lunes, 31 de agosto de 2015

BLITZ

En una sociedad en la que, normalmente, lo que rodea al ciudadano sirve para «Sacudir a la gente, bambolearla, increparla», Beto, el protagonista de Blitz, podría ser un moderno Ulises, pues en sus paisajes quiere «encontrarnos de nuevo a nosotros mismos y descubrir la casa, la calle, el tiempo, el amanecer, el atardecer, el sol, las nubes, lo orgánico».

Se podría decir que Blitz son los sentimientos que experimenta Beto en la búsqueda de su verdadera personalidad durante un año. Ésta es la clave de la novela; la mirada introspectiva que el hombre sólo podrá tener cuando algo falle en su rutina y le obligue a reflexionar. Es una llamada a encontrarnos a nosotros mismos.


La novela contiene, en su estructura externa, doce divisiones, una para cada mes del año, absolutamente irregulares porque enero ocupa la casi totalidad del libro. Lo que sucede en el resto del año se resuelve entre una y tres páginas para cada mes. Con esta estructura, David Trueba consigue algo parecido a lo que ocurría en El Lazarillo: marcar el efecto del paso del tiempo en el personaje; según los amos que influyen en Lázaro o según los meses que afectan a nuestro arquitecto. En ambas novelas, los detalles vienen al principio para relatar las condiciones del protagonista. A partir del Tratado IV todo fluye más rápido en la primera novela española moderna; y a partir de febrero, en Blitz, el lector tiene la impresión de que el suceder de los meses es un mero paso del tiempo durante el que Beto madura.

La estructura interna estaría marcada por los viajes, en los que, como Ulises, fracasa una y otra vez hasta que consigue para él el objetivo que se había propuesto en su labor paisajística. En el primero, pasa tres días en Múnich, ciudad a la que acude para participar en un concurso sobre paisajes urbanos. Allí termina la relación que mantiene con Marta desde hace 5 años, y abre dos nuevos vínculos, uno con Álex, quien se convertirá en su apoyo laboral, y otro con Helga, su apoyo emotivo mediante el que intentará conocerse a sí mismo. Después realizará otros viajes, a trabajar en Barcelona, a visitar a amigos y familiares en Madrid. En ellos reflexiona sobre sus sentimientos según va pasando el tiempo.
En febrero toma conciencia de su soledad, de que nada lo ata a nadie.
En marzo se percata de no sentirse ligado a nada.
En abril encuentra a Anabel, una compañera de trabajo mayor que él, que le ofrece su casa para vivir, donde se da cuenta de la incomunicación que los envuelve.
En mayo rechaza la reaparición de Helga, aún tiene miedo de la fugacidad que marca el paso del tiempo.
En junio añora mantener alguna comunicación real con alguien.
En julio experimenta la depresión de su aislamiento.
En agosto reflexiona sobre su pérdida del sentido del humor.
En septiembre simplemente deja pasar el tiempo.
En octubre diseña una línea de relojes de arena en la que se anule lo angustioso del paso del tiempo.
En noviembre se siente fuera de lugar en sus proyectos de trabajo.
En diciembre, como un eterno retorno, vuelve a tomar conciencia de su soledad, a pesar de estar rodeado de gente, por lo que realiza un último viaje a Mallorca, a buscar a Helga. Allí encontrará sentido a la vida.

El trabajo de Beto trata sobre la prisa. Y la novela es una metáfora de la prisa que nos autoimponemos para poder cumplir con unas obligaciones que no nos aportan nada personal pero que, agravadas en la actualidad por la crisis que nos rodea, seguimos cumpliendo «para sentirnos partícipes aún del sistema, para no descolgarnos de la mendicidad».

Tratándose de un director de cine no podría ser de otra manera, así las imágenes de David Trueba juegan un importante papel en la narración, tanto escritas mediante comparaciones «un alemán algo estrafalario, con las gafas colgadas de un cordel y encorvado como un malvado del cine expresionista», como pictóricas, con dibujos y fotos de pinturas que acercan la novela a un posible guion cinematográfico. De hecho podría serlo; el principio, como el final, son de película, dos escenas que enmarcan un año en la vida del protagonista y que, paradójicamente representan lo contrario, pues la escena inicial correspondería al final de una situación, y la final al comienzo de otra. Y entre ellas leemos el argumento como si visualizáramos un plano secuencia muy largo en el que imágenes y diálogos aparecen a un tiempo. Si el signo lingüístico es lineal, Trueba consigue con su estilo, en el que mezcla narración y diálogos de personajes sin ningún tipo de marcas, que se superpongan significados y significantes en nuestra mente.

El narrador emplea digresiones constantes que cortan los hechos para centrarse en lo que importa realmente, las sensaciones que, a veces, son la excusa para relatar hechos pasados que retrotraen asimismo antiguas emociones. Otras veces la voz del narrador se pierde en el diálogo entre Beto y Helga y todas, unidas, quedan transformadas en un monólogo interior sobre el paso del tiempo, inevitable «No poder subir las escaleras ni conducir y un día ni tan siquiera leer. Supongo que conservas la fantasía de enamorar a alguien más joven y creer que prolongas tu esplendor, pero el final siempre te atrapa.»

También predomina la amalgama de tipos de lenguaje: sobresale el coloquial, a veces con repeticiones anafóricas para resaltar pequeñas o grandes obsesiones «Dice que… Dice que… Dice que…», pero en ocasiones los tecnicismos aportan realismo «un intenso nigeriano vestido con el sokoto y la buba amplios y el sombrerito fila»; aunque lo que destaca es el lenguaje inclemente, casi vulgar, al relatar con dureza y tristeza el acto sexual ejercido por despecho o con alguien que no entra en los cánones de belleza «un atasco de los sentidos, algo entumecidos, que se negaban a más éxtasis. Así que saqué mi pene sobrehidratado y me hice una paja sobre ella, corriéndome esta vez sobre el ombligo y los pliegues de su vientre blando».

Sin embargo, hay humor en la visión de la tristeza que supone la soledad; los juegos de palabras sirven al protagonista para burlarse de quien le cae mal «Álex Ripollés – Álex Gilipollez» o incluso de sí mismo «Por una errata, detrás de mi nombre en lugar de paisajista habían escrito pajista. Beto Sanz, pajista».

Las metáforas tienen también un punto humorístico, tanto en las atípicas «(el kebab)…lo embalsamaba en papel de plata», como en las actuales «Marta fue un país de acogida. Pero ahora me quedaba fuera del sistema solar…», o las referidas a la crisis «…jibarizaron los recursos posibles». Y, entre sonrisas, el lector asiste al sufrimiento del protagonista, a su patente naufragio interior que lo lleva a situaciones increíbles por hiperbólicas: «Estábamos situados sobre una tarima que elevaba 15 centímetros nuestra charla sobre el poco público presente. Con mi empujón, la silla rodó hasta el borde y cayó al corto abismo».

Y, entre la crisis personal, despunta la política para denunciar a este gobierno que, inexplicablemente, está destruyendo todas las bases del país: En el aspecto laboral «la verdad es que una de las salidas de la arquitectura ahora mismo en España es ser mimo callejero…»
En la realidad familiar «Marta y yo habríamos tenido hijos en un tiempo, seguro, cuando las economías fueran mejor y nuestros trabajos más suculentos».
En escenarios corruptos «…la empresa era la tapadera de un concejal del ayuntamiento […] Le repugnaba ganar dinero así pero las opciones más románticas, como la mía, trabajar para el aire, quedaban descartadas…»
En finanzas «…los presupuestos de los ayuntamientos y autoridades se cerraron para cualquiera de nuestras propuestas…»
En el estado de las fronteras «un paisaje es un hermoso jardín inglés, pero también la valla para frenar inmigrantes africanos en Melilla»


En fin, Trueba aprovecha para denunciar situaciones vergonzantes, aunque también esparce por las páginas constantes alusiones, guiños y curiosidades sobre el cine que enriquecen, aún más, esta novela.

lunes, 24 de agosto de 2015

EL PENSIONADO DE NEUWELKE

En el último libro que comenté, aparecía lo que significaba el amor para dos poetas auriseculares, Lope de Vega y Quevedo; en éste, José C. Vales define el amor con una concepción, aunque algo más moderna, igualmente universal:

«Pero así son los pensamientos humanos: se deslizan de lo trascendental a lo intrascendente casi sin ser notados, y de la filosofía a los cuentos de ogros y miguitas de pan con la susurrante viscosidad de una serpiente. Ésta es la razón por la que, teniendo cosas importantes en las que pensar –la revolución de los pueblos y Augusta, su amor–, el señor Wimple acababa siempre pensando en la señorita Émilie Sagée.»

Definitivamente José C. Vales me ha cautivado. No sé cuál de sus dos libros me gusta más porque, tanto la época como el argumento o los personajes, son diferentes y sin embargo con ambos me ha ocurrido lo mismo: los he devorado al principio, inmersa en la trama, para leer poquito a poco, cuatro o cinco páginas, al ser consciente de que llegaba al final, con la única intención de que me durara más. Y, aunque es cierto que lo que más admiro es su forma de contar, me he implicado tanto en la historia que me enfadé con el propio autor por no escribir el final que yo quería para Émilie y, sobre todo para el jardinero, hasta que comprendí que Vales había construido el desenlace más romántico. Eso es lo que caracteriza a El pensionado de Neuwelke, la magia y la ensoñación. Todo es belleza en sus páginas, hasta las que retratan al pére Balkas, capaz de figurar en pinturas sobre la Divina Comedia o sobre la peste negra.

En la contraportada leemos que la novela es «la historia de una joven institutriz francesa…» y sin embargo es mucho más; la habilidad de Vales consigue que no sólo nos enteremos de la vida de Émilie Sagée sino que conozcamos a otros y entendamos por qué actúan de determinada manera. Los personajes fundamentales han tenido un pasado más o menos tortuoso que los impulsa a huir hasta encontrarse en el pensionado, lugar idílico construido por Leónidas Busch y su esposa Eveline para que las señoritas de Livonia adquirieran cultura.

Sin embargo, este negocio de fines elevados y próspero desde su inauguración se desmorona a causa de las habladurías surgidas en torno a mademoiselle Émilie Sagée.

La novela se divide en tres partes y un epílogo. En la primera hay una presentación de los personajes principales, el matrimonio Busch, el jardinero Jonas Fou’fingers, los profesores del centro, la chaperonne Augusta Dehmel, tres alumnas, Émilie Sagée y el pére Balkas, aunque todos descritos a grandes rasgos, sin profundizar.

La segunda parte, la más extensa, constituye el relato de los hechos ocurridos durante el curso académico: los desmayos de la señorita Sagée, los desdoblamientos que perciben algunas alumnas, los celos de Augusta que la llevan a denunciar a Émilie ante el pére Balkas y el intento de éste de matarla por bruja; cómo el jardinero la salva y cómo Sagée decide internarse en un manicomio de San Petersburgo para curarse de sus males.

En la tercera observamos cómo los celos de Augusta van en aumento, hasta conducirla al suicidio cuando su enamorado, el profesor Wimple rompe la relación al saber que ella fue la delatora; el abandono de las alumnas por los chismorreos de brujería y la solución que ven los profesores para salvar el centro. El epílogo es la indagación que lleva a cabo una alumna años después.

No sólo los hechos son interesantes, el resto de elementos de la narración merece una atención especial. Así el espacio y el tiempo, siempre relacionados, fluctúan entre el presente del Realismo (último tercio del siglo XIX en Londres, donde se escribe el relato) y el pasado (1844 en Wolmar, cuando y donde sucedieron los acontecimientos). Entre ellos aparecen otros, como meros informadores de residencia para algún personaje; todos conforman un elemento fundamental pues son depositarios del cariño que siente hacia ellos el autor. Todos son analizados de manera que, hasta sus actos más reprobables son entendidos por el lector, pues las debilidades que presentan no constituyen sino la consecuencia de su locura, como en el caso del pére Balkas o Augusta Dhemel, o de su incultura, como demuestra la criada Latia.

La situación de la mujer, conformista ante su destino, queda plasmada en la novela. Ésta, asumiendo su condición de sufridora y de estar destinada al daño, acepta desde niña lo que le depara la sociedad o la naturaleza; pocas veces se queja, al menos públicamente, nunca se rebela; las alumnas del pensionado así lo tienen asumido «…Aquellas palabras, por alguna misteriosa razón, ejercían un poder asombroso en las jovencitas, que se negaban a pasar por “niñas remilgadas y lloronas” y hacían todos los esfuerzos gástricos inimaginables por no dejar en el plato ni una sola hebra de aquel morcillo gelatinoso…»; en todo caso y a fuerza de vivir algo indeseado una y otra vez, se autoinfringe un daño irreparable «Sin embargo, cuando se encontraba sola o en la oscuridad de la noche, la pobre señorita Dhemel se deshacía en llanto y lamentaba su suerte –su mala suerte, en realidad– entre suspiros y congojas»

La tristeza de la mujer es evidente en la vida, sólo se le permite cierta efusividad y alegría durante la niñez, porque ya se sabe «…a ciertas edades lo que conviene es guardar silencio, adelantarse lentamente y cerrar la puerta por la que han huido la juventud, y la belleza, y el amor. Y luego coger la labor, y pensar con sosegada resignación en lo hermoso que va a quedar el bordado de violetas con hojitas verdes».

El grupo de profesores constituye un reducto aparte de «verdadera sabiduría pedagógica», el profesor de historia, el señor Klöker, cuyo único interés era el imperio romano; el escuálido señor Schafthausen, para quien los números tenían significados que «el resto de los seres humanos ignoramos». Las lenguas y la literatura correspondían al señor Wimple, era bien parecido, solía recitar versos de Byron y Shelley, por lo que las internas se enamoraban de él hasta que «cortaba las efusiones líricas de sus alumnas con una ración intensiva de gramática»; el grupo se completaba con «la esférica señorita Amalia Vi, una mujer con sabiduría mundana que asombraba a todos los profesores» y a pesar de enseñar a las alumnas labores típicamente femeninas, ella manifiesta un carácter fuerte y decidido que no concuerda con el de la mujer de la época, por lo que será tratada en la novela como parte de un colectivo.

En realidad pocos trazos le bastan al autor para informarnos del pasado de los personajes en el momento oportuno; con analepsis perfectamente utilizadas la trama no se desvía de su curso y el lector no se pierde en divagaciones, antes al contrario, lo poco o mucho que sabemos de la vida de ellos no es más que un soporte para justificar sus actos y su personalidad. Todos recogen en sus diálogos el afecto que Vales les profesa, aunque he descubierto cierta debilidad por el jardinero Jonas Fou’finguers y las tres Cárites.

El jardinero es quien abre la novela para recoger a mademoiselle Sagée cuando es contratada como profesora de francés. Al final se ocupará de llevarla a su destino, y durante el relato mantendrán una complicidad fantástica, pero no sólo es bueno con ella, Jonas, aunque intente disimular, se comporta con todos con una bondad fuera de lo común «…a Jonas no le importaba que sus soldadas se estuvieran retrasando cada vez más, pero […] si se le decía al profesor Schafthausen que no había dinero para su lote de libros mensuales […] ¡Era capaz de alzar el vuelo y emigrar a países más cálidos! Pero, sobre todo, el colegio no se podía arriesgar a un disgusto con la salud de las niñas…»

En cuanto a Sönke, Julie y Antoinette juegan un doble papel; por un lado forman parte del grupo de alumnas mayores del pensionado, normalmente van juntas, como las tres Cárites, hijas de Zeus, que parecen haber donado sus gracias a las tres jóvenes; de ahí que Sönke, como Aglaya “la resplandeciente”, simbolice la inteligencia, la intuición del intelecto «Sönke, con su infernal pelo anudado en dos maléficas coletas, se encogió de hombros […] Si nuestra señorita no le importara en absoluto (a Augusta), la habría  alabado moderadamente […] Pero como la odia y no quiere que se note, no dice más que maravillas de la señorita Sagée».

Julie hereda de Eufrósine la alegría, de hecho representa la felicidad «Cuando Sönke contaba aquella aventura, Julie se tapaba la boca, casi abrumada por tanta maldad, y luego se reía llenando le jilgueros las estancias de Neuwelke…»

Y Antoinette porta, como Talia, el significado de “florecer” «Antoinette de Wrangel, la ingenua y hermosísima hija de un noble polaco […] escondía la risa entre las manos…»
Por otro lado, estas alumnas, las preferidas de mademoiselle Sagée –los seres fantásticos se atraen– son las narradoras indirectas de la historia.

Al principio de este análisis comenté que El pensionado de Neuwelke no tenía nada que ver con Cabaret Biarritz y, sin embargo, los narradores sí mantienen en común el hecho de que cuentan lo que antes les han contado diferentes testigos de lo sucedido. Con esta técnica asegura un mayor realismo a la novela.

Quien relata los hechos es un narrador externo, diplomático inglés al que Julie le cuenta los sucesos de 1844, durante una velada en Londres de 1852, cuando ella tiene 22 años y va acompañada por su hermano y su novio.

Veinte años más tarde este diplomático coincide en Varsovia con Antoinette y, casualmente, vuelve a relatar lo ocurrido en el pensionado. Más adelante, en Viena, coincide con Sönke quien aporta más curiosidades a los hechos, de manera que dicho diplomático acude a Wolmar y allí entrevista a los testigos que aún quedan en esa institución y en el pueblo.

Asimismo el narrador es autor de la novela y dirige constantemente apreciaciones al lector para ser tenido en cuenta como argumento de autoridad «(Puedo describir el lugar con alguna precisión porque tuve el privilegio de estar allí cuando visité Neuwelke)» «(Debo señalar aquí, aunque no sea una práctica común entre los autores, que un servidor tuvo en sus manos esa tablilla…»

Otras veces las alusiones al lector llevan el objetivo de convencer sobre la realidad que está contando, como es el caso de la locura de Augusta «(Aquellos lectores que por fortuna no hayan tenido que prestar mucha atención a los desórdenes de la cabeza…»

A veces la voz del narrador se mezcla con el monólogo interior o el flujo de conciencia de algún personaje, en un estilo indirecto libre, inconfundible ya en nuestro autor, del todo efectista para describir situaciones clave de la novela «Estás loca, no quiero volver a verte […] En fin, son cosas que se dicen, pero no se piensan. Augusta estaba segura y confiaba en que aquello no pasaría de ser un enfado sin importancia […] Este nudo […] Porque lo importante es lo importante […] Estás loca […] Qué extraño ruido el que hace la seda…»

Y, por supuesto, toda novela romántica que se precie debe ser, si no entera en parte, epistolar. En la que nos ocupa, es mademoiselle Sagée quien escribe cartas a su cuñada Violette; en ellas nos enteramos del tormento que ha debido pasar en los institutos a los que ha ido, las humillaciones del pére Balkas, su intento de asesinato, su entrada al pensionado, su decisión de desaparecer,… en fin, las cartas suponen un flujo de conciencia que va consiguiendo una empatía total del lector hacia la institutriz.

En esta historia terrible, de locura, ansias de venganza, intolerancia, fanatismo, muerte, humillación, conformismo, destaca el buen humor de José C. Vales. El estilo es supremo, dotado de un humor entrañable que, en todas sus variantes, envuelve a los personajes; destacan las asociaciones inusuales entre el significante y el significado «sólo un hiperbólico diría que había cuatro millas». También hay humor en alusiones literarias traídas a la realidad «Vaya, señor Wimple, viene usted vestido hoy como el joven Werther. Espero que no se dispare mientras yo esté presente». En metáforas animalizadoras «El profesor […] famoso en la institución por su parecido con las aves zancudas, le había crotorado en la cara al señor Klöcker…» «…con un atavío que lo convertía claramente en una zancuda migratoria…» «Y se marchó con dignidad cicónida.»

Humor en las constantes comparaciones excesivas para describir a ciertas personas «…la señorita Amalia Vi, elogio vivo de la opulencia» «… de magnificencia perimetral…» «…la planetaria señorita Vi» «…las preguntas de la señorita Amalia Vi y su órbita particular…»

Situaciones obvias que se describen con normalidad y arrancan, precisamente por eso, una sonrisa del lector «Y las tres cumplieron estrictamente sus promesas durante los 16 minutos siguientes: un tiempo más que razonable en jovencitas de su edad».

Por supuesto no faltan pinceladas irónicas destinadas a ese lector que juzga la cultura de los personajes «…sea justo el lector y recuerde que incluso él ha sido ignorante antes de saberlo todo»

Empleo de aclaraciones que se convierten en lítotes humorísticas en la explicación del significado «Allí, desde tiempos inmemoriales (unos cuarenta años, aproximadamente)»

Y, aunque José C. Vales es único dibujando personajes sólo con adjetivos, que en ocasiones constituyen verdaderos epítetos épicos, «la joven de los cabellos refulgentes», «la cigüeña científica», destaca también por sus grandes comienzos de capítulo; algunos toman prestadas definiciones científicas para algo que no lo es en absoluto «Uno de los grandes misterios de este mundo es el movimiento de traslación de los rumores.» Otros utilizan acontecimientos históricos para ser comparados hiperbólicamente con sucesos del argumento «Hay quien asegura que la caída de Constantinopla, el incendio de Londres o la batalla de Austerlitz fueron acontecimientos trágicos […] no eran más que fruslerías en comparación con lo que aconteció en aquella primera semana de abril de 1846.»

El empleo del vocabulario es magistral; el lenguaje culto puebla las páginas dotando a la narración de una calidad exquisita: horrísonos alaridos, ígneos presagios, percherón bayo, tan lejos de su predio, morir de muermo, invocar a los manes. Los tecnicismos (erisipela, el pope, como si un gigantesco titiritero estuviera manejando las crucetas de mi vida, labios Fragonard) conviven con latinismos (mathesis universalis), metáforas literarias (cruzar el piélago literario) y referencias a lecturas clásicas (La Iliada) o coetáneas de los hechos (Nôtre Dame de Paris) para conformar una verdadera obra Romántica.

Sólo la estancia en el manicomio constituye un guiño irónico hacia la mujer novecentista, que hoy nos hace sonreír ante la posibilidad de que sor Ivonne pudiera sanar a Émilie de la histeria diagnosticada.

Señor Vales, espero que dedique veinte horas al día a escribir hasta que no salga su próxima novela.

viernes, 14 de agosto de 2015

EL CIELO EN UN INFIERNO CABE

No había oído nada de la novela, nada sabía de su autora, pero Amaya (nunca se cansa de hacerme feliz) me regaló El cielo en un infierno cabe porque tenía unas referencias estupendas.

En 1625, Berenguela de la Santa Soledad, de 42 años, acude al tribunal de la Santa Inquisición para denunciar a Bárbara de la Santa Soledad; ambas, huérfanas criadas en el hospicio que les da el apellido –¡Cuánto santo nos ha rodeado siempre!–. Cuando tenía 16 años, Berenguela se hizo cargo de Bárbara quien llegó en 1599, recién nacida, una noche de peste, con síntomas que presagiaban su muerte, por lo que la pusieron junto a Diego, un niño de meses desahuciado por quemaduras, en una caja de salazones que más tarde les serviría como ataúd. Sin embargo, a la mañana siguiente los niños han mejorado considerablemente y, desde ese momento, no podrán separarse.

Debo decir que he pasado buenos ratos durante la lectura porque la historia es entretenida, aunque creo que con la mitad de páginas –o algo así, tampoco hay que matizar tanto– hubiera bastado y, según mi opinión, habría ganado la novela. Cristina López Barrio repite una y otra vez situaciones y anécdotas que aunque sean novedosas para algunos personajes, son conocidas para el lector por lo que a veces tenemos la impresión de que no avanza la trama. A esto hay que añadir las numerosas didascalias con las que complementa los diálogos y que ralentizan el desarrollo de acontecimientos: «sus padres fueron conversos, judíos que no habían tenido más remedio que convertirse al cristianismo para seguir vivos…» «Puso primero entre mis manos un antidotarium de venenos y plantas mágicas […] después un ejemplar del Zohar, libro sagrado para los cabalistas, escrito en arameo, un joya muy valiosa por la que se podía arder en la hoguera».

De esta forma el libro aparece como mezcla de novela histórica, texto didáctico y narración perteneciente al realismo mágico sin llegar a ser nada definido; es cierto que encontramos algo de realismo mágico en los relatos del hospicio, donde la dureza y sensibilidad, la vida y la muerte se unen, desdibujándose la línea que las separa, sin embargo hay expresiones de duda o temor que eliminan la magia y alejan estas historias de dicha corriente:
«Quizá me confundió el resplandor de la luna […] pero me pareció que de sus cuerpos se desprendía un halo de luz que flotó…»

Estructuralmente, El cielo en un infierno cabe se divide en dos partes, que mantienen cierto paralelismo: Ambas están encabezadas por los tercetos de dos de los sonetos más bellos escritos sobre el amor. Y creo que están puestos con toda la intención pues la primera parte se abre con lo que es el amor para Lope de Vega:
huir el rostro al claro desengaño
beber veneno por licor suave
olvidar el provecho, amar el daño
creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.

Y en la exposición de los hechos, Berenguela narra esta mezcla de tormento y felicidad que constituye la vida en el hospicio para los dos niños. Tanto Bárbara como Diego han experimentado el desengaño, el dolor, la belleza, la tristeza y la felicidad en su relación.

Pero será la segunda parte, la vida apasionada de los jóvenes Álvaro-Íñigo y la Niña Santa-Isabel, la que nos recuerde, con Quevedo a la cabeza, que merece la pena el amor apasionado porque la esencia de la persona será lo que permanezca; nada podrá superar en felicidad o hermosura a ese sentimiento experimentado en la vida.
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejará no su cuidado;
serán ceniza, más tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.

En las dos partes un narrador omnisciente abre el relato para presentar al personaje principal del fragmento que actuará a su vez como narrador testigo. Primero será Berenguela la que cuente al Tribunal lo ocurrido durante 13 años en el hospicio, desde que en 1599 ella se hizo cargo de Diego y Bárbara, niña que ostenta el poder de transmitir mediante sus manos bondades o desgracias a quienes la rodean según su estado de ánimo. Precisamente por esto, los alguaciles de la Inquisición se presentan en el hospicio para apresarla pero, en el revuelo, desaparecen los niños y sor Ludovica.

En la segunda parte será la propia Bárbara quien desvele a Berenguela dónde estuvieron y cómo Diego y ella pasaron a formar parte de la hermandad de la magia sagrada, cómo se separaron, al interferir en su relación Diana y Tomás y cómo ella fue apresada.

La novela se cierra con la exposición del final de la historia, en 1626, por parte del narrador omnisciente, quien relata qué fue de cada uno de los personajes desde que Bárbara es condenada a morir en la hoguera.

La perfecta estructura alude también a los espacios. Básicamente son tres en cada parte: La sala de declaraciones del tribunal, la casa del notario Rafael de Osorio y el hospicio de la Santa Soledad en la 1ª Parte, y la celda de Bárbara, la hermandad de la magia sagrada y la sala de declaraciones en la 2ª. Sin embargo, todos coinciden en el Hospicio en 1599 y todos se juntan en el tribunal de la Santa Inquisición en 1625, los dos espacios que marcan a los tres personajes principales: Bárbara, Diego y Berenguela.

Hay otras circunstancias que si bien empiezan siendo una curiosidad, se quedan en la mera expectación pues la autora no ahonda en ellas o no les concede importancia. Es el caso de los formantes del tribunal. Por un lado la pareja formada por el notario y el fiscal es bastante curiosa, uno es de apariencia fiera y de ánimo bravucón, el otro es de apariencia débil y ánimo cobarde, probablemente por el miedo derivado de su homosexualidad. Tanto Rafael como Íñigo tienen su vida marcada por la poesía; la madre del notario es una obsesionada de los versos «Pasé mi infancia asistiendo a justas poéticas y juegos florales […] de librería en librería». En el caso del fiscal es el padre de éste el poeta. El notario es insomne, mientras que el fiscal es sonámbulo. El notario le cede una habitación de su casa a Íñigo para vivir, sin embargo la relación queda ahí en un cúmulo de curiosidades con un final algo forzado aunque predecible. 

Por otro lado, los inquisidores Pedro Gómez de Ayala y Lorenzo de Valera son, dentro de sus semejanzas, antagónicos, uno ávido de poder y el otro ansioso de placeres corporales como la gula o la pereza, y sin embargo se profundiza poco en ellos a pesar de marcar sus cualidades en repetidas ocasiones; asimismo la inquina de Pedro hacia el fiscal es incomprensible ya desde el principio, el temor del inquisidor va más allá de que le pueda usurpar el puesto, pero no queda aclarado.

Demasiados misterios rodean a los personajes de la 1ª parte, como el niño de los rizos de oro, José, Berta y su señor, la hermana Ludovica y sus desapariciones, el gigante… algunos se resuelven en la 2ª parte pero otros no, o quedan aclarados de forma tan apresurada que prácticamente debemos intuir consecuencias, como que Berenguela conocía al fiscal antes de ir a declarar, aunque no lo evidencie: «Si es posible la redención se ha de ver en este proceso. Uno de los que escuchan hoy mi testimonio entenderá el porqué con más lucidez que el resto».

En cuanto al estilo, hay momentos en los que las hipérboles rozan lo increíble, o pretenden ser demasiado efectistas sin conseguirlo, puesto que ellas mismas se contradicen: «Una cicatriz atravesaba el rostro del fiscal clamando venganza. Era púrpura, rojiza, como la luz […] confundiéndose con el cortinón de terciopelo carmesí […] Pero a la testigo no le conmovió tal presagio de sangre; se había presentado voluntariamente a contar su verdad y no pensaba detenerse». Sin embargo más de trescientas páginas después encontramos que «En el rostro enjuto de Pedro Gómez de Ayala se dibujó una mueca maliciosa que erizó el vello de Berenjena».

La narración queda salpicada también por efectos especiales propios de película que, en este caso no aportan ningún suspense por constituir recursos tópicos de un determinado género de terror «Guardó silencio durante unos segundos. Íñigo de Moncada cambió de posición en la silla recia y la testigo sintió que su cicatriz crecía […] El cortinón carmesí se agitó bajo un soplo fantasmal… El notario permaneció con la pluma en vilo, la punta suspendida en el secreto y unas manchas de tinta goteando sobre las hojas.»

Normalmente las metáforas son personificaciones de rasgos o fenómenos que conceden importancia a lo tétrico y malvado «la luz de un relámpago atravesó los cristales de una ventana e iluminó la mano derechas del notario, prisionera de la pluma, triste y hermosa a la espera de amortajar palabras…». Sin embargo los niños son cosificados «La hermana Serafina clavaba tapas en las cajas de salazones mientras murmuraba entre dientes: benditos míos, ya está, ahora a volar al cielo». Y la gente se animaliza «cómo se había agarrado cada uno a una ubre de la Blasa a la hora del desayuno» «luego se echaba a las calles de la villa con sus andares de animal».

Recursos que, aunque previsibles en la narración, retratan una época y un ambiente determinados, cubiertos por la incultura y el fanatismo; malos tiempos en los que la magia, la locura, lo sobrenatural, la razón y la realidad se mezclan en el miedo al dolor y al sufrimiento «…aliento sagrado […] Se comía las sábanas tendidas […] orinaba en cualquier parte […] su razón infantil se había tornado en locura […] Sigilosa y fantasmal […] su lengua vomitaba un despropósito sobre ángeles vengadores […] La hermana Urraca la conducía a la cama entre alaridos y varazos…».


Menos mal que «polvo serán, mas polvo enamorado».