¿Por dónde empezar
a escribir tras leer El Nuevo?
Sin duda, por
agradecer a Babelio y su Masa Crítica la oportunidad de conocer a Rogelio Guedea. Y agradecer a Rogelio
Guedea que escriba como lo hace, tan bien, con tanta fuerza, con tanta poesía
dentro de un realismo de lo más sucio que podamos imaginar. Vivimos en un mundo
en el que la violencia es cada vez más habitual, estamos acostumbrados a ver
morir inocentes pero no queremos, o no podemos, adentrarnos en las causas y en
las consecuencias humanas y sociales.
Guedea sorprende y
analiza en su discurso cómo se construye la violencia, con palabras, con hechos
que se reflejan en la experiencia de los más desprotegidos.
El Nuevo son catorce
cuentos en los que las situaciones se dan en un contexto feroz. El conjunto es
el testimonio de los que viven en un infierno y no han conocido otra cosa «lo que tenía que hacer era coger la cinta
que estaba en la repisa de concreto y pasárselas de nuevo por la boca, dándole dos
o tres vueltas, hasta que quedara bien apretada. Tengo haciendo este trabajo
desde que entré a quinto de primaria, hace dos años».
Analizamos la
realidad y cómo la perciben los personajes que viven un determinismo absoluto.
El autor se arma de términos coloquiales, diminutivos cariñosos o bellas descripciones
para entregarnos una narrativa combativa, denunciante, comprometida. A pesar de
la brevedad de los cuentos, la carga simbólica es evidente; el sufrimiento
individual y colectivo está latente en la palabra de Rogelio Guedea. La
acusación es evidente. La desesperanza, también. Las agresiones físicas o
psicológicas se viven como corrientes, como si formase parte de lo habitual
descuartizar personas, como si desaparecer de pronto estuviese dentro de lo
razonable, como si perder un hijo fuese natural, «El hombre hace un hueco en su cuerpo para que ahí se recueste la niña.
Un hueco oscuro, donde ahora duerme toda ella solita: para siempre».
Este mexicano
golpea a todo y a todos y grita lo más sórdido de la sociedad, lo más
animalizado del ser humano. En El Nuevo, un pueblecito imaginado, pero tan
real, de México, no hay esperanza; la corrupción alcanza todos los niveles en
los que el autor explora el dolor y la condición existencial del hombre. Es un
pueblo pequeño y, aun así, cada uno de sus habitantes se mueve en su propio
mundo interior, oscuro, sórdido, tan personal que ni siquiera es opresivo; se
acepta. Son piezas que se dejan llevar por el envilecimiento reinante, «…que lo llamara mañana temprano, se
comprometió a hablar con el capataz encargado […] De la ilusión hasta el hambre
se le había quitado. Gracias, Eloy, dijo […] escuchando la voz del otro lado
del auricular diciéndole número inexistente, número inexistente». No hay
piedad para nadie. Es la realidad que golpea constantemente, acompañando al
individuo, pero esta realidad no es otra que su propia angustia, forma parte de
él y constantemente lo oprime; la ley, corrompida, campa a su antojo, expuesta
también a las consecuencias de la opresión «El
policía se lo echó a la bolsa de atrás del pantalón […] y ufano, dijo: usted
encárguese de que las méndigas plagas no le hagan la vida imposible y yo aquí
me encargo de que ni un alabestrado le vuelva a robar sus herbicidas. Ta’güeno,
dijo don Chema».
Los personajes de El Nuevo se mueven en circunstancias
reales de miseria. Leemos un cuento y pensamos que no se puede caer más bajo. Y
entonces leemos el siguiente. Las condiciones literarias de supervivencia son
tan reales que nos permiten analizar el condicionamiento que define a cada ser
humano. Hay quienes solo conocen el dolor y el miedo desde que nacen. No pueden
luego aportar otra cosa. Para Guedea, una anécdota como un cumpleaños o un
entierro es el detonante para desvelar toda una vida; asimilamos lo sucedido
pero no tenemos claro la repercusión. Ni siquiera los protagonistas están
seguros de sus actos; todo forma parte de una pesadilla, de una terrible angustia,
«es que usted me puso tanto a matar, que
ahora ya no sé hacer otra chingada cosa […] Bosques miró al interior de los
ojos de Camachín con extrañeza. En realidad era la primera vez que no sabía lo
que tenía que hacer».
La narración de
Rogelio Guedea no es lineal; a veces aparecen analepsis otras, el presente es
una fotografía fija del pasado y del futuro. Nos movemos en un sincronismo; la
simultaneidad de planos despliega el caos de la violencia; la vida pende de un
hilo en cualquier momento porque el ser humano es imprevisible «Nadie supo en qué momento el cuerpo de
Chavira que flotaba por detrás de la reventazón, desapareció».
El autor narra para
el pueblo con un estilo coloquial. Los refranes, los dichos populares conviven
con mexicanismos y vulgarismos: «a
moco tendido», «bien sabía que a ojo del
amo engorda el caballo», «lo están poniendo como palo de gallinero», «cuanti
más…». El folclore se camufla hasta desembocar en lo abstracto del destino;
una fatalidad de la que solo se puede salir mediante la muerte. Es la libertad
para los inocentes. El destino impide así que los más puros se enfrenten al
infierno que les pertenece.
El realismo sucio
que rodea a El Nuevo se transforma en
un realismo mágico cargado de lenguaje evocador, denunciante. Es la literatura
comprometida de Guedea «Cuca era un
pajarito y así, su cuerpo flotaba como flota un velo de novia sobre el viento».
En El Nuevo no hay
verdaderas familias, aunque sean interminables, ni verdadera policía, aunque
esté en todos los caminos, ni verdadera justicia. Todo es una metáfora
despectiva que convierte la vida del ser humano en una pesadilla amoral.
Metáforas explícitas que aparecen cargadas de connotaciones agresivas que
animalizan al hombre. No hay equívocos en la interpretación subjetiva. El significado
del contexto juega un importante papel en la crítica sociocultural donde se
suceden fotogramas como si la existencia formase parte de un cómic en el que a
pesar de los elementos fantásticos, los personajes portan características
humanas y se mueven en situaciones reales. Guedea explora el dolor, el terror,
la muerte como partes de la condición humana, vividas en la existencia y
generadas en el sueño, aunque a veces los protagonistas no sepan si todo
sucedió al revés. Cualquier cosa puede pasar cuando la frontera entre lo real y
lo mágico queda rota. Es un mundo machista donde la mujer permanece invisible,
desvalida aunque no lo sea «la mujer, una
hilacha, se disolvió en el aire», soportando las condiciones más duras sin
quejarse, sin tener derechos médicos o jurídicos, es el desecho de los
desechados, una cosa que se puede vapulear al antojo de quien quiera «un espantajo de mujer, un vestido
deshilachado, colgando de un tendedero», algo sobre lo que el hombre tiene
derecho a decidir qué hará en cada momento.
Con términos
coloquiales el narrador refuerza la condición indefensa de los proletarios. Las
enumeraciones asindéticas alargan lo que interesa en cada momento. Todo lo que
rodea al pequeño pueblo de El Nuevo es exagerado, hiperbólico, la familia, la
tradición, el odio, la corrupción y la bondad. Los detalles contrastivos
evidencian la pobreza. Las reduplicaciones de términos alargan el dolor o la
sensación de vivir algo irreal. El narrador en tercera persona omnisciente,
confunde su voz con la de algún personaje y la narración cambia a primera
persona al no separar con guiones las voces del discurso.
Las reglas
sintácticas pueden romperse, también las sociales. El autor juega, así mismo,
con los tiempos verbales en la narración, usando el condicional cuando le
interesa que lo ocurrido adquiera un aspecto imperfectivo «Sí, licenciado, diría ella».
Y, por supuesto,
las repeticiones anafóricas permanecen en los lectores como una letanía
incesante que coloca la muerte como una tragedia antigua y habitual en la vida
de El Nuevo.
Contrastes irónicos denunciantes. Una prosa demoledora, indispensable porque, entre otras razones, clama por los derechos humanos para todos aquellos que no los tienen. Se los negamos.
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