martes, 29 de junio de 2021

LOGOGLIFO

Acabo de terminar un libro que, ya desde el principio (y mira que me cuesta discernir entre realidad o ficción) supe que estaba ante una novela de ciencia ficción «Tras años de tiras y aflojas entre el Estado y Cataluña, se había decidido realizar una consulta vinculante a la ciudadanía, que debía elegir entre continuar siendo una monarquía parlamentaria o bien transformar España en una nueva República, la tercera». En fin, tal y como está el patio últimamente antes me veo conviviendo con marcianos. Oigo hablar a algunos políticos (y a quienes no lo son) y me dan ganas de hacer caso al anuncio de Ikea y formar mi propia república individual, aunque sea una paradoja. El caso es que esto me animó para seguir leyendo, bueno, y el título, porque siempre me han atraído las palabras.

Logoglifo es una novela de ciencia ficción en la que una pandemia, unida a catástrofes colectivas, parecen asolar a la humanidad. Y habremos de llegar al final para encontrar sentido a los dos sucesos inexplicables que abren el relato y que en un principio sugieren algo aislado cuyo punto en común es el lugar donde Hou Li se suicida tras realizar unas operaciones financieras descabelladas y, un mes más tarde, la ingeniera Jennifer Lewis hace saltar por los aires, con ella incluida, el parque de atracciones Disneyland Resort de Hong Kong.

Está claro que la tradición inmemorial de pandemias y desastres en la literatura se ve de forma diferente en tiempos de crisis, ya que sean políticas, de medio ambiente, sanitarias, tiránicas, mortales… Esto no es nuevo en las sociedades ni en la ficción. Tampoco lo es la búsqueda del poder absoluto, en las obras de ficción asociado casi siempre a la inmortalidad.

En cuanto a la literatura de pandemias, además de las bíblicas, se me ocurre El Decamerón, y Bocaccio ya entrevió en 1353 que resistirían aquellos que se mantuvieran unidos.

Es una constatación que a lo largo de la historia el ser humano ha sobrevivido por el apoyo solidario, nunca por la competencia. Y Javier Serra parte de una premisa dura que nos resulta familiar, porque tiene que ver con el afán individual de poder e inmortalidad y con el problema del desastre colectivo «A la mayoría de la gente sigue trayéndole al pairo que el planeta se vaya a la mierda. Mientras ellos conserven en aparentes buenas condiciones su trocito de terreno…».

En Logoglifo, la bacteria LC1027 asola el mundo. La presidenta de España, Elisa Roca, adopta una actitud existencialista, incluso radical, cuando empiezan a notar efectos adversos al progreso social, no es raro por lo tanto que, a pesar de tener a una de las mejores científicas a su lado, Katya Plamenova, se muestra reticente a la solución que ofrece la ciencia y la tecnología, por lo que, obcecada, ve al hongo como «una prueba de la existencia de Dios que nunca creí que estuviera ahí». Está claro; la novela plantea un supuesto extremo, circula una bacteria que empezó sus efectos en China y está asolando Europa con los mismos síntomas, primero los hombres que entran en contacto con el hongo se quedan sin intereses materiales, se despojan de sus bienes y luego, paradójicamente se autolesionan hasta llegar al suicidio. Por ello, el Jefe del Estado Mayor, Arbós, el JEMAD ha decidido que algunos miembros del gobierno, algunos militares y los mejores científicos se queden aislados en el complejo de La Moncloa hasta obtener el antídoto del hongo. La bióloga Katya Plamenova es la jefa del laboratorio donde llevan a cabo ensayos con chimpancés para estudiar los resultados antes de su utilización en humanos. Así pues, aunque la presidenta crea que la pandemia es fruto de la justicia divina, se aferra a la ciencia como la única solución capaz de resolver el peligro, uno de los más temidos porque no se ve; es un monstruo capaz de crear una distopía en la que un grupo de personas viven aterrorizadas porque son conscientes de que se enfrentan al peor de los miedos, deben luchar contra la depresión, la nada, contra un villano que, como el diablo, aparece engañoso para, cuando estamos confiados, dar el zarpazo definitivo. El villano de la historia es el hongo LC, luego nos daremos cuenta de que está auxiliado por los militares, un grupo que hasta ahora ha sido dual, por un lado son los responsables de contener las crisis y las desgracias naturales, por otro, tienen en sus filas a grupos sin escrúpulos —de pensamiento ultraderechista— que temen la concordia. Javier Serra consigue que reflexionemos sobre el hecho de que, en vista de lo ocurrido tiempo atrás, puede que algunos de estos militares echen de menos su implicación pasada en las armas biológicas. «Se ha decretado el toque de queda en todas las ciudades del país y aeropuertos, puertos y estaciones están ahora bajo la supervisión del ejército».

Al leer Logoglifo desconfiamos de los modelos de grandes sociedades triunfantes a los que imitar. El competir contra nosotros aumenta el desastre. La única sociedad que puede seguir adelante es la solidaria, la que cuenta con el apoyo y el comportamiento tranquilo de sus componentes, «En la fachada de la torre de cristal se había desplegado desde su parte superior una gigantesca pancarta azul con una paloma blanca en su centro».

La protagonista mantiene la imagen romántica del científico que busca la verdad y el bienestar común, por eso no admite las órdenes amenazantes para obligarla a mentir y puede convertirse en la heroína del suceso, debiendo luchar incluso con el ego dolorido de su marido que, si bien la adora, no soporta verla brillar por encima de él.

El autor utiliza un léxico variado, por lo que la novela resulta entretenida y de ágil lectura; podemos encontrar expresiones cotidianas «liquidaban sus empresas», referencias reales, refranes modificados «las aguas estaban revueltas […] y no se sabía qué pescador ganaría más con ello», metáforas literarias «¿A qué venía ese panegírico de negatividad?», explicaciones ingeniosas de figuras literarias «el futuro […] es él (como si fuera una persona. Menuda prosopopeya) el que nos encauza a nosotros», y desenlaces inesperados:

                            —¿Se…llamaba?

                            —No sobrevivió. Lo siento

La estructura también es interesante. Alrededor del hongo LC1027 hay algunos pares dicotómicos. El primero, no cabe duda, es el de dentro-fuera de La Moncloa; lo que se cuenta dentro de lo que pasa fuera se desdice de las imágenes captadas por los drones, por lo que la intranquilidad, dentro, va en aumento. El segundo par se refiere a la estructura, es el de propio-impropio. La narración busca el origen de la catástrofe, lo que está fuera (y es impropio de ese lugar) y sin embargo está dentro y es propio del relato. Es una narración basada en el pensamiento dicotómico, un razonamiento reflexivo del que, también paradójicamente, la protagonista expone las debilidades de situarse en esa lógica. Katya teme el contagio de sus seres queridos, algo crucial en el desencadenante final, pues al contrario de lo que ocurre en la realidad, que el miedo a la enfermedad provoca la huida hacia dentro, a ella no le importa, llegado el momento, quedar fuera, por lo que la situación de encierro cobra el peligro que amenazaba desde el principio. Ante esa circunstancia se impone la destrucción.

Creo que para el autor, Javier Serra, la epidemia no constituye el verdadero eje de la historia. Al final consigue que recapacitemos sobre lo verdaderamente importante, el afán de poder de los estados capitalistas, el miedo a una república democrática de los que temen perder la voz de mando. Pero el ser humano es complejo y, aunque llevemos en nuestra mente un logoglifo con las consecuencias de los enfrentamientos, no lo tenemos todo escrito.

Interesante novela de ciencia ficción a la que tanto se va pareciendo este lugar que habitamos y al que no queremos darle un respiro.

domingo, 20 de junio de 2021

UN ÁNGEL EN CARABANCHEL

A finales de la década de los 70 se emitió en España una serie estadounidense, que aún sigue reponiéndose en televisión. La serie tuvo un éxito inmediato a pesar (o gracias a ello) de su protagonista, el teniente Colombo, capaz de descubrir cualquier asesinato por muy bien tramado que estuviese. Pues Un ángel en Carabanchel me ha recordado al personaje de la serie, Carmelo Latorre, el Lato, un inspector de policía recién jubilado que deja Madrid para vivir sus últimos años en Asturias. El Lato conduce un Peugeot, como el policía de Los Ángeles. El teniente fumaba puros constantemente y nuestro inspector es un dependiente de los Bull Brand. Colombo, aunque nombra constantemente a su mujer, siempre va solo. El Lato también, es viudo. Colombo tiene a Perro, un perro que lo acompaña en su investigación, mientras que el Lato se comunica confidencialmente con su gato, Colombo (puede que por eso empezase yo a asociarlos). Pero lo más importante es que los dos policías resuelven sus casos partiendo de una pista ínfima. Creo que no hay más similitudes, pero me parece un homenaje a uno de los detectives más longevos de la pequeña pantalla. Ojalá el Lato disfrute de una vida similar.

Jorge García es el creador de Carmelo Latorre. Con Asier empezó a demostrar sus dotes para la novela detectivesca en El nudo perenne. Ahora le ha dado vida al Lato, el antihéroe por definición, un hombre mayor, sin atractivo físico, sin empatía, torturado eternamente por lo que ha tenido que vivir como policía, escéptico en cuanto a la sociedad en la que se ha desenvuelto hasta su jubilación, pero de una inteligencia superdotada, tanto que entre sus compañeros es llamado «el 180»; por eso, cuando llega a Asturias para comenzar una nueva vida, su amigo Pascual, guardia civil, le presenta a Patricio, un colombiano que se ha pasado 30 años buscando sin resultado a los asesinos de su hermana Coral. La policía cerró el caso, pero Patricio tiene informes bastante incoherentes y no se ha dado por vencido. A pesar de que el Lato se niega a colaborar en la búsqueda, la desaparición de Reme, su vecina de Madrid, lo lleva a relacionar ambos crímenes y resolverlos a la vez.

Aunque Carmelo Latorre es un policía, no creo que Un ángel en Carabanchel sea novela policíaca porque en realidad no hay enigmas por resolver, de hecho comienza in medias res, desvelando la tortura de Reme y anunciando su muerte «ese olor, nauseabundo e insoportable, debía de ser precisamente el aroma que desprende la muerte para anunciar su llegada». Misterio no hay, pero desde la primera página el lector queda sobrecogido y en tensión hasta el final. Un ángel en Carabanchel tampoco se caracteriza por la interpretación racional del policía que lleva el caso para dar a conocer una sociedad que quede descrita en sus acciones, como suele ocurrir en las novelas policíacas, donde la razón es lo que realmente sostiene la sociedad, donde la investigación de la muerte se aborda desde el momento en que destruye la estructura social, con la intención de que todo vuelva a la normalidad. Aquí nada vuelve a ser normal.

La novela de Jorge García tiene un trasfondo pesimista; de hecho es más que novela negra. En sus páginas se desconfía del sentido que pueda tener el universo, el mundo es un espacio ilógico que no hay forma de ordenar, «…el convoy se puso en marcha. A Reme […] se le antojó haberse convertido en una pegatina adherida al cristal del vagón». El mundo de Reme es hostil, especialmente premonitorio, del que es imposible salir indemne. Carmelo Latorre ha pasado 37 años en ese espacio violento donde la vida no vale nada, «En dos días la gente se habrá olvidado del asunto». En este contexto, la muerte de los más desfavorecidos no genera intriga porque es la consecuencia de la corrupción a niveles elevados, judicial, eclesiástico, castrense.

La investigación del asesinato pasa por una reflexión sobre el ambiente donde se ha desarrollado y el lector es capaz de discernir la importancia que adquieren la injusticia social y la violencia subyacente «—Trinca a esos hijos de puta. Y si tienes ocasión no dejes que vayan a juicio».

He comentado antes que Un ángel en Carabanchel es más que novela negra. Hay un puente que nos lleva directamente a la novela criminal; en el que la reflexión sobre la investigación y los delitos cometidos se complementa con hábitos y referentes de determinadas comunidades, de manera que tenemos muy clara la diferencia entre los colectivos que andan en juego y somos conscientes de que los poderosos no van a perder, por vía judicial o legal, porque están respaldados «No debes inquietarte. Este número está ahora registrado a nombre de un muerto» y de que los humildes seguirán en su agujero, «la mujer se contempló el delantal anudado a la cintura y las piernas sin depilar». Estamos seguros de que es una novela criminal cuando la sentimos testimonial «El Lato se quedó unos segundos contemplando el devenir de un país acostumbrado a bostezar y a no tener opinión».

La perspectiva polifónica de la narración es evidente, la tercera persona, casi omnisciente, permite un punto de vista objetivo e incompleto de la situación; el enfoque de este narrador es intencionadamente parcial, desde el momento en que pone límites al conocimiento de la historia para que algunas partes queden en penumbra; el narrador no puede llegar a la mente de todos los personajes ni al conocimiento total de los hechos. Como si se tratara de una cámara cinematográfica cuenta lo que ve al tiempo que deja paso a la primera persona del monólogo interior, del pensamiento, de lo escrito en el diario, de lo expresado en las cartas, para que sean los mismos personajes quienes revelen su personalidad.

Hay cierta complejidad armónica en una narrativa totalmente dura que aparece reflexiva en el narrador al tiempo que se suelta en diálogos totalmente espontáneos. La estructura va más allá de introducir analepsis o prolepsis; los saltos temporales se suceden, casi atropellándose, para que el secuestro, tortura y muerte de Reme nos mantengan atrapados o nos den un respiro tranquilizador, según quiera el autor.

La fluidez dialógica acompaña a la intriga y la angustia, a la dureza probatoria que representa, porque el caso de Reme, tal y como atestiguó Coral, la asesinada treinta años atrás, puede ser el de muchos menores desaparecidos sin que la justicia haya velado por ellos. La novela es una mezcla de suspense y thriller que no da tregua al lector hasta que no llega al final. Será entonces cuando establezcamos el perfil completo de los personajes.

Los asesinos no tienen motivación para actuar, el autor los ha relegado a sádicos psicópatas, gente poderosa que disfruta infligiendo dolor. No hay solución para ellos. Son dioses que todo merecen, desde su propio placer hasta el dolor ajeno y cuando el daño no ha sido suficiente, se encolerizan. Son odiados y temidos por los mortales, gente miserable dispuesta a ofrecer su cabeza por mitigar algo el sufrimiento «Se ha declarado culpable […] El fiscal debe de haber ofrecido una condena de risa […] y el abogado del muchacho, que no es tonto, le ha aconsejado aceptarla». El lector es incapaz de sentir algo de empatía, experimenta un rechazo absoluto ante mentes que se han ido pudriendo junto a los cuerpos con el paso del tiempo, son personas que han involucionado para dejar su podredumbre en un entorno determinado que, para los que viven allí, representa una tela de araña de la que no pueden escapar aunque se dan cuenta tarde, «Todo es mentira. El dolor es mentira. La vida es mentira».

La brutalidad que implican las confesiones en primera persona supera las trabas de la ficción, por eso aparece el narrador en tercera persona, para tomar distancia del personaje aludido. Sin embargo este narrador no consigue despegarse del Lato, antes bien, lo acerca al lector mediante la admiración y la ternura que despiertan algunos animales. Como aquellos con los que se compara, Carmelo hace gala de una total espontaneidad. A través de la animalización lo vemos imperfecto aunque profundamente humano. Su cuerpo de barril le aporta un aspecto agresivo y vigoroso «se interesó el Lato; inclinando el cuello de jabalí» «volcó el líquido en su boca de hipopótamo», aunque es noble y resistente «le dirigió una mirada suspicaz, de mulo resabiado». Fuerte y salvaje, puede atacar si se siente amenazado, «le recriminó haciendo descender el bigotito […] que por momentos parecía trasformado en un caimán prehistórico». Pero cuando le interesa puede mostrarse tranquilo, incluso amigable «Sobre el asfalto se asemejaba a una perdiz en busca de lombrices». Aunque nuestro policía viva en solitario, poniendo a prueba las astucias de sus depredadores con su alta capacidad de camuflaje, «volvió a adoptar la misma postura de cefalópodo descansando plácidamente en el fondo del mar», siempre está alerta, dispuesto a atacar «continuó acariciándose el mentón de marrajo».

Por todos estos rasgos sabemos que será capaz de hacer justicia, aunque sea una justicia personal; no cabe duda de que su experiencia y aptitudes deductivas se verán reforzadas por la ayuda de otros factores, donnadies cansados de ser las víctimas y pasan a ser los verdugos. Al Lato, que no es triunfalista, no le importa usar la violencia o el engaño para conseguir su objetivo y así, por momentos y sin ser consciente, transformarse en un ángel que ayuda a los desheredados de Carabanchel.

Después de leer la novela y conocer al personaje esperamos que el haberse jubilado no sea un impedimento para llevar las riendas de otro caso. Confiamos en que Jorge García siga viendo a los demonios que pueblan esta distopía que tenemos por sociedad.

domingo, 13 de junio de 2021

LA VIRGEN NEGRA


Puede que sea por deformación profesional, puede que sea por mi obsesión de tener todo controlado, ordenado y categorizado lo que llevo entre manos, el caso es que me ha costado encuadrar la última novela que he leído (y que nuevamente agradezco a Babelio).

Al principio, que es el final de la historia, tenemos la impresión de encontrarnos ante una novela de terror. Después parece que todo empieza como una novela romántica. Más tarde aparecen los crímenes, víctimas por encontrar, personajes inhumanos… así que la novela negra y las Leyendas de Bécquer acuden a nuestra mente. Leyendas cargadas de seres mágicos, demoníacos que protegen y atacan. La virgen negra tiene todos estos componentes, «—Tikô Wariö, Tiko Bronô. Te K skriwa kej —canturreó la voz. Manos impacientes empezaron a excavar, a cubrir otras manos de oscuridad y silencio», aunque no cabe duda de que el realismo se ocupa del presente con intención crítica, mientras reivindica la tradición del pasado sin que nos dejemos llevar por posibles mitificaciones.

Lo que queda claro en La virgen negra es que el presente es inestable y efímero, inacabado, por lo que requiere de un futuro para completarse, y de un pasado que le dé sentido «Él también tiene sus propios tormentos —murmuró—. Aquellos fueron días malditos». El narrador omnisciente consigue introducirse de lleno en la mente de los personajes, de manera que los conecta a todos para que aporten al argumento cierta armonía. Las historias del pasado se mezclan con el ahora para exponer de forma simbólica el tema: «Aquí están, pensó Teresa, los dos lados de esta historia: tiniebla y luz, muerte y amor».

En la novela confluyen varias historias; un niño se pierde en el bosque y encuentra algo que lo aterroriza, un hombre es incapaz de amar a una mujer, la rechaza una y otra vez, incluso cuando ella le confiesa que van a ser padres, un pintor nonagenario lleva décadas sin hablar, ignorando a su sobrino que se preocupa continuamente por él, otro octogenario se ha sentido apartado de su familia a pesar de haber mantenido a salvo un secreto que no ha dejado de torturarlo, un joven vive obsesionado por seguir las enseñanzas de su padre para evitar que el mal lo atrape aun a costa de hacerse daño a sí mismo y a los que quiere. Una mujer atormentada ha sido capaz de desempeñar una carrera policial exitosa a pesar de los malos tratos recibidos de su pareja, hasta que se da cuenta de que puede estar ante su último caso, porque algo ajeno a la voluntad se ha instalado en su mente para destruirla.

Cuando todos estos casos se juntan en un valle, en las montañas fronterizas entre Italia y Eslovenia, la naturaleza se muestra despiadada para interferir en unos y otros hasta dejarlos sin voluntad. Ilaria Tuti impone a la realidad un carácter onírico y algo fantasmal para ralentizar la temporalización con reflexiones. El lector se ve obligado a detenerse sin llevar a cabo juicios rápidos


Era la ausencia de movimiento que acompaña el peligro.

Una presencia había violado los límites invisibles […] No aulló […] Se manifestó con un olor humano y una melodía que era tormento y éxtasis.

La autora se vale de la pintura, la música, la medicina, para reforzar la historia con un metalenguaje capaz de captar una naturaleza alternativa, es real pero mágica, bella aunque peligrosa. Una naturaleza que cuestiona la realidad en una novela que cuestiona la ficción. Hasta que no lleguemos al final de la lectura nada cobrará pleno sentido.

Teresa Battaglia es la comisaria al mando de un equipo policial reflejo de la familia de la que han carecido todos los personajes que recorren las páginas; Massimo Marini es el joven inspector que la quiere y respeta como a una madre, De Carli y Parisi, siempre alertas para saber lo que necesita en cada momento, el forense Antonio Parri, mucho más que un amigo «—Porque he perdido la cuenta de todas las veces que me quitaste el vaso de la mano…».

El trabajo supone para Teresa un respiro, que le concede ignorar por momentos su dependencia de la insulina, que le permite olvidar a veces su pasado de sufrimiento, un pasado que amenaza con reflejar el tormento en la exclusión que la marcará en el futuro. Por eso su diario es fundamental, el reducto que le ofrece datos olvidados cuando el Alzhéimer comienza a torturarla.

La comisaria debe enfrentarse a diferentes demonios, crímenes antiguos, desapariciones actuales, enfermedades, rencor, dolor. Para resolver los casos, Ilaria Tuti pone delante de Teresa dos ángeles, Blanca y Smoky, dos seres que desafían constantemente su condición para encauzar su vida hacia algo inusual, encontrar restos de huesos. Pero también hay demonios, a mitad de camino entre lo religioso y lo pagano. Seres incomprendidos que quieren mantenerse a lo largo de generaciones.

Entre ángeles y demonios protagonizan una historia de leyenda tradicional en la que la magia está oculta en el monte, tras una naturaleza de apariencia amigable que desata su furia para avisar del peligro. La historia de La virgen negra podría estar entre las leyendas del Romanticismo, ávidas de tradiciones ancestrales, revestidas de carácter sobrenatural, incluso místico. Pero la autora aporta el cientifismo actual para que esa magia pueda pertenecer a la normalidad. A veces el poder de la sugestión es más fuerte que lo evidente. Los fenómenos que vienen sucediendo en el Val Resia no encuentran explicación en la mitología, ni en costumbres prehistóricas preservadas por mujeres que se saben el puntal de la sociedad; no vamos a encontrar exorcismos para sacar el mal del valle. El lector une, según le interesa a Tuti, datos y hechos protagonizados por personas crueles, por otras asustadas o dependientes de quienes impusieron sus creencias con chantajes emocionales.

El horror tiene una explicación médica o técnica, aunque La virgen negra permanece envuelta en cierto misterio sagrado aun después de leerla, después de haber podido transformar o adoptar esta deificación «Las llamas ardían en los nichos, sombras y luces temblaron en los rostros de las divinidades femeninas, en los vientres prominentes y en las espirales».

Las diferentes historias suceden en distintos tiempos de un mismo lugar. Un espacio alejado de la actualidad. Cuando el equipo de Teresa llega para investigar una muerte sucedida 70 años atrás, queda hipnotizado por una tradición mantenida miles de años y totalmente natural para los resianos. Ni Teresa, ni Massimo, sumidos en sus propios demonios, serán capaces de racionalizar los elementos que se presentan como fantásticos. La comisaria deberá descubrir la posibilidad real de esos sucesos para que todo quede resuelto. Pero los lectores sufrimos hasta la última página, hasta que reconocemos, al final, que los culpables son fruto de una cadena de obsesiones supersticiosas depositadas en ellos para hacerlos sufrir y que consiguen atormentar a quienes están a su alrededor. La tensión constante, consecuencia de que el conflicto se va complicando con las historias, es la causante de que podamos cambiar la percepción de lo presumiblemente real, y demos sentido a la máxima de la novela «Tempus valet, volat, velat».

No quiero terminar el análisis sin mencionar el ritmo dual de la narración, normalmente es rápido pues mezcla el lenguaje técnico, poético y tensional con expresiones que reflejan cierto humor y familiaridad en los diálogos. Pero en las descripciones del narrador, con su vocabulario culto y, a veces, técnico en demasía, el lector debe parar para reflexionar nuevamente, ahora en la palabra, cuyo significado deberá descubrir por el sentido del texto o gracias al diccionario: «genoma, reluctancia, gorguera, efracción, livor…».

También las metáforas poéticas aportan cierto valor dual a la muerte «Teresa descendió a ese hipogeo de los nichos metálicos con espíritu inquieto». Asimismo los adjetivos relacionales son perfectos para describir las cualidades inherentes del sustantivo o especificar su ámbito, algo que ayuda en la comprensión de la mágica realidad que envuelve a la novela: «zona reptiliana, símbolos especulares, meses sinódicos, lámpara cefálica, mundo ayuno de episodios, dolor púdico, agua esmeraldina».

Merece la pena leer hasta los agradecimientos, en la página 500. También ahí encontraremos respuestas.

lunes, 7 de junio de 2021

ÉTICA PARA INVERSORES

Me gusta el personaje de Kostas Jaritos, aunque tiene una mentalidad, en cuanto al papel de la mujer, propia del siglo XX; es un comisario de policía que, habiendo odiado en el pasado al sistema comunista, ahora es amigo, casi hermano, de uno de los comunistas que aún quedan por Grecia viviendo en un centro de refugiados. Lambros Zisis, éste que nada posee en cuanto a bienes materiales se refiere, cuenta con el cariño de la familia Jaritos al completo. Adrianí, la mujer del comisario, lo respeta y admira, por lo que es y a lo que se dedica: ayudar a los necesitados, dirigiendo el centro. Katerina, hija de Kostas, quiere tanto a Lambros que no sólo lo llama tío sino que puso a su hijo su nombre en su honor. Lambros acude a ver a su “nieto-tocayo” casi todos los días. Al igual que Kostas, cuando termina su trabajo.

Es lo más importante de esta serie de Petros Márkaris, la relación familiar que mantiene el comisario. Los quiere a todos, los valora por lo que son, los respeta a pesar de las diferencias. Es fantástico, entrañable, ser testigo de las reuniones que frecuentemente tiene la familia en torno a la mesa, lugar que, por supuesto, dirige Adrianí con total éxito.

He querido empezar la reseña de Ética para inversores con la familia de Kostas Jaritos porque es la protagonista de la última entrega del autor.

Ética para inversores comienza con Lambros al frente de una manifestación, pequeña, formada sobre todo por los que viven en el refugio para inmigrantes. Son pocos pero quieren que su voz se oiga en Grecia, que todos se enteren de que hay personas viviendo sin posibilidades en un mundo hostil donde no tienen cabida, porque los partidos mayoritarios de la derecha se la niegan. Por eso durante la manifestación entierran simbólicamente a “la izquierda”, una forma de pensar, ya utópica, que no tiene sentido en la sociedad actual.

Una sociedad en la que los pobres van aumentando y cobrando nuevas dimensiones: parados, migrantes, jóvenes que no encuentran su primer trabajo, comerciantes afectados por la crisis económica, mendigos…, todos se organizan, con Lambros al frente, para protestar pacíficamente por la situación en la que se encuentran, «Pero movilizar a los feligreses de una iglesia, católica para más señas, no lo había hecho nunca […] aun en la vejez sigo aprendiendo el abecedario de la vida».

Por otro lado, a la comisaría de Kostas Jaritos llega el anuncio de un asesinato. Han matado a un saudí que estaba en Grecia para invertir en un complejo turístico. Los políticos se sublevan ante este hecho. Realmente es incomprensible eliminar buenas relaciones con un país que, en principio, beneficia.

Cuando apenas hay pistas de quién es el asesino, otro atentado tiene lugar en Atenas. Han asesinado, de la misma manera, a un chino que venía a Grecia a comprar, pagándolos a muy buen precio, diferentes inmuebles para alquilarlos luego a los propios griegos.

El narrador en primera persona va cambiando en los capítulos para, entre Lambros Zisis y Kostas Jaritos, ir poniendo al día al lector; éste sobre cómo transcurren las manifestaciones, los problemas que presentan y las soluciones, «Los bravucones mantienen el pico cerrado porque les han pillado por sorpresa. Primero un mujer y luego un italiano han desmontado su cháchara racista […] Empiezan a retroceder por donde han venido», y aquél sobre el avance de las investigaciones que tienen por finalidad hallar al asesino, quien, antes de ser apresado aún logra matar a un asesor financiero griego, que colaboraba en la prensa. Muertes que parece que no tienen nada que ver, que son provocadas por alguien que odia al país pero que el razonamiento de los allegados de Jaritos, compañeros de trabajo, amigos y familiares, nos hará ver la falta de ética de estos inversores pues sólo pretenden turismo de lujo, alquilados solventes y trabajadores jóvenes que hagan largas jornadas laborales por el salario mínimo. Pues Márkaris retrata la sociedad capitalista actual donde no hay cabida para ningún tipo de menesteroso y donde la clase media siempre estará al servicio de los potentados, por miedo a perder su estatus «Cada uno de ellos padece su pobreza particular, que es diferente de la de los demás». De nuevo el autor da en la diana con su crítica a los gobiernos que no hacen nada por cambiar esta situación. El autor denuncia la corrupción y la desesperación de los afectados por la crisis, para ello se sirve de sus personajes quienes, en esta novela más que en ninguna otra, forman un protagonista coral que reflexiona sobre el porqué es necesaria una movilización «También nosotros somos pobres. Aunque tú tengas un sueldo fijo de funcionario […] ¿Has olvidado que durante la crisis comíamos todos juntos porque el dinero no alcanzaba para llenar la mesa de dos familias?».

Un protagonista colectivo que utiliza el discurso político para convencer al pueblo de que debe permanecer unido porque «no hay un solo tipo de pobreza, sino muchos […] la pobreza de los braceros, los peones y los obreros […] la pobreza de los sin techo […] la pobreza de los jóvenes…».

Un coro que alienta a conseguir un mundo más justo con sugerencias sobre la importancia que tiene la educación para el progreso de un país «…los luchadores analfabetos despreciábamos a los “estudiantuchos”. Ahora, en la vejez, tengo que reconocer que los estudiantuchos saben cosas de las que nosotros nunca nos percatamos».

Todo ello sin renunciar al humor «Me resulta difícil que […] hayan bautizado en el activismo y en las manifestaciones de protesta a mi nieto de siete meses», ni a las máximas populares «El que se pica, ajos come».

Un personaje coral que en realidad ve la unidad de la izquierda como una utopía, un supuesto deseable para combatir la corrupción de la extrema derecha aunque imposible de llevar a cabo «si los pobres se constituyen en movimiento […] tendremos que enfrentarnos […] a un mar de gente de todas las razas y procedencias, y a ver cómo lidiamos con eso».

Ética para inversores es, más que una novela negra, el manifiesto ideológico de Petros Márkaris; la realidad politicosocial del momento se implica en los crímenes de tal forma que, entre Kostas y Lambros, consiguen la interacción entre la policía y los manifestantes empobrecidos. Pero la narración no tiene mayores sorpresas en cuanto que es un reflejo tanto de la ideología del autor como de la del comisario Jaritos quien, algo desencantado, continúa denunciando un país atrasado en el que el caos circulatorio se convierte en un verdadero problema para las relaciones. Problema que él desde su humildad se lo toma con bastante filosofía no exenta de ironía «las dos cosas suelen guardar una relación inversa en Atenas. Cuando el tráfico te trae de cabeza, resulta fácil aparcar, ya que todos los coches están en movimiento. Cuando, por el contrario, no hay mucho tráfico, los coches se encuentran aparcados en la calle en doble fila».

Kostas mantiene en todo momento su seña de identidad, el amor incondicional hacia sus amigos y su familia, presentes en todo momento y particularmente en esta entrega, demostrando que las mujeres son también imprescindibles. Ellas asombran a Jaritos y a nosotros nos asombra, siempre, Márkaris.