Casi
cuatrocientas páginas de sentimientos encontrados. Los que deja traslucir la
autora y los que ha provocado en mí. En todos los que las lean. Ningún lector
quedara indiferente porque lo que subyace es el sentimiento de alguien que ha
vivido, probablemente, la peor época de nuestro país. Los que no somos niños
aún estamos marcados. El país está marcado. Sería bueno que hiciéramos como Elvira Lindo, un autoanálisis sincero
de qué pasó en nuestra familia para entender por qué somos así.
A corazón abierto
no es una novela. Tampoco son confesiones. A
corazón abierto no es una memoria histórica o familiar. Podría ser una
memoria literaria. La familia Lindo adquiere tintes de personajes novelescos en
cuyas acciones el dolor se mezcla con el amor y la ironía con el humor «cuando comenzaron a aflorar en España
tantos casos de corrupción, solía decir: “Hoy la gente se suicida poco”».
Lo curioso es que los impactos causados por una guerra cruenta han calado tan
hondo que, como una tradición, van pasando por generaciones hasta que, sin más,
nos vemos reflejados en algunos episodios. Los personajes literarios de la
familia protagonista se convierten en el ser desvalido, rencoroso, que lucha en
cada uno de nosotros para alcanzar la comprensión: «Hay traumas que en vez de brotar de una experiencia brutal se cuecen a
fuego lento hasta conformar nuestro carácter. Si borrara mi trauma, ¿se
desvanecerían los años de mi infancia?».
¿Por
qué la vida de un niño está marcada por el autoritarismo? Elvira Lindo se lo
pregunta y da un salto atrás, a la infancia del padre dominante, para descubrir
el mayor dolor que se puede sentir en la niñez, la soledad, la sensación de
abandono, la falta de amor de su propia madre. Un niño que aprendió a mitigar
su propio tormento a fuerza de no pensar, «como
si hubiera aparecido por generación espontánea»; nada mejor para ello que
la actividad constante y el alcohol. ¿Hasta dónde seríamos capaces de
retroceder para entender todas las actuaciones del ser humano? No mucho, creo,
porque llegaríamos a la conclusión de que, como preconizó Ortega, vivimos
mediatizados por las circunstancias, e intentar salir de ellas es costoso. La
autora se queda en esa generación previa a la suya para poder tener un respiro
con las anteriores, «resumiré el rostro
de mi abuela (mala) con un ejemplo de la pintura universal: se parecía al Papa
Inocencio X que retrató Velázquez».
Cuando
se pretende escribir unas memorias la objetividad es muy difícil, pues cada uno
siente lo ocurrido de manera distinta, cada uno enfoca el conflicto desde diferentes
perspectivas. Elvira Lindo lo sabe, por eso, una vez convertidos en literatura
sus recuerdos, diferentes episodios que encierran en realidad una profunda
tristeza pueden ser abordados desde el humor, «Yo sueño con ser mayor y bañarme en Coca-Cola, como Cleopatra».
La
narración de A corazón abierto es
fluida, con lenguaje coloquial la escritora se acerca a las relaciones
familiares y profundiza en ellas, no las mirará de frente porque no aparecen
desde una ventana; como en un caleidoscopio, diferentes caras se superponen
hasta conformar una imagen global, capaz de romperse coherentemente en
múltiples representaciones. El autoritarismo, la soledad, el victimismo, la
ansiedad, la apariencia, lo profundo, el amor y el despotismo quedan analizados
de forma minuciosa, sin censura. No hay un único encuadre; esto facilita la
multiplicidad del narrador. Es cierto que la autora-narradora-protagonista
medita en profundidad, aunque dé la impresión —literaria— de exponer conjeturas
sobre las que no tiene un conocimiento exhaustivo.
A
veces, Elvira Lindo aparta a la protagonista-antihéroe para que las peripecias,
contadas con diferentes dosis de humor, pasen a segundo plano y aparezcan las
digresiones que sacuden la paz del lector, y la de la propia narradora, «Mi padre le regaló a mi madre un estuche
con una sortija y unos pendientes. Mi madre no los quiso». Mediante la
digresión el hilo argumental se desdobla para dar la impresión de que es la
memoria imperfecta de la narradora su única fuente, de donde saca a la luz los
pensamientos agolpados, pero en realidad es la auténtica dueña del discurso,
por eso ofrece solo la información que cree necesaria, por eso unas veces
repite los hechos hasta que los hemos interiorizado y otras, cuando se trata de
referir historias como narradora testigo de lo ocurrido a otros personajes, es
más recatada «Ella gritó, el Juaco salió
de su escondite, y entre las dos redujeron al tío asqueroso a hostia limpia y
se lo llevaron amenazado con una navaja a la comisaría».
En
ocasiones, el tono humorístico deviene melancólico, la voz del narrador pasa
entonces de primera a tercera persona y ella, la protagonista real del libro,
se aleja consecuentemente de su propio dolor; en el discurso narrativo irrumpen
voces en estilo indirecto que subrayan la inseguridad angustiosa en la que se
ve envuelta, «el corazón […] sobre el que
la niña, aun siendo ya grande para estar en brazos, se queda dormida […] Apenas
habla con la madre por teléfono porque está muy débil y se emociona, dice la
tía […] hasta que el padre anuncia que ha llegado el momento de ir a verla a
Madrid».
A corazón abierto alberga de manera razonable realidad
y ficción, por lo que, a veces, la narradora puede construir un relato sin
argumento en el que, más que escribir un libro parece como si representara el
mundo a base de diseñar experiencias y perspectivas que permiten observar el
proceso de su existencia. Perspectivas que varían según el personaje. «El hombre que dejó a su mujer tantas veces
sola, hundida en el abandono, no soportaba la soledad, y no entendió la vida
sin ella».
Elvira
Lindo concede gran importancia a la narración. Importa bastante el cómo se
cuenta porque nos lleva directamente a la verdadera intención; ni siquiera en
los desdoblamientos se complica la lectura. Las oraciones explicativas o
comparativas son de gran provecho para lograr sus objetivos, «y mi madre sollozaba los domingos […] una
habitación asfixiante por su estrechez, como un vagón de tercera».
Los
poemas insertados expresan su propio sentimiento, la débil acusación, el perdón
y la comprensión hacia toda una generación, hacia un país que, cincuenta años
después, aún no sabe cómo salir adelante, cómo liberarse de la miseria
emocional y cultural a la que fue sometido
que
fuimos tan hijos como siervos,
adoradores
de la figura paterna
hasta
que conseguimos liberarnos
de
tu poderoso influjo.
O
tal vez no
Indudablemente
el eje vertebrador de la narración es el padre, no podía ser otra la figura
sobresaliente de un país patriarcal, machista, capaz de anular a alguien que no
fuera el hombre, egoísta y protector, tirano y paternalista. Las anáforas
constantes dan fe de ello: «papá nos
habla […] papá ha visto […] papá ha encontrado […] papá ha deducido […] papá
conoce […] papá habla […] papá se las apaña […] papá conocía […] papá tomaba
café […] papá está tirando del hilo siempre».
No
hay belleza en la época de la posguerra, sí esperanza de ver belleza en los
sentimientos, que se manifiestan con epítetos «tiernos nueve años», con aliteraciones que acentúan la fuerza de
tanto dolor «tierra debiera ser el
territorio en el que transcurren las vidas de los inocentes».
Las
antítesis paralelísticas reflejan la paradoja en la que se sumió todo un país, «que fuera protectora, que fuera cruel».
Y las metáforas globalizadoras son el destello de quienes ahora mismo, «aquí estamos tus hijos y tus nietos»,
buscamos entender tanto dolor y rencor actual, un rencor que solo remitirá si,
con dolor pero sin olvido, dejamos aquella época en «la luz del reposo eterno».
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