Realmente
no sé cómo calificar esta novela. Indiscutiblemente es de humor. Porque nos
reímos, aunque a veces no se sepa bien si la risa viene causada por la graciosa
situación o porque ésta es penosa.
El
comienzo está lleno de tópicos, una de las protagonistas «fumaba como un carretero», otra «se meneaba como si fuera veinte kilos más delgada y cincuenta años más
joven», otro «sonrió seductoramente y
se tragó una pastilla de viagra» y, por último, nuestra Viuda al fin encuentra a un desconocido y se dan «uno de esos besos sobre los que solo había leído en novelas malas, y
que se prolongó un poco más de lo que habría sido apropiado». Todas estas
particularidades tienen lugar en un local diseñado para que los ancianos se
desmadren a base de sexo, drogas y rock and roll. Tópicos. Pero es el comienzo.
Después, Minna Lindgren va narrando
las circunstancias de cada uno de estos cuatro personajes y llegamos a
entenderlos aunque la autora se exceda algo en el ambiente marchoso en el que
se mueven. Poco a poco las aguas van a su cauce y el desmadre inicial, aunque
Pike y Valtonen desearían permanecer en él hasta la eternidad, se va relajando.
La
protagonista, Ullis ha vivido siempre en unas condiciones extremas, su trabajo
como dentista no le aportó ninguna alegría; ni siquiera el día de su jubilación
pudo desprenderse de la frialdad reinante «alrededor
de un pastel de nata barato, la otra mitad (de colegas) brillaba por su ausencia. Un empleado temporal a tiempo parcial que
sustituía a la directora me entregó […] una tarjeta de regalo de treinta euros
para tratamientos de belleza».
Su
marido, un completo canalla, alcohólico, sólo se preocupa de sí mismo «Empezó a parecer un desconocido cuando
estaba sobrio […] no decía una palabra, no me dirigía la mirada y vaciaba la
primera cerveza en la cocina, con el abrigo puesto delante de la nevera. Abría
la segunda botella y colgaba el abrigo en el perchero».
También
su familia política la hace sentir mal nada más conocerla «Joder, no sabía qué hacer con todos los tenedores y cuchillos, y mi
suegra me humilló con la mirada».
Y
sus propios hijos pasan de no ser conscientes de la situación que su madre
soportaba en casa a no valorarla cuando muere su padre, incluso se muestran
egoístas «Mi hijo […] había escrito la
voluntad vital, con sus propias palabras […] Deseaban que yo “determinara” que,
durante mis cuidados, no se utilizaran tratamientos para prolongar la vida de
forma artificial».
Así
pues, Ullis, la protagonista, se percata de que ahora que está sola y ha
cumplido 74 años, su hija Susana la necesita únicamente para que se quede con
su perro cuando ella no está, y su hijo Marko, para que haga de canguro de sus
hijos pequeños cada vez que él tenga alguna actividad a la que no se pueda
negar que, normalmente, es siempre puesto que los niños, de 4 años, crecen
entre guarderías y diversas actividades para no entorpecer el día a día de sus
padres «—Musgo y Gota se quedan aquí
—dijo sin preguntarme. […] —Vaya, el hotel está lleno la primera noche —¡Hotel!
¡Genial! —gritó Musgo o Gota —¡Servicio de habitaciones! ¡Quiero una botella de
priva! —chilló el otro…».
Al
mismo tiempo, Ullis retoma a sus amigos, olvidados durante los doce años que
debió dedicarse por entero a cuidar del vegetal en que se había convertido su
marido desde que le sobrevino un infarto cerebral. Y se encuentra con que todos
tienen alguna obsesión predominante «Hellu
se sometía trimestralmente a todas las pruebas, radioscopias y chequeos
existentes» Pike está ofuscada con el sexo «—Nos espera una tarde épica, cien por cien seguro. ¡Voy a poner en
circulación las ladillas de Valtonen, me cago en las hostia!». Y al propio
Valtonen le cuesta dejar la bebida incluso en el hospital, cuando ha sido
internado por un amago de infarto «Pike
[…] le administró un segundo trago de whisky. A este se le enrojecieron las
mejillas de puro buen humor, y parecía que empezaba a ser él mismo otra vez».
Así
pues, a los 74 años, prácticamente fuera de circulación toda su vida, Ullis se
encuentra con que lo que ella pensaba no es lo que le espera. Quería una
segunda oportunidad del término polisémico de “vida”, y comprende que no la va
a tener «¡Qué infantil había sido al
imaginarme que nuestra vida seguía llena de vida!». En el fondo, Viuda al fin, muestra la peor cara de la
vejez; el esprint final al que todos estamos obligados antes de morir, o perder
la memoria, o sufrir enfermedades crónicas o ser, en definitiva, dependientes.
Nada hay peor que eso, convertirnos en seres supeditados a otras personas, ya
sean familiares o profesionales porque, según la novela, no hay nada
voluntario, todos los cuidados conllevan un interés. Es triste, de ahí que la
crítica sea ácida, contundente, al comentar la vida en una residencia de
ancianos, donde se les inhabilita como personas para ser tratados como simples
despojos. Pero es incluso la sociedad la que ofrece pocas posibilidades a
aquellas personas, viejas, que aún se encuentran física y mentalmente bien,
pues sus acciones se ven considerablemente reducidas, no pueden realizar las
actividades que quieren sino las permitidas, las que están consideradas
adecuadas a partir de la jubilación: cocina, religión, costura, lectura o
cuidadora infantil. Es irónico. Creo que es la mejor parte del libro; la que
ataca a esta sociedad que se preocupa primero en alargar la vida para luego
poner trabas a cómo vivirla; eso sí los obstáculos no vienen impuestos de forma
natural. Todo es duro para los ancianos, asistir al entierro de un amigo o ser
el propio muerto; realizar actividades agotadoras para encontrarse mejor o
agotarse de puro aburrimiento, porque no puedes o no debes hacer lo que te
gusta. ¿Es esto la vejez? «Oficialmente,
echábamos de menos a Hellu, pero cada uno pensaba también en sí mismo: este
podría haber sido el entierro de cualquiera de nosotros».
Pero
además de esta reflexión sobre la vejez, en la que no falta el sentido del
humor, hay críticas, también de forma irónica al ritmo en el que vive la
sociedad. Lindgren comenta el funcionamiento de las residencias de ancianos
(centros de día, eufemísticamente, ya que el actual eufemismo “residencia”, que
en su día sustituyó al “asilo”, parece cada vez más una palabra tabú), y lo
hace de forma hiperbólica, tópica, como casi todas las actividades o
circunstancias que aparecen en la novela con el fin de hacer reír, de tomarnos
la vida con humor; pero debajo de la risa permanece latente la falta de
escrúpulos de los hijos hacia sus padres, la mala educación que hoy reciben los
niños porque estamos obligados a llenar nuestro tiempo al máximo para triunfar
laboral, física, económicamente… Si no tienes varias actividades, si los niños
no realizan múltiples tareas llegará un momento en que quedarán anulados por la
propia sociedad; de esta forma el niño deja de serlo muy pronto y el adulto no
quiere serlo nunca, así que se pasa el resto de su vida intentando parecer más
fresco, más joven, más lozano, más egoísta. Pero no nos engañemos, si llega, la
vejez es triste, «sorprendentemente
echaba de menos sus llamadas cargadas de fingida empatía»; por eso la
autora cierra la novela de forma redonda e ideal al hacer que la casualidad
devuelva a Ullis a los brazos de Kari Kirjosiipi, en los que cayó la primera
vez que acudió al Evergreen, donde penosamente «Un montón de gente borracha se mecía y tropezaba como un gran enjambre
de abejas, aunque de forma más torpe e impredecible».
Ullis
y Kari deciden, sin compromisos, disfrutar mientras puedan, del sexo, de
aventuras, de conversaciones… No me gusta la vejez, no creo en el sexo durante
esa etapa ni en las aventuras, al menos con gente antes desconocida; no creo en
los flechazos a partir de los 60 años. Pero sería bueno que me equivocara.
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