», conviven con el noventayochista Platero y el
aurisecular Lazarillo hasta formar una creación independiente de intenso juego
lúdico en el que la degradación de la parodia, con la que maneja espacios y
acontecimientos, contribuye a ficcionar el salvaje oeste.
El
borriquillo tenía los ojos duros como dos piedras y el pelaje parecía de
algodón.
Recogí aquel
cuadernillo, leí algunas frases y también me lo guardé. Se titulaba Cuando el oro aprieta.
La
alusión literaria ejerce un papel fundamental en esta novela. Múltiples
referencias veladas, y no tanto, a los hermanos Grimm, «aquel viejo andrajoso de los acertijos no tuvo tiempo de desatar su
exasperante carcajeo», a Quevedo, a la Biblia y, por supuesto, al cine, se
intuyen en una narración que, pese a ser escrita como divertimento y leída como
tal, constituye un complejo sistema organizado en el que se muestra,
estilizada, la base de la literatura. Es una novela redonda en todos los
sentidos; formalmente posee una estructura cerrada que ya se advierte desde el
principio, y el contenido recoge la tradición literaria para ofrecer una visión
cómica, surrealista o absurda según haga uso del contraste, del refuerzo o la
degradación.
Nuestro
Diego el Serranillo es una parodia de Diego Corrientes, “el bandido generoso”,
de José Mª Gutiérrez de Alba, que acabó en la horca a pesar de robar a los
ricos para dárselo a los pobres. Pero Diego, el Español, no va a morir
ahorcado, al menos por ahora (y a pesar del dibujo «a mano alzada» de José Mª Peña —por cierto maravilloso—), sino que
seguirá echando de menos a su Andalucía en Sinner Horn pues, aun habiendo
tenido ocasión de disponer de dinero, se ve en la necesidad de seguir
trabajando en la funeraria del pueblo.
La
novela se plantea, como el Lazarillo de
Tormes, en forma de carta aunque este enfoque es en realidad una excusa
para evitar la tercera persona, hecho que le confiere al texto la subjetividad
necesaria para alejarse por completo de la realidad y ofrecernos una novela,
con reminiscencias de cuento infantil, en la que los enredos de unos personajes
irreales, cercanos a la locura, aportan un fondo paródico del que Blanca se
vale para analizar el trasfondo de una sociedad que se basa en la fe y el
engaño para subsistir. Es el funcionamiento del Lejano Oeste que a veces simula
el del Próximo Este. Diego, vapuleado una y otra vez es el antihéroe de Cuando el oro aprieta. Sus
despropósitos, en ocasiones contados por medio de analepsis o prolepsis,
contienen la coherencia necesaria gracias a las cartas enviadas a su compinche
Lero que, con falso tono de arrepentimiento, constituyen el principal mecanismo
de cohesión de la novela.
El
lector empatiza desde la primera línea con la situación desorbitada y la
biografía de este, no tan malo, forajido que queda diseminada en digresiones
perifrásticas por el argumento.
El
estilo cabalga entre la sátira —ridiculiza con humor e ironía la hipocresía de
algunas personas y situaciones— el esperpento y la transgresión para dibujar
una condición universal del ser humano: la avaricia. Camufladas entre la sorna
y el lenguaje mordaz aparecen la mentira, la envidia y la cobardía, tres
aspectos consustanciales a la codicia. La mayor ironía es que estas
características forman parte de un personaje, en principio marginal y absurdo,
a quien no hemos de leer literalmente si no queremos caer en la confusión «Aclaré a mis dos amigos quién era quién.
Desde ese momento decidimos hablar en español y que Bram se las apañase como
pudiera». Nuestro bandido ha robado y mentido, ha vivido al margen de la
ley y termina amparado por una sociedad que lo protege a pesar de sus negativas
«Salvo por Bram y por su padre, desearía
volver a mi tierra».
El humor fluye en la novela, un humor que oscila entre el absurdo y el surrealismo hasta que la ética se deshace de estereotipos. El antihéroe adopta, sin querer, una serie de valores que lo enaltecen, hasta que llega a admirar con tierno humor a Eugenio el Genio, «el preso era un hombre bueno de corazón y piel de hojalata». A través de esta autocita, se confirma al lector de Björn Blanca Van Goch, que dichos valores son una valiosa posesión que este creador traspasa a sus personajes.