viernes, 16 de septiembre de 2022

LA SASTRERÍA DE SCARAMUZZELLI


Qué acertada la cita de Javier Marías que ha escogido Guillermo Borao para presentar su novela, pues lo ha homenajeado doblemente: Javier Marías, por desgracia para las letras, nos dejó el pasado domingo, 11 de septiembre, consiguiendo que esta fecha sea aún más fatídica aunque, en un guiño a Borao, parece que se haya ido respetando la norma que William Langhorne anotó en su cuaderno: «nadie puede morir un domingo antes del mediodía».

¿Son presagios? ¿Coincidencias? ¿Dos estrellas de la literatura han unido ficción y realidad para conseguir que esta sea un poco menos amarga? Puede ser. Habrá que preguntarle al autor zaragozano si cree en el destino. Por ahora nos quedamos con lo que afirma un cochero, al principio de la novela, sobre el final de una obra de teatro, «la vida es, después de todo, un propósito de repetición».

Cuando leemos La sastrería de Scaramuzzelli nos embarga un ánimo ilusorio; parece que estuviésemos presenciando una obra teatral en la que representan lo sucedido en el pueblo de Tonleystone, «Barros miró al cielo y sintió su acoso constante, la persecución discreta que hace un foco en el teatro para iluminar, en esa acción, a los protagonistas».

Las alusiones a que estamos ante una función quedan implícitas durante la lectura; como si se tratara de un cambio de escena, «Las mañanas de verano en Tonleystone cambiaban de estación por la noche». Todo es posible en la novela porque el narrador nos introduce en un mundo mágico en el que las alucinaciones febriles de un niño se mezclan con el «proceso fabulador» del padre y la fantasía del escritor para conseguir, incluso, que los personajes no sean lo que parecen y mucho menos parezcan imprescindibles para la obra «—Por eso el señor Bernard aparece tan poco y nunca con gente ¡solo sale si William lo necesita!».

La sastrería de Scaramuzzelli es una deliciosa quimera y aun así se lee sin dificultad. No hay problema en distinguir personajes reales de los imaginarios, aunque nos llevemos más de una sorpresa y la tensión permanezca hasta que «Se cierra el telón». Entonces nos preguntamos sobre nosotros mismos y lo que somos: ¿Personajes en busca de autor? ¿Personajes del Gran Teatro del Mundo?, «y como si estuviera entre bastidores, se esfumó».

La novela se desarrolla en un pueblecito en el que destaca, imponente, la fábrica de tejidos de William Langhorne. Al pueblo llega Barros Scaramuzzelli, un sastre diferente, acompañado por Leonardo, un niño de seis años, y Mercedes, su hermana, algo mayor. Barros los rescató del hospicio para darles amor y un posible futuro. Leonardo se hará imprescindible para William y Patty Gallant, quienes terminarán tratándolo como al hijo que no tuvieron, pues William quedó estancado en los seis años, al quedarse huérfano, y desde entonces teme cualquier tipo de cambio en su vida. Barros compra el taller de confección de la fábrica e inaugura una sastrería que, desde el primer momento, es un éxito. El sastre propone una manera de vivir feliz, usando vestidos únicos que reflejen la personalidad de cada uno. Pero surgen envidias entre unos vestidos y otros, surgen ambiciones por dar prioridad al dinero y al poder frente a la honestidad y surgen enfrentamientos bélicos con La Corona a causa de mentiras que pretendían ocultar.

Los personajes son extraordinarios; como en un cuento de hadas, los dibujos que realiza Barros cobran vida en determinados momentos para que, en los lectores, asombrados, surjan dudas sobre si el contenido pertenece a una novela del siglo XIX o a un clásico de Perrault «Barros […] arrancó la lámina y rompió lentamente el papel verjurado. William no oyó la rotura de las hojas, sino el derrumbamiento de la torre de la iglesia».

A veces no podemos asegurar con certeza si lo que leemos forma parte de las acciones de los personajes o son sus vivencias oníricas, «Habría jurado que era el mismo de su pesadilla».

La narrativa de Guillermo Borao es ilusoria; en la historia distinguimos en ocasiones características del más puro estilo romántico, en otras, del género fantástico. Puede que entre ambos se den coincidencias. El paisaje y el ánimo de los personajes van en comunión, tanto que casi constantemente la naturaleza se personifica para adquirir importancia de protagonista «la luz deslumbrante se agitó con el estruendo de la campana de la iglesia […] hasta que recuperó la cordura, se paró y descubrió la presencia de un hombre». La naturaleza persigue de forma implacable no solo a los protagonistas sino a ella misma, «con las nubes a punto de reventar por asfixia». Da igual de dónde vengan; las emociones son lo más importante. Emociones surgidas del miedo real, de un mundo aterrador que se vuelve espacio de aventuras cuando un padre lo transforma en cuentos capaces de ser vividos. El problema surge cuando no hay nadie que construya ese mundo esperanzador y mágico, porque entonces nos limitaremos a preservar recuerdos, costumbres y objetos que nos recuerden lo que hemos perdido y acrecentaremos el individualismo y las obsesiones.

William tiene miedo de Barros aunque lo respete; teme perderse en la belleza que representa porque sabe que es efímera y no quiere sorpresas; se adapta a la luz del día y moldea sus sentimientos según la naturaleza que lo rodea, o adapta esa naturaleza a su yo: «Bale […] En medio del porche (de William) halló unas ruinas silentes». Llega a convertirse en un problema para quienes lo quieren, para sus socios, para el pueblo y para él mismo cuando se abandona al dolor y la soledad. William es una persona extremadamente pesimista; su melancolía, la tragedia que soportó de niño consiguen que broten sentimientos encontrados al experimentar momentos felices, dando como resultado un dolor constante. William necesita un espejo en el que mirarse, por eso aparece Barros en su vida. Patty se da cuenta de que, a pesar de parecer tan diferentes, tienen mucho en común, «la espalda fornida, el vello en los antebrazos, los ademanes de un caballero seguro, convencido y meticuloso. En aquella habitación, se dijo, se encontraban su pasado y su presente».

Tanto Barros como William ansían expresarse con libertad, ambos sufrieron, de niños, una brusca ruptura familiar; los dos se han formado sin premisas regladas, como héroes románticos, dejándose llevar por sus emociones. En ambos impera el yo; la realidad externa no les interesa tanto como el mundo interior, causante de la exaltación de su imaginación y fantasía y, sin embargo, ambos defienden un mundo libre y justo.

No solo hay coincidencias entre Barros y William. También entre Barros y Joseph (padre de William), entre William y Leonardo, «los cochambrosos calcetines eran iguales a los que Glenn le tejió una vez», entre Bernard y Joseph, «Oyó a su vecino igual que a su padre bajo el aguacero, en la misma frase…» y entre Bernard, Barros y Joseph «El pañuelo enviado por Barros era una réplica del que había usado Bernard para envolver, meses atrás, la novela de su padre». En realidad los personajes son quienes proclaman el tiempo circular (por eso una horrible tuberculosis en el siglo XIX pudo causar los mismos estragos que un “virus coronado” en la actualidad —que en la novela es, asimismo, el siglo XIX—

Los temas también pertenecen al Romanticismo —o son universales—. La muerte está presente desde el comienzo a pesar del colorido reinante. Los dibujos de Barros son agoreros, pero en el sueño traen la esperanza porque el sastre es la voz que nos anima al cambio, a luchar por un futuro mejor a pesar de las más graves adversidades; nos ayuda a guardar los infortunios en el corazón y a seguir adelante porque «El problema de vivir en el pasado es que siempre se llega tarde al futuro».

También el amor ocupa constantemente las páginas: entre William, Emily y Patty, entre Barros, Mercedes y Leonardo, entre William, Christopher y Patty… En todos los casos es un amor imposible, trágico: «era consciente de que su hermana mantendría la maldición hasta la hora de su muerte, presumiblemente lejana».

Y el otro tema importante es el destino, el fatum. Si Edgar Allan Poe sitúa un cuervo en el dintel de la puerta, para recordarle al desconsolado amante de Leonor la angustia que sufrirá por la muerte de esta, Guillermo Borao consigue que la muerte sea inexorable en la casa de los Langhorne cuando «El graznido de un cuervo rebotó en el tejado» y logra que Barros sea la figura prototípica del Romanticismo alemán al describirlo como El caminante sobre el mar de nubes, de Friedrich: «sus zapatos hollaban la tierra húmeda, dejando unas huellas que el agua, en la siguiente crecida, no tardaría en devorar […] se subió a las piedras […] Una ráfaga de aire le removió el pelo, abombó su capa impoluta y pareció un enorme cuervo negro a punto de batir las alas».

Es el destino, la muerte planea sobre nosotros pero el amor se nos presenta en múltiples variantes, que hemos de aprovechar mientras podamos «Alguien miró a William […] exclamó: —Los sustos no cuentan».

Pero nuestro autor no se queda en esto. En la novela aparecen diseminados otros temas como el enfrentamiento religioso, la avaricia empresarial por encima de la amistad, la mentira por miedo a perder fama o dinero… temas que pierden valor ante lo realmente importante, la lucha por la felicidad, y en ella encontramos el verdadero sentido de la paternidad «Barros pensaba que padre no es quien da la vida. Tampoco quien firma unos papeles […] Padre es quien quiere serlo, y William no compartía su sangre, pero se habría vendido al diablo por él». Y en esta ópera prima (¿¡en serio!?) de Borao, el lenguaje es de tal precisión con la época que no nos extraña vernos rodeados de «abordaje de corsarios, aya, papel verjurado, piel atezada, comisiones de madapolán, espuertas de tres palmos, redingote, chalina, pensil, perlesía, color almagre, molicie, jeme, várgano, leontina, pericones, polisón, almádena, sandio, hopeara en la Gran Avenida…».

Si esta es su primera novela, Guillermo Borao puede llegar a lo más alto, aunque tampoco reciba el Nobel.

sábado, 10 de septiembre de 2022

EL ESCRITOR NÚMERO 8

Tenía grandes esperanzas en esta novela tras ver la portada, la viñeta en blanco y negro alude a la información que el autor da sobre ella, en letra pequeña «Suspense y misterio con tintes negros sobre el telón laberíntico de El Rastro». Solo estuve una vez en el Rastro, hace muchos años, y el recuerdo que tengo es el de estar mirando en un puesto y oír a una señora que me decía “¡Te están rajando el bolso!” Yo llevaba una bolsa de tela, que miré con curiosidad para darme cuenta, con aprensión, que llevaba una raja por el fondo, perfecta, limpia. Sin embargo el ladrón se marchó corriendo sin obtener nada porque la bolsa tenía una doble tela, así que eso me libró de ser violentada. No obstante salimos corriendo y no he vuelto a ir. Con esto quiero decir que iba preparada a no sorprenderme por nada de lo que ocurriera en El escritor número 8, pero me he llevado una desilusión, y no es que el autor escriba mal, Andoni La Red sabe contar una historia pero no ha conseguido captarme. Hay misterio pero no hay suspense. Tiene tintes negros pero están difuminados en el gris predominante.

Es curioso cómo las grandes expectativas que tenía al empezar a leer la novela se han ido apagando conforme llegaba al final. Es un libro cortito pero ese no es el fallo. No le faltan datos, adolece de falta de reacciones de los personajes para que no quede todo tan aséptico. La historia está bien, muy bien ideada, pero la trama es plana, no encuentro dónde engancharme. No hay giros ni soluciones inesperadas, y el final es sorpresivo pero, al menos en mi caso, porque defrauda totalmente.

He echado en falta cierta atracción hacia algún personaje y eso que los temas se prestan a provocar, a recriminar, a denunciar. Los personajes circulan como personas corrientes, esas en las que nunca te fijarías, por lo que su participación en El escritor número 8 es figurativa, incluso aquellos en los que pones todas las expectativas porque dan la impresión de que tendrán un papel inolvidable.

El comienzo de la novela es sugerente, de hecho los personajes secundarios prometen. Los narradores se van alternando para narrar en primera persona. Martín nos cuenta su historia, ha sido un donnadie y ahora que su padre ha muerto, en circunstancias extrañas, se hará cargo de la librería. La mujer de su hermano aparece con cierto aire de misterio, «era una mujer de carácter volátil […] con frecuente tendencia al mal humor […] algún que otro encontronazo con el bueno de Isidro» (sorprende que se refiera a su padre durante toda la novela por su nombre de pila, no por su relación parental). 

También aparece el inspector Morales que, en contra de todo pronóstico, no tiene intención de investigar, «Cuanto antes demos carpetazo al asunto, mejor para todos». Martín decide coger el testigo e investigar por su cuenta, lo que nos hace pensar en los peligros que correrá con el representante de la ley.

El segundo capítulo recoge la voz de Vega, una chica que nos confiesa su terrible historia de abusos por parte de su tío, cómo llegó a sentir vergüenza por él y por ella misma, al aceptar, sumisa e inocente, su situación, hasta que decide ponerle fin «le había dejado ciego en ese momento. Me vestí y desaparecí […] No podía contarle nada a mamá, la hubiera destrozado». Ese personaje que no interviene, la madre, debía estar destrozada ya. Ninguna madre, por muy ausente que esté de casa, puede estar engañada durante tanto tiempo —años— en relación con lo que pasa en su casa con su única hija.

Casi todos los personajes han sido sometidos a situaciones límite, la muerte repentina de un padre, el rechazo de la policía, saberse engañada durante años, la desatención de tu familia… y sin embargo no se comportan como lo haría un ser humano. La Red ideó una historia siniestra, ambiciosa, con personajes traumatizados por su condición sexual, por su condición social y por su experiencia familiar. Pero huyen de las situaciones hasta que la vida les presenta una salida o una entrada por la que volver a la normalidad, como si no hubiera pasado nada. Pero los crímenes no son normales ni los problemas que debe afrontar un chico homosexual ni, por supuesto la violación repetida que una niña sufre por un familiar que además la alquila a cuatro viejos para obtener dinero.

Estos hechos no pueden quedar al margen de la ley, no ahora al menos, en pleno siglo XXI. He echado en falta, en el protagonista, odio, soledad, rabia, venganza… y en Vega, locura, desconfianza, negación.

Cuando un personaje pasa por una situación límite debe caer si quiere levantarse. Martín y Vega han caído en lo más profundo, ella más, a ella la rompieron por dentro cuando era una niña, pero se queda rota, desestructurada en ese pozo del que no sale sino que se habitúa a vivir en él con cierta comodidad. «…manteníamos una relación prácticamente normal. Recordábamos anécdotas de mi madre, hablábamos de libros, preparábamos algunos de nuestros platos favoritos…». Y cuando tanto Martín como ella deciden arriesgar, ¿ganan?, ¿salen fortalecidos? Creo que no. Porque ninguno encarna ningún ideal. Incluso empatizamos más con Juanjo, el hermano de Martín. En sus escasas apariciones sabemos cómo es, le gusta vivir bien, sin problemas; su trabajo y su bienestar económico es lo primero, su familia está en un segundo plano y la herencia paternal en el último. Pero cuando lo necesitan aparece, como el héroe antiguo, ese que vivía entre el mundo de los dioses y el de los hombres sin integrarse en ninguno. Es contradictorio. Martín se conforma con la mediocridad; no ha combatido las ofensas sufridas por su pareja, se ha plegado a ellas. No ha aclarado la humillación que le causó a Germán, lo ha evitado como hicieran su momento.

Y el Rastro, ese espacio intrincado, opresivo, se abre, les da libertad a los personajes que, sin embargo, al estar limitados, no han podido transformarlo en ese espacio psicológico angustioso, responsable del clima de la novela. El Rastro queda como un lugar hechizado, inmemorial, por donde se mueven acostumbrados a las mentiras, traiciones y desengaños.

sábado, 3 de septiembre de 2022

ENIGMAS PARA UN REY

Tiempo subjetivo. Con él comienza Enigmas para un rey, recordándonos que vamos a percibir el tiempo de forma peculiar «Marcaba 20:20:15 e iba hacia atrás […] y seguía bajando. Aunque fuera imposible, les parecía que cada vez iba más rápido. La sensación de que el tiempo se les escapaba era asfixiante» Lo que sienten los personajes es la impresión que tiene el lector desde el primer momento. No hay tregua, ni para ellos ni para nosotros. El tiempo va a jugar a su antojo, irá hacia donde le convenga al asesino que unirá hechos anteriores con un futuro premonitorio en el presente más angustioso. Y este llega, para sorpresa de todos, en el Capítulo 6 que anuncia que el tiempo ha corrido, 6 meses después. La tregua para el equipo de Marco Duarte ha llegado a su fin, aunque pronto sabremos que todo comenzó 6 años antes, en Brujas. Está claro, no hay espacios ni tiempo que limiten los actos de esta Bestia, pero Míriam se ha fortalecido, los dragones que recorren su cuerpo le aportarán la fuerza necesaria para cuidar de sus amigos. Antes, sin embargo, todos pasarán por el infierno urdido en una mente psicótica que cree dominar el tiempo, «Como agujas de un reloj suizo, todo el engranaje que desencadenó la historia estaba llegando puntual a marcar la hora señalada».

El narrador anuncia, con prolepsis, situaciones amenazadoras que nos mantienen en vilo «El inspector era la clave […] su mundo, como antes lo conocía, estaba a punto de cambiar para siempre». Ante estos avisos, nuestra inquietud crece de forma exponencial respecto a la desesperación de los personajes, tanto, que dudamos de todo y de todos.

En esta entrega trepidante el inspector Marco Duarte es relevado del caso y está buscado por la propia policía, deberá luchar contra la bestia y contra sus jefes. Míriam Rueda, convertida en una máquina peligrosa, es quien toma el mando, pero cuando impide que Marco sea capturado queda sustituida por el inspector Rojas.

Tres inspectores diferentes que van asistiendo, impotentes, a desgracias que se cobran cada vez más víctimas y al consecuente ridículo social al que se ven abocados. El asesino conoce a la perfección a Marco Duarte, sabe qué pasos va a dar, dónde puede esconderse y con quién va a estar, por eso no le es difícil fabricar pruebas que lo incriminen. Todos dudarán de él, incluso algunos de su propio equipo considerarán imposible tanta casualidad.

Además del inspector Rojas se incorporan al elenco nuevas caras, incluso aparecerá Johan Clauss, un policía belga retirado que afirma haber pasado por lo mismo que Duarte y viene en su ayuda, «…me sentía acorralado, un inepto frente a un enemigo invisible […] terminaron por apartarnos del caso […] El cuerpo del que antes era mi compañero pendía de una soga en el centro del salón […] ese fue el principio de mi fin».

Johan será imprescindible para nuestro protagonista a la hora de la resolución. También el profesor universitario de Míriam la ayudará a resolver los enigmas que, en esta ocasión, el asesino envía a la policía avisando, de forma críptica, sus nuevas actuaciones. La lírica entra en juego por lo que la interpretación metafórica resulta esencial.

Asimismo, J.J., encarcelado desde que en Descenso al abismo, vivió su infierno particular, ayudará desde la cárcel, a encontrar datos relevantes en los acertijos para resolver los casos. Todo un despliegue de personajes en acción, pero divididos. Las sospechas entre ellos se van acrecentando hasta que la unidad se rompe en varias vías de investigación.

Marco juega en Enigmas para un rey a tres bandas. De incógnito, ayuda a Miriam. Por otro lado establece contacto con J.J. y finalmente considera a Johan su nuevo compañero.

El equipo oficial también se divide en el momento en que Rojas no se siente cómodo con Salva y Alejandra, pues no tienen ningún problema en plantarle cara y decirle que se equivoca en su forma de actuar. Al rescatar a Felipe para el nuevo equipo, pondrá otro sospechoso más ante el lector y ante sus compañeros.

Javier Marín, en medio de este embrollo de lugares, tiempos y personajes, establece una estructura de presentación alarmante: introduce nuevos personajes, en pasado, que actúan sin embargo en presente; la tensión que provoca es palpable, «Alonso se levantaba a las siete en punto […] La rutina era su forma de vida […] Lara apagó la cuarta alarma de su teléfono móvil […] Tenía veintidós años […] Marga dejó a sus dos niños con los abuelos…». El autor crea un montaje alterno con escenas habituales en las que diferentes personajes se preparan con naturalidad para afrontar un nuevo día, escenas esperanzadoras que se transforman en precursoras del desastre en los lectores. Este relato, de escenas simultáneas ocurridas en diversos espacios premonitorios, queda unido algo después, en un presente narrativo que supondrá una condena para cientos de personas quienes, con ritmo trepidante, van expresando la sorpresa, el enfado, la obsesión, el despiste, el nerviosismo, la ansiedad, la prisa, la furia, el terror, el caos. Todo converge de pronto en un paraíso transformado en infierno «una bola de fuego aproximándose, un espectáculo de luz anaranjada y roja que avanzó hacia quienes estaban allí apelotonados sin poder reaccionar».

Sin ninguna dificultad, el narrador juega y rompe nuevamente la lógica del espacio-tiempo. La característica lineal del lenguaje queda rota mediante la exposición simultánea de tres personas ajenas que llevan a cabo diferentes acciones a la que, en esos momentos, realiza un equipo que se siente derrotado «—Lo sé Mac, pero no podemos quedarnos de brazos cruzados […] “Espero que puedas ayudarnos, Marco”, pensó». Y si esta entrada nos mantiene en vilo a todos, el resultado «Estallido» nos prepara para lo que va a suceder. La información va llegando poco a poco. Javier Marín construye por separado una sucesión de hechos, dando la impresión de que el tiempo ha pasado y el fatal desenlace ha tenido lugar. Sin embargo, los lectores relacionamos mentalmente esas escenas que, aun pareciendo aisladas, son las causantes de que se genere en nosotros una tensión creciente. La duración de la exposición de cada escena es corta, lo que consigue un ritmo in crescendo hasta llegar al clímax del suceso, algo que no olvidaremos con facilidad.

La alternancia de planos permite que las imágenes penetren en la mente del lector con más facilidad; es una técnica cinematográfica, en la que nuestro autor se ha convertido en un experto, que maneja sin dificultad el tiempo discursivo para generar, entre otras sensaciones, la de suspense.

Y con gran incertidumbre vamos a llegar hasta la última página, incertidumbre que se convertirá por momentos en incredulidad, en cambio constante de presunto asesino, del que estamos seguros hasta que una palabra, una imagen, nos hace cambiar de opinión. Las incógnitas se suceden delante de nosotros; leemos hechos que parecen realizados por alguien, y más tarde comprobaremos que el sujeto no es quien habíamos pensado: «a lo lejos, unos prismáticos seguían sus movimientos. Los labios de la persona que los portaba dibujaron una sonrisa. Lo tenía».

Todo se complica de forma exponencial porque todos aparecen como sospechosos. Los lectores también nos sentimos como en un callejón sin salida al no encontrar la razón de tanta maldad. Hasta que Marco Duarte se da cuenta de que nuestro psicópata no respeta los tiempos marcados, algo que el inspector Rojas no quiere admitir, sus ganas de ascender son tan enfermizas que no es consciente de a quién se enfrenta, «allí estaba él para tomar partido y marcarse un punto veinticuatro horas después de haber llegado». Rojas subestima a su contrincante y no hay nada peor que menospreciar a una mente egocéntrica, por lo que quedará en ridículo ante toda la sociedad, aunque cueste nuevas vidas de un equipo cada vez más reducido.

Conforme avanzamos la tensión aumenta; imposible abandonar la lectura porque las escenas simultáneas se agolpan, inacabadas, en un mismo capítulo. Los personajes y acciones se multiplican en una misma unidad de tiempo hasta que alguien nuevamente vuelve a desaparecer, «La velocidad a la que iban y el impacto hizo que cayeran dando vueltas de campana, fuera de la carretera».

Ante la ineptitud del nuevo jefe de operaciones, la envidia de los que toman a otros como rivales y las bajas constantes, los que van quedando conforman su propio equipo para, en paralelo, poder destruir a ese demonio cuyo objetivo es aniquilarlos a todos.

Destruir a la misma envidia. Difícil. La historia y la literatura se han encargado de demostrarlo. Envidia entre quienes parecen estar muy unidos y que no es sino el fruto de mentes perturbadas que quieren sobresalir por encima del resto. En Enigmas para un rey hay una mente que va dejando pistas misteriosas a lo largo de la novela pero, las consideramos tan intrascendentes que no les damos importancia, hasta que la eclosión final nos deja paralizados.

El equipo de Marco Duarte ha quedado bastante reducido en comparación a como lo conocimos en Tablero mortal o en Descenso al abismo. No es obligatorio haber leído esas novelas para entender a la perfección Enigmas para un rey porque con tino, Marín ha ido poniendo al nuevo lector de la saga en antecedentes de lo ocurrido anteriormente. No es obligatorio pero sí recomendable porque la lectura está formada por ratos responsables de que descarguemos adrenalina y, al terminar esta tercera entrega, nos supone cierta catarsis de la que salimos en paz con nosotros mismos.

Esperemos que Javier Marín aproveche a este equipo escogido para que continúe resolviendo enigmas.

sábado, 27 de agosto de 2022

DESCENSO AL ABISMO



La segunda entrega de Marco Duarte es excitante. Con una estructura similar a la primera, algo más extensa, nos introducimos en el primer capítulo de lleno. No hay tregua. Ya el comienzo es premonitorio «El reloj de la salita dio las campanadas de las doce de la noche». La medianoche, momento puntual en el que un día termina para dar comienzo al siguiente en el empeño de que el tiempo sea lineal, el apogeo de la oscuridad que asociamos a caos, muerte, inframundo y misterio, el momento en el que los depredadores nocturnos ostentan su mayor poder.

Y si el tiempo es anunciador, también el espacio es sintomático, «una moqueta desgastada […] la barandilla de madera, sinuosa […] retratos que, como testigos mudos de vidas pasadas, acompañaban en la subida […] un pasillo de puertas cerradas…»; un espacio que cobra vida para avisarnos del final de la misma, «el lamento de las tuberías». En menos de una página ya intuimos lo que va a ser de los personajes, no va a haber sosiego para ellos; nadie tendrá una pausa, a no ser que sea eterna, «Olivia descansó. Para siempre».

Son cincuenta capítulos turbadores más un Epílogo en el que el psicópata de Tablero mortal se da a conocer, para desaparecer con la amenaza de que no será durante mucho tiempo. Hay que leer la tercera novela de Javier Marín, está claro, pues si hemos tenido que realizar un Descenso al abismo para ponerle rostro a este demonio, no podemos permitir que desaparezca sin más. El equipo de Marco Duarte deberá rehacerse de nuevo y poder poner punto final al tormento.

Como en el planteamiento de la saga, el nombre de cada capítulo alude a lo que va a ocurrir, así en el número siete “Presentación”, el equipo conoce a Felipe Castro, el nuevo fichaje que el comisario García ha realizado, buen tirador, máster en Criminalística y Técnicas Forenses y licenciado en Derecho con matrícula de honor. Un portento que, además, esconde otras actividades para las que está dotado y que, en algún momento determinado, servirán para intranquilizar a sus compañeros.

Tras la partida aciaga de Tablero Mortal, que causó alguna baja en la comisaría, además de las víctimas elegidas por LVCF, el asesino vuelve para conseguir que tanto los personajes como los lectores experimentemos una inmersión en el infierno. Varias chicas aparecen asesinadas y mutiladas después. Son pequeños trofeos que obtiene por su hazaña. Y este es el nuevo caso que nos mantendrá en vilo porque aunque señalemos a alguien en concreto como criminal, en cualquier momento Javier Marín dará la vuelta a las circunstancias y conseguirá que lo descartemos para pensar en otro.

Son bastante inquietantes las prolepsis que aparecen constantemente en la novela y que no cumplen realmente la función completiva de brindarnos información relevante sino que en su mayoría van anunciando acontecimientos que aún no han tenido lugar, al mismo tiempo que, después, anulan las expectativas que se van dando en el lector para ir eliminando los diferentes enfoques extradiegéticos que creemos distinguir, «La noche del viernes y la del sábado él mismo acompañaría a Alejandra. Si el asesino seguía su patrón, no dejaría pasar otro viernes sin intentar algo. Esta vez ellos estarían preparados». Así, conforme los personajes se muestran más confiados, el narrador consigue que se vaya acrecentando la tensión en el lector, «Nada les hacía presagiar lo que estaba por venir».

En realidad, entre los protagonistas no hay ningún héroe. Son todos cercanos, entrañables; forman parte de la vida cotidiana, muestran conductas reales en su mayoría, alguna puede considerarse más tópica pero todas son susceptibles de cambio. Nuestro autor modela las creencias, las actitudes y comportamientos de algunos, como Míriam que adquiere una relevancia total en esta entrega, y consigue que esta novela sea idónea para enganchar al noir a los más jóvenes, porque no predispone directamente; como el resto de sus compañeros influye al formar parte de un contexto en el que se desenvuelve e interactúa con los otros.

La repetición de personajes en la saga es buena para los lectores. Los conocemos y podemos sentir cierta empatía con su forma de ser y hacia situaciones más o menos previsibles, incluso hacia determinadas actitudes inesperadas que pueden llegar a inquietarnos, porque estamos arropados en la seguridad que aportan los principios. En este caso, Marco es fundamental; es el referente sobre el que giran los demás a pesar de haber experimentado mínimos (o grandes) cambios. El autor ha elegido bien a sus personajes; alrededor del bueno, serio, intachable, se mueven los demás, cada uno con una característica atractiva, que los acerca al lector como vencedores: el humor inocente de Felipe, la falsa ironía de Salva, la debilidad mortificante de J.J., la racionalidad lógica de Alejandra, la fuerza y decisión de Miriam son creíbles, porque todos convergen en Marco, el que va ligado a la trama con una función estructural; tiene carácter y sabe imponerse sin dificultad, porque es honesto.

Precisamente por eso nunca estamos seguros de que todo vaya a salirles bien. Los lectores somos capaces de experimentar los estados afectivos por los que pasan, hasta el punto de que podemos desgajarlos de la trama y asignarles vida propia. Javier Marín consigue unir lazos entre personajes y lectores, de hecho se percibe cierta proyección del personaje ficcional en el lector real al identificarse cuando el primero expresa los deseos del segundo, esos que pertenecen a los sueños, a la ficción.

No solo los personajes generan predisposición a la lectura. También los espacios crean un ambiente tensional a lo largo de la historia, porque el fundamental es el psicológico. Es un espacio simbólico que corresponde al entorno moral y social en el que se desarrollan los acontecimientos, no importa cuál es la ciudad; hay pocas descripciones para no precisar demasiado la circunstancia en la que transcurre la acción. Acción que pasa de forma incansable de la comisaría a la calle, a las casas, al supermercado, para establecer relaciones extratextuales con un tiempo que corre más de lo que deseamos, en el que influyen también los verbos de acción, las oraciones no demasiado largas y el uso del presente; por eso tenemos la sensación, en un momento de torbellino emocional, de que se multiplican los espacios. J.J. se mueve sobre todo en un espacio vacío, carente de otras personas que podrían interceptar sus actos, aunque sea su casa, aunque sea la comisaría es su espacio íntimo donde se siente atrapado, nervioso. Es el espacio simbólico que se apoyará en la muerte para que los personajes vayan evolucionando. También el paso del tiempo modifica ciertos espacios abiertos, como la calle, que se transforman en cerrados durante la noche para conseguir que el lector mantenga la tensión.

En Descenso al abismo, diferentes historias se van transformando en la trama consiguiendo una novela de estructura casi fragmentaria, pero a pesar de estar dividida en partes, en principio diferenciadas, tienen un punto en común: el infierno al que los personajes han sido sometidos en algún momento.

Todo parte de un núcleo: un asesinato. Sin embargo, pronto irán apareciendo pistas que nos confunden e invitan a cierto caos en la estructura mental del lector:

   El tormento de J.J.

●   El dragón de Miriam

●   El anónimo que acecha en primera persona.

●   El trauma de Alejandra.

●   La espeluznante historia del cartero, otra rama del intrincado infierno al que la sociedad está expuesta «Esto no es un paso atrás, tenedlo en cuenta. En el mejor de los casos tendremos una pista sobre la posible relación de las víctimas […] los de narcotráfico nos darán las gracias».

●   La historia infernal de mentes débiles que se dejan manejar por otras diabólicas para causar daño por donde van «no sé cómo fui así de estúpida, cómo lo permití, cómo caí tan bajo».

●   El propio infierno particular de Esther Arias, que no es sino el precio que debe pagar por su ambición, «llevaba un par de días sin recibir ningún mensaje de su fuente anónima […] y no podía dejar que la gente perdiera el interés […] Sus ojos se abrieron de par en par, su pulso se aceleró y su corazón se desbocó. El juego había cambiado».

La unidad de esas pistas reside en Javier Marín quien, hábilmente, va tomando el extremo de una para unirlo a una punta de otra en una extensión rizomática cargada de tensión.

En la novela distinguimos cierta reflexión sobre la violencia y sus formas de venganza: la violencia de género requiere una venganza inmediata para eliminar la humillación y el dolor que han sentido las víctimas. La violencia del psicópata que pretende seguir una estrategia justiciera con la que pueda infligir cada vez más dolor. La venganza del sádico que pretende beneficiarse del tiempo y nuevos recursos con los que planificar nuevos ataques.

Hay otra venganza más elaborada, la violencia no ha llegado a su fin. Pero nos queda otra entrega en la que esperamos descubrir la causa de tanta crueldad.

sábado, 20 de agosto de 2022

TABLERO MORTAL

La última novela que he leído la compré tras leer la reseña de Laura Álvarez, otra amiga que he conseguido gracias a Instagram, beneficios de las redes. Gracias, Laura, por estar ahí y por tus consejos.

El libro en cuestión no es muy largo, además se lee rápido, la edición es atractiva, papel grueso, letra clara y espaciada y capítulos cortos que no hacen sino favorecer la lectura. La tapa gruesa me gusta y su diseño es interesante, llama al misterio y, cómo no, al terror, haciendo gala del título.

El prólogo de Tablero mortal, es inquietante, prepara para lo que viene: venganza, que en este caso parece que se sirve fría «…por lo que dejó atrás. Ahora estaba preparado. Devolvería todo el daño que había sufrido allí».

De nada le valen al narrador sus esfuerzos en presentarnos al protagonista y a la ciudad con alguna metáfora poética «contempló el mar de luces a lo lejos» o con ciertas personificaciones enaltecedoras, «el manto azulado de una ciudad que no dormía», o comparaciones atrayentes «destellos como pequeñas luciérnagas».

Todo el lirismo desaparece desde el Capítulo I de la primera parte, donde nos introducimos de lleno en la música trepidante del rock, que no nos abandonará y en la acción vertiginosa de las grandes ciudades. ¿Qué ciudad? No se sabe (aunque las pistas me conducen a una ciudad con nombre de santo y cercana a la mía), da igual. No es importante el espacio. Sí el tiempo, porque corre rápido, a la misma velocidad que un asesino despiadado y cruel que va matando según las reglas de un juego de rol.

Nadie está seguro en ese lugar. La primera muerte de este capítulo inicial es rápida, certera, el asesino apenas da tiempo a la víctima para que se haga una idea de su destino, pero esto es un engaño para el lector, que no va a descansar ni un solo momento hasta que no termine la novela. Las víctimas aparecen después horriblemente mutiladas pero, si el primer asesinado el abogado Andrés Longoria, presenta la tortura post mortem, pronto nos daremos cuenta de que es capaz de ensañarse en vida con mujeres que aguantan hasta que el corazón no resiste más.

Está claro que el asesino tiene acceso a los medios de comunicación, pues desde el primer momento «Las noticias sobre el macabro crimen habían trascendido […] para que todos los jefazos estuvieran nerviosos». La trama de Tablero mortal está bien ideada. Comienza con un asesinato que «apunta a algún tipo de crimen ritual y no tenemos mucho por dónde empezar» y continúa presentando a los personajes que llevarán el caso y que son bastante típicos: el joven y friki informático J.J:, la encargada de relaciones con los medios, Miriam Rueda, la jefa del equipo forense Itziar Rau, los encargados de recopilar los datos en la oficina, Jon y Salva y los que se manejan bien en el trabajo de calle, Alejandra y Marco.

Apenas conocemos la vida íntima de los policías, lo justo para que vayamos atando cabos, tanto los lectores como los propios personajes, «es un juego de mesa. Estoy intentando aficionar a Daniel a ellos […] hay de toda clase, estratégicos, habilidad, cartas…».

Una vez que nos disponemos a seguir la pista del asesino, el caso se complica con otras muertes tanto o más espantosas que la primera y siempre la prensa saca a la luz detalles que a la policía no le interesa airear. El final, frustrante, nos obligará a continuar leyendo la saga de este loco que, por supuesto, tiene secuaces que le hacen el trabajo sucio. Ni siquiera sabemos su nombre, sí su personalidad, orgullosa, pretenciosa e insociable si seguimos la pista que nos ofrece con su seudónimo, pues firma sus resultados como lvcf, e intuimos en él algún rasgo asocial del escritor estadounidense derivado, probablemente, de uno o varios traumas del pasado.

En cualquier caso, la novela de Javier Marín consigue estremecer, hay una sucesión de hechos que horrorizan por la sofisticación de la violencia, mediante la cual el lector es consciente de una tensión que va en aumento. El asesino persigue un objetivo que no se especifica, pero no nos damos cuenta hasta que no llegamos al final, casi agotados por el ritmo in crescendo que han ido tomando los acontecimientos. De hecho, ni siquiera hemos sido conscientes de haber terminado una Primera Parte, en la que todos los personajes han sido presentados paulatinamente a lo largo de veinticinco capítulos, y estar en la Segunda, cuando los policías se dan cuenta de qué está pasando y asumen que no pueden seguir actuando sin resultados satisfactorios. Ellos entran entonces en una vorágine imparable, la misma que los lectores hemos sentido desde el principio.

Precisamente por eso los personajes se hacen creíbles, la novela es verosímil, desgraciadamente, y los lectores somos capaces de entender los sentimientos tanto de los policías como los del asesino. Mentes perturbadas las hay y otras débiles que se dejan llevar por los intereses de alguien fundamentalista, también «Su misión acaba de empezar y su orden espera de él un trabajo digno de su posición». Creo que el verdadero asesino, el que queda en la sombra, es alguien con esta característica, alguien cuyo desprecio por el ser humano es lo que rige todos sus movimientos que, por otro lado, siguen un plan establecido y pensado para no fallar. De ahí que este alguien en la sombra no sienta empatía ni piedad por nadie. Su trabajo es premeditado pero sabemos que no va a cambiar, pues ya al comienzo de la novela advirtió del daño que había sufrido. ¿Habremos de buscar lo que tienen en común todas las víctimas que, en principio no se conocen y dan la impresión de ser totalmente opuestas? Puede que entre ellas hayan tenido algún contacto, pero habremos de seguir con la trilogía.

En esta primera entrega me ha llamado la atención la diferencia de actuación. A la hora de matar a Longoria lo hace de forma violenta pero rápida en su centro de trabajo, sin embargo con las otras víctimas siguientes, mujeres, actúa diferente, las droga para llevarlas a un lugar apartado donde pueda recrearse con la tortura, lenta y dolorosa, algo que confirma su misoginia por encima de la misantropía «El ritual continúa, los trazos son lentos, los disfruta. La piel es tersa […] La fuerza y personalidad de ella también influye».

En fin, esperemos que Javier Marín consiga que el sufrimiento y muerte de estas mujeres no haya sido en vano, así que continuaremos acompañando a Marco Duarte.

viernes, 12 de agosto de 2022

EL ASESINATO DE JULIO ROSTER

Acabo de leer la novela de una autora novel, creo; al menos, yo no la conocía, pero me ha sorprendido gratamente, porque me ha recordado a determinadas series que aún veo en televisión. Si alguien lee esto y ve Crimen en el paraíso, sabe lo que digo, y si le gusta, le va a gustar El asesinato de Julio Roster. Es una novela de misterio al más puro estilo de Agatha Christie, en la que la autora se propone interactuar con el lector desde el primer momento. Por eso, comienza su andadura narrativa señalando el elenco que va a aparecer, veintidós personajes van intercambiando opiniones y acciones para embrollar al lector y llevarlo de una pista a otra hasta que Clarisa Vau decide que es el momento del desenlace.

Por cierto, en el libro encontramos, además de la nómina de personajes y la relación que tenían con el asesinado, un plano de la casa en la que vivía. Y al final adjunta «La libreta del inspector Montgomery» para que los lectores vayamos apuntando las pistas que van apareciendo (la mayoría, falsas; ¡hasta 18 he encontrado!) y que, por supuesto, no hacen sino que sospechemos de casi todos los implicados. Una vez descartadas las que creemos conveniente, llegamos al apartado «Sospechosos y coartadas» y finalmente «Hipótesis y deducciones: Quién, Cómo, Dónde, Cuándo, Qué».

Estamos pues ante una guía que sigue a la perfección la técnica Whodunit, empleada por la pionera de la novela policíaca y consistente en dar la información suficiente para que el lector resuelva el crimen pues, el ayudante del investigador no va a saber más que él y tampoco sabrá más que el propio policía encargado de resolver el asesinato, «Le hablé sobre mi idea de que Flora y Manuel pudieran haberse confabulado para matar a Julio. Abel la consideró, pero no pareció tomarla muy en serio».

De esta forma el lector se identifica rápidamente con quienes llevan el caso y entra, sin darse cuenta apenas, en el juego de la trama que, por cierto, es un rompecabezas donde el misterio siempre está presente. En la narración no hay grandes descripciones ni digresiones que alejen la atención del lector. El estilo es sencillo, el vocabulario, usual, permite acercar a todo tipo de lectores y la estructura, ordenada, casi visual, posibilita observar la novela como si de una película se tratase.

En el capítulo I conocemos a un banquero jubilado y viudo, Héctor Paz, cuyo cuñado, Julio, hermano de su difunta esposa, lo invita para pasar un par de días y asistir a la celebración de su cumpleaños, motivo por el que toda la familia estará presente. La velada transcurre bien, pero de madrugada los gritos de la mujer del homenajeado alertan a todos de su muerte. Rápidamente, Héctor llama a la policía y al médico e inmediatamente se persona Abelardo Montgomery, inspector a quien Héctor ayudó a resolver otro asesinato.

Lo que en un principio parece un ataque al corazón pronto se descubre que es un envenenamiento, así que la pareja de detectives, el profesional y el amateur, se encarga de ir recopilando indicios hasta que, por supuesto, el inspector, puede detener al culpable.

Gracias a Héctor, los lectores conocemos a una serie de personajes cercanos que nos van desvelando el odio que sentían hacia el cabeza de familia «—Yo no dije eso, ni lo maté. Solamente dije que lo odiaba». Héctor se basa en la observación psicológica y llega a conocer a los hijos del muerto, a quienes trabajan para él y al propio asesinado. Nada es lo que parece; Julio encubría una persona detestable que ni el propio Héctor intuía. Así pues vamos encontrando y descartando pistas de la mano del investigador aficionado: la comida, medicamentos, plaguicidas, cartas, dinero nos llevan a la ira de unos, celos de otros y rencor de casi todos. Pero solo la percepción del policía Abel puede llevar a la solución correcta, «Habrá leído sobre las huellas dactilares, pero no debe saber que no es la única forma de detectar al criminal»

El narrador de la historia es el propio Héctor, que, en un momento de la trama se aleja para confesarse como autor de la novela «Una vez en mi habitación, fría y ligeramente mohosa, me senté frente al escritorio y comencé a escribir, en el bloc que siempre llevaba conmigo, la primera crónica de esta historia».

Con este recurso, Clarisa Vau moldea una historia verosímil y al mismo tiempo, llena de intrigas. La capacidad de análisis de la autora es la que proporciona el suspense a la novela y logra un argumento convincente.

No cabe duda de que Vau conoce los elementos que no deben faltar en una novela de misterio. Los conoce y los expone con soltura, de forma que al leerla intuimos que en un momento determinado el crimen es factible. La muerte de Julio se da en extrañas circunstancias, cuando se encuentran en su casa los familiares, algo que despierta la curiosidad del lector, quien intenta conectar con la historia de cada uno de ellos para descubrir al asesino a través de posibles razones. Nada es lo que parece pero la solución final es satisfactoria para todos, aunque llegamos a empatizar tanto con los personajes que lamentamos, incluso, el giro fatal que llevó al inspector a descubrir el porqué del asesinato.

La novela de Clarisa Vau es perfecta para iniciarnos en la novela de misterio; muy entretenida, consigue que no dejemos de leer y, lo más importante, que vayamos razonando y anotando a los posibles sospechosos como si de una pasatiempo se tratase.

Felicidades a la autora, a quien le deseo futuros éxitos como novelista.

sábado, 6 de agosto de 2022

MELVILL

Me gusta leer novelas, preferiblemente ficcionales, aunque no descarto aquellas basadas en personajes importantes o las que parten de hechos reales. Porque es un pasatiempo que me permite disfrutar de la realidad desde otro punto de vista. Y aquí estoy con Melvill, una novela que, al principio creí que se trataba de la vida del creador de Moby Dick, después pensé que era sobre el padre de Herman, Allan Melvill, y poco a poco fui reencontrándome con Rodrigo Fresán, por lo que no pude sino ponerme al habla con Alberto Sáez, gran especialista en este autor pues su tesis doctoral «La narrativa de Rodrigo Fresán y la vertebración de una poética afterpop» (2021), recoge toda la obra del escritor anterior a la novela que hoy comentamos. Así pues, esta crítica no es exclusivamente mía sino que casi todo el mérito corresponde a Alberto. 

La novela de Fresán supone la muerte de la novela actual y convencional; en ella predomina el discurso individualista que a veces suena a monólogo, otras a diálogo entre personajes de este o del otro lado y otras, a diálogo con el propio lector. Creo que el autor no pretende ofrecer una visión total de nada ni un sentido único de la historia que plasma. La realidad de Fresán no es espejo de la realidad tal y como estamos acostumbrados a verla sino que se refleja por partes, sin tener en cuenta la línea temporal o la correspondencia de espacios, «Y entonces Nico C. me advierte acerca de los riesgos de su condición, de los peligros de proponer “una nueva forma de entender primero y de luego narrar las cosas alterando la textura y el tejido de la Historia…».

El narrador de Melvill comienza en tercera persona omnisciente (al cabo de un tiempo de lectura percibimos a Herman Melville), in medias res, contando las sensaciones que Allan Melvill experimenta en un hospital, poco antes de morir y poco después de haber cruzado a pie el río Hudson helado. Y ya, desde la paradoja del comienzo, quedamos advertidos de la realidad ficcional de la novela «Ahora se sabe rodeado por todo y por todos […] Aquí, la soledad perfecta de quien está afuera pero sin salida».

La vida de Allan Melvill va pasando ante nosotros de manera un tanto caótica pues, como en una sucesión de círculos concéntricos volvemos una y otra vez a su decadencia final, de manera que la existencia finita del personaje real abarca lo infinito literario del cronotopo fresaniano. En el abismo de la caída es cuando a Allan se le van revelando las grandes verdades, hasta llegar al infierno de la muerte en una sucesión que lo trascenderá como persona. En el lecho de muerte, tras revisar su vida, egoísta e irracional, anhela lo que únicamente le da Nico C. y cuando lo tiene siente miedo, pues se percata de que le ofrece la ficcionalidad de su vida, así que huye de él y se dirige a Barcelona. «lo que en verdad da miedo es la cada vez más próxima condición de quedarse junto a Nico C., de ya nunca sentir más miedo […] por los siglos de los siglos […] Allan Melvill se siente maldito y condenado. Allan Melvill huye. Allan Melvill roba una góndola y llega a tierra firme…».

En el diálogo que mantienen el padre y el hijo da la impresión de que el niño, Herman, estaba ahí en contra de su voluntad, escuchando los desvaríos de un padre loco que no le dio ni el afecto ni la atención que necesitaba. Un diálogo-monólogo que recuerda al de Keiko Kai en Jardines de Kesinton. Secuestrador y víctima en una habitación a solas a la espera de que uno (o los dos) muera: «Escucha, Herman: primero un pie y, asegurándote de que el hielo no se rompe, recién luego el otro […] Me gustaría poder levantarme para demostrártelo aquí […] A veces pienso en mí mismo en una helada tercera persona […] Ser un buen personaje sin importar sus malas acciones».

Una vez que el padre regresa a Albany continúa por el río helado, ahora como Nico C., que a su vez es el propio Fresán y Allan Melvill. De esta manera el hielo se transforma paradójicamente en el infierno y Nico C. queda —como autor— por encima del personaje. La literatura es aquello que sobrevive a la realidad «Nico C. siendo él uno y otro, hombre y monstruo, creador y criatura […] inseparable de mí mismo […] por siempre y para siempre por encima de mí».

Por correspondencia fonológica, Nico C. recuerda a Nick Cave, habitual en la obra de nuestro autor argentino. Un rockero inmortal que, como un vampiro, trae a Melvill el único rastro de “Canciones tristes” en forma de un elixir capaz de transportarnos a ese realismo mágico, un tanto descarado e irónico, de Fresán. El vampiro con el que satiriza hasta el extremo la figura del monstruo, originalmente la ballena.

Rodrigo Fresán expone el fracaso de Allan Melvill como padre y como marido, el rechazo y el orgullo final por los logros literarios de su hijo, que no fueron sino póstumos. Y el fracaso como padre y como marido de su hijo, Herman Melville. El fracaso social del hijo, tomado como perturbado por su condición de alcohólico homo sexual, que retoma el fracaso social del padre perturbado. Y en ellos está el fracaso del hombre que, sin embargo, queda encumbrado tras la muerte.

El narrador protagonista, aunque desdibujado a veces, toma la voz de Herman Melville; aparece como una identidad genérica diferente al autor, por lo que presenta distintas posibilidades de lectura si bien Melvill es una novela del yo que tiende un puente entre lo real y lo imaginario, «siempre me sentí como un hombre que puso en duda todas las cosas terrenales para poder intuir alguna de las divinas […] del mismo modo que durante el Diluvio la ballena despreció el Arca de Noé, sabiéndose mejor sobreviviente a solas y ajena a toda promesa de compañía a cambio de reclusión y de ser una entre tantos. Igual en mi vida, igual en mi obra […] Así me siento yo». A veces el lector pone en entredicho la verdad que detalla el autor con respecto a su personaje, de hecho incluso Herman y Allan se desdibujan en Melvill, sin tener claro dónde empieza y termina cada uno o dónde terminan ellos para dejar paso a la obra de Fresán, que inventa, deconstruye y transgrede las identidades al llevarlas más allá de un espacio único, al llevarlas al otro lado de las cosas.

Fresán indaga en Allan Melvill, en Herman Melville y en el propio Rodrigo Fresán para visionar el mundo según una particular forma estética. De nuevo fragmenta lo real y crea una nueva real ficción. Es un recurso a la vez de forma y contenido con el que realza una determinada imagen que convierte en hiperrealista hasta que pasa al otro lado, el literario. Es un recurso estilizado del esperpento valleinclanesco, con el que consigue expresar su escepticismo y crítica ante las convenciones sociales.

Las paranomasias profundizan en la familia desestructurada o en el sinsentido de la existencia, «palabras que llamean y llaman, lejanas y ajenas a todo calor de hogar», «vencido y humillado desertor de la crucificante cruzada de tu vida». También el oxímoron conseguirá describir la realidad y, por supuesto, el humor cáustico, irónico, polisémico, personificado o negro refleja la angustia de la religión, de la vida social, de la mala literatura o del proceso de la escritura «Memoriza el Salmo 55 […] llega a ponerle música al piano que, más que ejecutar, condena», «Piensan que ha intentado suicidarse y nadie hace caso a que lo único que quería hacer era modificar y prolongar el trazo de sus líneas de la fortuna».

El relato de Melvill es, en gran medida, ambiguo; cuesta diferenciar la dimensión real de la ficticia porque no las separa ni las mezcla, las ofrece de forma simultánea.

Fresán desnuda el alma de Melvill(e) y rompe los límites de la intimidad al ofrecerla al lector. A la vez despeja espacios y tiempos para presentarnos el origen de su narrativa. El lector, inmerso en la lectura, vive la escritura de la vida, las caídas, la culpa, las dudas, la memoria, lo soñado, lo recordado y lo inventado; lo vivido ayer y transformado hoy. El lector experimenta su propio infierno, sus obsesiones que son también las de tantos. Porque la de Fresán es una aventura que trasciende al hombre a través de la escritura literaria y, a través de la lectura, se hace realidad al tiempo que el yo lector pasa a formar parte de los elementos narrativos, por lo que el proceso lector queda inmerso en la literatura.

Las digresiones y repeticiones le ayudan a reflejar sus obsesiones y temas recurrentes: la avaricia del ser humano que lo lleva a la caída, desde donde percibe el antes y el después de su realidad, los fallos vividos con angustia y la paz de la muerte. La escritura del autor es un modo de autoconocimiento y la lectura de Fresán supone una interiorización para conocernos mejor. La memoria consigue, a través de los sentimientos, transformar la realidad, «lo imaginado, que no es otra cosa que lo que pudo haber sido y, a partir de entonces, lo que es y lo que será».

Los lectores de Melvill vemos el mundo que, tras recordarlo y soñarlo, Fresán inventa como verdadero: «mi cada vez más singular idea del patriotismo como algo que trasciende lo meramente nacional y alcanza dimensiones sin fronteras. Y de que el fin de la guerra no trae la paz sino un largo período de revanchas […] ganadores y perdedores se ponen de acuerdo en que la verdad de lo sucedido es demasiado espantoso para asumirlo como verdadero […] proponer una nueva y revisionista realidad más soportable […] De pronto, todos escritores, todos reescritores».

Es la seña de identidad de Fresán; si las escobas danzantes de Historia Argentina consiguieron un nuevo universo, el río helado de Melvill también lo hace, pero deberemos afrontar el final de una vida de errores para crear la ficcional perfecta, que pronto pasará a formar parte de la real para resquebrajarse de nuevo con el cambio de tiempo. Esta continua creación es la esperanza con la que rompe las limitaciones del escritor, «Una sonrisa inolvidable en su tristeza».