jueves, 17 de noviembre de 2016

TEA ROOMS. Mujeres obreras

Sorpresa, más que agradable, al leer Tea rooms. Mujeres obreras. El contraste del título es el que vamos a encontrar en la novela. Tea Rooms evoca la modernidad del idioma, lo exótico de la bebida, poco usual en España y una cierta distinción al sugerir una habitación exclusivamente destinada para el sosiego y la charla agradables. Inconscientemente acuden a la mente largas tardes en las que la conversación cotidiana nos hace cómplices al recoger anécdotas o contratiempos de un círculo cercano. Toda esta  exquisitez se desvanece como el humo del cigarro que coronaría tea rooms para mezclarse con otro más denso y grasiento que envuelve la cocina de la que saldrán los pasteles, el chocolate, el té. Un humo que oprime hasta que, esas mujeres obreras que completan el título, quedan empequeñecidas, anuladas por una modernidad que no parece tenerlas en cuenta.

Luisa Carnés es un misterio más de esta España que olvida pronto. La escritora tuvo éxito en su momento, pero una vez exiliada, su obra desapareció de nuestro país y no llegó a formar parte del elenco de escritores de la generación del 27 pese al elevado número de novelas y cuentos escritos tanto en España como en México, y que despertaron bastante interés y sensibilidad en su público coetáneo. Otro ejemplo de mujer invisible. Otro ejemplo de mujer inteligente y comprometida que queda olvidada en una sociedad patriarcal, machista, que teme perder su posición privilegiada.

Tea rooms cuenta, con una narrativa rompedora y vanguardista, una parte de la historia de Matilde, una mujer joven que sufre las crisis socioeconómicas y políticas de principios del siglo XX. Crisis que fueron despiadadas con la gran mayoría del pueblo español, el obrero, y especialmente crueles con la mujer, puesto que será ella la más explotada y humillada aun por la propia mujer.

Matilde no tiene apellidos, está a medio identificar. Tampoco lo tienen, ni les hace falta, Laurita, Marta, Paca, Antonia. Desde que Matilde entra a trabajar en la pastelería pasa a ser “la joven” o “una”, como el resto de compañeras sin identidad «una, a lo suyo» «a ver, una al teléfono»; no son mujeres «aquí no son ustedes más que dependientas», y así son tratadas, sin una pizca de sensibilidad o humanidad. Hay una curiosa diferencia con los empleados, ellos sí tienen apellido; aunque oprimidos no se les priva del todo de una personalización; encontramos al camarero Cañete o al cocinero Pietro Fazziello. Pero no nos equivoquemos, tildados con apellidos sufrirán consecuencias parecidas a las de las chicas si no se atienen, ellos o sus familiares, a la voz del que manda. En el caso de Cañete, sus flirteos con la encargada llevarán hasta la pastelería a su mujer, otra innominada que, como si de un objeto se tratara, pierde hasta el nombre en la sociedad, una vez casada: «la mujer de Cañete». La mujer de Cañete acude allí a denunciar a “la otra” delante de todos por intentar robarle a su marido. Ni por un momento se le pasa por la cabeza que pueda ser él el culpable de la situación «¡Que lo sepan todos que esa mala mujer está robando el pan de mi hija! ¡Esa puta! ¡Una tía golfa!».

No hay sentimientos en el mundo obrero. Es un ambiente que oprime, que despersonaliza, que embrutece. No hay lugar para lamentaciones o denuncias o exigencias; la impotencia es lo que caracteriza a los obreros, paralizados por el miedo y por no saber qué hacer «Fazziello golpea sobre los bloques de hielo lentamente. De pronto, se sienta en el último peldaño de la escalera y llora».

Hay en la novela una certera crítica social dirigida a esa clase acaudalada que temerosa de perder su estatus intenta quitar de en medio a quienes puedan arrebatarle sus privilegios a través del estudio y el razonamiento, por eso «el “ganso” con sus raquíticos once años, aprende a comprar el periódico a las siete de la mañana, a abrirlo por la página de anuncios [...] y [...] a mentir «Tú cuántos años tienes?. Catorce». Y se critica sobre todo a una sociedad con muy poco interés en alfabetizar a la mujer, que sigue «cultivando la religión y soñando con lo que ella llama su “carrera”: el marido probable».

En Tea Rooms observamos una reivindicación social del obrero, pero ante todo de la mujer «Es necesario que las compañeras de trabajo que no estén asociadas se asocien inmediatamente». Si no aflora una conciencia de clase nunca dejarán la miseria, y la miseria las hace miserables «la miseria amodorra tu pudor en esta ocasión», las embrutece «En la búsqueda, un vestido rosa cae sobre un papel pringoso y allí se queda» y les anula cualquier vestigio moral «del modo más indiferente y discreto posible, se agacha e introduce el dinero en uno de sus zapatos».

Luisa Carnés denuncia, con una lucidez y claridad espectaculares la situación de la mujer de principios del XX, una mujer que siempre dependerá de algo o alguien para subsistir, de quien raramente se aceptará algo de autonomía.

Esta circunstancia viene expuesta de la mano de las protagonistas de la novela como si entre todas formaran una sola, como si conformaran a la mujer que, como Antonia, debió ocultar su estado de casada, hasta que enviudó, para que no la echasen del trabajo. O como la clienta que no es servida por el camarero hasta que «solicitaba con los ojos al esposo un signo de aprobación». O como la mujer de Cañete a quien ya se lo dice su marido «ocúpate de tu hija»; el resto de asuntos, incluidas las infidelidades, son cosa del hombre. O como Laurita, muerta a consecuencia de un aborto clandestino por temor a que su novio la rechace. O como Marta, que «se ha echado a la vida» al ser despedida por robar dinero de la caja para comprarse unos zapatos. Entre todas modelan a la mujer resignada que acepta unas condiciones laborales infrahumanas, unas condiciones que, por malas que sean, siempre serán mejores que quedarse en la calle porque, en el fondo, no pueden hacer otra cosa, no están acostumbradas a pensar. Matilde, la protagonista, recapacita y sabe lo que quiere y no se va a conformar con menos. Exige de la vida un trabajo digno y poder elegir al hombre que quiera, no conformarse con el primero que le pida relaciones. Ambiciona una vida libre, lejos del «embrutecedor trabajo doméstico».

Pero si la lectura se hace interesante al conocer la vida de la España del siglo XX, y casi del XXI, no es menos enriquecedora la narración. Destaca la importancia del narrador que, unas veces es omnisciente, sobre todo cuando expone algún monólogo interior o pensamiento de un personaje «Parece que he estado inspirada, piensa Antonia». Otras veces funciona como narrador testigo «En cuanto a Paca, ¡oh!, esa, con su cara pálida y humildita de beata, cualquiera adivina lo que piensa». Y siempre aporta amenidad a lo narrado, bien mezclando sucesos de forma abrupta o directa para cambiar de tema «Se habla de elevar una queja a la dirección. Probablemente, todo se quedará en palabras. Otra cosa: ingresará en el establecimiento una ahijada del propietario», bien realizando incursiones en la propia narración «le ha valido desde el primer día el respeto de la encargada: “Esa escuerzo” (Antonia es mucho más comedida para colocar adjetivos...)».Incluso, en ocasiones, el narrador se apropia de la voz de Matilde «Matilde va a la cabina lentamente [...] “El que se vaya puede darse por despedido”. Y todas las cabezas [...] se agachan medrosas». Pero aun cuando predomina una narración externa la variedad de técnicas y recursos es admirable.

Los diálogos pertenecen a la modalidad oral, con oraciones incompletas o con localismos, como el laísmo tan típico madrileño, que acercan al lector al ambiente del pueblo «ya ve, Antonia, con quince años en la casa y ganando un duro... y callandito» «la han salido bien las cuentas». Asimismo las onomatopeyas -rrrr-, chist aportan frescura a la narración. Sin embargo encontramos palabras cultas hálito, apotegma, dilecto, conterráneo, préstamos de otras lenguas que se unen al lenguaje vulgar en un sugerente contraste «Cocktail... Ahí va, coño ¿dónde tienes los ojos» «Por diez jodíos reales que gana una [...] los sandwichs [...] como pudding». Y un vocabulario relacionado con los avances modernos, con la tecnología o la ciencia que aporta tintes vanguardistas, incluso surrealista a veces; la personificación del cine frente a la despersonalización de los niños aporta una imagen incitante: «donde comienzan a evolucionar los verdes y blancos del cinema de enfrente [...] han aparecido [...] varias cabezas greñudas y numerosos ojos sin color.» Asimismo la importancia de lo básico queda remarcada en la personificación de los zapatos, que adquieren la personalidad contrastiva de quien los lleva «los zapatos torcidos avanzan rápidos, suicidas, mientras que los zapatos impecables subrayan un paso estudiado, elegante».

La singularidad de las obreras desaparece, todas son una o simplemente cosas «no es más que un aditamento del salón»; mujeres embrutecidas que han  asumido su animalización «Mientras lava, gruñe» «¿Qué harán esas burras?» o su invisibilidad; de ahí que los diálogos señalados no lleven el nombre de quien replica. Da lo mismo. La mujer no tiene voz, no es esencial saber quién dice qué porque lo más probable es que no tenga importancia

—Tanto postín
—Yo me alegro
—Pues vaya una ventaja...
—Bueno, pero de todos modos, me alegro...
[...]
—¡Chist!
—No me da la gana callar...

Y sin embargo, calla; no puede replicar en el trabajo porque será despedida y no puede participar en conversaciones culturales porque no ha tenido tiempo o interés en preocuparse. Se autoexcluye. Sus problemas son mucho más básicos «Antonia no entiende nada de esto. ¡Qué ganas tienen estas gentes de sofocarse!» El estilo indirecto libre aporta un tinte fresco a la narración, el relato cobra agilidad, así como las frases cortas y las nominales que, sutilmente dan una idea del desconcierto en el que están inmersas las protagonistas; no hay tiempo para sentimientos, lo fundamental es la esencia de las cosas; los momentos de dolor se acortan, como si la mujer no tuviese tiempo de compadecerse. Cuando surgen adjetivos suelen ser valorativos consiguiendo de nuevo acentuar el contraste en el que vive la mujer. Por un lado la modernidad no le aporta el más mínimo consuelo «Marta despacha torpemente [...] se siente muy sola. Átomo en medio de una apretada muchedumbre...». Por otro el surrealismo que envuelve determinadas situaciones adquiere tintes naturalistas que ahondan en el miedo y la desesperación «Enfrente está la encargada, con una fría sonrisa en los labios delgados. Se le ven unas encías descarnadas y pálidas». Las metáforas opresivas contribuyen a intensificar los momentos de monótona tensión «El sopor agobia y sobre los párpados pone plomo el calor. Los ventiladores zumban».

Y, para dejar constancia de que no caben sentimentalismos, la narradora rodea de números a las trabajadoras. Números premonitorios, agoreros «la fecha del día, un negro 13». Números amenazadores «y callandito. Ya hay veinte en la puerta». Números controladores «—Oye Matilde: ¿tú no has visto el regalo? —...treinta, treinta y una —cuidado, está mirando—, treinta y dos, treinta y tres...». Números opresores «—Catorce pesetas kilo —¿Así que, cuarto de kilo valdrá? —Tres cincuenta» —¿Y los cien gramos? —Una cuarenta».

Pero en toda esta miseria hay algo enternecedor; en las descripciones costumbristas encontramos pinceladas de humor «la señora pide una naranjada, y al niño un pastel de crema. No, a mí, un bocadillo de jamón y un vaso de leche. La madre aprueba [...] pero cuando el camarero se aleja le da al chico un puntapié por debajo de la mesa».

Y encontramos ironías denunciantes «intervino la fuerza pública, disparando “al aire” y ocasionando dos bajas entre los obreros».

La pena es que tanto el humor como la ironía certifican más la miseria de un pueblo que, de forma preocupante, se sitúa más cercano a la actualidad de lo que deseáramos.


¡Chapeau! por esta sinsombrero.