Tenía
grandes esperanzas en esta novela tras ver la portada, la viñeta en blanco y
negro alude a la información que el autor da sobre ella, en letra pequeña «Suspense y misterio con tintes negros sobre
el telón laberíntico de El Rastro». Solo estuve una vez en el Rastro, hace
muchos años, y el recuerdo que tengo es el de estar mirando en un puesto y oír
a una señora que me decía “¡Te están rajando el bolso!” Yo llevaba una bolsa de
tela, que miré con curiosidad para darme cuenta, con aprensión, que llevaba una
raja por el fondo, perfecta, limpia. Sin embargo el ladrón se marchó corriendo
sin obtener nada porque la bolsa tenía una doble tela, así que eso me libró de
ser violentada. No obstante salimos corriendo y no he vuelto a ir. Con esto
quiero decir que iba preparada a no sorprenderme por nada de lo que ocurriera
en El
escritor número 8, pero me he llevado una desilusión, y no es que el
autor escriba mal, Andoni La Red
sabe contar una historia pero no ha conseguido captarme. Hay misterio pero no
hay suspense. Tiene tintes negros pero están difuminados en el gris
predominante.
Es
curioso cómo las grandes expectativas que tenía al empezar a leer la novela se
han ido apagando conforme llegaba al final. Es un libro cortito pero ese no es
el fallo. No le faltan datos, adolece de falta de reacciones de los personajes
para que no quede todo tan aséptico. La historia está bien, muy bien ideada,
pero la trama es plana, no encuentro dónde engancharme. No hay giros ni
soluciones inesperadas, y el final es sorpresivo pero, al menos en mi caso,
porque defrauda totalmente.
He
echado en falta cierta atracción hacia algún personaje y eso que los temas se
prestan a provocar, a recriminar, a denunciar. Los personajes circulan como
personas corrientes, esas en las que nunca te fijarías, por lo que su
participación en El escritor número 8
es figurativa, incluso aquellos en los que pones todas las expectativas porque
dan la impresión de que tendrán un papel inolvidable.
El
comienzo de la novela es sugerente, de hecho los personajes secundarios
prometen. Los narradores se van alternando para narrar en primera persona. Martín
nos cuenta su historia, ha sido un donnadie y ahora que su padre ha muerto, en
circunstancias extrañas, se hará cargo de la librería. La mujer de su hermano
aparece con cierto aire de misterio, «era
una mujer de carácter volátil […] con frecuente tendencia al mal humor […]
algún que otro encontronazo con el bueno de Isidro» (sorprende que se
refiera a su padre durante toda la novela por su nombre de pila, no por su
relación parental).
También
aparece el inspector Morales que, en contra de todo pronóstico, no tiene
intención de investigar, «Cuanto antes
demos carpetazo al asunto, mejor para todos». Martín decide coger el
testigo e investigar por su cuenta, lo que nos hace pensar en los peligros que
correrá con el representante de la ley.
El
segundo capítulo recoge la voz de Vega, una chica que nos confiesa su terrible
historia de abusos por parte de su tío, cómo llegó a sentir vergüenza por él y
por ella misma, al aceptar, sumisa e inocente, su situación, hasta que decide
ponerle fin «le había dejado ciego en ese
momento. Me vestí y desaparecí […] No podía contarle nada a mamá, la hubiera
destrozado». Ese personaje que no interviene, la madre, debía estar
destrozada ya. Ninguna madre, por muy ausente que esté de casa, puede estar
engañada durante tanto tiempo —años— en relación con lo que pasa en su casa con
su única hija.
Casi
todos los personajes han sido sometidos a situaciones límite, la muerte
repentina de un padre, el rechazo de la policía, saberse engañada durante años,
la desatención de tu familia… y sin embargo no se comportan como lo haría un
ser humano. La Red ideó una historia siniestra, ambiciosa, con personajes
traumatizados por su condición sexual, por su condición social y por su
experiencia familiar. Pero huyen de las situaciones hasta que la vida les
presenta una salida o una entrada por la que volver a la normalidad, como si no
hubiera pasado nada. Pero los crímenes no son normales ni los problemas que
debe afrontar un chico homosexual ni, por supuesto la violación repetida que una
niña sufre por un familiar que además la alquila a cuatro viejos para obtener
dinero.
Estos
hechos no pueden quedar al margen de la ley, no ahora al menos, en pleno siglo
XXI. He echado en falta, en el protagonista, odio, soledad, rabia, venganza… y
en Vega, locura, desconfianza, negación.
Cuando
un personaje pasa por una situación límite debe caer si quiere levantarse.
Martín y Vega han caído en lo más profundo, ella más, a ella la rompieron por
dentro cuando era una niña, pero se queda rota, desestructurada en ese pozo del
que no sale sino que se habitúa a vivir en él con cierta comodidad. «…manteníamos una relación prácticamente
normal. Recordábamos anécdotas de mi madre, hablábamos de libros, preparábamos
algunos de nuestros platos favoritos…». Y cuando tanto Martín como ella
deciden arriesgar, ¿ganan?, ¿salen fortalecidos? Creo que no. Porque ninguno
encarna ningún ideal. Incluso empatizamos más con Juanjo, el hermano de Martín.
En sus escasas apariciones sabemos cómo es, le gusta vivir bien, sin problemas;
su trabajo y su bienestar económico es lo primero, su familia está en un segundo
plano y la herencia paternal en el último. Pero cuando lo necesitan aparece,
como el héroe antiguo, ese que vivía entre el mundo de los dioses y el de los
hombres sin integrarse en ninguno. Es contradictorio. Martín se conforma con la
mediocridad; no ha combatido las ofensas sufridas por su pareja, se ha plegado
a ellas. No ha aclarado la humillación que le causó a Germán, lo ha evitado
como hicieran su momento.
Y el Rastro, ese espacio intrincado, opresivo, se abre, les da libertad a los personajes que, sin embargo, al estar limitados, no han podido transformarlo en ese espacio psicológico angustioso, responsable del clima de la novela. El Rastro queda como un lugar hechizado, inmemorial, por donde se mueven acostumbrados a las mentiras, traiciones y desengaños.
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