miércoles, 29 de abril de 2020

FAUSTO



Llevaba triste unos días. Era una sensación rara porque no era una tristeza personal sino colectiva. Creo que es la primera vez que me ocurre. Me da pena nuestra sociedad y me duele casi tanto como si algo se me borrara por dentro. Pienso en Fausto. Oigo que cuando salgamos de esta pandemia, veremos el mundo de otra manera, valoraremos la vida con otra escala porque nada será como antes. Creo que no será así. Ojalá me equivoque; los fanáticos, los intransigentes, los avariciosos querrán tenerlo todo de nuevo. Releo Fausto. No hay más que echar un vistazo alrededor. Tenemos un gobierno que con apenas un mes de mandato se vio envuelto en esta catástrofe sin precedentes. Lejos de lamentarse está dando la cara desde el primer día, informando de lo bueno y lo malo, transmitiendo ánimo para afrontarlo y también equivocándose, claro (errare humanum est). ¿Por qué se oyen tantas críticas destructivas, tantos reproches, tantas quejas sin fundamento? ¿Dónde están las soluciones propuestas por aquellos a los que todo les parece mal?, todos esos capitanes a posteriori. En ningún sitio. Nadie tiene una solución rápida a algo sin precedentes, pero sí hay quienes quieren sacar beneficios a costa de crear inseguridades, ansiedades, a costa de derrocar y crear el caos para erigirse en los nuevos paladines (dueños), aquellos que verán cómo aumentan sus fortunas, aquellos que no moverán un dedo por nadie que no sean ellos mismos. Porque no lo movieron por la Sanidad en su día, ni por la Educación, ni por el bienestar público y ahora, en plena devastación exigen imposibles y prometen más imposibles todavía.
 
Sé que es una entrada larga a la obra universal Fausto. Primera Parte, del romántico Goethe, pero aunque no lo parezca, la actitud de estos intransigentes me recuerda a la del mítico y eminente doctor.

Ambos, los intransigentes y los mitos, ejercen gran fuerza en nuestras conciencias pues tienen aceptación popular. La aceptación de Fausto es evidente, desde que se forjó la leyenda a finales del XVI hasta nuestros días ha habido personajes que venden su alma al diablo con tal de saciar sus deseos, desde el Fausto de Marlowe que, en 1588 no pasa de gastar bromas pueriles hasta la versión de Goethe, en 1808, en la que el protagonista, para satisfacer sus ansias de saber y poder, se recrea en un egocentrismo y soberbia absolutos,

Yo imagen de Dios […] yo que me figuraba tener a mi alcance el espejo de la verdad […] yo que […] me veía en posesión de la luz y del esplendor celestial eterno […] yo que me pensaba saber qué cosa eran los placeres divinos […] yo que […] derramaba mis fuerzas libres en las arterias de la naturaleza…

hasta que se da cuenta de que es mortal, «No, no soy igual a los dioses, bien lo veo!». Aun así no desespera, siempre quiere más, aunque para ello deba destruir lo que hay a su alrededor. Mefistófeles llega a sentirse impotente pues, haga lo que haga, todo se normaliza con el tiempo. «Cuanto más me esfuerzo en destruir el mundo, más chasqueado me quedo […] todo vuelve a su estado normal».

Pero Fausto continúa exigiendo imposibles; no le bastan mujeres, riquezas, sabiduría… incluso quiere rejuvenecer de su propia vejez. Es verdad que ahora hay métodos para ello al alcance de muchos, pero en el siglo XIX Goethe tuvo que echar mano de lo evidente, así que un inocente diablo le aconseja «Salid al aire libre […] Manteneos de alimentos simples […] no os desdeñéis de echar vos mismo abono en el campo que cultivéis». Fausto, encolerizado le recrimina «La vida austera no se ha hecho para mí», a lo que con mucho sentido del humor Mefistófeles dictamina, «Entonces no queda otro recurso que la brujería».

Y de esta manera, el diablo le concede la belleza de otro cuerpo; nada le falta a este hombre insaciable hasta que Margarita, enamorada de él, consiente en dormir a su madre para evitar la vigilancia y caer rendida en sus brazos. Fausto la abandona, ella es encarcelada por provocar la muerte de su madre al administrarle una sobredosis de la droga entregada por el amante. Tiene un hijo fruto de sus desvaríos con Fausto-Enrique; la doble personalidad del enamorado consigue volverla loca, ve que es cosa del demonio. Cuando Enrique acude a sacarla de la cárcel, Margarita, horrorizada, lo rechaza con temor y después mata a su propio hijo para evitar que el diablo retoñe en su pequeño. Margarita es ejecutada como consecuencia de su acto sin ser consciente de que el diablo se reproduce constantemente. Todos podemos invocar a las fuerzas del mal que llevamos dentro cuando nos sentimos desilusionados. Todos podemos llegar a ser insensibles a la destrucción. Ya lo advierte el propio Mefistófeles en el Prólogo cuando habla con Dios, «Me compadezco de la miserable vida que arrastran los hombres, y hasta valor me falta para atormentar a esa pobre gente».

Y eso somos, pobre gente que lo quiere todo, orden y tranquilidad a nuestro alrededor, sin darnos cuenta de que al pensar solo en nuestra estabilidad, se desnivela la balanza. Queremos riquezas aunque a veces el dinero no valga para nada. Queremos un cuerpo sano aunque la medicina en ocasiones no pueda remediarnos. Queremos protección en épocas inestables pero se la negamos a los demás. Queremos eficacia pero coaccionamos los intentos de otros. Y vamos aumentando, como Fausto, nuestra ambición sin límites, la insaciabilidad, el desprecio a lo ajeno, creyéndonos inmortales. No lo somos. Hemos de llevar cuidado, podemos enfadar a ese diablo servicial que se muestra solícito en demasía, «suplico a vuestra codicia que no os haga perder a vos esos preciosos momentos, y a mí el trabajo» y conseguir que nos deje a solas con nuestra culpa, solo permitiendo que revivamos eternamente el desprecio que sentimos por los demás. Permitiendo solamente que vivamos con nuestros demonios, como Fausto

MEFISTÓFELES.- Ahora, sígueme.
       (Desaparece con Fausto)

lunes, 27 de abril de 2020

A CORAZÓN ABIERTO


Casi cuatrocientas páginas de sentimientos encontrados. Los que deja traslucir la autora y los que ha provocado en mí. En todos los que las lean. Ningún lector quedara indiferente porque lo que subyace es el sentimiento de alguien que ha vivido, probablemente, la peor época de nuestro país. Los que no somos niños aún estamos marcados. El país está marcado. Sería bueno que hiciéramos como Elvira Lindo, un autoanálisis sincero de qué pasó en nuestra familia para entender por qué somos así.

A corazón abierto no es una novela. Tampoco son confesiones. A corazón abierto no es una memoria histórica o familiar. Podría ser una memoria literaria. La familia Lindo adquiere tintes de personajes novelescos en cuyas acciones el dolor se mezcla con el amor y la ironía con el humor «cuando comenzaron a aflorar en España tantos casos de corrupción, solía decir: “Hoy la gente se suicida poco”». Lo curioso es que los impactos causados por una guerra cruenta han calado tan hondo que, como una tradición, van pasando por generaciones hasta que, sin más, nos vemos reflejados en algunos episodios. Los personajes literarios de la familia protagonista se convierten en el ser desvalido, rencoroso, que lucha en cada uno de nosotros para alcanzar la comprensión: «Hay traumas que en vez de brotar de una experiencia brutal se cuecen a fuego lento hasta conformar nuestro carácter. Si borrara mi trauma, ¿se desvanecerían los años de mi infancia?».

¿Por qué la vida de un niño está marcada por el autoritarismo? Elvira Lindo se lo pregunta y da un salto atrás, a la infancia del padre dominante, para descubrir el mayor dolor que se puede sentir en la niñez, la soledad, la sensación de abandono, la falta de amor de su propia madre. Un niño que aprendió a mitigar su propio tormento a fuerza de no pensar, «como si hubiera aparecido por generación espontánea»; nada mejor para ello que la actividad constante y el alcohol. ¿Hasta dónde seríamos capaces de retroceder para entender todas las actuaciones del ser humano? No mucho, creo, porque llegaríamos a la conclusión de que, como preconizó Ortega, vivimos mediatizados por las circunstancias, e intentar salir de ellas es costoso. La autora se queda en esa generación previa a la suya para poder tener un respiro con las anteriores, «resumiré el rostro de mi abuela (mala) con un ejemplo de la pintura universal: se parecía al Papa Inocencio X que retrató Velázquez».

Cuando se pretende escribir unas memorias la objetividad es muy difícil, pues cada uno siente lo ocurrido de manera distinta, cada uno enfoca el conflicto desde diferentes perspectivas. Elvira Lindo lo sabe, por eso, una vez convertidos en literatura sus recuerdos, diferentes episodios que encierran en realidad una profunda tristeza pueden ser abordados desde el humor, «Yo sueño con ser mayor y bañarme en Coca-Cola, como Cleopatra».

La narración de A corazón abierto es fluida, con lenguaje coloquial la escritora se acerca a las relaciones familiares y profundiza en ellas, no las mirará de frente porque no aparecen desde una ventana; como en un caleidoscopio, diferentes caras se superponen hasta conformar una imagen global, capaz de romperse coherentemente en múltiples representaciones. El autoritarismo, la soledad, el victimismo, la ansiedad, la apariencia, lo profundo, el amor y el despotismo quedan analizados de forma minuciosa, sin censura. No hay un único encuadre; esto facilita la multiplicidad del narrador. Es cierto que la autora-narradora-protagonista medita en profundidad, aunque dé la impresión —literaria— de exponer conjeturas sobre las que no tiene un conocimiento exhaustivo.

A veces, Elvira Lindo aparta a la protagonista-antihéroe para que las peripecias, contadas con diferentes dosis de humor, pasen a segundo plano y aparezcan las digresiones que sacuden la paz del lector, y la de la propia narradora, «Mi padre le regaló a mi madre un estuche con una sortija y unos pendientes. Mi madre no los quiso». Mediante la digresión el hilo argumental se desdobla para dar la impresión de que es la memoria imperfecta de la narradora su única fuente, de donde saca a la luz los pensamientos agolpados, pero en realidad es la auténtica dueña del discurso, por eso ofrece solo la información que cree necesaria, por eso unas veces repite los hechos hasta que los hemos interiorizado y otras, cuando se trata de referir historias como narradora testigo de lo ocurrido a otros personajes, es más recatada «Ella gritó, el Juaco salió de su escondite, y entre las dos redujeron al tío asqueroso a hostia limpia y se lo llevaron amenazado con una navaja a la comisaría».

En ocasiones, el tono humorístico deviene melancólico, la voz del narrador pasa entonces de primera a tercera persona y ella, la protagonista real del libro, se aleja consecuentemente de su propio dolor; en el discurso narrativo irrumpen voces en estilo indirecto que subrayan la inseguridad angustiosa en la que se ve envuelta, «el corazón […] sobre el que la niña, aun siendo ya grande para estar en brazos, se queda dormida […] Apenas habla con la madre por teléfono porque está muy débil y se emociona, dice la tía […] hasta que el padre anuncia que ha llegado el momento de ir a verla a Madrid».

A corazón abierto alberga de manera razonable realidad y ficción, por lo que, a veces, la narradora puede construir un relato sin argumento en el que, más que escribir un libro parece como si representara el mundo a base de diseñar experiencias y perspectivas que permiten observar el proceso de su existencia. Perspectivas que varían según el personaje. «El hombre que dejó a su mujer tantas veces sola, hundida en el abandono, no soportaba la soledad, y no entendió la vida sin ella».

Elvira Lindo concede gran importancia a la narración. Importa bastante el cómo se cuenta porque nos lleva directamente a la verdadera intención; ni siquiera en los desdoblamientos se complica la lectura. Las oraciones explicativas o comparativas son de gran provecho para lograr sus objetivos, «y mi madre sollozaba los domingos […] una habitación asfixiante por su estrechez, como un vagón de tercera».

Los poemas insertados expresan su propio sentimiento, la débil acusación, el perdón y la comprensión hacia toda una generación, hacia un país que, cincuenta años después, aún no sabe cómo salir adelante, cómo liberarse de la miseria emocional y cultural a la que fue sometido

que fuimos tan hijos como siervos,
adoradores de la figura paterna
hasta que conseguimos liberarnos
de tu poderoso influjo.
O tal vez no

Indudablemente el eje vertebrador de la narración es el padre, no podía ser otra la figura sobresaliente de un país patriarcal, machista, capaz de anular a alguien que no fuera el hombre, egoísta y protector, tirano y paternalista. Las anáforas constantes dan fe de ello: «papá nos habla […] papá ha visto […] papá ha encontrado […] papá ha deducido […] papá conoce […] papá habla […] papá se las apaña […] papá conocía […] papá tomaba café […] papá está tirando del hilo siempre».

No hay belleza en la época de la posguerra, sí esperanza de ver belleza en los sentimientos, que se manifiestan con epítetos «tiernos nueve años», con aliteraciones que acentúan la fuerza de tanto dolor «tierra debiera ser el territorio en el que transcurren las vidas de los inocentes».

Las antítesis paralelísticas reflejan la paradoja en la que se sumió todo un país, «que fuera protectora, que fuera cruel». Y las metáforas globalizadoras son el destello de quienes ahora mismo, «aquí estamos tus hijos y tus nietos», buscamos entender tanto dolor y rencor actual, un rencor que solo remitirá si, con dolor pero sin olvido, dejamos aquella época en «la luz del reposo eterno».

jueves, 23 de abril de 2020

TORRES DE MALORY. PRIMER CURSO



No suelo leer literatura infantil o juvenil, excepto cuando tengo dudas del contenido para recomendarla a mis peques o a mis alumnos. Ahora que lo pienso sí leo literatura infantil pero no la comento en el blog. El caso es que hoy es especial desde 1995 cuando la UNESCO propuso el 23 de abril como Día internacional del libro. En todo el mundo, este año con capital en Kuala Lumpur, se celebra el Día del Libro para homenajear no solo a Cervantes y Shakespeare sino a todos los escritores que consiguen hacer de nosotros mejores personas.

No saldremos a la calle a celebrarlo, no iremos a comer a un restaurante, pero cada uno, desde su casa, leeremos algo y nos sentiremos parte activa y agradecida de esta comunidad gigantesca.

Y hoy, como excepción, mi comentario literario es de novela juvenil, porque también hay pequeños héroes encerrados en casa demasiado tiempo y dándonos lecciones de cómo afrontar las dificultades. Esta entrada está dedicada a Marisa. Nos conocemos desde niñas, desde que éramos bebés. Un día, hace mucho tiempo, entré en su habitación y quedé maravillada ante tantísimos libros expuestos. Marisa no dudó, al ver mi entusiasmo, en dejarme uno de Enid Blyton, Las mellizas O’Sullyvan. A partir de entonces leí las colecciones completas de Santa Clara, Torres de Malory y Los cinco en un verano y quedé atrapada para siempre en la lectura.

Esta anécdota la cuento de vez en cuando a mi familia así que Antonio, antes del confinamiento, vio una nueva edición de Torres de Malory. Primer curso y me la compró para dármela hoy, pero el encierro y que he estado algo indispuesta hicieron que me lo diera antes. ¡Uno de los mejores regalos que me han hecho nunca! La edición es maravillosa. Está ilustrada con nuevos dibujos, actuales, totalmente significativos que denotan cómo son sus protagonistas y algunos lugares del recinto. Es una gozada pasar las páginas con una greca de flores que sigue a la numeración y subraya todos los últimos renglones. Al final hay, además, una relación con todos los libros agrupados por colecciones que la editorial RBA Molino ha sacado casi setenta años después de que se publicaran los originales. ¡Madre mía! Algo sí se nota el paso del tiempo, por ejemplo el internado es exclusivamente para chicas de clase alta (bueno, puede que algunos lo vean normal aun hoy); y las niñas aprenden natación (en una piscina de agua de mar), música, costura, entre otras materias como ciencias, lengua, literatura… ¡Pues no va a ser tan diferente!

No cabe duda de que Enid Blyton sigue siendo un referente en la literatura juvenil. Al leer, «—Hay un tren especial para Torres de Malory —dijo la señora Rivers—. Mira, ahí hay un aviso. Torres de Malory. Andén 7. Vamos». ¿Hay alguien a quien no le venga la imagen de Harry Potter cuando va a tomar el tren hacia Hogwarts? Seguro que a J.K. Rowling también le impactó algo de los internados de Blyton; al menos la solemnidad con la que se describen escenas donde se encuentran todos los habitantes del colegio «Las largas mesas del comedor estaban dispuestas, y las niñas habían empezado a sentarse, saludando a sus tutoras educadamente». No vamos a analizar la mayor o menor profundidad de los personajes o los temas. Son típicos. O tópicos, pero eso no es lo importante. Los personajes están marcados desde el principio. La protagonista es inteligente, divertida, honrada y, si algo varía en su comportamiento es para mejorar. El resto se divide entre las más inocentes, como Marie Lou, las malísimas como Gwendolyne o las buenas y listas que no lo demuestran por un problema surgido, como los celos que siente Sally hacia su hermana recién nacida. Nada que nuestra Darrell y su sensatez no sea capaz de solucionar. Todas, al final, caminan en un delicioso equilibrio hacia la madurez, de la mano firme de sus profesoras y el cariño de sus padres.

Realmente es una utopía, pero los chicos leen para soñar con lugares y compañeros ideales donde reine la felicidad y todo sea posible.

Destacaría las diferentes maneras que tenían los niños de mediados de siglo de afrontar la vida: No era un horror educarse fuera del ambiente familiar (siempre familias de estatus alto), todo lo contrario, quien no lo aceptaba debía hacerlo por seguir las convenciones sociales aunque supusiera un sacrificio emocional «¿Qué le había dicho su madre Esta noche te sentirás muy mal, cariño, ya lo sé, pero tienes que ser valiente».

Tampoco era un horror que alguna calificación bajase; no existía tanta competitividad como hoy, por lo que la educación era mucho más integral «Deberíais salir de aquí con la mente despierta, el corazón bondadoso y la voluntad de ayudar a los demás […] No me tomo como un éxito que las alumnas ganen becas y aprueben los exámenes con nota […] hemos tenido éxito con […] mujeres en las que el mundo puede apoyarse». Esto es bueno. Hoy los alumnos aprenden todas las tretas posibles para subir la nota como sea, lo de menos es si el medio utilizado es correcto o no. Importa que hay poca oferta para mucha demanda y solo sobrevivirán los primeros.

Es reconfortante que, en una novela, se les recuerde a los chicos el sacrificio que muchos hacen para que ellos salgan adelante «—Torres de Malory os dará mucho. ¡Tratad de devolverle algo a cambio! […] —¡Eso es exactamente lo que me dijo mi padre cuando se despidió de mí, señorita Grayling!». Está claro que la labor de un padre o de un profesor es educar pero no está mal que valoremos las enseñanzas y exterioricemos nuestro contento. Algo que me ha llamado la atención es la manera de dirigirse unos a otros en la relación. El adulto estaba a otro nivel, debía ser respetado ante todo y tratado siempre correctamente, mientras que él podía decir lo que pensaba, no existían términos tabú o políticamente incorrectos «—Dudo que entre las niñas de este trimestre haya alguna tonta […] Naturalmente, si no sois unas lumbreras y estáis a la cola de la clase, nadie os lo reprochará… Pero…».

Está claro que estamos ante una literatura didáctica; siempre se mencionan buenas normas de conducta o formas de actuar, así como nos recuerda que, en todo momento, el diálogo era la mejor opción para olvidar rencores y perdonar y que, por supuesto, solo nosotros podemos enmendar nuestros actos según los resultados obtenidos «—Pero […] estar avergonzada no ayuda a ser más valiente. Lo único que puede infundirle valor es ella misma». En fin, la lectura es amena, muchos diálogos consiguen que todo un trimestre en un internado, con acciones lógicamente repetidas, sea ágil en los planteamientos y resoluciones. Las travesuras son bastante inocentes, propias de la época, aunque hoy siguen llevándose a cabo: hacerse la sorda, la enferma, introducir bichos en el pupitre o romper una pluma… nada grave. Pero las profesoras siempre fomentan la sinceridad y repudian la acusación. Los adultos son capaces de resolver cualquier incidente sin necesidad de que las alumnas se delaten entre ellas «—¿Estás tratando de acusar a alguien? —le preguntó—. O dicho de otra manera, ¿de contarme algún chisme? Porque si es así, no cuentes conmigo».

Creo que aún hoy se puede leer Torres de Malory, por la trama aventurera, por los diálogos chispeantes, por el estilo ameno de sintaxis correcta y lenguaje cuidado, por el argumento cerrado que, no obstante, avisa de nuevas entregas y porque llena de calma y bienestar.

He pasado un tiempo fabuloso releyéndolo, recordando situaciones y sintiéndome agradecida con tantos que, a lo largo de mi vida, me han dado tanto. Ojalá pueda devolverlo en algún momento. ¡Gracias Marisa! ¡Feliz Día del libro a todos!



lunes, 13 de abril de 2020

UN ASUNTO DEMASIADO FAMILIAR



He terminado de leer la última novela de Rosa Ribas y ha incrementado la admiración que siento por esta escritora. Adoro a su comisaria Cornelia Weber-Tejedor, creo que conforma una de las mejores series de novela negra que he leído. Asimismo la reportera Ana Martí está increíble en la trilogía escrita en colaboración con Sabine Hofmann. Tanto Cornelia como Ana empezaron su propia serie de mujeres detectives, series que echo en falta; deseando estoy de leer alguna entrega más de cualquiera de las dos.

Y cuando parecía imposible llegar más alto, Ribas creó a Miss Fifty, una superheroína que nos deleita con su sentido del humor mientras, de forma metafórica, tiende un cable a todas las mujeres que deben hacer maravillas para continuar “activas” en la sociedad actual.

Después de todo este elenco de mujeres protagonistas principales en casos de investigación policial, le llega el turno a Amelia Hernández, una de las hijas de Mateo Hernández, detective privado, que se dedicó en cuerpo y alma a conseguir que sus tres hijos siguieran sus pasos, hasta crear la agencia familiar Hernández Detectives.

Si las familias no son sencillas, ésta mucho menos. Rosa Ribas propone como centro casi exclusivo a Lola, la madre. Lola no es detective, aunque tiene un sexto sentido para los casos que llegan a la agencia. Probablemente sus continuas alteraciones en el pensamiento y el deterioro de las emociones, que hacen de ella un ser frío, difícil y predispuesto al aislamiento interior, sean la causa de esa clarividencia que ostentan algunos esquizofrénicos cuando no están medicados. Probablemente. El caso es que Lola es el eje de la familia. Un eje ambiguo pues aunque parece fuerte, decidida, cruel, puede quebrarse en cualquier momento, arrastrando a quienes tiene a su alrededor.

La novela comienza in medias res; el lector constata ya la falta de capacidad de Lola para establecer relaciones sociales. Pero poco a poco irá conociendo a la familia Hernández, que reside en un barrio de Barcelona, en una casa grande, de dos plantas, con un jardín en el que otra casita da cobijo a la hermana de Lola, la tía Claudia, quien se mudó allí con su hija Elsa al morir su marido. Años después, Elsa morirá a causa de una sobredosis. La madre de Lola, Elena, también estuvo viviendo con ellos hasta que murió. Nora, la hija mayor se fue de la casa para casarse, regresar viuda un año después y desaparecer de nuevo, esta vez sin dejar rastro, desde hacía cuatro meses. Marc, el único hijo, vive en su propio domicilio con su mujer, Alicia, aunque pasa más tiempo en la casa paterna que en la suya propia, entre otros motivos porque es ahí donde tienen el despacho de detectives. Amelia, la pequeña, también se casó con Marc pero su matrimonio ha durado poco a causa de la infidelidad de él. Por esa razón Amelia está de nuevo en casa de sus padres.

Esta familia, inestable, es un claro reflejo de la inclinación natural a la endogamia, «Daniel Ayala era el único empleado de la agencia que no era de la familia». El funcionamiento profesional tiene asimismo sus desequilibrios; todos se conocen a la perfección, lo que supondrá una ventaja en ocasiones mientras que en otras va minando las relaciones, «Es que tiene que ser francamente jodido que tu hermana sea el hijo que tu padre querría haber tenido, ¿verdad?».

Todo en Un asunto demasiado familiar es dual, la mala relación entre los Hernández y los Guzmán sirve, sin embargo, por intervención de una amenaza, para que Mateo acepte encontrar a Jonathan Guzmán, desaparecido tres días de su casa. Su padre, Carlos Guzmán no acude a la policía por temor a que descubra sus asuntos corruptos en la construcción y en el tráfico de obreros. La agencia de detectives Hernández se hará cargo del caso con la oposición de Lola, pues se decidió, cuatro meses antes, no buscar a más desaparecidos al no haber sido capaces de localizar a Nora. Al encontrar a Jonathan, Amelia no se da por vencida y continúa buscando a su hermana.

A lo largo de sus averiguaciones iremos profundizando en la psicología de Lola, el sufrimiento vivido por su enfermedad, que la ha llevado al alcoholismo, y que ha convertido a sus hijos en seres inseguros en su infancia, aterrados, con sentimiento de culpabilidad por las reacciones de su madre, y traumatizados de distinta manera en su madurez. Vivir en casa de los Hernández-Obiols es un infierno

Se levantó. Como un molino enloquecido, arrancado del suelo, sus brazos golpeaban frenéticos, tirando tazas, el azucarero, platos, un bote de galletas. El suelo crujía bajo sus pies.
—Más de cuatro meses. ¡Vaya mierda de detectives!

Este infierno intenta ocultarse como sea a la gente. El pasado turbio de la familia, aunque diáfano, no pasa de ser una sospecha en el barrio; la adolescencia delictiva de Mateo puede regresar en cualquier momento si ve peligrar la seguridad familiar. Su actitud corrupta con los demás se transforma en protectora cuando se trata de Lola, una protección que, paradójicamente pone por encima de la debida a sus hijos.

Todo el mundo es consciente de que las mujeres Obiols son “un poco raras” aunque no lleguen a sospechar lo que son capaces de hacer en momentos álgidos de su locura «Dos pasos en la habitación y una bofetada para cada uno, más otra extra para Nora que, según su madre, fuera lo que fuera, seguro que había sido idea suya». Todos en el barrio son conscientes de la situación anómala de la familia aunque la angustia de Amalia quede dentro, el alcoholismo de Marc lo atormente en su vida íntima, el miedo de Nora rebrote de vez en cuando y la soledad de Mateo sea fruto de la culpa que asume al cerciorarse del desamparo en el que lo han sumergido sus hijos; es la consecuencia de haber dedicado su vida a una alcohólica esquizofrénica, «No podía más. Por primera vez desde que había desaparecido Nora se echó a llorar».

Esta historia dura y cruel se cuenta con un estilo ágil, dinámico, que engancha al lector. Es la magia de Rosa Ribas. La narración difumina la violencia con metáforas festivas «Giraba el tenedor sin darse cuenta de que no había un solo espagueti montado en ese carrusel». Las sinécdoques ocurrentes exponen de manera espontánea situaciones de carácter grave «La descubrieron porque le asomaba el pico norte de Madagascar del bolsillo de la chaqueta del uniforme […] su permanencia en la escuela era insostenible».

Las ironías consiguen restar importancia a la vida inestable e irresponsable de aquellos que, sin trabajar, dilapidan fortunas «y él, como corresponde a la tercera generación, ya había logrado reducir considerablemente el patrimonio familiar». Asimismo los antónimos recalcan la mala situación familiar-personal «Dependemos demasiado de demasiada poca gente». Mala situación que se convierte en soledad al mezclar en una expresión el significado implícito y el explícito «…faltaba una hora para que acabara el día de los muertos. Los vivos ya habían abandonado sus flores en el cementerio».

Hay gestos ilustradores que, lejos de enriquecer el discurso, encubren el pensamiento durante la conversación «El gesto de la mano con que parecía rechazar el halago […] era el movimiento con que espantaba la insidiosa certeza de que una vez más Lola tenía razón».

El humor está presente en cualquier modalidad, el negro es perfecto para remarcar la falta de objetivos que se instala cuando se apoderan de nosotros las drogas, «Se había tirado de un sexto piso […] Puedo volar. Voy a buscar el pan», o cuando somos presa de la superstición, como el padre de Lola, convencido de que como todos en su familia moriría a los 65 años por lo que a los 60, enfermo de pulmonía aunque sabiéndose a salvo, sus últimas palabras fueron «No me lo puedo creer, no me lo puedo creer». El humor negro es perfecto para ahondar en el problema de la bebida, de las drogas o la locura «Vio las botellas desangradas abajo en el fregadero […] Escarnio medieval. Todas las ratas del barrio borrachas».

Es admirable el uso del lenguaje de la autora, no solo expresiones irónicas o humorísticas alimentan nuestra imaginación, las enumeraciones inacabadas imprimen en nuestra mente una acción constante, repetida, monótona, fiel a la vida de Lola; los diálogos mezclan el estilo directo y el indirecto libre para mostrar la conciencia del personaje. La importancia de la expresión es tal que aparecen términos lingüísticos para recordarla, «Por si alguien dejaba caer el nombre de Jonathan Guzmán aunque fuese en una subordinada». Las relaciones anafóricas en condicional, cuando terminan en una perífrasis durativa, sirven para que Mateo afiance el desarrollo de su desconcierto y el temor a que Nora sufriera algún daño. La inclusión de refranes, comparaciones cinematográficas y literarias, hipérboles ridiculizadoras o imágenes que nos acercan a la decadencia del tango, consiguen que leer Un asunto demasiado familiar sea una fiesta para nuestra mente.

Al entrar en la cocina, el olor de varios alcoholes mezclados. Dominaba la cerveza, más proletaria, más gritona; detrás, la madera perezosa del ron y, arrastrándose como una novia abandonada, la ginebra.
     «Mamá quiere dejarlo otra vez.»

El final es perfecto, cerrado, como corresponde a una novela negra. La familia Hernández Obiols conseguirá sus propósitos, no sin antes haber dejado asombrado o inquieto a un lector que lee más allá de las últimas líneas.

martes, 7 de abril de 2020

SOLENOIDE



Casi ochocientas páginas después de haber empezado esta novela, de letra pequeña además y con poco margen para escribir mis llamadas, he terminado, por fin, de leerla. Digo por fin, no porque me aburriese sino porque tengo tantas anotaciones que no sé por dónde empezar.

Solenoide es la autobiografía ficticia, imagino, de Mircea Cărtărescu. Confesiones de lo que le ocurre en una vida externa bastante anodina, frente a lo que vive en su interior; experiencias alucinantes en las que despliega la angustia que siente en una sociedad miserable, la sátira con la que golpea a una política ineficaz, lo onírico que puebla su subconsciente de miedo y terror ante su propia inseguridad, lo posmoderno que niega una verdad absoluta, el esperpento con que degrada a unos seres hipócritas y despiadados, el expresionismo con el que ataca al materialismo, a partir de elementos surrealistas, simbólicos, con los que explora sus emociones hasta que descubre la fuerza con la que afrontar un futuro esperanzador.

Pero Solenoide es también un tratado de escritura. Términos coloquiales confluyen con otros propios de la biología, las matemáticas, la física, la astrología, la literatura, y nos obligan a ir al diccionario una y otra vez hasta que nos damos cuenta, como el protagonista, de nuestras múltiples carencias «músculos piloerectores, revelación feérica, billones de creodas, sistema kárstico, sarcopto, rozagantes mejillas, anfitriones heteróclitos, enorme palma de agromegálico, sucesión teratológica, teseracto de ceniza, estatua criselefantina, carne hialina…».

El protagonista escribe un diario en el que confiesa ser un escritor frustrado. Su poema La caída refleja con humor negro lo que supuso su entrada en la literatura. Así pues se dedica a la enseñanza en un colegio de Bucarest, al que acude, como casi todos sus compañeros, de forma mecánica, sin ninguna motivación. Esta frustración no es nueva, lo acompaña desde la infancia, etapa asociada al miedo y la soledad, a enfermedad y privaciones. Los recuerdos difuminan la realidad hasta que su verdadera vivencia aparece en los sueños, en alucinaciones que lo atrapan y consiguen envolver al lector hasta que se siente partícipe de esas obsesiones. Leyendo los sueños del protagonista recordamos nuestras pesadillas olvidadas, la inseguridad que nos acompañaba, el miedo a la soledad, a la marginalidad existencial y, por lo tanto, al hastío, «Mi vida tiene un único eje que va de mi casa a la escuela, tal y como los que se han roto la columna vertebral viven encerrados en un corsé de escayola».

La realidad no es natural, todo depende de las emociones, de cómo podamos hacerle frente según el momento; los sentimientos cambian y abarrotan la mente, se superponen hasta crear un caos ordenado que no es verdadero, es independiente de la realidad mostrada. No hay una verdad absoluta sino la que hemos afrontado según el punto de vista. «Yo también me compré un cubo de Rubik […] lo dejé así, resuelto desde el primer momento, con una superficie perfecta, pero no podía evitar pensar en el trágico desorden de las caras ocultas en su interior».

En este caos que puebla nuestra mente, el lenguaje es la base de todo; influye en el pensamiento hasta crear una realidad, tan alejada a veces de la verdad, que tenemos la impresión de vivir en un realismo mágico «La niña pelirroja transformó de repente aquella pobre ciudad de provincias en una ciudad luminosa […] hasta que, de padre desconocido dio a luz a Ortansa. Y Ortansa se convirtió en una joven dos veces más maravillosa que su madre. Porque el tiempo pasaba a la velocidad de los grandes huracanes».

La mente es el lugar donde vivimos realmente, en ella se mezclan lo vivido y lo imaginado; las pesadillas se funden no solo en los sueños sino, sobre todo, en la realidad, hasta que consiguen deformarla consecuentemente. Lugar donde los personajes despiadados sufren una degradación esperpéntica. Lugar que constituye una lección moral para los que asistimos de lejos a esa amalgama imposible de formas humanas y animales «el camarada director Borcescu […] su cara está repleta de unas manchas rosas y otras más oscuras que la gruesa capa de maquillaje solo consigue resaltar […] ahora es un lagarto hipnótico con la piel del rostro estirada».

Creo que, los múltiples temas que trata, políticos, religiosos, artísticos, económicos, pueden englobarse en dos grandes ideas: la existencia vacía, o el miedo que experimentamos ante ella, y la búsqueda constante de otra que valga la pena.

La existencia vacía es la que llevamos al rodearnos de gente cruel, como la profesora de Historia, la señora Rădulescu, gente indiferente como la mayoría de profesores del colegio «mujeres que tejen eternamente macramés», gente envidiosa que solo ansía lo de quienes consideran rivales «Ganan lo mismo que nosotros, que nos quedamos ciegos de tanto corregir», gente racista y cobarde que se cree mejor que los demás«¡y ya está! El anillo había desaparecido en el bolsillo del gitano…», gente sin aspiraciones, por lo que se someten a organizaciones sectarias que prometen imposibles, y exigen a los demás los mismos absurdos que ellos no pueden conseguir «¡Abajo los accidentes!, ¡No a la agonía! ¡Abajo la infelicidad! ¡Basta de dolor en el trigémino!», personas hastiadas, oprimidas, agobiadas por el quehacer rutinario. Olvidan que sentirse realizadas es lo más importante de la existencia, personas que, en el fondo, son débiles puesto que viven una vida gastada «su voz brotaba llena de ceniza, de una laringe con las cuerdas vocales quemadas».

El protagonista también vive en ese vacío; sus miedos son constantes, se siente frustrado, incapaz, inseguro, continuamente vigilado por sus padres, sus cuidadores, sus compañeros. Esta presión desemboca en una percepción deformada, sobrenatural, que se alimenta de imágenes oníricas. Los sueños recurrentes son un catálogo de sus angustias: el miedo a no cumplir las expectativas que se tienen de él se transforma en llegar tarde (en los sueños) a sus clases; perderse por los pasillos de la escuela denota el desasosiego ante situaciones que no va a poder controlar. La importancia que supone la opinión que de él tienen los demás se refleja en el visitador de sus sueños, aquél que observa mientras el protagonista queda aterrado ante un posible sufrimiento. La insatisfacción personal también es evidente en las imágenes surrealistas en las que pierde los dientes de manera traumática. Este descontento se transforma en terror al fracaso como parte de la Humanidad, cuando su realidad existencial se diluye en la verdad del compañero gitano, con la que obliga al lector a reflexionar sobre la posibilidad de asimilar la existencia de la que formamos parte.

Cărtărescu nos hace ver que nuestro mundo es una decadencia, reflejo de nuestro propio cuerpo decadente; por eso el protagonista-autor está en búsqueda continua de lo que realmente vale la pena. El color verde, símbolo de cambio, adquiere una importancia fundamental. Todo lo que lo rodea es verde; como un consciente Gregor Samsa está predispuesto al cambio, a la metamorfosis porque, al contrario que el personaje de Kafka, él anhela la vida, la energía, aunque llevado por un determinismo absoluto se vea atrapado en la persecución y la toxicidad, «aquel ser frágil y verdoso era evidentemente una enana […] me contemplaba y sonreía sardónica […] que quería ser benévola, pero que solo conseguía resultar grotesca».

La angustia ante la pérdida constante lo acompaña desde la infancia, por eso guarda sus dientes de leche, el cordón que lo unía a su madre, su pelo largo de niña, la mala salud… él mismo se desvanece al morir su gemelo y al fracasar como escritor; nadie lo recordará. Cuando se da cuenta de que solo puede liberarse del horror si renace, es cuando toma conciencia del poder que como nuevo ser humano es capaz de transmitir. Solo nos salvaremos de la mezquindad a través del amor puro que sentimos por un niño «Y de repente sentí amor, sexual y cerebral al mismo tiempo […] el amor que está por encima de la fe y la esperanza».