lunes, 13 de abril de 2020

UN ASUNTO DEMASIADO FAMILIAR



He terminado de leer la última novela de Rosa Ribas y ha incrementado la admiración que siento por esta escritora. Adoro a su comisaria Cornelia Weber-Tejedor, creo que conforma una de las mejores series de novela negra que he leído. Asimismo la reportera Ana Martí está increíble en la trilogía escrita en colaboración con Sabine Hofmann. Tanto Cornelia como Ana empezaron su propia serie de mujeres detectives, series que echo en falta; deseando estoy de leer alguna entrega más de cualquiera de las dos.

Y cuando parecía imposible llegar más alto, Ribas creó a Miss Fifty, una superheroína que nos deleita con su sentido del humor mientras, de forma metafórica, tiende un cable a todas las mujeres que deben hacer maravillas para continuar “activas” en la sociedad actual.

Después de todo este elenco de mujeres protagonistas principales en casos de investigación policial, le llega el turno a Amelia Hernández, una de las hijas de Mateo Hernández, detective privado, que se dedicó en cuerpo y alma a conseguir que sus tres hijos siguieran sus pasos, hasta crear la agencia familiar Hernández Detectives.

Si las familias no son sencillas, ésta mucho menos. Rosa Ribas propone como centro casi exclusivo a Lola, la madre. Lola no es detective, aunque tiene un sexto sentido para los casos que llegan a la agencia. Probablemente sus continuas alteraciones en el pensamiento y el deterioro de las emociones, que hacen de ella un ser frío, difícil y predispuesto al aislamiento interior, sean la causa de esa clarividencia que ostentan algunos esquizofrénicos cuando no están medicados. Probablemente. El caso es que Lola es el eje de la familia. Un eje ambiguo pues aunque parece fuerte, decidida, cruel, puede quebrarse en cualquier momento, arrastrando a quienes tiene a su alrededor.

La novela comienza in medias res; el lector constata ya la falta de capacidad de Lola para establecer relaciones sociales. Pero poco a poco irá conociendo a la familia Hernández, que reside en un barrio de Barcelona, en una casa grande, de dos plantas, con un jardín en el que otra casita da cobijo a la hermana de Lola, la tía Claudia, quien se mudó allí con su hija Elsa al morir su marido. Años después, Elsa morirá a causa de una sobredosis. La madre de Lola, Elena, también estuvo viviendo con ellos hasta que murió. Nora, la hija mayor se fue de la casa para casarse, regresar viuda un año después y desaparecer de nuevo, esta vez sin dejar rastro, desde hacía cuatro meses. Marc, el único hijo, vive en su propio domicilio con su mujer, Alicia, aunque pasa más tiempo en la casa paterna que en la suya propia, entre otros motivos porque es ahí donde tienen el despacho de detectives. Amelia, la pequeña, también se casó con Marc pero su matrimonio ha durado poco a causa de la infidelidad de él. Por esa razón Amelia está de nuevo en casa de sus padres.

Esta familia, inestable, es un claro reflejo de la inclinación natural a la endogamia, «Daniel Ayala era el único empleado de la agencia que no era de la familia». El funcionamiento profesional tiene asimismo sus desequilibrios; todos se conocen a la perfección, lo que supondrá una ventaja en ocasiones mientras que en otras va minando las relaciones, «Es que tiene que ser francamente jodido que tu hermana sea el hijo que tu padre querría haber tenido, ¿verdad?».

Todo en Un asunto demasiado familiar es dual, la mala relación entre los Hernández y los Guzmán sirve, sin embargo, por intervención de una amenaza, para que Mateo acepte encontrar a Jonathan Guzmán, desaparecido tres días de su casa. Su padre, Carlos Guzmán no acude a la policía por temor a que descubra sus asuntos corruptos en la construcción y en el tráfico de obreros. La agencia de detectives Hernández se hará cargo del caso con la oposición de Lola, pues se decidió, cuatro meses antes, no buscar a más desaparecidos al no haber sido capaces de localizar a Nora. Al encontrar a Jonathan, Amelia no se da por vencida y continúa buscando a su hermana.

A lo largo de sus averiguaciones iremos profundizando en la psicología de Lola, el sufrimiento vivido por su enfermedad, que la ha llevado al alcoholismo, y que ha convertido a sus hijos en seres inseguros en su infancia, aterrados, con sentimiento de culpabilidad por las reacciones de su madre, y traumatizados de distinta manera en su madurez. Vivir en casa de los Hernández-Obiols es un infierno

Se levantó. Como un molino enloquecido, arrancado del suelo, sus brazos golpeaban frenéticos, tirando tazas, el azucarero, platos, un bote de galletas. El suelo crujía bajo sus pies.
—Más de cuatro meses. ¡Vaya mierda de detectives!

Este infierno intenta ocultarse como sea a la gente. El pasado turbio de la familia, aunque diáfano, no pasa de ser una sospecha en el barrio; la adolescencia delictiva de Mateo puede regresar en cualquier momento si ve peligrar la seguridad familiar. Su actitud corrupta con los demás se transforma en protectora cuando se trata de Lola, una protección que, paradójicamente pone por encima de la debida a sus hijos.

Todo el mundo es consciente de que las mujeres Obiols son “un poco raras” aunque no lleguen a sospechar lo que son capaces de hacer en momentos álgidos de su locura «Dos pasos en la habitación y una bofetada para cada uno, más otra extra para Nora que, según su madre, fuera lo que fuera, seguro que había sido idea suya». Todos en el barrio son conscientes de la situación anómala de la familia aunque la angustia de Amalia quede dentro, el alcoholismo de Marc lo atormente en su vida íntima, el miedo de Nora rebrote de vez en cuando y la soledad de Mateo sea fruto de la culpa que asume al cerciorarse del desamparo en el que lo han sumergido sus hijos; es la consecuencia de haber dedicado su vida a una alcohólica esquizofrénica, «No podía más. Por primera vez desde que había desaparecido Nora se echó a llorar».

Esta historia dura y cruel se cuenta con un estilo ágil, dinámico, que engancha al lector. Es la magia de Rosa Ribas. La narración difumina la violencia con metáforas festivas «Giraba el tenedor sin darse cuenta de que no había un solo espagueti montado en ese carrusel». Las sinécdoques ocurrentes exponen de manera espontánea situaciones de carácter grave «La descubrieron porque le asomaba el pico norte de Madagascar del bolsillo de la chaqueta del uniforme […] su permanencia en la escuela era insostenible».

Las ironías consiguen restar importancia a la vida inestable e irresponsable de aquellos que, sin trabajar, dilapidan fortunas «y él, como corresponde a la tercera generación, ya había logrado reducir considerablemente el patrimonio familiar». Asimismo los antónimos recalcan la mala situación familiar-personal «Dependemos demasiado de demasiada poca gente». Mala situación que se convierte en soledad al mezclar en una expresión el significado implícito y el explícito «…faltaba una hora para que acabara el día de los muertos. Los vivos ya habían abandonado sus flores en el cementerio».

Hay gestos ilustradores que, lejos de enriquecer el discurso, encubren el pensamiento durante la conversación «El gesto de la mano con que parecía rechazar el halago […] era el movimiento con que espantaba la insidiosa certeza de que una vez más Lola tenía razón».

El humor está presente en cualquier modalidad, el negro es perfecto para remarcar la falta de objetivos que se instala cuando se apoderan de nosotros las drogas, «Se había tirado de un sexto piso […] Puedo volar. Voy a buscar el pan», o cuando somos presa de la superstición, como el padre de Lola, convencido de que como todos en su familia moriría a los 65 años por lo que a los 60, enfermo de pulmonía aunque sabiéndose a salvo, sus últimas palabras fueron «No me lo puedo creer, no me lo puedo creer». El humor negro es perfecto para ahondar en el problema de la bebida, de las drogas o la locura «Vio las botellas desangradas abajo en el fregadero […] Escarnio medieval. Todas las ratas del barrio borrachas».

Es admirable el uso del lenguaje de la autora, no solo expresiones irónicas o humorísticas alimentan nuestra imaginación, las enumeraciones inacabadas imprimen en nuestra mente una acción constante, repetida, monótona, fiel a la vida de Lola; los diálogos mezclan el estilo directo y el indirecto libre para mostrar la conciencia del personaje. La importancia de la expresión es tal que aparecen términos lingüísticos para recordarla, «Por si alguien dejaba caer el nombre de Jonathan Guzmán aunque fuese en una subordinada». Las relaciones anafóricas en condicional, cuando terminan en una perífrasis durativa, sirven para que Mateo afiance el desarrollo de su desconcierto y el temor a que Nora sufriera algún daño. La inclusión de refranes, comparaciones cinematográficas y literarias, hipérboles ridiculizadoras o imágenes que nos acercan a la decadencia del tango, consiguen que leer Un asunto demasiado familiar sea una fiesta para nuestra mente.

Al entrar en la cocina, el olor de varios alcoholes mezclados. Dominaba la cerveza, más proletaria, más gritona; detrás, la madera perezosa del ron y, arrastrándose como una novia abandonada, la ginebra.
     «Mamá quiere dejarlo otra vez.»

El final es perfecto, cerrado, como corresponde a una novela negra. La familia Hernández Obiols conseguirá sus propósitos, no sin antes haber dejado asombrado o inquieto a un lector que lee más allá de las últimas líneas.

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