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jueves, 29 de octubre de 2020

CUANDO EL ORO APRIETA

Esta es la historia de Diego el Serranillo, un bandido sevillano que, por azares pesarosos, se queda solo en un pueblo remoto del salvaje oeste. Partió con la esperanza de encontrar oro y volver a España rico en dinero y experiencias pero, arruinado, permanecerá en Sinner Horn trabajando como ayudante en un taller de ataúdes. Circunstancia que lo llevará, acompañado del hijo del dueño del negocio, Bram Silk, a resolver una serie de adversidades que están asolando el lugar.

Pues un planteamiento que parece sencillo va enredándose con indios bromistas, un negro gigante que toca el piano en el saloom, el "chérif", su hijo adoptivo y su ayudante, de valentía dudosa, un médico incompetente, un viejo lisiado al que le va desapareciendo su ganado poco a poco, un mexicano redimido, antiguo miembro de la banda de los Barbudos… Un elenco de personajes que podría competir en número y características con los de las novelas tradicionales, que supone el despertar de la curiosidad en el lector, desde el principio, y constituye un claro homenaje a la literatura.

El narrador protagonista le relata, en forma de carta, a su amigo Lero —ingeniosa aféresis de “bandolero”— sus peripecias por el continente americano. Así, somos testigos de que nuestro bandido va evolucionando a detective, carpintero, enterrador, juez, abogado, hasta conformar una auténtica comedia de enredo a la que la vida le va entrando casi por casualidad; la riqueza que encuentra no es el oro que busca sino la alegría de la tribu india, la bondad del enterrador, la concordia de Revólver Dave y la sensatez del niño Bram.

Los caracteres quedan al descubierto, a veces con un aire casi escolar, porque Björn Blanca Van Goch tiene la capacidad de transformar en literatura cualquier observación o experiencia, «entre los seis tenían urdida una trama de confabulaciones con la que todos ellos, unos más y otros menos, sacaban partido de los cadáveres […] ¡colgadlos como a guirnaldas!».

Diego, en largas digresiones, explica sus problemas y preocupaciones, que pasan a ser reflexiones del propio lector porque de alguna manera reflejan el temperamento del autor quien, con un tono épico-lírico, expone una comedia mágica que aprovecha dos hechos históricos, la leyenda de Diego Corrientes, llevada al teatro en 1848, y la fiebre del oro de 1849, para recargarlos de gran imaginación. El estilo poético del autor queda englobado en otro esperpéntico, cercano a una parodia del género de aventuras, para presentarnos al protagonista, alguien sin mucho criterio que, cargado de optimismo y curiosidad, se deja llevar por el riesgo en un espacio alternativo, pues es evidente que, en Cuando el oro aprieta, Björn literaturiza el desierto americano, como hizo en Piel de hojalata con el interior del desván donde se desarrolla.

La literaturización resulta de varios factores, la unión contrastiva entre belleza y escatología, «fui dejando por el camino a todos mis compañeros, quienes, secos como la mojama, fueron cayendo […] todos ellos, de algún modo, volvieron a cabalgar de nuevo por aquellos vientos arenosos sobre las almas de sus caballos».

Asimismo, las secuencias paródicas que manipulan la historia permiten la incursión de citas literarias, bíblicas, o aproximaciones a personajes de talla universal, «Me hallaba en el poblado de una tribu de indios Kiowa, y aquel viejo mencionado en un principio era el chamán […] que me salvó la vida. Me revelaron que el anciano tenía más de ciento cincuenta años y que hasta dos veces, incluso más que nuestro Cristo, había resucitado».

El realismo de Cuando el oro aprieta es una mezcla entre el denotado desde una limitada perspectiva y el connotado que permanece en la sugestión de lo no dicho; de esta forma la narrativa alude tanto a lo divino como a lo humano dentro del mismo contexto. La visión pesimista de la Iglesia queda matizada con la ironía de las expresiones populares «se puso punto final al rosario de memeces que habían adornado aquel rito litúrgico, no sin antes acabar apostillando el mismo párroco que […] traerían una ración doble de hostias en la siguiente misa. Todas consagradas». También la hipérbole, realzada por la literatura popular de los refranes, modifica la precepción de lo expuesto y lo aleja del realismo, «Pero no quiero ir tan rápido. Tras haber cabalgado […] quise evitar toda disputa y liarme a troche y moche a trabucazo limpio con aquellos forajidos. Quien a hierro mata a hierro muere…».

Igualmente, los contrastes son habituales, escenas absurdas junto a otras pretendidamente fieles a la realidad, expresiones cultas de adecuado vocabulario técnico conviven junto a onomatopeyas irrisorias o expresiones populares «él no se corta un pelo y pone cara de alfaquí […] Jamalají, jamalajá […] vituperios en español y ambigüedades en enoquiano».

A lo largo de la novela planea el pastiche, que nos recuerda la perseverancia del detective sin nombre de Eduardo Mendoza, «A pesar de que mi convidante no había aparecido en todo el día,[…] comprobar también de primera mano cuál era la opinión general de los habitantes del pueblo: aquel hatajo de zopencos y papanatas tenía fe ciega en el relato del alguacil». Incluso hay guiños a personajes y situaciones de los clásicos; menciones o citas directas al Quijote, «Y dile también que no lea tantas porquerías […] solo sirven para llenarnos la cabeza de insensateces», conviven con el noventayochista Platero y el aurisecular Lazarillo hasta formar una creación independiente de intenso juego lúdico en el que la degradación de la parodia, con la que maneja espacios y acontecimientos, contribuye a ficcionar el salvaje oeste.

El borriquillo tenía los ojos duros como dos piedras y el pelaje parecía de algodón.

Recogí aquel cuadernillo, leí algunas frases y también me lo guardé. Se titulaba Cuando el oro aprieta.

La alusión literaria ejerce un papel fundamental en esta novela. Múltiples referencias veladas, y no tanto, a los hermanos Grimm, «aquel viejo andrajoso de los acertijos no tuvo tiempo de desatar su exasperante carcajeo», a Quevedo, a la Biblia y, por supuesto, al cine, se intuyen en una narración que, pese a ser escrita como divertimento y leída como tal, constituye un complejo sistema organizado en el que se muestra, estilizada, la base de la literatura. Es una novela redonda en todos los sentidos; formalmente posee una estructura cerrada que ya se advierte desde el principio, y el contenido recoge la tradición literaria para ofrecer una visión cómica, surrealista o absurda según haga uso del contraste, del refuerzo o la degradación.

Nuestro Diego el Serranillo es una parodia de Diego Corrientes, “el bandido generoso”, de José Mª Gutiérrez de Alba, que acabó en la horca a pesar de robar a los ricos para dárselo a los pobres. Pero Diego, el Español, no va a morir ahorcado, al menos por ahora (y a pesar del dibujo «a mano alzada» de José Mª Peña —por cierto maravilloso—), sino que seguirá echando de menos a su Andalucía en Sinner Horn pues, aun habiendo tenido ocasión de disponer de dinero, se ve en la necesidad de seguir trabajando en la funeraria del pueblo.

La novela se plantea, como el Lazarillo de Tormes, en forma de carta aunque este enfoque es en realidad una excusa para evitar la tercera persona, hecho que le confiere al texto la subjetividad necesaria para alejarse por completo de la realidad y ofrecernos una novela, con reminiscencias de cuento infantil, en la que los enredos de unos personajes irreales, cercanos a la locura, aportan un fondo paródico del que Blanca se vale para analizar el trasfondo de una sociedad que se basa en la fe y el engaño para subsistir. Es el funcionamiento del Lejano Oeste que a veces simula el del Próximo Este. Diego, vapuleado una y otra vez es el antihéroe de Cuando el oro aprieta. Sus despropósitos, en ocasiones contados por medio de analepsis o prolepsis, contienen la coherencia necesaria gracias a las cartas enviadas a su compinche Lero que, con falso tono de arrepentimiento, constituyen el principal mecanismo de cohesión de la novela.

El lector empatiza desde la primera línea con la situación desorbitada y la biografía de este, no tan malo, forajido que queda diseminada en digresiones perifrásticas por el argumento.

El estilo cabalga entre la sátira —ridiculiza con humor e ironía la hipocresía de algunas personas y situaciones— el esperpento y la transgresión para dibujar una condición universal del ser humano: la avaricia. Camufladas entre la sorna y el lenguaje mordaz aparecen la mentira, la envidia y la cobardía, tres aspectos consustanciales a la codicia. La mayor ironía es que estas características forman parte de un personaje, en principio marginal y absurdo, a quien no hemos de leer literalmente si no queremos caer en la confusión «Aclaré a mis dos amigos quién era quién. Desde ese momento decidimos hablar en español y que Bram se las apañase como pudiera». Nuestro bandido ha robado y mentido, ha vivido al margen de la ley y termina amparado por una sociedad que lo protege a pesar de sus negativas «Salvo por Bram y por su padre, desearía volver a mi tierra».

El humor fluye en la novela, un humor que oscila entre el absurdo y el surrealismo hasta que la ética se deshace de estereotipos. El antihéroe adopta, sin querer, una serie de valores que lo enaltecen, hasta que llega a admirar con tierno humor a Eugenio el Genio, «el preso era un hombre bueno de corazón y piel de hojalata». A través de esta autocita, se confirma al lector de Björn Blanca Van Goch, que dichos valores son una valiosa posesión que este creador traspasa a sus personajes.



jueves, 7 de marzo de 2019

VIUDA, AL FIN



Realmente no sé cómo calificar esta novela. Indiscutiblemente es de humor. Porque nos reímos, aunque a veces no se sepa bien si la risa viene causada por la graciosa situación o porque ésta es penosa.

El comienzo está lleno de tópicos, una de las protagonistas «fumaba como un carretero», otra «se meneaba como si fuera veinte kilos más delgada y cincuenta años más joven», otro «sonrió seductoramente y se tragó una pastilla de viagra» y, por último, nuestra Viuda al fin encuentra a un desconocido y se dan «uno de esos besos sobre los que solo había leído en novelas malas, y que se prolongó un poco más de lo que habría sido apropiado». Todas estas particularidades tienen lugar en un local diseñado para que los ancianos se desmadren a base de sexo, drogas y rock and roll. Tópicos. Pero es el comienzo. Después, Minna Lindgren va narrando las circunstancias de cada uno de estos cuatro personajes y llegamos a entenderlos aunque la autora se exceda algo en el ambiente marchoso en el que se mueven. Poco a poco las aguas van a su cauce y el desmadre inicial, aunque Pike y Valtonen desearían permanecer en él hasta la eternidad, se va relajando.

La protagonista, Ullis ha vivido siempre en unas condiciones extremas, su trabajo como dentista no le aportó ninguna alegría; ni siquiera el día de su jubilación pudo desprenderse de la frialdad reinante «alrededor de un pastel de nata barato, la otra mitad (de colegas) brillaba por su ausencia. Un empleado temporal a tiempo parcial que sustituía a la directora me entregó […] una tarjeta de regalo de treinta euros para tratamientos de belleza».

Su marido, un completo canalla, alcohólico, sólo se preocupa de sí mismo «Empezó a parecer un desconocido cuando estaba sobrio […] no decía una palabra, no me dirigía la mirada y vaciaba la primera cerveza en la cocina, con el abrigo puesto delante de la nevera. Abría la segunda botella y colgaba el abrigo en el perchero».

También su familia política la hace sentir mal nada más conocerla «Joder, no sabía qué hacer con todos los tenedores y cuchillos, y mi suegra me humilló con la mirada».

Y sus propios hijos pasan de no ser conscientes de la situación que su madre soportaba en casa a no valorarla cuando muere su padre, incluso se muestran egoístas «Mi hijo […] había escrito la voluntad vital, con sus propias palabras […] Deseaban que yo “determinara” que, durante mis cuidados, no se utilizaran tratamientos para prolongar la vida de forma artificial».

Así pues, Ullis, la protagonista, se percata de que ahora que está sola y ha cumplido 74 años, su hija Susana la necesita únicamente para que se quede con su perro cuando ella no está, y su hijo Marko, para que haga de canguro de sus hijos pequeños cada vez que él tenga alguna actividad a la que no se pueda negar que, normalmente, es siempre puesto que los niños, de 4 años, crecen entre guarderías y diversas actividades para no entorpecer el día a día de sus padres «—Musgo y Gota se quedan aquí —dijo sin preguntarme. […] —Vaya, el hotel está lleno la primera noche —¡Hotel! ¡Genial! —gritó Musgo o Gota —¡Servicio de habitaciones! ¡Quiero una botella de priva! —chilló el otro…».

Al mismo tiempo, Ullis retoma a sus amigos, olvidados durante los doce años que debió dedicarse por entero a cuidar del vegetal en que se había convertido su marido desde que le sobrevino un infarto cerebral. Y se encuentra con que todos tienen alguna obsesión predominante «Hellu se sometía trimestralmente a todas las pruebas, radioscopias y chequeos existentes» Pike está ofuscada con el sexo «—Nos espera una tarde épica, cien por cien seguro. ¡Voy a poner en circulación las ladillas de Valtonen, me cago en las hostia!». Y al propio Valtonen le cuesta dejar la bebida incluso en el hospital, cuando ha sido internado por un amago de infarto «Pike […] le administró un segundo trago de whisky. A este se le enrojecieron las mejillas de puro buen humor, y parecía que empezaba a ser él mismo otra vez».

Así pues, a los 74 años, prácticamente fuera de circulación toda su vida, Ullis se encuentra con que lo que ella pensaba no es lo que le espera. Quería una segunda oportunidad del término polisémico de “vida”, y comprende que no la va a tener «¡Qué infantil había sido al imaginarme que nuestra vida seguía llena de vida!». En el fondo, Viuda al fin, muestra la peor cara de la vejez; el esprint final al que todos estamos obligados antes de morir, o perder la memoria, o sufrir enfermedades crónicas o ser, en definitiva, dependientes. Nada hay peor que eso, convertirnos en seres supeditados a otras personas, ya sean familiares o profesionales porque, según la novela, no hay nada voluntario, todos los cuidados conllevan un interés. Es triste, de ahí que la crítica sea ácida, contundente, al comentar la vida en una residencia de ancianos, donde se les inhabilita como personas para ser tratados como simples despojos. Pero es incluso la sociedad la que ofrece pocas posibilidades a aquellas personas, viejas, que aún se encuentran física y mentalmente bien, pues sus acciones se ven considerablemente reducidas, no pueden realizar las actividades que quieren sino las permitidas, las que están consideradas adecuadas a partir de la jubilación: cocina, religión, costura, lectura o cuidadora infantil. Es irónico. Creo que es la mejor parte del libro; la que ataca a esta sociedad que se preocupa primero en alargar la vida para luego poner trabas a cómo vivirla; eso sí los obstáculos no vienen impuestos de forma natural. Todo es duro para los ancianos, asistir al entierro de un amigo o ser el propio muerto; realizar actividades agotadoras para encontrarse mejor o agotarse de puro aburrimiento, porque no puedes o no debes hacer lo que te gusta. ¿Es esto la vejez? «Oficialmente, echábamos de menos a Hellu, pero cada uno pensaba también en sí mismo: este podría haber sido el entierro de cualquiera de nosotros».

Pero además de esta reflexión sobre la vejez, en la que no falta el sentido del humor, hay críticas, también de forma irónica al ritmo en el que vive la sociedad. Lindgren comenta el funcionamiento de las residencias de ancianos (centros de día, eufemísticamente, ya que el actual eufemismo “residencia”, que en su día sustituyó al “asilo”, parece cada vez más una palabra tabú), y lo hace de forma hiperbólica, tópica, como casi todas las actividades o circunstancias que aparecen en la novela con el fin de hacer reír, de tomarnos la vida con humor; pero debajo de la risa permanece latente la falta de escrúpulos de los hijos hacia sus padres, la mala educación que hoy reciben los niños porque estamos obligados a llenar nuestro tiempo al máximo para triunfar laboral, física, económicamente… Si no tienes varias actividades, si los niños no realizan múltiples tareas llegará un momento en que quedarán anulados por la propia sociedad; de esta forma el niño deja de serlo muy pronto y el adulto no quiere serlo nunca, así que se pasa el resto de su vida intentando parecer más fresco, más joven, más lozano, más egoísta. Pero no nos engañemos, si llega, la vejez es triste, «sorprendentemente echaba de menos sus llamadas cargadas de fingida empatía»; por eso la autora cierra la novela de forma redonda e ideal al hacer que la casualidad devuelva a Ullis a los brazos de Kari Kirjosiipi, en los que cayó la primera vez que acudió al Evergreen, donde penosamente «Un montón de gente borracha se mecía y tropezaba como un gran enjambre de abejas, aunque de forma más torpe e impredecible».

Ullis y Kari deciden, sin compromisos, disfrutar mientras puedan, del sexo, de aventuras, de conversaciones… No me gusta la vejez, no creo en el sexo durante esa etapa ni en las aventuras, al menos con gente antes desconocida; no creo en los flechazos a partir de los 60 años. Pero sería bueno que me equivocara.