Qué
acertada la cita de Javier Marías que ha escogido Guillermo Borao para presentar su novela, pues lo ha homenajeado
doblemente: Javier Marías, por desgracia para las letras, nos dejó el pasado
domingo, 11 de septiembre, consiguiendo que esta fecha sea aún más fatídica
aunque, en un guiño a Borao, parece que se haya ido respetando la norma que
William Langhorne anotó en su cuaderno: «nadie
puede morir un domingo antes del mediodía».
¿Son
presagios? ¿Coincidencias? ¿Dos estrellas de la literatura han unido ficción y
realidad para conseguir que esta sea un poco menos amarga? Puede ser. Habrá que
preguntarle al autor zaragozano si cree en el destino. Por ahora nos quedamos
con lo que afirma un cochero, al principio de la novela, sobre el final de una
obra de teatro, «la vida es, después de
todo, un propósito de repetición».
Cuando leemos La sastrería de Scaramuzzelli nos embarga un ánimo ilusorio; parece que estuviésemos presenciando una obra teatral en la que representan lo sucedido en el pueblo de Tonleystone, «Barros miró al cielo y sintió su acoso constante, la persecución discreta que hace un foco en el teatro para iluminar, en esa acción, a los protagonistas».
Las
alusiones a que estamos ante una función quedan implícitas durante la lectura;
como si se tratara de un cambio de escena, «Las
mañanas de verano en Tonleystone cambiaban de estación por la noche». Todo
es posible en la novela porque el narrador nos introduce en un mundo mágico en
el que las alucinaciones febriles de un niño se mezclan con el «proceso fabulador» del padre y la
fantasía del escritor para conseguir, incluso, que los personajes no sean lo
que parecen y mucho menos parezcan imprescindibles para la obra «—Por eso el señor Bernard aparece tan poco
y nunca con gente ¡solo sale si William lo necesita!».
La sastrería de Scaramuzzelli es una deliciosa quimera y aun así se
lee sin dificultad. No hay problema en distinguir personajes reales de los
imaginarios, aunque nos llevemos más de una sorpresa y la tensión permanezca
hasta que «Se cierra el telón».
Entonces nos preguntamos sobre nosotros mismos y lo que somos: ¿Personajes en
busca de autor? ¿Personajes del Gran Teatro del Mundo?, «y como si estuviera entre bastidores, se esfumó».
La
novela se desarrolla en un pueblecito en el que destaca, imponente, la fábrica
de tejidos de William Langhorne. Al pueblo llega Barros Scaramuzzelli, un
sastre diferente, acompañado por Leonardo, un niño de seis años, y Mercedes, su
hermana, algo mayor. Barros los rescató del hospicio para darles amor y un
posible futuro. Leonardo se hará imprescindible para William y Patty Gallant,
quienes terminarán tratándolo como al hijo que no tuvieron, pues William quedó
estancado en los seis años, al quedarse huérfano, y desde entonces teme
cualquier tipo de cambio en su vida. Barros compra el taller de confección de
la fábrica e inaugura una sastrería que, desde el primer momento, es un éxito.
El sastre propone una manera de vivir feliz, usando vestidos únicos que
reflejen la personalidad de cada uno. Pero surgen envidias entre unos vestidos
y otros, surgen ambiciones por dar prioridad al dinero y al poder frente a la
honestidad y surgen enfrentamientos bélicos con La Corona a causa de mentiras
que pretendían ocultar.
Los
personajes son extraordinarios; como en un cuento de hadas, los dibujos que
realiza Barros cobran vida en determinados momentos para que, en los lectores,
asombrados, surjan dudas sobre si el contenido pertenece a una novela del siglo
XIX o a un clásico de Perrault «Barros
[…] arrancó la lámina y rompió lentamente el papel verjurado. William no oyó la
rotura de las hojas, sino el derrumbamiento de la torre de la iglesia».
A
veces no podemos asegurar con certeza si lo que leemos forma parte de las
acciones de los personajes o son sus vivencias oníricas, «Habría jurado que era el mismo de su pesadilla».
La
narrativa de Guillermo Borao es ilusoria; en la historia distinguimos en
ocasiones características del más puro estilo romántico, en otras, del género
fantástico. Puede que entre ambos se den coincidencias. El paisaje y el ánimo
de los personajes van en comunión, tanto que casi constantemente la naturaleza
se personifica para adquirir importancia de protagonista «la luz deslumbrante se agitó con el estruendo de la campana de la
iglesia […] hasta que recuperó la cordura, se paró y descubrió la presencia de
un hombre». La naturaleza persigue de forma implacable no solo a los
protagonistas sino a ella misma, «con las
nubes a punto de reventar por asfixia». Da igual de dónde vengan; las
emociones son lo más importante. Emociones surgidas del miedo real, de un mundo
aterrador que se vuelve espacio de aventuras cuando un padre lo transforma en
cuentos capaces de ser vividos. El problema surge cuando no hay nadie que
construya ese mundo esperanzador y mágico, porque entonces nos limitaremos a
preservar recuerdos, costumbres y objetos que nos recuerden lo que hemos
perdido y acrecentaremos el individualismo y las obsesiones.
William
tiene miedo de Barros aunque lo respete; teme perderse en la belleza que
representa porque sabe que es efímera y no quiere sorpresas; se adapta a la luz
del día y moldea sus sentimientos según la naturaleza que lo rodea, o adapta
esa naturaleza a su yo: «Bale […] En
medio del porche (de William) halló
unas ruinas silentes». Llega a convertirse en un problema para quienes lo
quieren, para sus socios, para el pueblo y para él mismo cuando se abandona al
dolor y la soledad. William es una persona extremadamente pesimista; su
melancolía, la tragedia que soportó de niño consiguen que broten sentimientos
encontrados al experimentar momentos felices, dando como resultado un dolor
constante. William necesita un espejo en el que mirarse, por eso aparece Barros
en su vida. Patty se da cuenta de que, a pesar de parecer tan diferentes,
tienen mucho en común, «la espalda
fornida, el vello en los antebrazos, los ademanes de un caballero seguro,
convencido y meticuloso. En aquella habitación, se dijo, se encontraban su
pasado y su presente».
Tanto
Barros como William ansían expresarse con libertad, ambos sufrieron, de niños,
una brusca ruptura familiar; los dos se han formado sin premisas regladas, como
héroes románticos, dejándose llevar por sus emociones. En ambos impera el yo;
la realidad externa no les interesa tanto como el mundo interior, causante de
la exaltación de su imaginación y fantasía y, sin embargo, ambos defienden un
mundo libre y justo.
No
solo hay coincidencias entre Barros y William. También entre Barros y Joseph
(padre de William), entre William y Leonardo, «los cochambrosos calcetines eran iguales a los que Glenn le tejió una
vez», entre Bernard y Joseph, «Oyó a
su vecino igual que a su padre bajo el aguacero, en la misma frase…» y
entre Bernard, Barros y Joseph «El
pañuelo enviado por Barros era una réplica del que había usado Bernard para
envolver, meses atrás, la novela de su padre». En realidad los personajes
son quienes proclaman el tiempo circular (por eso una horrible tuberculosis en
el siglo XIX pudo causar los mismos estragos que un “virus coronado” en la actualidad —que en la novela es, asimismo, el
siglo XIX—
Los
temas también pertenecen al Romanticismo —o son universales—. La muerte está
presente desde el comienzo a pesar del colorido reinante. Los dibujos de Barros
son agoreros, pero en el sueño traen la esperanza porque el sastre es la voz
que nos anima al cambio, a luchar por un futuro mejor a pesar de las más graves
adversidades; nos ayuda a guardar los infortunios en el corazón y a seguir
adelante porque «El problema de vivir en
el pasado es que siempre se llega tarde al futuro».
También
el amor ocupa constantemente las páginas: entre William, Emily y Patty, entre
Barros, Mercedes y Leonardo, entre William, Christopher y Patty… En todos los
casos es un amor imposible, trágico: «era
consciente de que su hermana mantendría la maldición hasta la hora de su
muerte, presumiblemente lejana».
Y el
otro tema importante es el destino, el fatum.
Si Edgar Allan Poe sitúa un cuervo en el dintel de la puerta, para recordarle
al desconsolado amante de Leonor la angustia que sufrirá por la muerte de esta,
Guillermo Borao consigue que la muerte sea inexorable en la casa de los
Langhorne cuando «El graznido de un
cuervo rebotó en el tejado» y logra que Barros sea la figura prototípica
del Romanticismo alemán al describirlo como El
caminante sobre el mar de nubes, de Friedrich: «sus zapatos hollaban la tierra húmeda, dejando unas huellas que el
agua, en la siguiente crecida, no tardaría en devorar […] se subió a las
piedras […] Una ráfaga de aire le removió el
pelo, abombó su capa impoluta y pareció un enorme cuervo negro a punto de batir
las alas».
Es
el destino, la muerte planea sobre nosotros pero el amor se nos presenta en
múltiples variantes, que hemos de aprovechar mientras podamos «Alguien miró a William […] exclamó: —Los
sustos no cuentan».
Pero
nuestro autor no se queda en esto. En la novela aparecen diseminados otros
temas como el enfrentamiento religioso, la avaricia empresarial por encima de
la amistad, la mentira por miedo a perder fama o dinero… temas que pierden
valor ante lo realmente importante, la lucha por la felicidad, y en ella
encontramos el verdadero sentido de la paternidad «Barros pensaba que padre no es quien da la vida. Tampoco quien firma
unos papeles […] Padre es quien quiere serlo, y William no compartía su sangre,
pero se habría vendido al diablo por él». Y en esta ópera prima (¿¡en
serio!?) de Borao, el lenguaje es de tal precisión con la época que no nos
extraña vernos rodeados de «abordaje de
corsarios, aya, papel verjurado, piel atezada, comisiones de madapolán,
espuertas de tres palmos, redingote, chalina, pensil, perlesía, color almagre,
molicie, jeme, várgano, leontina, pericones, polisón, almádena, sandio, hopeara
en la Gran Avenida…».
Si esta es su primera novela, Guillermo Borao puede llegar a lo más alto, aunque tampoco reciba el Nobel.
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