He
terminado de leer la última novela de Rosa Ribas y ha incrementado la admiración que siento por esta escritora. Adoro
a su comisaria Cornelia Weber-Tejedor, creo que conforma una de las mejores
series de novela negra que he leído. Asimismo la reportera Ana Martí está
increíble en la trilogía escrita en colaboración con Sabine Hofmann. Tanto
Cornelia como Ana empezaron su propia serie de mujeres detectives, series que
echo en falta; deseando estoy de leer alguna entrega más de cualquiera de las
dos.
Y
cuando parecía imposible llegar más alto, Ribas creó a Miss Fifty, una
superheroína que nos deleita con su sentido del humor mientras, de forma
metafórica, tiende un cable a todas las mujeres que deben hacer maravillas para
continuar “activas” en la sociedad actual.
Después
de todo este elenco de mujeres protagonistas principales en casos de
investigación policial, le llega el turno a Amelia Hernández, una de las hijas
de Mateo Hernández, detective privado, que se dedicó en cuerpo y alma a
conseguir que sus tres hijos siguieran sus pasos, hasta crear la agencia familiar
Hernández Detectives.
Si
las familias no son sencillas, ésta mucho menos. Rosa Ribas propone como centro
casi exclusivo a Lola, la madre. Lola no es detective, aunque tiene un sexto
sentido para los casos que llegan a la agencia. Probablemente sus continuas
alteraciones en el pensamiento y el deterioro de las emociones, que hacen de
ella un ser frío, difícil y predispuesto al aislamiento interior, sean la causa
de esa clarividencia que ostentan algunos esquizofrénicos cuando no están
medicados. Probablemente. El caso es que Lola es el eje de la familia. Un eje
ambiguo pues aunque parece fuerte, decidida, cruel, puede quebrarse en cualquier
momento, arrastrando a quienes tiene a su alrededor.
La
novela comienza in medias res; el
lector constata ya la falta de capacidad de Lola para establecer relaciones
sociales. Pero poco a poco irá conociendo a la familia Hernández, que reside en
un barrio de Barcelona, en una casa grande, de dos plantas, con un jardín en el
que otra casita da cobijo a la hermana de Lola, la tía Claudia, quien se mudó
allí con su hija Elsa al morir su marido. Años después, Elsa morirá a causa de
una sobredosis. La madre de Lola, Elena, también estuvo viviendo con ellos
hasta que murió. Nora, la hija mayor se fue de la casa para casarse, regresar viuda
un año después y desaparecer de nuevo, esta vez sin dejar rastro, desde hacía
cuatro meses. Marc, el único hijo, vive en su propio domicilio con su mujer,
Alicia, aunque pasa más tiempo en la casa paterna que en la suya propia, entre
otros motivos porque es ahí donde tienen el despacho de detectives. Amelia, la
pequeña, también se casó con Marc pero su matrimonio ha durado poco a causa de
la infidelidad de él. Por esa razón Amelia está de nuevo en casa de sus padres.
Esta
familia, inestable, es un claro reflejo de la inclinación natural a la
endogamia, «Daniel Ayala era el único
empleado de la agencia que no era de la familia». El funcionamiento profesional
tiene asimismo sus desequilibrios; todos se conocen a la perfección, lo que
supondrá una ventaja en ocasiones mientras que en otras va minando las relaciones,
«Es que tiene que ser francamente jodido
que tu hermana sea el hijo que tu padre querría haber tenido, ¿verdad?».
Todo
en Un asunto demasiado familiar es
dual, la mala relación entre los Hernández y los Guzmán sirve, sin embargo, por
intervención de una amenaza, para que Mateo acepte encontrar a Jonathan Guzmán,
desaparecido tres días de su casa. Su padre, Carlos Guzmán no acude a la
policía por temor a que descubra sus asuntos corruptos en la construcción y en
el tráfico de obreros. La agencia de detectives Hernández se hará cargo del
caso con la oposición de Lola, pues se decidió, cuatro meses antes, no buscar a
más desaparecidos al no haber sido capaces de localizar a Nora. Al encontrar a
Jonathan, Amelia no se da por vencida y continúa buscando a su hermana.
A lo
largo de sus averiguaciones iremos profundizando en la psicología de Lola, el
sufrimiento vivido por su enfermedad, que la ha llevado al alcoholismo, y que
ha convertido a sus hijos en seres inseguros en su infancia, aterrados, con
sentimiento de culpabilidad por las reacciones de su madre, y traumatizados de
distinta manera en su madurez. Vivir en casa de los Hernández-Obiols es un
infierno
Se
levantó. Como un molino enloquecido, arrancado del suelo, sus brazos golpeaban
frenéticos, tirando tazas, el azucarero, platos, un bote de galletas. El suelo
crujía bajo sus pies.
—Más
de cuatro meses. ¡Vaya mierda de detectives!
Este
infierno intenta ocultarse como sea a la gente. El pasado turbio de la familia,
aunque diáfano, no pasa de ser una sospecha en el barrio; la adolescencia
delictiva de Mateo puede regresar en cualquier momento si ve peligrar la
seguridad familiar. Su actitud corrupta con los demás se transforma en
protectora cuando se trata de Lola, una protección que, paradójicamente pone por
encima de la debida a sus hijos.
Todo
el mundo es consciente de que las mujeres Obiols son “un poco raras” aunque no
lleguen a sospechar lo que son capaces de hacer en momentos álgidos de su
locura «Dos pasos en la habitación y una
bofetada para cada uno, más otra extra para Nora que, según su madre, fuera lo
que fuera, seguro que había sido idea suya». Todos en el barrio son
conscientes de la situación anómala de la familia aunque la angustia de Amalia
quede dentro, el alcoholismo de Marc lo atormente en su vida íntima, el miedo
de Nora rebrote de vez en cuando y la soledad de Mateo sea fruto de la culpa
que asume al cerciorarse del desamparo en el que lo han sumergido sus hijos; es
la consecuencia de haber dedicado su vida a una alcohólica esquizofrénica, «No podía más. Por primera vez desde que
había desaparecido Nora se echó a llorar».
Esta
historia dura y cruel se cuenta con un estilo ágil, dinámico, que engancha al
lector. Es la magia de Rosa Ribas. La narración difumina la violencia con
metáforas festivas «Giraba el tenedor sin
darse cuenta de que no había un solo espagueti montado en ese carrusel».
Las sinécdoques ocurrentes exponen de manera espontánea situaciones de carácter
grave «La descubrieron porque le asomaba
el pico norte de Madagascar del bolsillo de la chaqueta del uniforme […] su
permanencia en la escuela era insostenible».
Las
ironías consiguen restar importancia a la vida inestable e irresponsable de
aquellos que, sin trabajar, dilapidan fortunas «y él, como corresponde a la tercera generación, ya había logrado
reducir considerablemente el patrimonio familiar». Asimismo los antónimos
recalcan la mala situación familiar-personal «Dependemos demasiado de demasiada poca gente». Mala situación que
se convierte en soledad al mezclar en una expresión el significado implícito y
el explícito «…faltaba una hora para que
acabara el día de los muertos. Los vivos ya habían abandonado sus flores en el
cementerio».
Hay
gestos ilustradores que, lejos de enriquecer el discurso, encubren el
pensamiento durante la conversación «El
gesto de la mano con que parecía rechazar el halago […] era el movimiento con
que espantaba la insidiosa certeza de que una vez más Lola tenía razón».
El
humor está presente en cualquier modalidad, el negro es perfecto para remarcar
la falta de objetivos que se instala cuando se apoderan de nosotros las drogas,
«Se había tirado de un sexto piso […]
Puedo volar. Voy a buscar el pan», o cuando somos presa de la superstición,
como el padre de Lola, convencido de que como todos en su familia moriría a los
65 años por lo que a los 60, enfermo de pulmonía aunque sabiéndose a salvo, sus
últimas palabras fueron «No me lo puedo
creer, no me lo puedo creer». El humor negro es perfecto para ahondar en el
problema de la bebida, de las drogas o la locura «Vio las botellas desangradas abajo en el fregadero […] Escarnio
medieval. Todas las ratas del barrio borrachas».
Es
admirable el uso del lenguaje de la autora, no solo expresiones irónicas o
humorísticas alimentan nuestra imaginación, las enumeraciones inacabadas
imprimen en nuestra mente una acción constante, repetida, monótona, fiel a la
vida de Lola; los diálogos mezclan el estilo directo y el indirecto libre para
mostrar la conciencia del personaje. La importancia de la expresión es tal que
aparecen términos lingüísticos para recordarla, «Por si alguien dejaba caer el nombre de Jonathan Guzmán aunque fuese
en una subordinada». Las relaciones anafóricas en condicional, cuando
terminan en una perífrasis durativa, sirven para que Mateo afiance el
desarrollo de su desconcierto y el temor a que Nora sufriera algún daño. La inclusión
de refranes, comparaciones cinematográficas y literarias, hipérboles
ridiculizadoras o imágenes que nos acercan a la decadencia del tango, consiguen
que leer Un asunto demasiado familiar sea una fiesta para nuestra mente.
Al
entrar en la cocina, el olor de varios alcoholes mezclados. Dominaba la
cerveza, más proletaria, más gritona; detrás, la madera perezosa del ron y,
arrastrándose como una novia abandonada, la ginebra.
«Mamá quiere dejarlo otra vez.»
El
final es perfecto, cerrado, como corresponde a una novela negra. La familia
Hernández Obiols conseguirá sus propósitos, no sin antes haber dejado asombrado
o inquieto a un lector que lee más allá de las últimas líneas.
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