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miércoles, 23 de febrero de 2022

LA CASA DE LAS MAGNOLIAS

He de agradecer, una vez más a Babelio, el descubrimiento de una autora. Nuria Quintana asombra por su capacidad de novelar en su primera obra. La casa de las magnolias es una novela de tintes clásicos y carácter decimonónico, aunque de narrativa actual. Algo bastante ambicioso para una jovencísima escritora.

La casa de las magnolias es la historia de la familia Velarde, matrimonio en el que Ignacio es un rico comerciante que hace su vida entre Santillana y La Habana, y su mujer, Adela, permanece en la mansión añorando una convivencia tradicional. Cristina, la hija, tiene la suerte de contar con Aurora, su mejor amiga, una niña de su misma edad, hija del matrimonio de confianza de los Velarde, Francisco y Pilar.

Así que aunque haya diferentes familias en la casa, forman una unidad que se mueve en torno al majestuoso edificio. Todo transcurrirá con cierta normalidad hasta que Aurora, al cumplir los 14 años, pase a desempeñar un trabajo de responsabilidad. Será la doncella de Cristina y, aunque en principio quieren que todo siga igual, los celos, la falta de confianza y las traiciones harán de sus vidas un infierno. Con la llegada de la Guerra Civil todos abandonarán la casa y quedará destruida para reaparecer, años después, convertida en un hotel.

Hay dos personajes fundamentales en esta historia: la casa y la naturaleza. Ambos son simbólicos para el resto del elenco. La casa, enorme, acoge a las mujeres que viven en ella, protegiéndolas de cualquier peligro. Por el contrario, la naturaleza, símbolo de libertad, lo es solo para el hombre «Hago más vida fuera que dentro […] Me paso el día por los prados», pues a la mujer puede resultarle peligrosa «Esta zona lindaba con el bosque, pero no podíamos sobrepasar aquel límite».

Las mujeres de La casa de las magnolias son perfectamente reconocibles como las que, en general, poblaron el siglo XX. Daba igual la posición social; la mujer debía permanecer en casa, sentirse protegida por la seguridad que le ofrecían sus muros y además, comprendida y querida por el padre o el marido. La figura de la madre es la de confidente, la que ayuda, pero el padre es el protector.

Cristina no cuenta con su padre, por eso no es feliz. Adela también se siente abandonada por Ignacio, desprotegida, de ahí que se vuelque en posibles amantes en vez de dar el cariño que su hija necesita; Adela no es feliz por lo que no puede hacer feliz a nadie, ni siquiera a su hija; la niña pone sus esperanzas en Aurora, pues su vida familiar es envidiable y Cristina la desea para ella. Pero algo desestabiliza este ambiente, aunque sea de manera indirecta. En la casa de las magnolias hay un antes y un después de la guerra. Si antes predominaba la unión del grupo, la guerra trae la destrucción y separación de quienes se querían.

De la novela sentimental, Nuria Quintana adopta la descripción minuciosa, larga, cuya misión es ser depositaria de la función poética, literaria con la que, mediante un lenguaje sencillo, consigue que fluyan la belleza y los sentimientos, de manera que el lector se siente atrapado en una narrativa amena con un punto de intriga. Lo que ayuda a crear esta tensión es el cambio de narrador en primera persona, pues las confesiones de un personaje, que hacen partícipe al lector, están vetadas para otros, que llegan a la desesperación y a la locura.

La historia se presenta como algo individual, donde la casa y la naturaleza que la rodea se erigen por sí mismas como protagonistas absolutas para decidir lo que les ocurrirá al resto. De hecho, los acontecimientos históricos, externos, sociales pueden desligarse de la trama, a pesar de constituir el periodo más convulso del país. La guerra es un detalle más, algo que marca el antes y el después, pero lo que condiciona a Aurora y Léonard, son realmente la naturaleza y la casa como símbolos maternos, de destrucción.

Probablemente sea esa la razón por la que la obra, en sí misma, es capaz de comunicar a cada lector un mensaje diferente; los habitantes de la casa, hombres y mujeres, realizan los actos obligados a su naturaleza tradicional. El padre de Cristina no puede permanecer encerrado, no encuentra la vida ahí, necesita viajar, alejarse para realizarse como persona; las mujeres, en cambio, están a gusto dentro. Salen cuando no tienen más remedio, nunca por voluntad propia.

Cristina no ha tenido un eslabón afectivo con su madre. Aurora lo pierde en la adolescencia. Esto hará que ninguna realice una transición adecuada a la vida adulta. La ausencia de la figura materna es esencial a la hora de apreciar el giro en la evolución de las protagonistas. Ambas tienen una infancia que transcurre en el paraíso, sin embargo lo pierden en la madurez: La finalidad de Aurora es lograr un proceso de individualización como ser humano, para ello se realiza en su hija, proyecta su futuro a través de Isabel. El objetivo de Cristina es emprender una evolución personal como Aurora, pero no tiene ninguna posibilidad al quedarse sola.

Llegados a este punto parece que la formación de Aurora es el tema y la razón de la novela. Es el centro de la historia. Ella representa a la mujer protectora. En la casa de las magnolias ofrece su amor a todos. Incluso huérfana, dependen de ella Luis, Adela, Léonard y Cristina «no lograba apartar de mi mente la visión de Léonard ocupando el sitio que me correspondía a mí, que hasta entonces solamente yo había ocupado».

Cuando Léonard quiere dotar a Aurora de libertad, es la naturaleza la que lo impide, y ella, tras ser castigada, vuelve a quedar encerrada, ahora en la pastelería, consiguiendo que Isabel, Carmen y Luis queden bajo su protección, este último llevado por la culpa, «para compensarla por mi silencio, decidí permanecer a su lado […] no tenía ningún sitio al que regresar ni trabajo que retomar».

Y si el centro es Aurora, el protagonista es Léonard, el que ocupa en la novela el lugar del salvador, el héroe que quiere liberar a Aurora de la opresión de la casa, y al que los fenómenos naturales reprimen por ello, apartándolo del entorno y de su amada. Sin embargo aún aparecerá al final para mostrarle a Isabel la diferencia entre la concepción del mundo que ella tenía asumida y la realidad en sí misma.

Como novela sentimental, se presenta en primera persona, pero Quintana desdobla la voz narrativa en las tres mujeres protagonistas. Aurora, Cristina e Isabel se encargan de narrar sus venturas y desventuras en las que predominan las emociones, elemento principal en sus relaciones, a las que asistimos experimentando la misma exaltación que quienes las viven.

Son personajes extremos en situaciones al límite, con lo que consiguen que la literatura quede por encima de la realidad «Me sentía desprotegida e indefensa. Sola ante un futuro por el que ya no sentía ilusión, tan solo temor».

Al principio tenemos la sensación de que las mujeres están idealizadas, pero conforme entramos en la casa vemos los defectos agrandados por el ambiente opresivo. Las personificaciones ayudan a diferenciar el espacio adecuado para cada sexo, de hecho si algo intenta cambiar, la naturaleza y la casa avisan enfurecidas «el cielo crujió con tal magnitud que hizo temblar paredes y techos […] Temí el viaje, incluso que nuestro plan se arruinase».

Cuando Isabel decide abandonar los sentimientos, dejarse llevar por la razón y buscar a su padre, se embarca en una serie de aventuras que la llevan a vencer los obstáculos que no le permitieron conocerlo; por fin, vive una anagnórisis en la que descubre el amor entre sus padres y la bondad del que pudo ser su progenitor. Su padre representa el ideal humano capaz de conseguir que Isabel perdone a su amigo, a su madre y a sí misma, con lo que en su madurez puede darse una nueva oportunidad para ser feliz.

Novela de amor, celos, soledad, traición, que nos recuerda a cada momento la necesidad de comunicarnos, de no encerrarnos en nosotros mismos si queremos tener más opciones para llevar una vida plena.

jueves, 1 de octubre de 2020

LA OSCURIDAD QUE CONOCES


El género policial parece el idóneo para anclar el gran impacto cultural y humano al que ha llegado la violencia y La oscuridad que conoces afronta un lugar en el que no solo la violencia, también la memoria de esta quedan instaladas. La estructura de la novela transforma el contenido en materia de reflexión crítica para que seamos conscientes de que no podemos limpiar el pasado con la suciedad del presente. Encontramos dos capítulos que encuadran el argumento, relatados en tercera persona por un narrador omnisciente, y en disposición contraria al tiempo que sugieren. Así el primer capítulo, “El final” relata la muerte de dos preadolescentes, Izzy y Junie, asesinadas de forma brutal en el parque. El último capítulo, “El principio”, narra el nacimiento duro de Eve, la madre de Junie. El resto son 25 capítulos cortos, centrales, escritos en primera persona por Eve quien, a su vez, se desdobla a lo largo de la novela en víctima, verdugo e investigadora.

A veces Eve se desvía de los sucesos presentes y los asocia al pasado o a pensamientos relacionados con algo que el lector no sabe, «el vínculo que las unía (a las niñas) no había hecho más que fortalecerse. Y eso tampoco me gustaba. Odiaba pensar en lo que podía significar». Lógicamente esto aumenta la intriga del lector, que habrá de esperar a que la búsqueda siga su curso para enterarse. Otras veces, las digresiones nos van poniendo al tanto del lugar y los personajes, digresiones que también intensifican el misterio «mi actitud no estaba ayudando […] Pero no sabía cómo estar sentada frente al sheriff Land […] Nuestros papeles habían sido grabados a fuego mucho tiempo atrás».

Y en ocasiones, es la propia información incompleta la que nos despierta la curiosidad «—Jimmy Ray no es su padre —repliqué con voz dura—. Y no ha tenido nada que ver con esto. A pesar de todo tiene ciertos principios».

La historia de La oscuridad que conoces presenta algunas peculiaridades relacionadas con espacios políticos y culturales que funcionan como variables de una imaginaria Barbarie versus Civilización; una de esas distinciones es que da la impresión de que la civilización no existe, no ha llegado. Es la escritura de la marginalidad. Las palabras de Amy Engel contienen la característica del habla oral, por lo que se nos muestran a través de una escritura rápida, inmediata, capaz de formar imágenes objetivas cuya función no es sin embargo efímera, sino para que permanezca la infancia recordada. No hay recuerdos imprecisos. Eve mantiene en su memoria «un cielo negro» que cubría sus momentos dolorosos, pero estaban ahí, latentes, para salir en cualquier momento a golpearla de nuevo, una y otra vez, tras sufrir el peor golpe que puede soportar una madre. La insistencia anafórica y digresiva, el volver constantemente atrás es el testigo de su dolor.

La escritura rápida, el uso del habla coloquial, la narración pretendidamente objetiva, la abundancia de diálogos y la inclusión de escenas dinámicas y violentas participan de las convenciones de la novela negra. La originalidad que propone Engel es transformar a la víctima en investigadora atípica, pues no participa de la credibilidad intelectual ni social, por lo que debe actuar sola, a espaldas de una ley que ella sabe corrupta.

Sin embargo su intención no es denunciar la inmoralidad política, social o humana. Quiere vengarse de quien le arrebató a su hija de la forma más violenta y miserable posible. En un mundo salvaje, atroz, no hay cabida para la sensibilidad ni para la comprensión. A dos días de los asesinatos, atraídos como carroñeros, aparecen los periodistas, los medios de comunicación que, irónicamente intentan llevar la civilización a «una triste colección de edificios situados junto a la autovía […] con unos bosques tan espesos y frondosos que bastaban diez pasos para perderte en ellos». Un intento infructuoso pues se dan cuenta de que nada se puede hacer en ese pueblo, nada pueden conseguir con gente que se ha criado en un sitio duro, rodeada de mezquindad. Abandonan y dejan abierta la oportunidad de venganza para todas las mujeres maltratadas, «Porque te voy a encontrar, cabrón hijo de puta, y te voy a hacer pedazos».

No hay valores sociales para los habitantes de Barren Springs sino un fuerte sentimiento de desarraigo a un espacio hostil; que muestra un sistema que impide la adaptación a la realidad social.

El espacio adquiere, en la novela, una gran complejidad y participa de la consideración que se tiene de sus personajes. Es el mismo, aunque adopte diferentes interpretaciones según quién esté. El reducto de Jimmy Ray es parecido al de Lynette, y sin embargo Eve los sentirá como refugio o peligro, según estén o no ocupados, o según el momento en que Jimmy era su novio o ella decide que no permitirá que él la vuelva a tratar como un despojo. Incluso la casa de Eve, casi acogedora en vida de Junie, se transforma en algo frío y sucio a su muerte.

El pueblo de Barren Springs es el espacio real por el que circulan unos personajes y, sin embargo, en un momento de la trama se iguala al posible mundo ficticio que alberga leyendas de niñas maltratadas, desaparecidas, hasta que ambos universos quedan entrelazados, por lo que el real de la novela adopta la calidad difusa, engañosa de los sueños por donde deambulan seres irreales, «Ya estoy en el infierno».

El pueblo toma la entidad de la masa anónima que se adueña de la característica infernal propia de las novelas de terror, «Tenía tierra aferrada a la piel entre los dedos y debajo de las uñas […] Me tendió la mano y le di la pistola». Cualquiera encubre un secreto o es una amenaza. Los límites entre el orden público, el abuso, el maltrato y el crimen se borran. No hay diferencias entre el día y la noche. No hay un verdadero detective. Eve lleva cabo sola la investigación hasta dar con el culpable. Nadie le ofrece respuestas claras, ella es quien debe encontrar las relaciones ocultas que desencadenaron los crímenes. Eve se convierte en una extraña en su propio terreno, por eso, hasta que no se da cuenta de que debe tomar un punto de vista distanciado de lo que pasó, no descubre la verdad. Nada protege a nadie en un lugar en el que todo es sucio y peligroso, desde el sexo «yo pegada contra las paredes cubiertas de musgo y con Junie dormida en el coche», hasta la naturaleza «plantas de kudzu se me enganchaban en los tobillos y podía oír murciélagos aletear en el cielo cada vez más oscuro». El espacio es el lugar propicio para distanciarse desde el resentimiento y poder objetivar el suceso. Para ello necesita tener la mente despejada y no dejarse llevar por los sentimientos sino por su mente torturada llena de instantes monstruosos, de amenazas, víctimas y verdugos.

Eve disfraza su añoranza de cinismo y nos descubre a unos personajes que intentan infructuosamente recomponer los fragmentos de una identidad animalizada y que curiosamente han representado la autoridad para ella.

Junie no es más que la consecuencia de Eve, situadas en la línea divisoria, pretenden vivir en una sociedad tras haber sido maltratadas, separadas de la civilización. Frente a ellas la naturaleza sanguinaria amoral de la Barbarie las acecha implacable. Amy Engel expone una visión desencantada, determinista de un sistema que condena a los marginados a repetir el ciclo de horror y muerte.

En este entorno miserable, la madre de Eve, Lynette, se convierte en oráculo de sus vidas, «Lo que te golpea nunca es lo que esperabas» «No dejes que nadie te quite lo que es tuyo» «Se lo ha ganado a pulso». Lynette, Eve, Junie, incluso Jenny, madre de Izzy la otra niña asesinada, y ella misma, son mujeres duras forjadas en la miseria, víctimas de los malos tratos, los abusos, la violencia, el horror que solo entiende una norma «A quien hizo esto. Encuéntralo y házselo pagar».

Y eso hacen, las madres maltratadas encuentran al asesino y llevan a cabo su justicia en una vuelta de tuerca impresionante. Madres e hijas conforman un todo único que deja el espacio infernal sin vínculo con el mundo civilizado, «nuestro pasado siempre terminaba saliéndonos al encuentro». No hay descanso para ellas, no tienen salvación. Es demoledor.



miércoles, 21 de agosto de 2019

EL DÍA QUE SE PERDIÓ LA CORDURA



Si alguien pensaba, al leer el título, que era una alegoría de un estado sublime, una metáfora de algún sentimiento, noble o despiadado, o una alusión a cualquier suceso clave para la humanidad, está equivocado. Es mejor que no siga leyendo. El título lo dice todo; bueno, no, porque las consecuencias de haber perdido la razón, o más bien de no haberla tenido nunca, son un cúmulo de disparates que ni el más tierno infante sería capaz de creer.

El día que se perdió la cordura es un despropósito. O puede que haya leído una maravilla, una nueva forma de hacer literatura y no haya sabido entenderla. Lo siento. La historia no se sostiene. A saber, una señora empieza a soñar con nombres de chicas y fechas de nacimiento y considera —o lo ve en el sueño— que dichas mujeres son nefastas para el mundo, así que si queremos seguir viviendo en él hay que sacrificarlas. Como son de diversas partes del planeta, enseguida se hace (la vidente onírica) con una red de hombres fuertes y creyentes que, por la fe que depositan en esta supermujer, buscan, raptan y cortan la cabeza de aquella desgraciada cuyo número ha salido en la lotería surrealista. Todo ello, por supuesto siguiendo un ritual al más propio estilo del Ku Klux Klan. En fin, que esta loca no lo está tanto desde que ve que sale el nombre y la fecha de nacimiento de su propia hija en el sueño, así que hipnotiza a su marido, doctor en psicología, para que cambie a su hija por otra chica. Además recluta al padre de esta víctima, para que esté a su servicio durante diecisiete años a cambio de devolvérsela una vez pase dicho tiempo, no sé muy bien por qué, creo que era una mentira.

Como la vidente posesa, Laura, es muy lista, consigue mantener esta ola de crímenes durante 17 años y ni su marido ni el padre de la secuestrada, ni el novio (por un día) son capaces de recordar contacto alguno con Laura y sus secuaces, aunque cada uno por su parte vaya actuando de forma que todos se den cita, pasado el tiempo convenido, en el pueblo donde empezó el calvario para ellos y consigan recordar quiénes son, por qué están ahí, y creer que todo ha terminado. Digo creer porque la historia tiene un final abierto que amenaza con continuar.

Este es aproximadamente la historia; no quiero desvelar nada importante, pero sí me gustaría argumentar por qué no es creíble esta novela, por qué raya en la ciencia ficción, por qué de tan inverosímil, Javier Castillo ha conseguido que el lector no sienta miedo, tensión, suspense o simplemente curiosidad por saber lo que pasa.

Ya al comienzo somos testigos de diálogos sin chispa, sin gracia (aunque lo pretendan) e imposibles de suceder a una familia normal, que llega al lugar de vacaciones, toma un taxi para que la lleve a la casa alquilada y se produce la siguiente plática:

—¿El número 35 me dijo, señor? —preguntó el taxista.
—El 36, corrigió Steven.
—Exacto, el 36. Quería ponerlo a prueba —bromeó el taxista.
—¡Risas, risas! gritó Carla a su padre al ver que no se reía mientras estiraba con las manos una sonrisa en sus labios.
—Carla, por favor, compórtate.
—Sólo quería que sonrieras, papá —respondió Carla.
—Carla, cariño, ya sabes que a tu padre no le gusta demasiado bromear —aclaró su madre.

Pues yo releí este diálogo por si debía acordarme de algo en el futuro del argumento, no sé, que el taxista es un asesino, o el padre y la madre se volverán locos al ver la niña imprudente que les ha tocado en suerte. Ninguna niña de 7 años le dice eso a su padre, sobre todo tras algo que comenta un desconocido y que no tiene gracia. De hecho, ningún taxista gasta ese tipo de “broma”. Pues los diálogos son todos por el estilo, así que tampoco es el ingenio de los personajes lo que hemos de resaltar.

La narración menos aún. Demasiado extensa (a lo mejor hay determinadas novelas que requieren 500 páginas para que parezcan grandes novelas); con la mitad de palabras nos hubiéramos enterado igual. De hecho algunas, no sólo se pueden eliminar sino que debería hacerse para no caer en la obviedad o la repetición. Si decimos que son las 3 es conveniente aclarar si de la mañana o la tarde, pero si decimos «a las 15» lo único que podemos añadir es “horas”, porque ya implica que es por la tarde, no pueden ser las 15 de la mañana; no obstante el narrador lo aclara «A las 15 de la tarde estaba prevista una rueda de prensa». No sólo es en los horarios, también la lógica hace que podamos ahorrar palabras para evitar el aburrimiento. Si hablamos de dos hermanas «que no compartían ningún interés en común», rechina algo en nuestra mente porque si se trata de compartir ya implica que va a quedar —lo compartido— en común. Además de palabras innecesarias, hay bastantes ocasiones en las que la repetición se convierte en un arma cargada para provocar hastío en la lectura, «se preparó mentalmente para la entrevista a solas con el prisionero. Repasó mentalmente…», «Era un momento en el que se había modificado el estándar […] la modificación…».

Las repeticiones no sólo se dan en el momento sino que hay acciones que quedan como epítetos épicos, caracterizadores de alguien en particular «se escuchó un pequeño terremoto de minipasos» «un terremoto de diminutos pasos se aproximó», o de un sexo en general:

Stella se acercó y lo abrazó (al director), rodeándolo con sus delgados brazos.

rodeándolo con sus delgados brazos (Laura al director).

lo abrazó con sus delgados brazos (Susan a Steven).

Sus delgados brazos lo rodearon (los de Amanda a Steven).

El autor ha dejado claro que las acciones de las chicas tienen que ver con la poca fuerza que denotan sus extremidades, lo “mejor” es que las de los chicos están relacionadas con la debilidad sentimental:

Los portentosos ojos azules de Jacob dejaron entrever unas lágrimas.

Sus ojos vidriosos comenzaron a llorar.

Nunca podré volver, Kate —dijo con la voz entrecortada por el llanto.

Si todo este cúmulo de circunstancias, además de reacciones impensables como que un psicólogo trate de “amigo” a un psicópata, o que una secuestrada que tiene una arma delante de su captor, la baje y lo abrace compadeciéndolo y ofreciéndose para ayudarlo sin dar tiempo a que haga efecto el Síndrome de Estocolmo, hacen de esta historia algo inadmisible, los personajes tampoco son demasiado creíbles: El doctor en psicología, que tiene delante por primera vez a un posible asesino, loco, comienza su toma de contacto con una lección de manual barato «—Creo que tienes mucho que contar. Las motivaciones, muchas veces infravaloradas, son el motor de la conducta humana». Está claro que para que el “loco” hable habrá de venir otra persona.

Asimismo ningunos padres normales, creo, dan por supuesto que su hija se finge aterrorizada para no estar con ellos, y se inventa una historia de persecuciones el primer día de vacaciones, y es capaz de hacer un asterisco gigantesco en el garaje de la casa de alquiler y sólo aceptan creerla si va al psicólogo esa misma tarde. ¿En serio?

El chico que se enamora de la protagonista es el típico superhéroe. Sólo la ve un momento y ya fantasea con la que será su mujer. Luego está con ella un rato, durante el cual son perseguidos por los que quieren raptarla y él sueña —literalmente— con vida en común, hijos… No sé, estamos hablando de adolescentes, por eso se admite que, en plena persecución, se duerman, pero por eso mismo es improbable que este chico pase diecisiete años buscando a su media naranja, sin tener claro si está muerta o no.

No voy a hablar, de nuevo, de la niña de siete años que, tras un accidente queda en coma en el hospital, lugar del que, pese a la vigilancia, desaparece en un visto y no visto «cuando todos entraron en la habitación y se agolparon en la puerta, se quedaron petrificados. La cama estaba vacía y Carla había desaparecido». Yo tengo la teoría de que hay seres de otra galaxia, que no salen pero están preparados para la siguiente entrega porque tanta desaparición sin que la policía pueda hacer nada no es de este mundo.

Además, tampoco es de este siglo que la mala malísima, la que lo urde todo, porque su mente está más fuera que dentro de su cabeza, es verdad, es una mujer; ella es la que corrompe a los hombres porque necesita su fuerza para llevar a cabo el descabellado plan salvador. Lo siento, pero lo de Eva-serpiente tentando-hipnotizando a Adán es otro tópico inadmisible.

Me gustaría que alguien me argumentara que la novela es buena. A veces empiezas mal una lectura y estás condicionada. Todo puede ser.

jueves, 7 de marzo de 2019

VIUDA, AL FIN



Realmente no sé cómo calificar esta novela. Indiscutiblemente es de humor. Porque nos reímos, aunque a veces no se sepa bien si la risa viene causada por la graciosa situación o porque ésta es penosa.

El comienzo está lleno de tópicos, una de las protagonistas «fumaba como un carretero», otra «se meneaba como si fuera veinte kilos más delgada y cincuenta años más joven», otro «sonrió seductoramente y se tragó una pastilla de viagra» y, por último, nuestra Viuda al fin encuentra a un desconocido y se dan «uno de esos besos sobre los que solo había leído en novelas malas, y que se prolongó un poco más de lo que habría sido apropiado». Todas estas particularidades tienen lugar en un local diseñado para que los ancianos se desmadren a base de sexo, drogas y rock and roll. Tópicos. Pero es el comienzo. Después, Minna Lindgren va narrando las circunstancias de cada uno de estos cuatro personajes y llegamos a entenderlos aunque la autora se exceda algo en el ambiente marchoso en el que se mueven. Poco a poco las aguas van a su cauce y el desmadre inicial, aunque Pike y Valtonen desearían permanecer en él hasta la eternidad, se va relajando.

La protagonista, Ullis ha vivido siempre en unas condiciones extremas, su trabajo como dentista no le aportó ninguna alegría; ni siquiera el día de su jubilación pudo desprenderse de la frialdad reinante «alrededor de un pastel de nata barato, la otra mitad (de colegas) brillaba por su ausencia. Un empleado temporal a tiempo parcial que sustituía a la directora me entregó […] una tarjeta de regalo de treinta euros para tratamientos de belleza».

Su marido, un completo canalla, alcohólico, sólo se preocupa de sí mismo «Empezó a parecer un desconocido cuando estaba sobrio […] no decía una palabra, no me dirigía la mirada y vaciaba la primera cerveza en la cocina, con el abrigo puesto delante de la nevera. Abría la segunda botella y colgaba el abrigo en el perchero».

También su familia política la hace sentir mal nada más conocerla «Joder, no sabía qué hacer con todos los tenedores y cuchillos, y mi suegra me humilló con la mirada».

Y sus propios hijos pasan de no ser conscientes de la situación que su madre soportaba en casa a no valorarla cuando muere su padre, incluso se muestran egoístas «Mi hijo […] había escrito la voluntad vital, con sus propias palabras […] Deseaban que yo “determinara” que, durante mis cuidados, no se utilizaran tratamientos para prolongar la vida de forma artificial».

Así pues, Ullis, la protagonista, se percata de que ahora que está sola y ha cumplido 74 años, su hija Susana la necesita únicamente para que se quede con su perro cuando ella no está, y su hijo Marko, para que haga de canguro de sus hijos pequeños cada vez que él tenga alguna actividad a la que no se pueda negar que, normalmente, es siempre puesto que los niños, de 4 años, crecen entre guarderías y diversas actividades para no entorpecer el día a día de sus padres «—Musgo y Gota se quedan aquí —dijo sin preguntarme. […] —Vaya, el hotel está lleno la primera noche —¡Hotel! ¡Genial! —gritó Musgo o Gota —¡Servicio de habitaciones! ¡Quiero una botella de priva! —chilló el otro…».

Al mismo tiempo, Ullis retoma a sus amigos, olvidados durante los doce años que debió dedicarse por entero a cuidar del vegetal en que se había convertido su marido desde que le sobrevino un infarto cerebral. Y se encuentra con que todos tienen alguna obsesión predominante «Hellu se sometía trimestralmente a todas las pruebas, radioscopias y chequeos existentes» Pike está ofuscada con el sexo «—Nos espera una tarde épica, cien por cien seguro. ¡Voy a poner en circulación las ladillas de Valtonen, me cago en las hostia!». Y al propio Valtonen le cuesta dejar la bebida incluso en el hospital, cuando ha sido internado por un amago de infarto «Pike […] le administró un segundo trago de whisky. A este se le enrojecieron las mejillas de puro buen humor, y parecía que empezaba a ser él mismo otra vez».

Así pues, a los 74 años, prácticamente fuera de circulación toda su vida, Ullis se encuentra con que lo que ella pensaba no es lo que le espera. Quería una segunda oportunidad del término polisémico de “vida”, y comprende que no la va a tener «¡Qué infantil había sido al imaginarme que nuestra vida seguía llena de vida!». En el fondo, Viuda al fin, muestra la peor cara de la vejez; el esprint final al que todos estamos obligados antes de morir, o perder la memoria, o sufrir enfermedades crónicas o ser, en definitiva, dependientes. Nada hay peor que eso, convertirnos en seres supeditados a otras personas, ya sean familiares o profesionales porque, según la novela, no hay nada voluntario, todos los cuidados conllevan un interés. Es triste, de ahí que la crítica sea ácida, contundente, al comentar la vida en una residencia de ancianos, donde se les inhabilita como personas para ser tratados como simples despojos. Pero es incluso la sociedad la que ofrece pocas posibilidades a aquellas personas, viejas, que aún se encuentran física y mentalmente bien, pues sus acciones se ven considerablemente reducidas, no pueden realizar las actividades que quieren sino las permitidas, las que están consideradas adecuadas a partir de la jubilación: cocina, religión, costura, lectura o cuidadora infantil. Es irónico. Creo que es la mejor parte del libro; la que ataca a esta sociedad que se preocupa primero en alargar la vida para luego poner trabas a cómo vivirla; eso sí los obstáculos no vienen impuestos de forma natural. Todo es duro para los ancianos, asistir al entierro de un amigo o ser el propio muerto; realizar actividades agotadoras para encontrarse mejor o agotarse de puro aburrimiento, porque no puedes o no debes hacer lo que te gusta. ¿Es esto la vejez? «Oficialmente, echábamos de menos a Hellu, pero cada uno pensaba también en sí mismo: este podría haber sido el entierro de cualquiera de nosotros».

Pero además de esta reflexión sobre la vejez, en la que no falta el sentido del humor, hay críticas, también de forma irónica al ritmo en el que vive la sociedad. Lindgren comenta el funcionamiento de las residencias de ancianos (centros de día, eufemísticamente, ya que el actual eufemismo “residencia”, que en su día sustituyó al “asilo”, parece cada vez más una palabra tabú), y lo hace de forma hiperbólica, tópica, como casi todas las actividades o circunstancias que aparecen en la novela con el fin de hacer reír, de tomarnos la vida con humor; pero debajo de la risa permanece latente la falta de escrúpulos de los hijos hacia sus padres, la mala educación que hoy reciben los niños porque estamos obligados a llenar nuestro tiempo al máximo para triunfar laboral, física, económicamente… Si no tienes varias actividades, si los niños no realizan múltiples tareas llegará un momento en que quedarán anulados por la propia sociedad; de esta forma el niño deja de serlo muy pronto y el adulto no quiere serlo nunca, así que se pasa el resto de su vida intentando parecer más fresco, más joven, más lozano, más egoísta. Pero no nos engañemos, si llega, la vejez es triste, «sorprendentemente echaba de menos sus llamadas cargadas de fingida empatía»; por eso la autora cierra la novela de forma redonda e ideal al hacer que la casualidad devuelva a Ullis a los brazos de Kari Kirjosiipi, en los que cayó la primera vez que acudió al Evergreen, donde penosamente «Un montón de gente borracha se mecía y tropezaba como un gran enjambre de abejas, aunque de forma más torpe e impredecible».

Ullis y Kari deciden, sin compromisos, disfrutar mientras puedan, del sexo, de aventuras, de conversaciones… No me gusta la vejez, no creo en el sexo durante esa etapa ni en las aventuras, al menos con gente antes desconocida; no creo en los flechazos a partir de los 60 años. Pero sería bueno que me equivocara.

sábado, 13 de febrero de 2016

ESPERANDO A DOGGO

Acabo de terminar de leer esta novela; no conocía a su autor y no había oído nada del argumento. Alberto y Lara estaban encantados con ella y me recomendaron encarecidamente que la leyera. Así que, obediente, dejé la que tenía entre manos y una vez empecé por la primera página, no pude dejarla. Esperando a Doggo es una delicia; de hecho, ¡yo quiero un perro! (si viene acompañado de alguien como Dan tampoco estaría mal. Son la pareja perfecta).

La novela deja en el lector una sensación de felicidad inconcebible. Al analizarla encontramos que los personajes encarnan a tipos actuales y perfectamente reconocibles: el fracasado, el ambicioso, la envidiosa, la superficial, la mística, la vapuleada por la vida… Asimismo la historia es parecida a la típica comedia romántica en la que un chico es abandonado por su pareja y, tras u duro golpe, encuentra la felicidad en otro sitio. Incluso el final es predecible pues los buenos son premiados y los malos castigados. Y sin embargo la prosa de Mark B. Mills te engancha desde el principio. El autor impregna de ternura, de amistad, de amor, cada página pues encarga a Dan, el protagonista, que cuente en primera persona su historia, la de un perdedor que se ha quedado en el paro y al que, tras cuatro años de convivencia, ha abandonado su novia dejándole un perro feo del que ella se encaprichó y rescataron de la perrera: «No, no atiende a ninguna clasificación estándar. Tiene el aspecto de un perro que se ha lanzado a toda velocidad contra un muro de ladrillo y que luego ha preferido no someterse a una operación de cirugía correctiva.»

Y resulta que Dan es un treintañero con sentido del humor, es de los que intentan ver el lado bueno de las cosas y sobre todo, es buena persona. Así que, acompañado siempre de Doggo relata una historia divertida, cómica. El lector mantiene el buen humor a lo largo de la trama porque las agudezas son contenidas, sarcásticas, plenas de ironías que provocan sonrisas.

La narración es fluida, Mills aprovecha los diálogos para describir a otros personajes o contarnos algo de ellos, consiguiendo retratos bastante sugerentes pues en ellos aparecen, incluidos en un vocabulario actual y dinámico, más propio del lenguaje oral, comparaciones poéticas que enriquecen el relato:

«—Está acabado
—¿Jethro?
Jethro es el tío más guay que conozco […] fumando hierba como un carretero […] Es como un trovador de nuestros días…»

Otras veces es el propio narrador el que intenta retratarse en sus diálogos con los demás, aunque a veces ni siquiera él mismo sepa si lo ha conseguido «Me he despedido con un escueto “Bs”, lo cual supongo que ha sido una forma decorosa de decir: “No, no voy por ahí”» No le hace falta transcribir toda la conversación; el protagonista se centra en lo importante y nos desvela lo que interesa, de esta manera consigue una agilidad fantástica en la exposición y al mismo tiempo no pierde entre asperezas la comicidad, rasgo que potencia con cualquier recurso, como la analepsis; mediante recuerdos selectivos puede resaltar sólo lo fundamental, lo necesario para que nos hagamos una idea de cómo era y contrarrestar así su proceso evolutivo al lado del perro.

La narración discurre de manera espontánea, de ahí que pase de un hecho a otro sin ningún tipo de intermedio, sin poner al lector aparentemente en situación; le basta un adverbio, a veces, para cambiar de suceso, de espacio, de tiempo y de personajes. Con estas alteraciones, abruptas y repentinas el narrador se permite contar aquello que nos sirve exclusivamente para ayudarnos a formar una idea de cómo son los personajes; es decir, los sucesos son meras excusas para retratar la galería de individuos que conforman nuestra sociedad moderna, un tanto estresada, un tanto superficial (la ropa se tiñe, al cabello «se le da color»), pero repleta de buenas intenciones, porque, debajo de las ironías y los sarcasmos, se percibe sobre todo una confianza ciega en el ser humano:

«—¿Por qué?
—Porque era un escéptico y muchas de mis teorías son muy… –Busca la palabra–.
—¿Escépticas? –apunto
—¡Vamos, vamos! –dice– Menos guasa
Y por supuesto, esa confianza, ese cariño a los demás deviene en un amor absoluto hacia los animales
«—¡Lo ha hecho! Lo único que le he dicho ha sido: “Llévale esto a Dan”
Me sorprende y emociona
—Sabe mi nombre
—Sabe dónde se guardan los Choco Drops –masculla Edie–»

Pero no todo va a ser mérito de la narración, en realidad esa historia, en principio tópica, deviene en original al exponer la relación que surge entre el hombre y el animal, cómo ambos se van adaptando entre sí, al principio con reservas

«—Eh, Doggo, acabas de hacer un amigo.
Alargo una mano y en un primer momento me pregunto si lo que oigo es el sonido del tráfico, pero es el murmullo sordo de un gruñido que me advierte que guarde las distancias»

hasta terminar siendo un pilar fundamental en la vida del compañero

«No se limita a observar desde el otro lado de la sala, sino que me clava la mirada y, aunque es una mirada carente de expresión, difícil de interpretar, hay algo especialmente tenso, casi amenazador, en la postura de sus hombros. Esbozo una leve sonrisa. Ni se inmuta. Permanece inmóvil, como una estatua, mi conciencia, mi guía…, mi ángel de la guarda».

La relación entre Dan y Doggo va más allá de la camaradería, amor o lealtad; los protagonistas de esta historia experimentan durante el tiempo que pasan juntos algo similar a lo que les ocurrió a don Quijote y Sancho. Salvando las distancias, Dan se va Doggicizando al ver más allá del físico de su compañero. De ahí que si en un principio se muestra reticente ante el animal y lo rechaza: «Clara tenía razón: es pequeño y, a pesar de sus esfuerzos por fingir lo contrario, es feo», una vez Doggo forma parte constante de su vida lo quiere porque, entre otras razones, Doggo lo hace sentirse importante: «Se comporta como si […] no pudiera permitirse el lujo de meter la pata por temor a decepcionar a la multitud que lo venera […] Sus miradas fugaces me conmueven; ponen de manifiesto una confianza en mí que no había sentido hasta la fecha…»

Incluso hombre y perro llegan a confundirse en los diálogos que Dan mantiene sobre Doggo con los de la oficina:

«—Ahora, él asociará morder a Megan con un premio
—¿Eso crees?
Cuando otro Choco Drop desaparece entre los dientes de Doggo, Edie por fin lo pilla.
—No tenía ni idea de que fueras tan perverso.
—Ha sido en legítima defensa, su señoría. Empezó ella.»

Por su parte Doggo se va humanizando hasta que es tratado como ser humano no sólo por Dan sino por todos los que lo conocen «Sus delirios de grandeza son más comprensibles desde que en la oficina se corrió la voz de su extraña obsesión por Jennifer Aniston.»

Llegados a este punto, me atrevería a afirmar que Esperando a Doggo es una novela contemporánea de aprendizaje puesto que el protagonista va formando su personalidad a través de las aventuras (o sucesos, no vamos a exagerar) por las que va pasando. Y el detonante que saca todo su carácter es Doggo; el perro lo convierte en alguien que se plantea la justicia e intenta incluso vengarse ante un oprobio.

Dan se va convirtiendo en alguien sagaz a quien no le hace falta la fuerza para vencer a los bravucones sino que es capaz de derrumbarlos con ironía.


Dan, a través de Doggo deviene en un ser tierno, sincero y, sobre todo, más humano. Y Doggo alcanza una dimensión que se acerca a lo espiritual «—¿Listo para conocer a mi verdadero padre –pregunto–. Parece intrigado, casi impaciente, y, si él está dispuesto, yo también» Está bien leer algo divertido y que, por una vez, olvidemos el lobo que subyace en el hombre para quedarnos con la ternura que todos guardamos dentro.