Está
claro que el paisaje de esta novela queda alejado de cualquier tipo de vida
conocido. Envueltos en un ritmo lento, los personajes parece que estuvieran
atrapados a bastantes grados bajo cero y ese frío es el que despiden en las
relaciones que mantienen. No encontramos cercanía en el trato; conforme nos
vamos adentrando en El reino somos conscientes de que todos ocultan algo, como si
una helada permanente hubiera congelado sus actos para que no pudieran
manifestarlos a los demás.
La
trama es impactante y oscura; nada es lo que parece, la calma narrativa se une
a la personalidad sombría de un protagonista torturado por la culpa,
traumatizado desde la infancia en un ambiente familiar tenebroso y
espeluznante.
La
montaña, majestuosa de apariencia aunque con un firme poco estable es la que
preside ese reino, y el barranco, amenazante, no es sino su infierno particular
«detrás de la curva un aro naranja
enmarcaba la cima de Ottertind. Y una raja en la montaña de doscientos metros
de profundidad, como si le hubieran pegado un hachazo».
Entre
el lugar, los personajes y la acción se da una perfecta sintonía en la que la
lentitud es fundamental para hundirnos en la armonía del conjunto y poder
profundizar en la psicología de los protagonistas.
Nada
es lo que parece en El reino y por
eso todo resulta tan atroz, la calma es impostada, como los accidentes, como la
unidad familiar, como la sonrisa atrayente del que seduce al resto, como las
ganas de pelea del pendenciero, como la orientación sexual aparente, «Shannon se había asegurado de tener el
Cadillac ese día. Pero Carl iría en el Cadillac a la ceremonia de inicio de las
obras en el solar del hotel. O mejor dicho, hacia el solar».
Jo Nesbø escribe una novela negra
monumental, no solo por sus más de seiscientas páginas sino porque aquello que
rodea los páramos de Noruega forma parte de un thriller gigantesco que abarca
todas las pasiones humanas, desde el amor al odio pasando por la amistad, el
rencor, la empatía, la envidia, la corrupción, el maltrato, el miedo y, por
supuesto, el asesinato «Aun así había
algo que no cuadraba».
Ray
y Carl Opgar son dos hermanos que, desde que cumplieron 16 y 17 años vivieron
solos en su granja del monte Arrat debido al accidente de coche que sufrieron
sus padres y a la muerte del tío Bernard, a causa de un cáncer terminal. Pero
Carl, más exitoso en las clases, va a estudiar a la Universidad y se queda en
Minnesota. Quince años después aparece con su mujer, Shannon, una arquitecta
que ha realizado un proyecto para construir en la cima de la montaña un hotel
que los hará ricos, a ellos y al pueblo «¡PARTICIPA
EN ESTE SUEÑO!, rezaba el titular, y debajo: SPA HOTEL DE MONTAÑA DE OS. […]
Ahí estaba, esa era la razón por la que Carl había vuelto a casa».
La
unión de los hermanos vuelve a traer recuerdos y consecuencias. El agente Kurt
Olsen cree que tanto su padre, como los de los hermanos no murieron
accidentalmente. En la actualidad, la muerte del usurero del pueblo y el
incendio del hotel cierran el círculo de sospechosos, pero nada se puede probar.
Solo el lector, al final de la trama y casi sin respirar será testigo de lo
ocurrido, porque es cuando Nesbø quiere que nos enteremos.
Es
muy difícil construir una novela tan larga dando vueltas a un asunto sin cansar,
y sin embargo esto es lo que ocurre porque en cada uno de esos giros aparece un
nuevo suceso, se desvela un nuevo pensamiento que nos permite reemprender la
lectura con una expectación mayor. Incluso las situaciones más desconcertantes
dejan de serlo en lo más profundo de los personajes, por eso las aceptan
reconociéndolas como previsibles «—Joder,
Olsen, ¡saca el maldito alcoholímetro para que sople […] No has superado la
prueba de equilibrio […] —Date la vuelta, Ray».
El
protagonista es, en principio, Ray Opgard, su hermano Carl aparece como
antagonista. Ray es pendenciero, Carl tranquilo; Ray es huraño, sin
sentimientos, Carl se muestra simpático con todos, sumiso con su familia y
necesitado de la protección de Ray. Conforme avanzamos en la lectura y las
analepsis empiezan a sucederse nos damos cuenta de que la provocación que
define a Ray no es sino una forma de ocultar su vergüenza y salvar la dignidad
familiar, «La vergüenza por lo que has
hecho, pero sobre todo la vergüenza por la propia debilidad, por no poder
parar, por tener que hacer lo que no quieres».
El
lector es consciente de que el espacio, apartado, enrarecido, es lo más
destacable, es el verdadero protagonista; de hecho la fuerza narrativa del
autor se agranda al trasladar la escabrosa naturaleza finlandesa a un ambiente novelesco
intrincado, capaz de conseguir que los hermanos se muevan por laberintos de
mentira y traición. Cuando nos percatamos de eso es demasiado tarde para
albergar esperanzas. El pueblo entero es una red de engaños en la que los
conflictos pueden pasar de unos a otros sin mediar ningún descanso. Nadie se
libra de protagonizar actuaciones autodestructivas que golpean el interior de
cada uno al tiempo que plantean problemas morales, «Esa mujer poseía algo de lo que Carl carecía […] Ese tipo de maldad
por la cual el dolor que uno se procura a sí mismo siempre es menor que el
placer de arrastras a otros en su caída».
Todos
creen saber lo que no saben «—Según creo,
tú todavía no has tenido novia, ¿verdad?».
Porque
todos están dominados por El reino, que empieza encuadrado en la granja de los
Opgard y termina gobernando a la
montaña y a todos sus habitantes. El
reino es un reino de humillación para los débiles y de falsos triunfos para
los maltratadores porque, antes o después, la situación dará la vuelta «Y vi una sonrisa enfermiza abrirse paso por
el rostro inflamado y lleno de mocos del tipo que tenía delante».
La
novela está repleta de pinceladas de crítica social, hasta que llegamos al
final y encontramos la verdadera denuncia al gobierno, a las autoridades que,
impasibles, ven cómo aumenta el número de víctimas sexuales y por maltrato de
género.
Jo
Nesbø resalta la paradoja que vive un país que aun teniendo una de las
legislaciones más avanzadas en igualdad de género mantiene estereotipos que
favorecen la impunidad de los agresores sexuales «No sé por qué los tíos creen que tienen prioridad para beber en esta
clase de reuniones, o por qué ellas se ofrecen a ser las conductoras sin que se
lo pidan […] Cuando Carl y yo éramos pequeños la gente conducía borracha. Pero
la gente ya no lo hace. Siguen pegando a la parienta, pero no conducen
borrachos».
Conviene
que no olvidemos esta reflexión.