Sencillamente
maravillosa. Voy a intentar reflejar lo que ha supuesto para mí esta novela;
sabía de su existencia, nada más; por casualidad, supe que mi hijo la tenía y
se extrañó de que no la hubiese leído, así que me la dejó y tengo que decir que
aún pienso en algunas situaciones que ocurren y les voy encontrando la sátira
donde en principio sólo veía humor. Es una novela para leer y releer, como las
grandes joyas de la literatura.
La
conjura de los necios
comienza con la descripción del protagonista que, irremediablemente, me llevó a
otra totalmente antagónica y, sin embargo con algunos puntos en común «Una gorra de cazador verde apretaba la cima
de una cabeza que era como un globo carnoso […] grandes orejas […] Los labios,
gordos y bembones […] los altaneros ojos azules y amarillos de Ignatius J.
Reilly […] en busca de signos de mal gusto […] La posesión de algo nuevo o caro
solo reflejaba la falta de teología y geometría de una persona. Podía proyectar
incluso dudas sobre el alma misma del sujeto». Esta es la base de la
descripción de Ignatius, un hombre gordo y estrafalario que califica el
consumismo de su sociedad como lo que destruye al ser humano. Luego nos
enteraremos de que Reilly sigue sin ninguna objeción De consolatione philosophiae, de Boecio, algo que lo llevará a
obsesionarse con un pasado medieval sin mucho sentido en el siglo XX.
Hay
otro personaje literario obsesionado con reflejar en su vida los libros de
caballería de Feliciano de Silva y, aunque las diferencias son evidentes, pues
don Quijote es «de complexión recia, seco
de carnes, enjuto el rostro», ambos pierden el juicio de tanta lectura y
ninguno de los dos hallará su lugar en este mundo.
Sinceramente,
creo que nunca me he encontrado con un personaje como Ignatius, alguien que
pretende cambiar todos los componentes de la estructura social pero se mueve en
un entorno reducido: su habitación y las salas de cine a las que acude cuando
deja de escribir su diario; películas que nunca le parecen adecuadas y siempre
las ve, si puede, incluso repetidas veces. Cierto día, un suceso casi
intrascendente, provocado por su madre a causa de una pelea con él, lo hará
salir de su zona de confort para introducirse en la sociedad injusta en la que
vive, a la que odia y donde es rechazado. Desde este punto de vista Ignatius es
el quijote del siglo XX pero la ternura que nos despierta el caballero andante
desaparece ante Reilly, al menos en un principio, cuando lo intuimos como
prototipo del disparate, vago, maltratador psicológico, egoísta, fantasioso y
enfermo mental que subvierte la sociedad para burlarse de ella. Sin embargo, la
novela de Jhon Kennedy no es de
lectura rápida, hay que seguir leyendo y uniendo cabos.
A
lo largo de las casi cuatrocientas páginas de la novela no he dejado de
asombrarme. Mi ánimo ha pasado de desearle al protagonista un buen juicio para
que no se metiese en más líos a esperar que recibiese un buen escarmiento.
Ignatius,
en realidad, quiere una sociedad mejor, quiere una sociedad que funcione; para
ello se enfrenta al desprecio de todos por ser considerado un inútil, algo de
lo que no es consciente, fruto de un elevado ego que lo lleva a tratar a los
demás con sarcasmo; mordacidad que no entienden quienes lo rodean
—…Aquí le meto un paquete de
panecillos ¿Entendido?
Luego cerró aquella tapa y abrió una
puertecita lateral situada en la resplandeciente salchicha roja.
—Aquí hay una latita de calor líquido
que mantiene calientes las salchichas.
—Dios santo —dijo Ignatius con cierto
respeto. Estos carros son como rompecabezas chinos. Sospecho que me pasaré la
vida abriendo la trampilla que no es.
El viejo aún abrió otra trampilla,
situada al fondo de la salchicha
—¿Y ahí qué hay? ¿Una ametralladora?
—Aquí van la mostaza y la salsa de
tomate.
—Bueno, haremos una valerosa
tentativa, aunque puede que le venda a alguien la lata de calor líquido al
doblar la esquina.
Creo
que la intención de Jhon Kennedy Toole
fue retratar la decadente sociedad del siglo XX, y lo consigue; por La conjura de los necios van apareciendo
financieros que no experimentan nada por sus empresas y se dedican a vivir
bien, mujeres de la alta sociedad que solo saben sacar el dinero a sus maridos
en beneficio propio, mujeres amargadas que advierten que no son valoradas y
pretenden sobresalir ridiculizando a los demás, altos cargos policiales que
tratan con desprecio y amenazas a sus subordinados para que cubran su
ineptitud, trabajadores que no se sienten motivados por sus jefes, negros
esclavizados que son empleados por menos del salario mínimo a cambio de
trabajos precarios, encargados incompetentes, incapaces de sacar adelante los
negocios, inmigrantes que no son tratados con justicia, ni siquiera como
personas, da igual que sean adultos o niños «Pobre
mamá. Directamente del barco. Apenas hablaba inglés. Y yo, que era una cosita
así de pequeña, abriendo ostras. No fui a la escuela. De veras, chica. Tenía
que estar allí aporreando ostras en la acera. De vez en cuando mamá me
aporreaba a mí».
El
protagonista es el portavoz de la crítica a esa sociedad capitalista que no
respeta a quienes no han logrado tener un puesto “aceptable” con recursos
suficientes para vivir bien, da igual lo que se haga para conseguirlo. Incluso
Irene Reilly, la madre de Ignatius, considera un fracasado a su hijo y a ella
una fracasada por haber gastado su dinero en darle unos estudios universitarios
que ahora no quiere aprovechar; harta de malvivir, desaliñada y alcohólica, se
decanta por pasar el fin de su vida al lado de un viejo que puede mantenerla
pero que ella considera —horrorizada— comunista.
Una
sociedad carente de valores morales analizada desde una perspectiva mordaz para
que el lector dude de todo aquello que asume como verdad; una perspectiva que
quiere construir un pensamiento libre de prejuicios. Entre todos los personajes
construyen un retrato hiperbólico del ser humano (asocial, embustero, racista,
misógino y misántropo) «—Debería
alegrarse de que le diese una oportunidad, muchacho —dijo Lana Lee—. En estos
tiempos hay por ahí la tira de chicos de color buscando trabajo. —Sí, y también
hay muchos chicos de coló que se hacen vagabundos cuando ven los salarios que
ofrece la gente. A veces pienso que pa un negro es mejó sé vagabundo».
Si
el negro Jones tiene claro que solo podrá librarse de su acoso poniendo en
marcha su imaginación para culpar a quienes lo esclavizan, Ignatius no duda en
mentir, hasta límites insospechados, para llevar adelante su plan de reforma
social. Esto da lugar a situaciones delirantes que forman parte del absurdo más
intenso y que retratan a Reilly como un esquizofrénico de manual. Él sabe que
esa es la imagen que da y se aprovecha de ello para conseguir lo que quiere
El señor Clyde conocía la triste
historia del vendedor Reilly: la madre borracha […] la amenaza de miseria para
madre e hijo, los amigos lascivos de la madre.
—Mire voy a asignarle a usted una ruta
nueva y a darle otra oportunidad […]
—Puede usted mandar un mapa de la
nueva ruta al pabellón de enfermos mentales del Hospital de la Caridad. Las
amables hermanitas y los serviciales psiquiatras de allí quizá puedan ayudarme
a descifrarlo entre electro y electro.
Los
diálogos solo pueden compararse a los escritos por los grandes de la sátira y
el absurdo. Son geniales, perfectos para mantener la ilusión por la lectura
hasta el final que, por cierto, es trepidante.
Las
sectas, las habladurías, las injusticias sociales, los pseudointelectuales, los
ineptos, los drogadictos, los impotentes que culpan a las mujeres de su
incapacidad… todos forman parte de La
conjura de los necios, mostrando una sociedad en la que la Fortuna, a base
de coincidencias, los unirá y marcará el argumento: George, el drogadicto que
trabaja para Lena Lee, la madame que “contrató” al negro Jones, se hace con De consolatione philosophiae, un libro
de Ignatius, que le prestó a su madre para que lo leyera y que ella se lo deja
al patrullero Angelo Mancuso, sobrino de Santa, una amiga de Irene, con quien contactará
y se contarán sus penas. El libro quedará vinculado a las drogas y será el
detonante para finalizar la novela
Si Boecio se consuela dialogando con Filosofía, Ignatius intuye que, hacia lo bueno o lo malo, es la rueda de la Fortuna la que preside la existencia.