domingo, 25 de octubre de 2015

LA MUERTE JUEGA A LOS DADOS

La muerte juega a los dados es una novela; da igual que Clara Obligado la haya revestido de cuentos; estamos ante un género mayor. Es una novela en la que construye una realidad de gran riqueza donde se confunde la ficción, se integra en el mundo de manera que cuesta separar la totalidad que la autora nos presenta. Es una novela con diferentes puntos de vista. Es una novela con determinadas peculiaridades que consiguen situarnos ante un género excepcional, original, novedoso y, no obstante, cumple con los requisitos de la novela. Las largas explicaciones descriptivas convierten el lenguaje escrito en fotografías que, impresas en nuestra retina ayudan a configurar a esta contadora de historias como una artista con mayúsculas. El vocabulario, impecable, mezcla expresiones típicas argentinas con otras españolas, dotando de esa manera al idioma con una fertilidad extraordinaria.

La curiosidad más llamativa es su estructura. Está compuesta por diez y ocho cuentos que funcionan como capítulos si se leen de forma lineal, y actúan como narraciones breves si queremos leerlas por separado (aunque mi consejo es realizar la lectura como una novela y releer después algunos de los cuentos; a causa de la mezcla de tiempos, espacios y personajes, es fantástico ir descubriendo la trama hasta llegar a un final prodigioso).

Algunos de estos cuentos son realistas, otros no tanto; encontramos microrrelatos (de cuya técnica la autora es maestra), cuentos surrealistas, cuentos fantásticos, cuentos que podrían formar parte del periodo literario conocido como el boom hispanoamericano, pues el Realismo Mágico aparece en sus páginas con total naturalidad. A veces he tenido la impresión de estar ante un homenaje a Gabriel García Márquez: la muerte anunciada de Zacarías Eldestein, el crimen sin resolver, el color, las mariposas… le habrían encantado al maestro.

Además hay alusiones a otras escritoras que, no cae duda, han influido en Clara Obligado; en el caso de Margaret Michell es evidente la identificación que nuestra autora siente con aquella periodista que, en 1936, escribió en más de 1.000 páginas «la historia de su país con retazos de su biografíaLo que el viento se llevó».

En el caso de Aghata Christie creo que la admiración hacia esta pionera en su oficio y en su manera de vivir nos deja un guiño a todas las lectoras «Mi querido, como repite Aghata Christie: “cherchez la femme”».

Nuestra autora porteña, con finalidad claramente emotiva en una prosa a veces recargada, y otras ligera, enfoca constantemente la soledad de los personajes, sobre todo, femeninos. No sólo hay referencias a escritoras; la mujer es la protagonista indiscutible de esta historia, incluso aquélla que, como Amalia, esposa del investigador O’Brien, aparece sólo durante unos momentos, pero está ahí, forma parte del entramado para dejarnos una teoría filosófica «¿Y si el muerto no fuera el final, sino el principio de todos los problemas? [...] lo esencial no es quién mató a quién […] lo importante es qué sucedió con toda esa pobre gente que se quedó viva»Al terminar de leer la novela comprendemos que las palabras de Amalia no están referidas sólo al caso que investiga su marido. Constituyen una verdad universal.

Pero la novela no consta solamente de relatos imaginarios, las referencias históricas, además de ayudar al lector a situarse en el tiempo «Estaban de viaje de novios en el Cap Arcona…» consiguen ese punto verídico de la historia pues colocan a los personajes en hechos que han ocurrido para ahondar, aún más, en la maldad del ser humano. El lector reflexiona, ayudado por estos datos auténticos, sobre una muerte que, efectivamente, juega a los dados; pero es el ser humano, vivo, depravado, quien los lanza sin importarle otro resultado que no sea ganar.

Otras veces la intención de introducirnos en la realidad viene de la mano del narrador; normalmente omnisciente, va contando los acontecimientos desde un punto en el que no pierde de vista a la mujer y su sufrimiento, sus humillaciones, sus sentimientos, sus ilusiones frustradas, sus pobres deseos de venganza y su solidaridad con otras mujeres que, implícitamente, han pasado por lo mismo. Y cuando la empatía no es suficiente cede su voz a la protagonista quien, de forma epistolar y con elegante afabilidad, tranquiliza a quien sabe que puede sufrir más que ella: «Querida mamá, Londres me ha parecido lindísimo. Hemos comprado una alfombra roja impresionante…». Los lectores nos identificamos, para siempre, con todas y cada una de las mujeres de los diferentes relatos, todas actúan con rencor, odio, egoísmo, locura o depresión, pero a todas las han tratado con violencia, desprecio, crueldad o paternalismo hasta conseguir de ellas una nueva personalidad. Por eso sonreímos cuando, al terminar el libro, recordamos algunos objetos de momentos vejatorios que sirvieron, tiempo después, para ser exhibidos como un trofeo aunque fuera sólo a título personal.

Clara Obligado, con asombrosa naturalidad, cruza tiempos, espacios y personajes para sacar, en la mayoría de las ocasiones, lo peor del ser humano, el sufrimiento, la violencia hacia el más débil. Violencia que nos animaliza. Violencia impuesta. Violencia aceptada por despecho hacia otros —o hacia uno mismo—. Violencia asumida como parte de una situación. Violencia que humilla pero a la que no podemos abandonar.

La muerte juega a los dados es una novela plural en la que se aúnan lo tradicional y lo moderno en lo universal. Todo cobra sentido en la unidad. Los cuentos pueden ser leídos de manera aislada, aunque será en la totalidad del libro donde comprendamos a la perfección todas las acepciones. Igualmente cada relato es significativo al final, pues la narración contiene analepsis que desentrañan el sentido de aquellas circunstancias por las que tuvieron que pasar los personajes hasta llegar a la situación en la que se encuentran. Cada personaje tiene una historia como rasgo distintivo; diferentes historias pues, que posibilitan momentos de grandeza o miseria, felicidad o desdicha, razón o locura. Y lo que consiguen estas particularidades no es aislarlos sino todo lo contrario, identificarlos como parte de la existencia de un ser humano compuesto de matices y ambigüedades, que en ocasiones es generoso y en otras, ruin, tanto, que deja de ser hombre para animalizarse o cosificarse.

El estilo de la narración también participa de esta característica dual; al enlazar términos no comparables aparecen estados de un lirismo espectacular no exentos de dureza «…esa muchacha dormida le ha enseñado las tres cosas más importantes que hay en el mundo: a leer, a escribir, a odiar». El asíndeton favorece a su vez la afirmación categórica: son tres las cosas, no hay más.

Y sin embargo el amor por la naturaleza surge de forma habitual mediante personificaciones de una belleza absoluta «pesaban llorosas las enormes cabezas de los nogales, el río se había desbordado hasta asomarse casi a la puerta del prostíbulo». O mediante metáforas sugerentes «el aeroplano comenzaba a descender atravesando un espeso puré de nubes».

Una belleza que enmarca la fealdad del hombre animalizado, la fealdad de todo lo construido por ese hombre, «el auto detuvo sus toses», «eres una hermosa polilla nocturna». Por eso, cuando conocemos que el crimen de Héctor Lejárrega queda sin resolver, lo vemos como algo normal; en justicia poética, divina o humana es lo que correspondería a un animal «Su mano era posesiva, grande, sigilosa como una araña», «En el suelo, un bulto. No era un pliegue en la alfombra […] como si un animal […] se hubiese tumbado a dormir», «la gran cabeza de toro de Héctor Lejárrega».


Novela compleja, como el propio ser humano, porque La muerte juega a los dados desvela lo intrincado del hombre y la mujer que aquí, más que nunca aparecen como dos seres diferentes que se necesitan y sin embargo se obstaculizan para poder realizarse plenamente.

sábado, 19 de septiembre de 2015

LA CENA

Estaba deseando terminar La cena, creo que no he entendido bien el objetivo de Herman Koch al escribirla. La estructura está bien pensada. Todo se desarrolla durante una cena en un restaurante de lujo de Holanda. Así pues se divide en cinco partes: Aperitivo, Entrantes, Segundo, Postres y Digestivo, más la Propina (esto no es ironía, o sí), en las que los lectores nos vamos enterando de la vida de dos familias de clase media-alta, o al menos de los sucesos más relevantes de su vida.

El protagonista, narrador en primera persona, acude a una cita familiar; dispone de tres horas aproximadamente para describir las raciones que tan explícitamente les va detallando el maître y que a nosotros, más que aclararnos datos gastronómicos, nos aporta una información relevante sobre su personalidad pues, lo de menos es la comida, importa lo insoportable que se le llega a hacer el camarero, de ahí que su máxima fijación la constituya el dedo meñique con el que va señalando minuciosamente los componentes de cada plato que va llegando a la mesa, para destacar la procedencia o la manera en la que están cocinados. Asimismo, mediante analepsis, vamos conociendo a otros personajes que se cruzaron en su camino y le resultaron igualmente insoportables «Nuestras posturas eran irreconciliables» «En un grupo de 100 personas, ¿cuántos cabrones hay? ¿A cuántos capullos les apesta el aliento, pero no hacen nada por remediarlo?...». Y si ya desde el Aperitivo adivinamos  en Paul una personalidad obsesiva, en los Entrantes, Segundo y Postres, confirmamos nuestra sospecha: Paul Lohman es un acomplejado; desde su infancia, probablemente, ha ido a la sombra de su hermano Serge, el vencedor, el que ha triunfado de manera absoluta en la política, el que se ha granjeado fama de honrado y buena persona al adoptar a otro niño, tras haber tenido dos biológicos, el que consiguió una mujer guapísima que lo admira y es admirada por todos, de ahí que constantemente tenga la necesidad de mostrarse a sí mismo lo anodino que es Serge, la admiración, incluso deseo, que su cuñada Babette siente hacia él, y la felicidad evidente y real que él experimenta con su mujer Claire y su hijo, Michel; una mujer inteligente, cuya personalidad se le amolda a la perfección y un hijo cuyo físico es un calco absoluto de él desde que nació. Paul siente una profunda envidia hacia su hermano; las causas no son relevantes, sin embargo el lector no entiende las consecuencias de esos celos pues, conforme va avanzando el menú, nos enteramos de que Paul, un fracasado, imposibilitado para el trabajo a causa de una enfermedad (que aunque no se especifica sabemos que es genética y que se manifiesta mediante la violencia si el paciente deja la medicación), ha agredido de manera extrema a Serge en más de una ocasión. ¿Por qué Serge no lo denuncia? En la Propina a la que antes aludíamos asistimos, estupefactos, al daño irreversible que Paul le ha provocado a su hermano, no sólo físico sino también laboral y por supuesto emocional. ¿Es que en Holanda no se investiga nada?

Michel, digno hijo de su padre, heredero de ese gen maligno, continúa asimismo su trayectoria aunque, como es obvio, profundiza más; no hay nada como tener un buen maestro. Así pues, este adolescente llega a la tortura y asesinato… ¿Tampoco se investiga nada?

¿Qué pretende Herman Koch? ¿Hacernos creer que es fácil salir indemne de situaciones violentas en las que es posible atentar contra el vecino (una y otra vez) y seguir con la vida como si tal cosa? No hay que ser demasiado inteligente para darnos cuenta de que no, no es posible. Podríamos pensar que se trata de una novela, de algo ficticio, pero es que el autor se ha basado totalmente en la realidad; por un lado, en España fue noticia la tortura y muerte causada a una indigente en un cajero automático, igualmente, las palizas a mendigos grabadas con cámaras y subidas a internet ocuparon las pantallas de televisión durante un tiempo; por otro, en 1993 algunos científicos estudiaron a una familia holandesa en la que el comportamiento agresivo de los hombres era notable y se heredaba según las leyes de Mendel; descubrieron entonces una mutación en el gen que modifica la enzima Monoamino-oxidasa A (MAO-A). La ciencia creyó haber encontrado la respuesta a la violencia; de hecho, estudios posteriores explican por qué los hombres portadores del gen MAO-A no pueden controlar su comportamiento. Sin embargo, el responsable de la agresividad no sólo es este gen, sino que también la determinan los factores sociales y familiares.

Así entendemos mucho mejor la conducta de Michel pues tuvo en su padre, Paul, un modelo provocador y de extrema violencia en ocasiones, capaz de enviar al hospital a determinadas personas a las que propina brutales palizas o amenazas, a la luz del día, delante de testigos, con la única consecuencia de recibir una baja laboral que se extendía ya más de 9 años. Comprensible, entonces, que el angelito Michel haya ido adoptando la actitud fría, calculadora y sin emociones de un padre que ha ido marcando su niñez con experiencias traumáticas.

Si Koch pretendía describir los estragos que un gen violento puede ocasionar en una persona, en los que la rodean y en toda una sociedad, no lo ha conseguido. Paul descubre lo que hace su hijo, y decide sin ningún tipo de «presión enzimática» dejar de tomar la medicación, empeorar su estado mental, por decirlo de alguna manera, para no encontrarse con ningún tipo de trabas a la hora de ayudar a Michel a salir del atolladero. Resuelve «hacerse violento».

Además está Claire, su mujer, quien como el mismo protagonista recuerda una y otra vez, es inteligente, mucho más que él. Por eso deducimos que ella sabía perfectamente a quién se unía antes de casarse; de hecho, ella, que no es portadora de ninguna enfermedad rara, es la más violenta de todos los personajes de La cena. Esto fue lo que atrajo a Paul «tenía una mirada que intimidaba a los hombres». Claire encontró en su marido la fuerza que ella no tenía, ella sabía que había dejado la medicación y en ningún caso le dice que se la tome, incluso es así como le gusta, violento… Está encantada, como también lo está de que su hijo Michel haya heredado de su padre el comportamiento, y lo alienta. Es una mujer sin escrúpulos que justifica lo que hace su hijo, no por amor sino porque el daño lo causa a seres que ellos consideran inferiores.

Tampoco hay ningún valor de protección paterna en la novela. Ambos hermanos, Paul y Serge, están preocupados por sus propios intereses. El problema de los hijos no es más que eso, algo que de alguna manera les impedirá seguir con la vida que llevan. Babette, la mujer de Serge, llora no por lo que su hijo haya perpetrado sino por las consecuencias, molestas, que traerá en su vida de cuento de hadas. Por último tampoco creo que el objetivo del autor haya sido reflexionar sobre el comportamiento racista de la alta sociedad puesto que no profundiza en ello, de hecho el estatus social es un mero añadido. Así pues llego a la conclusión de estar ante una novela que plantea la situación de que hay personas malas, sin corazón, que se acercan a la animalización, y que viven entre nosotros sin consecuencias aparentes.

Debo añadir, con pesar, que bien el trabajo de la traductora, bien las erratas tipográficas, consiguen que esta novela descienda aún más en su nivel:

Hay acentos que sobran, por ejemplo en los pronombres átonos —por eso se llaman así—, «Después me dirigió una mirada especial, no me ocurre otro modo de describirla».

Hay sílabas que faltan: «detrás de los arbustos, en la cera de enfrente».


Y hay construcciones que rayan en lo vulgar «A bote pronto».

sábado, 12 de septiembre de 2015

HASTA AQUÍ HEMOS LLEGADO

Procuro, últimamente, no enterarme de demasiadas noticias. Las del corazón no me han atraído nunca; siempre he pensado que es una pena que los estudiantes de periodismo dediquen el mismo tiempo a preparar su carrera tanto si piensan trabajar después en noticias del corazón o de otro tipo. Es cierto que en los llamados programas rosa la mayoría de los que cobran no tienen estudios universitarios, pero sí he visto a periodistas que ante una cogida gravísima de un torero, le preguntan a su mujer “¿cómo estás?” Sin palabras. Por otro lado no entiendo la necesidad apremiante que tienen los españoles de enterarse de las peleas de familias a las que no conocen excepto por televisión.

En cuanto al resto de noticias, se han reducido a casos de violencia hacia los más débiles: mujeres, niños, inmigrantes o mendigos y a casos de corrupción que no hacen sino agravar las crisis que padecemos. Yo no sé cómo se gobierna un país, veo soluciones fáciles que, sin embargo, deber ser inviables cuando no se les han ocurrido a los gobernantes. Si sé que esta situación, insostenible para muchos, me afecta seria y directamente.

Todo este preámbulo es para autojustificarme por no haber tomado con el entusiasmo debido Hasta aquí hemos llegado. La ansiedad que genero ante la crisis social afloró con la lectura de las primeras páginas.

La novela comienza in medias res, por eso me resultó dificultoso seguirla al principio. No se presentan a los personajes ni la situación, ni se explican las causas por las que se ha llegado hasta ahí. Será en el transcurso cuando el lector se entere de quién es el protagonista, un policía, y distinga a su familia, con la que mantiene verdadera amistad, de sus amigos, considerados por él como auténticos familiares. Dicho protagonista, Kostas Jaritos, es asimismo el narrador que, en primera persona y en presente inmediato, va contando los hechos. Este tiempo verbal confiere una sensación apremiante en el lector, que sufre con el propio Kostas el desasosiego provocado por la lentitud de la resolución.

La impresión de ansiedad aumenta con el empleo de conectores de orden y adverbios temporales con los que el propio narrador-protagonista se apremia en sus reflexiones. Para la narración apresurada Petros Márkaris hace acopio de una serie de recursos bastante efectivos como la escasez de descripciones plagadas de adjetivos. En Hasta aquí hemos llegado importa el hecho y la acción, de ahí que los sustantivos y verbos adquieran protagonismo: «Interrumpo la conversación y me dedico al registro […] Empiezo por los cajones[…] El primero está lleno de fotocopias […] También las hay en el segundo cajón […] En el tercer cajón hay planos […] Aquí termina mi registro».

Asimismo el narrador utiliza sobre todo la frase corta, igualmente aparecen coordinadas en las que los diálogos se introducen de forma directa, sin verba dicendi: «La inspiración me llega en el coche patrulla. Debería haber pensado en ello antes, lo sé, pero después del problema de Katerina mi cabeza está hecha un lío y pierde revoluciones.
Telefoneo a Kula
—Kula, imprime unas cuantas copias…»

Kostas no sólo cuenta lo que ocurre sino que sus apreciaciones ante los hechos y las impresiones de otros personajes ocupan un lugar importante por lo que la narración, aunque pretende ser objetiva, tiene el punto de vista de un hombre bueno que se niega, mediante el humor, a que la crisis le afecte más de lo necesario. Por eso es capaz de encontrar una excusa para hacer de su vida algo más cómodo «…no tiene sentido gastar dinero para circular con mi coche […] No obstante, ahora que al trayecto casa-trabajo-casa se añade la visita al hospital, seguida de otra a casa de Katerina hasta que se recupere del todo, moverme en transporte público me hará perder mucho tiempo».

Aunque hay que seguir pensando siempre en el ahorro «…pido […] que tengan listo un coche patrulla, pues tampoco hace falta ahora pasarse con mi Seat».

Los chistes sobre los coches dan para mucho, así Kostas Jaritos reflexiona, bastante coherentemente, sobre las ventajas de esta penosa situación «La crisis ha acabado con los atascos de tráfico en el centro de Atenas».

O sobre aquello que no queda más remedio que aceptar, «Además, me pagarán la gasolina, ya que lo utilizo por cuestiones de trabajo. Ahora bien, ¿cuándo me la pagarán? Ésa es ya otra historia».

Y no hay que olvidar que el modo de enfrentarse a las leyes no es igual en países del sur o del norte; aunque parezcan tópicos, algunos inmigrantes alemanes afincados en Grecia, como Uli, así lo corroboran: «Lo segundo que quiero deciros es que ya soy un poco griego. Paso con los semáforos en rojo, me meto por calles en contradirección, me da igual que me hagan cortes de manga y, cuando tengo prisa, aparco en la acera».

El buen humor aparece al trasladar el significante a otro significado correspondiente a una situación distinta «Le explico que el suicida era de origen griego, pero nacionalidad alemana […] está de acuerdo conmigo y debo reconocer que los alemanes han contribuido a nuestra reconciliación».

Por último, Márkaris no consiente que su protagonista abandone el buen humor, aunque sea para remarcar su cansancio extremo «De lo que pasó después, no recuerdo nada, como diría un asesino que ha cometido un crimen pasional».

Las situaciones y expresiones coloquiales son tan actuales que, a veces, debemos esforzarnos en recordar que se trata de una novela:
«Subo al despacho de Guikas con el rabo entre las piernas»
«mi cabeza está hecha un lío y pierde revoluciones»
«Les he dicho que se vengan también Maña y Uli»
«me ponía de los nervios»

La crisis es el escenario donde ocurre todo. Una de las consecuencias es la situación absurda y dolorosa que los habitantes de cualquier país debemos soportar «…”No te he pagado los estudios para que se aprovechen los extranjeros”, me dijo. En Singapur cobraría más y sería jefe del Departamento Forense. Aquí cobro menos y soy ayudante de Stavrópulos. —Hace una pausa antes de añadir— y gilipollas».

Aunque la más dolorosa de dichas consecuencias se hace eco de la condición vergonzosa, humillante e infrahumana de algunas personas: «…vengo de un país donde no hablas. Te hacen lo que te hacen, no hablas. Venir aquí y tampoco hablar. Me destrozaron la tienda, vendieron droga a mi sobrino y yo no hablar. En mi país si hablas te pegan paliza. Aquí hablas, te pegan paliza. No hablas, también paliza. Es mejor entonces hablar y recibir paliza».

En Hasta aquí hemos llegado hay dos sucesos que ocupan a la policía de forma paralela puesto que ocurren casi al mismo tiempo. Ambos tienen un problema colateral común: la inmigración. En el primer caso, la hija de Kostas, Katerina, abogada, es apaleada brutalmente en plena calle, a la luz del día, delante de los juzgados, por defender a unos africanos. El racismo planea sobre el asunto, no se puede ayudar a los que son más oscuros de piel, que además no tienen medios para vivir, entre otras razones porque no se puede consentir. De esta situación xenófoba son cómplices tanto los griegos de a pie, incluso parados indigentes, como los que velan para que se cumplan las leyes pues, desde la incultura, culpan a los débiles del desastre por el que están pasando.

El segundo caso se abre con el suicidio de Makridis, un griego nacionalizado alemán, y continúa con los asesinatos de cuatro griegos que extorsionaban a los demás. Lo que proyecta este acontecimiento es la venganza por la corrupción aceptada que envuelve a un país en la miseria y que, por supuesto, afecta más a los más infortunados.

El protagonista utiliza a veces el diccionario, recurso que acrecienta el realismo ya que al mismo tiempo que razona sobre el significado de ciertas situaciones, ayuda al lector a ir marcando conscientemente los tópicos del argumento: Violencia, Fascismo, Quiebra, Sablazo, Burocracia, Obstrucción, Ineptitud.

La lectura desenfrenada se va relajando al final del libro. Cuando aparecen las cartas de Makridis, nos vamos enterando de lo ocurrido, atamos cabos: «Aquí el clima y la naturaleza te llevan al paraíso, mientras que las condiciones de vida y supervivencia en medio de la crisis son un infierno. En Alemania, por el contrario, el clima es un infierno pero las condiciones de vida son paradisíacas»

Podemos, entonces, empezar a entender los asesinatos de forma que en las últimas páginas, análogas a Fuenteovejuna, llegamos a desear que la solución sea también un calco de la obra teatral aurisecular. Con ello podríamos asegurarnos la ficción novelesca. tan necesaria para la salud mental, porque el resto de Hasta aquí hemos llegado es la vida misma, que aunque se desarrolle en Grecia, podría trasladarse a España.

El final es épico, teatral y efectivo, una justicia poética para solucionar algunos problemas que nos avergüenzan.

Con profunda tristeza traslado a España la conclusión a la que llega Kostas Jaritos «…en Grecia no se premia a los mejores».


¡Bravo, Márkaris!

Dedicado a Alberto Sáez

lunes, 31 de agosto de 2015

BLITZ

En una sociedad en la que, normalmente, lo que rodea al ciudadano sirve para «Sacudir a la gente, bambolearla, increparla», Beto, el protagonista de Blitz, podría ser un moderno Ulises, pues en sus paisajes quiere «encontrarnos de nuevo a nosotros mismos y descubrir la casa, la calle, el tiempo, el amanecer, el atardecer, el sol, las nubes, lo orgánico».

Se podría decir que Blitz son los sentimientos que experimenta Beto en la búsqueda de su verdadera personalidad durante un año. Ésta es la clave de la novela; la mirada introspectiva que el hombre sólo podrá tener cuando algo falle en su rutina y le obligue a reflexionar. Es una llamada a encontrarnos a nosotros mismos.


La novela contiene, en su estructura externa, doce divisiones, una para cada mes del año, absolutamente irregulares porque enero ocupa la casi totalidad del libro. Lo que sucede en el resto del año se resuelve entre una y tres páginas para cada mes. Con esta estructura, David Trueba consigue algo parecido a lo que ocurría en El Lazarillo: marcar el efecto del paso del tiempo en el personaje; según los amos que influyen en Lázaro o según los meses que afectan a nuestro arquitecto. En ambas novelas, los detalles vienen al principio para relatar las condiciones del protagonista. A partir del Tratado IV todo fluye más rápido en la primera novela española moderna; y a partir de febrero, en Blitz, el lector tiene la impresión de que el suceder de los meses es un mero paso del tiempo durante el que Beto madura.

La estructura interna estaría marcada por los viajes, en los que, como Ulises, fracasa una y otra vez hasta que consigue para él el objetivo que se había propuesto en su labor paisajística. En el primero, pasa tres días en Múnich, ciudad a la que acude para participar en un concurso sobre paisajes urbanos. Allí termina la relación que mantiene con Marta desde hace 5 años, y abre dos nuevos vínculos, uno con Álex, quien se convertirá en su apoyo laboral, y otro con Helga, su apoyo emotivo mediante el que intentará conocerse a sí mismo. Después realizará otros viajes, a trabajar en Barcelona, a visitar a amigos y familiares en Madrid. En ellos reflexiona sobre sus sentimientos según va pasando el tiempo.
En febrero toma conciencia de su soledad, de que nada lo ata a nadie.
En marzo se percata de no sentirse ligado a nada.
En abril encuentra a Anabel, una compañera de trabajo mayor que él, que le ofrece su casa para vivir, donde se da cuenta de la incomunicación que los envuelve.
En mayo rechaza la reaparición de Helga, aún tiene miedo de la fugacidad que marca el paso del tiempo.
En junio añora mantener alguna comunicación real con alguien.
En julio experimenta la depresión de su aislamiento.
En agosto reflexiona sobre su pérdida del sentido del humor.
En septiembre simplemente deja pasar el tiempo.
En octubre diseña una línea de relojes de arena en la que se anule lo angustioso del paso del tiempo.
En noviembre se siente fuera de lugar en sus proyectos de trabajo.
En diciembre, como un eterno retorno, vuelve a tomar conciencia de su soledad, a pesar de estar rodeado de gente, por lo que realiza un último viaje a Mallorca, a buscar a Helga. Allí encontrará sentido a la vida.

El trabajo de Beto trata sobre la prisa. Y la novela es una metáfora de la prisa que nos autoimponemos para poder cumplir con unas obligaciones que no nos aportan nada personal pero que, agravadas en la actualidad por la crisis que nos rodea, seguimos cumpliendo «para sentirnos partícipes aún del sistema, para no descolgarnos de la mendicidad».

Tratándose de un director de cine no podría ser de otra manera, así las imágenes de David Trueba juegan un importante papel en la narración, tanto escritas mediante comparaciones «un alemán algo estrafalario, con las gafas colgadas de un cordel y encorvado como un malvado del cine expresionista», como pictóricas, con dibujos y fotos de pinturas que acercan la novela a un posible guion cinematográfico. De hecho podría serlo; el principio, como el final, son de película, dos escenas que enmarcan un año en la vida del protagonista y que, paradójicamente representan lo contrario, pues la escena inicial correspondería al final de una situación, y la final al comienzo de otra. Y entre ellas leemos el argumento como si visualizáramos un plano secuencia muy largo en el que imágenes y diálogos aparecen a un tiempo. Si el signo lingüístico es lineal, Trueba consigue con su estilo, en el que mezcla narración y diálogos de personajes sin ningún tipo de marcas, que se superpongan significados y significantes en nuestra mente.

El narrador emplea digresiones constantes que cortan los hechos para centrarse en lo que importa realmente, las sensaciones que, a veces, son la excusa para relatar hechos pasados que retrotraen asimismo antiguas emociones. Otras veces la voz del narrador se pierde en el diálogo entre Beto y Helga y todas, unidas, quedan transformadas en un monólogo interior sobre el paso del tiempo, inevitable «No poder subir las escaleras ni conducir y un día ni tan siquiera leer. Supongo que conservas la fantasía de enamorar a alguien más joven y creer que prolongas tu esplendor, pero el final siempre te atrapa.»

También predomina la amalgama de tipos de lenguaje: sobresale el coloquial, a veces con repeticiones anafóricas para resaltar pequeñas o grandes obsesiones «Dice que… Dice que… Dice que…», pero en ocasiones los tecnicismos aportan realismo «un intenso nigeriano vestido con el sokoto y la buba amplios y el sombrerito fila»; aunque lo que destaca es el lenguaje inclemente, casi vulgar, al relatar con dureza y tristeza el acto sexual ejercido por despecho o con alguien que no entra en los cánones de belleza «un atasco de los sentidos, algo entumecidos, que se negaban a más éxtasis. Así que saqué mi pene sobrehidratado y me hice una paja sobre ella, corriéndome esta vez sobre el ombligo y los pliegues de su vientre blando».

Sin embargo, hay humor en la visión de la tristeza que supone la soledad; los juegos de palabras sirven al protagonista para burlarse de quien le cae mal «Álex Ripollés – Álex Gilipollez» o incluso de sí mismo «Por una errata, detrás de mi nombre en lugar de paisajista habían escrito pajista. Beto Sanz, pajista».

Las metáforas tienen también un punto humorístico, tanto en las atípicas «(el kebab)…lo embalsamaba en papel de plata», como en las actuales «Marta fue un país de acogida. Pero ahora me quedaba fuera del sistema solar…», o las referidas a la crisis «…jibarizaron los recursos posibles». Y, entre sonrisas, el lector asiste al sufrimiento del protagonista, a su patente naufragio interior que lo lleva a situaciones increíbles por hiperbólicas: «Estábamos situados sobre una tarima que elevaba 15 centímetros nuestra charla sobre el poco público presente. Con mi empujón, la silla rodó hasta el borde y cayó al corto abismo».

Y, entre la crisis personal, despunta la política para denunciar a este gobierno que, inexplicablemente, está destruyendo todas las bases del país: En el aspecto laboral «la verdad es que una de las salidas de la arquitectura ahora mismo en España es ser mimo callejero…»
En la realidad familiar «Marta y yo habríamos tenido hijos en un tiempo, seguro, cuando las economías fueran mejor y nuestros trabajos más suculentos».
En escenarios corruptos «…la empresa era la tapadera de un concejal del ayuntamiento […] Le repugnaba ganar dinero así pero las opciones más románticas, como la mía, trabajar para el aire, quedaban descartadas…»
En finanzas «…los presupuestos de los ayuntamientos y autoridades se cerraron para cualquiera de nuestras propuestas…»
En el estado de las fronteras «un paisaje es un hermoso jardín inglés, pero también la valla para frenar inmigrantes africanos en Melilla»


En fin, Trueba aprovecha para denunciar situaciones vergonzantes, aunque también esparce por las páginas constantes alusiones, guiños y curiosidades sobre el cine que enriquecen, aún más, esta novela.

lunes, 24 de agosto de 2015

EL PENSIONADO DE NEUWELKE

En el último libro que comenté, aparecía lo que significaba el amor para dos poetas auriseculares, Lope de Vega y Quevedo; en éste, José C. Vales define el amor con una concepción, aunque algo más moderna, igualmente universal:

«Pero así son los pensamientos humanos: se deslizan de lo trascendental a lo intrascendente casi sin ser notados, y de la filosofía a los cuentos de ogros y miguitas de pan con la susurrante viscosidad de una serpiente. Ésta es la razón por la que, teniendo cosas importantes en las que pensar –la revolución de los pueblos y Augusta, su amor–, el señor Wimple acababa siempre pensando en la señorita Émilie Sagée.»

Definitivamente José C. Vales me ha cautivado. No sé cuál de sus dos libros me gusta más porque, tanto la época como el argumento o los personajes, son diferentes y sin embargo con ambos me ha ocurrido lo mismo: los he devorado al principio, inmersa en la trama, para leer poquito a poco, cuatro o cinco páginas, al ser consciente de que llegaba al final, con la única intención de que me durara más. Y, aunque es cierto que lo que más admiro es su forma de contar, me he implicado tanto en la historia que me enfadé con el propio autor por no escribir el final que yo quería para Émilie y, sobre todo para el jardinero, hasta que comprendí que Vales había construido el desenlace más romántico. Eso es lo que caracteriza a El pensionado de Neuwelke, la magia y la ensoñación. Todo es belleza en sus páginas, hasta las que retratan al pére Balkas, capaz de figurar en pinturas sobre la Divina Comedia o sobre la peste negra.

En la contraportada leemos que la novela es «la historia de una joven institutriz francesa…» y sin embargo es mucho más; la habilidad de Vales consigue que no sólo nos enteremos de la vida de Émilie Sagée sino que conozcamos a otros y entendamos por qué actúan de determinada manera. Los personajes fundamentales han tenido un pasado más o menos tortuoso que los impulsa a huir hasta encontrarse en el pensionado, lugar idílico construido por Leónidas Busch y su esposa Eveline para que las señoritas de Livonia adquirieran cultura.

Sin embargo, este negocio de fines elevados y próspero desde su inauguración se desmorona a causa de las habladurías surgidas en torno a mademoiselle Émilie Sagée.

La novela se divide en tres partes y un epílogo. En la primera hay una presentación de los personajes principales, el matrimonio Busch, el jardinero Jonas Fou’fingers, los profesores del centro, la chaperonne Augusta Dehmel, tres alumnas, Émilie Sagée y el pére Balkas, aunque todos descritos a grandes rasgos, sin profundizar.

La segunda parte, la más extensa, constituye el relato de los hechos ocurridos durante el curso académico: los desmayos de la señorita Sagée, los desdoblamientos que perciben algunas alumnas, los celos de Augusta que la llevan a denunciar a Émilie ante el pére Balkas y el intento de éste de matarla por bruja; cómo el jardinero la salva y cómo Sagée decide internarse en un manicomio de San Petersburgo para curarse de sus males.

En la tercera observamos cómo los celos de Augusta van en aumento, hasta conducirla al suicidio cuando su enamorado, el profesor Wimple rompe la relación al saber que ella fue la delatora; el abandono de las alumnas por los chismorreos de brujería y la solución que ven los profesores para salvar el centro. El epílogo es la indagación que lleva a cabo una alumna años después.

No sólo los hechos son interesantes, el resto de elementos de la narración merece una atención especial. Así el espacio y el tiempo, siempre relacionados, fluctúan entre el presente del Realismo (último tercio del siglo XIX en Londres, donde se escribe el relato) y el pasado (1844 en Wolmar, cuando y donde sucedieron los acontecimientos). Entre ellos aparecen otros, como meros informadores de residencia para algún personaje; todos conforman un elemento fundamental pues son depositarios del cariño que siente hacia ellos el autor. Todos son analizados de manera que, hasta sus actos más reprobables son entendidos por el lector, pues las debilidades que presentan no constituyen sino la consecuencia de su locura, como en el caso del pére Balkas o Augusta Dhemel, o de su incultura, como demuestra la criada Latia.

La situación de la mujer, conformista ante su destino, queda plasmada en la novela. Ésta, asumiendo su condición de sufridora y de estar destinada al daño, acepta desde niña lo que le depara la sociedad o la naturaleza; pocas veces se queja, al menos públicamente, nunca se rebela; las alumnas del pensionado así lo tienen asumido «…Aquellas palabras, por alguna misteriosa razón, ejercían un poder asombroso en las jovencitas, que se negaban a pasar por “niñas remilgadas y lloronas” y hacían todos los esfuerzos gástricos inimaginables por no dejar en el plato ni una sola hebra de aquel morcillo gelatinoso…»; en todo caso y a fuerza de vivir algo indeseado una y otra vez, se autoinfringe un daño irreparable «Sin embargo, cuando se encontraba sola o en la oscuridad de la noche, la pobre señorita Dhemel se deshacía en llanto y lamentaba su suerte –su mala suerte, en realidad– entre suspiros y congojas»

La tristeza de la mujer es evidente en la vida, sólo se le permite cierta efusividad y alegría durante la niñez, porque ya se sabe «…a ciertas edades lo que conviene es guardar silencio, adelantarse lentamente y cerrar la puerta por la que han huido la juventud, y la belleza, y el amor. Y luego coger la labor, y pensar con sosegada resignación en lo hermoso que va a quedar el bordado de violetas con hojitas verdes».

El grupo de profesores constituye un reducto aparte de «verdadera sabiduría pedagógica», el profesor de historia, el señor Klöker, cuyo único interés era el imperio romano; el escuálido señor Schafthausen, para quien los números tenían significados que «el resto de los seres humanos ignoramos». Las lenguas y la literatura correspondían al señor Wimple, era bien parecido, solía recitar versos de Byron y Shelley, por lo que las internas se enamoraban de él hasta que «cortaba las efusiones líricas de sus alumnas con una ración intensiva de gramática»; el grupo se completaba con «la esférica señorita Amalia Vi, una mujer con sabiduría mundana que asombraba a todos los profesores» y a pesar de enseñar a las alumnas labores típicamente femeninas, ella manifiesta un carácter fuerte y decidido que no concuerda con el de la mujer de la época, por lo que será tratada en la novela como parte de un colectivo.

En realidad pocos trazos le bastan al autor para informarnos del pasado de los personajes en el momento oportuno; con analepsis perfectamente utilizadas la trama no se desvía de su curso y el lector no se pierde en divagaciones, antes al contrario, lo poco o mucho que sabemos de la vida de ellos no es más que un soporte para justificar sus actos y su personalidad. Todos recogen en sus diálogos el afecto que Vales les profesa, aunque he descubierto cierta debilidad por el jardinero Jonas Fou’finguers y las tres Cárites.

El jardinero es quien abre la novela para recoger a mademoiselle Sagée cuando es contratada como profesora de francés. Al final se ocupará de llevarla a su destino, y durante el relato mantendrán una complicidad fantástica, pero no sólo es bueno con ella, Jonas, aunque intente disimular, se comporta con todos con una bondad fuera de lo común «…a Jonas no le importaba que sus soldadas se estuvieran retrasando cada vez más, pero […] si se le decía al profesor Schafthausen que no había dinero para su lote de libros mensuales […] ¡Era capaz de alzar el vuelo y emigrar a países más cálidos! Pero, sobre todo, el colegio no se podía arriesgar a un disgusto con la salud de las niñas…»

En cuanto a Sönke, Julie y Antoinette juegan un doble papel; por un lado forman parte del grupo de alumnas mayores del pensionado, normalmente van juntas, como las tres Cárites, hijas de Zeus, que parecen haber donado sus gracias a las tres jóvenes; de ahí que Sönke, como Aglaya “la resplandeciente”, simbolice la inteligencia, la intuición del intelecto «Sönke, con su infernal pelo anudado en dos maléficas coletas, se encogió de hombros […] Si nuestra señorita no le importara en absoluto (a Augusta), la habría  alabado moderadamente […] Pero como la odia y no quiere que se note, no dice más que maravillas de la señorita Sagée».

Julie hereda de Eufrósine la alegría, de hecho representa la felicidad «Cuando Sönke contaba aquella aventura, Julie se tapaba la boca, casi abrumada por tanta maldad, y luego se reía llenando le jilgueros las estancias de Neuwelke…»

Y Antoinette porta, como Talia, el significado de “florecer” «Antoinette de Wrangel, la ingenua y hermosísima hija de un noble polaco […] escondía la risa entre las manos…»
Por otro lado, estas alumnas, las preferidas de mademoiselle Sagée –los seres fantásticos se atraen– son las narradoras indirectas de la historia.

Al principio de este análisis comenté que El pensionado de Neuwelke no tenía nada que ver con Cabaret Biarritz y, sin embargo, los narradores sí mantienen en común el hecho de que cuentan lo que antes les han contado diferentes testigos de lo sucedido. Con esta técnica asegura un mayor realismo a la novela.

Quien relata los hechos es un narrador externo, diplomático inglés al que Julie le cuenta los sucesos de 1844, durante una velada en Londres de 1852, cuando ella tiene 22 años y va acompañada por su hermano y su novio.

Veinte años más tarde este diplomático coincide en Varsovia con Antoinette y, casualmente, vuelve a relatar lo ocurrido en el pensionado. Más adelante, en Viena, coincide con Sönke quien aporta más curiosidades a los hechos, de manera que dicho diplomático acude a Wolmar y allí entrevista a los testigos que aún quedan en esa institución y en el pueblo.

Asimismo el narrador es autor de la novela y dirige constantemente apreciaciones al lector para ser tenido en cuenta como argumento de autoridad «(Puedo describir el lugar con alguna precisión porque tuve el privilegio de estar allí cuando visité Neuwelke)» «(Debo señalar aquí, aunque no sea una práctica común entre los autores, que un servidor tuvo en sus manos esa tablilla…»

Otras veces las alusiones al lector llevan el objetivo de convencer sobre la realidad que está contando, como es el caso de la locura de Augusta «(Aquellos lectores que por fortuna no hayan tenido que prestar mucha atención a los desórdenes de la cabeza…»

A veces la voz del narrador se mezcla con el monólogo interior o el flujo de conciencia de algún personaje, en un estilo indirecto libre, inconfundible ya en nuestro autor, del todo efectista para describir situaciones clave de la novela «Estás loca, no quiero volver a verte […] En fin, son cosas que se dicen, pero no se piensan. Augusta estaba segura y confiaba en que aquello no pasaría de ser un enfado sin importancia […] Este nudo […] Porque lo importante es lo importante […] Estás loca […] Qué extraño ruido el que hace la seda…»

Y, por supuesto, toda novela romántica que se precie debe ser, si no entera en parte, epistolar. En la que nos ocupa, es mademoiselle Sagée quien escribe cartas a su cuñada Violette; en ellas nos enteramos del tormento que ha debido pasar en los institutos a los que ha ido, las humillaciones del pére Balkas, su intento de asesinato, su entrada al pensionado, su decisión de desaparecer,… en fin, las cartas suponen un flujo de conciencia que va consiguiendo una empatía total del lector hacia la institutriz.

En esta historia terrible, de locura, ansias de venganza, intolerancia, fanatismo, muerte, humillación, conformismo, destaca el buen humor de José C. Vales. El estilo es supremo, dotado de un humor entrañable que, en todas sus variantes, envuelve a los personajes; destacan las asociaciones inusuales entre el significante y el significado «sólo un hiperbólico diría que había cuatro millas». También hay humor en alusiones literarias traídas a la realidad «Vaya, señor Wimple, viene usted vestido hoy como el joven Werther. Espero que no se dispare mientras yo esté presente». En metáforas animalizadoras «El profesor […] famoso en la institución por su parecido con las aves zancudas, le había crotorado en la cara al señor Klöcker…» «…con un atavío que lo convertía claramente en una zancuda migratoria…» «Y se marchó con dignidad cicónida.»

Humor en las constantes comparaciones excesivas para describir a ciertas personas «…la señorita Amalia Vi, elogio vivo de la opulencia» «… de magnificencia perimetral…» «…la planetaria señorita Vi» «…las preguntas de la señorita Amalia Vi y su órbita particular…»

Situaciones obvias que se describen con normalidad y arrancan, precisamente por eso, una sonrisa del lector «Y las tres cumplieron estrictamente sus promesas durante los 16 minutos siguientes: un tiempo más que razonable en jovencitas de su edad».

Por supuesto no faltan pinceladas irónicas destinadas a ese lector que juzga la cultura de los personajes «…sea justo el lector y recuerde que incluso él ha sido ignorante antes de saberlo todo»

Empleo de aclaraciones que se convierten en lítotes humorísticas en la explicación del significado «Allí, desde tiempos inmemoriales (unos cuarenta años, aproximadamente)»

Y, aunque José C. Vales es único dibujando personajes sólo con adjetivos, que en ocasiones constituyen verdaderos epítetos épicos, «la joven de los cabellos refulgentes», «la cigüeña científica», destaca también por sus grandes comienzos de capítulo; algunos toman prestadas definiciones científicas para algo que no lo es en absoluto «Uno de los grandes misterios de este mundo es el movimiento de traslación de los rumores.» Otros utilizan acontecimientos históricos para ser comparados hiperbólicamente con sucesos del argumento «Hay quien asegura que la caída de Constantinopla, el incendio de Londres o la batalla de Austerlitz fueron acontecimientos trágicos […] no eran más que fruslerías en comparación con lo que aconteció en aquella primera semana de abril de 1846.»

El empleo del vocabulario es magistral; el lenguaje culto puebla las páginas dotando a la narración de una calidad exquisita: horrísonos alaridos, ígneos presagios, percherón bayo, tan lejos de su predio, morir de muermo, invocar a los manes. Los tecnicismos (erisipela, el pope, como si un gigantesco titiritero estuviera manejando las crucetas de mi vida, labios Fragonard) conviven con latinismos (mathesis universalis), metáforas literarias (cruzar el piélago literario) y referencias a lecturas clásicas (La Iliada) o coetáneas de los hechos (Nôtre Dame de Paris) para conformar una verdadera obra Romántica.

Sólo la estancia en el manicomio constituye un guiño irónico hacia la mujer novecentista, que hoy nos hace sonreír ante la posibilidad de que sor Ivonne pudiera sanar a Émilie de la histeria diagnosticada.

Señor Vales, espero que dedique veinte horas al día a escribir hasta que no salga su próxima novela.

viernes, 14 de agosto de 2015

EL CIELO EN UN INFIERNO CABE

No había oído nada de la novela, nada sabía de su autora, pero Amaya (nunca se cansa de hacerme feliz) me regaló El cielo en un infierno cabe porque tenía unas referencias estupendas.

En 1625, Berenguela de la Santa Soledad, de 42 años, acude al tribunal de la Santa Inquisición para denunciar a Bárbara de la Santa Soledad; ambas, huérfanas criadas en el hospicio que les da el apellido –¡Cuánto santo nos ha rodeado siempre!–. Cuando tenía 16 años, Berenguela se hizo cargo de Bárbara quien llegó en 1599, recién nacida, una noche de peste, con síntomas que presagiaban su muerte, por lo que la pusieron junto a Diego, un niño de meses desahuciado por quemaduras, en una caja de salazones que más tarde les serviría como ataúd. Sin embargo, a la mañana siguiente los niños han mejorado considerablemente y, desde ese momento, no podrán separarse.

Debo decir que he pasado buenos ratos durante la lectura porque la historia es entretenida, aunque creo que con la mitad de páginas –o algo así, tampoco hay que matizar tanto– hubiera bastado y, según mi opinión, habría ganado la novela. Cristina López Barrio repite una y otra vez situaciones y anécdotas que aunque sean novedosas para algunos personajes, son conocidas para el lector por lo que a veces tenemos la impresión de que no avanza la trama. A esto hay que añadir las numerosas didascalias con las que complementa los diálogos y que ralentizan el desarrollo de acontecimientos: «sus padres fueron conversos, judíos que no habían tenido más remedio que convertirse al cristianismo para seguir vivos…» «Puso primero entre mis manos un antidotarium de venenos y plantas mágicas […] después un ejemplar del Zohar, libro sagrado para los cabalistas, escrito en arameo, un joya muy valiosa por la que se podía arder en la hoguera».

De esta forma el libro aparece como mezcla de novela histórica, texto didáctico y narración perteneciente al realismo mágico sin llegar a ser nada definido; es cierto que encontramos algo de realismo mágico en los relatos del hospicio, donde la dureza y sensibilidad, la vida y la muerte se unen, desdibujándose la línea que las separa, sin embargo hay expresiones de duda o temor que eliminan la magia y alejan estas historias de dicha corriente:
«Quizá me confundió el resplandor de la luna […] pero me pareció que de sus cuerpos se desprendía un halo de luz que flotó…»

Estructuralmente, El cielo en un infierno cabe se divide en dos partes, que mantienen cierto paralelismo: Ambas están encabezadas por los tercetos de dos de los sonetos más bellos escritos sobre el amor. Y creo que están puestos con toda la intención pues la primera parte se abre con lo que es el amor para Lope de Vega:
huir el rostro al claro desengaño
beber veneno por licor suave
olvidar el provecho, amar el daño
creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.

Y en la exposición de los hechos, Berenguela narra esta mezcla de tormento y felicidad que constituye la vida en el hospicio para los dos niños. Tanto Bárbara como Diego han experimentado el desengaño, el dolor, la belleza, la tristeza y la felicidad en su relación.

Pero será la segunda parte, la vida apasionada de los jóvenes Álvaro-Íñigo y la Niña Santa-Isabel, la que nos recuerde, con Quevedo a la cabeza, que merece la pena el amor apasionado porque la esencia de la persona será lo que permanezca; nada podrá superar en felicidad o hermosura a ese sentimiento experimentado en la vida.
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejará no su cuidado;
serán ceniza, más tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.

En las dos partes un narrador omnisciente abre el relato para presentar al personaje principal del fragmento que actuará a su vez como narrador testigo. Primero será Berenguela la que cuente al Tribunal lo ocurrido durante 13 años en el hospicio, desde que en 1599 ella se hizo cargo de Diego y Bárbara, niña que ostenta el poder de transmitir mediante sus manos bondades o desgracias a quienes la rodean según su estado de ánimo. Precisamente por esto, los alguaciles de la Inquisición se presentan en el hospicio para apresarla pero, en el revuelo, desaparecen los niños y sor Ludovica.

En la segunda parte será la propia Bárbara quien desvele a Berenguela dónde estuvieron y cómo Diego y ella pasaron a formar parte de la hermandad de la magia sagrada, cómo se separaron, al interferir en su relación Diana y Tomás y cómo ella fue apresada.

La novela se cierra con la exposición del final de la historia, en 1626, por parte del narrador omnisciente, quien relata qué fue de cada uno de los personajes desde que Bárbara es condenada a morir en la hoguera.

La perfecta estructura alude también a los espacios. Básicamente son tres en cada parte: La sala de declaraciones del tribunal, la casa del notario Rafael de Osorio y el hospicio de la Santa Soledad en la 1ª Parte, y la celda de Bárbara, la hermandad de la magia sagrada y la sala de declaraciones en la 2ª. Sin embargo, todos coinciden en el Hospicio en 1599 y todos se juntan en el tribunal de la Santa Inquisición en 1625, los dos espacios que marcan a los tres personajes principales: Bárbara, Diego y Berenguela.

Hay otras circunstancias que si bien empiezan siendo una curiosidad, se quedan en la mera expectación pues la autora no ahonda en ellas o no les concede importancia. Es el caso de los formantes del tribunal. Por un lado la pareja formada por el notario y el fiscal es bastante curiosa, uno es de apariencia fiera y de ánimo bravucón, el otro es de apariencia débil y ánimo cobarde, probablemente por el miedo derivado de su homosexualidad. Tanto Rafael como Íñigo tienen su vida marcada por la poesía; la madre del notario es una obsesionada de los versos «Pasé mi infancia asistiendo a justas poéticas y juegos florales […] de librería en librería». En el caso del fiscal es el padre de éste el poeta. El notario es insomne, mientras que el fiscal es sonámbulo. El notario le cede una habitación de su casa a Íñigo para vivir, sin embargo la relación queda ahí en un cúmulo de curiosidades con un final algo forzado aunque predecible. 

Por otro lado, los inquisidores Pedro Gómez de Ayala y Lorenzo de Valera son, dentro de sus semejanzas, antagónicos, uno ávido de poder y el otro ansioso de placeres corporales como la gula o la pereza, y sin embargo se profundiza poco en ellos a pesar de marcar sus cualidades en repetidas ocasiones; asimismo la inquina de Pedro hacia el fiscal es incomprensible ya desde el principio, el temor del inquisidor va más allá de que le pueda usurpar el puesto, pero no queda aclarado.

Demasiados misterios rodean a los personajes de la 1ª parte, como el niño de los rizos de oro, José, Berta y su señor, la hermana Ludovica y sus desapariciones, el gigante… algunos se resuelven en la 2ª parte pero otros no, o quedan aclarados de forma tan apresurada que prácticamente debemos intuir consecuencias, como que Berenguela conocía al fiscal antes de ir a declarar, aunque no lo evidencie: «Si es posible la redención se ha de ver en este proceso. Uno de los que escuchan hoy mi testimonio entenderá el porqué con más lucidez que el resto».

En cuanto al estilo, hay momentos en los que las hipérboles rozan lo increíble, o pretenden ser demasiado efectistas sin conseguirlo, puesto que ellas mismas se contradicen: «Una cicatriz atravesaba el rostro del fiscal clamando venganza. Era púrpura, rojiza, como la luz […] confundiéndose con el cortinón de terciopelo carmesí […] Pero a la testigo no le conmovió tal presagio de sangre; se había presentado voluntariamente a contar su verdad y no pensaba detenerse». Sin embargo más de trescientas páginas después encontramos que «En el rostro enjuto de Pedro Gómez de Ayala se dibujó una mueca maliciosa que erizó el vello de Berenjena».

La narración queda salpicada también por efectos especiales propios de película que, en este caso no aportan ningún suspense por constituir recursos tópicos de un determinado género de terror «Guardó silencio durante unos segundos. Íñigo de Moncada cambió de posición en la silla recia y la testigo sintió que su cicatriz crecía […] El cortinón carmesí se agitó bajo un soplo fantasmal… El notario permaneció con la pluma en vilo, la punta suspendida en el secreto y unas manchas de tinta goteando sobre las hojas.»

Normalmente las metáforas son personificaciones de rasgos o fenómenos que conceden importancia a lo tétrico y malvado «la luz de un relámpago atravesó los cristales de una ventana e iluminó la mano derechas del notario, prisionera de la pluma, triste y hermosa a la espera de amortajar palabras…». Sin embargo los niños son cosificados «La hermana Serafina clavaba tapas en las cajas de salazones mientras murmuraba entre dientes: benditos míos, ya está, ahora a volar al cielo». Y la gente se animaliza «cómo se había agarrado cada uno a una ubre de la Blasa a la hora del desayuno» «luego se echaba a las calles de la villa con sus andares de animal».

Recursos que, aunque previsibles en la narración, retratan una época y un ambiente determinados, cubiertos por la incultura y el fanatismo; malos tiempos en los que la magia, la locura, lo sobrenatural, la razón y la realidad se mezclan en el miedo al dolor y al sufrimiento «…aliento sagrado […] Se comía las sábanas tendidas […] orinaba en cualquier parte […] su razón infantil se había tornado en locura […] Sigilosa y fantasmal […] su lengua vomitaba un despropósito sobre ángeles vengadores […] La hermana Urraca la conducía a la cama entre alaridos y varazos…».


Menos mal que «polvo serán, mas polvo enamorado».