Cuesta
trabajo identificarse, hoy, siglo XXI, con los personajes de Y
todo eso; los entendemos y, en el fondo comprendemos que aunque
pertenezcan al comienzo del siglo XX y a Inglaterra, las peripecias que ocurren
en la novela podrían pasar en otro lugar y otro tiempo.
De
hecho Rose Macaulay ideó una
sociedad que surge de las cenizas de la Primera Guerra Mundial, regida por
fanáticos que pretenden levantarla utilizando la inteligencia, para conseguir
que los hombres sean más listos y no vuelvan a caer en el horror de una
contienda tan destructiva. Loable objetivo a no ser porque no todos los
ciudadanos van a ser tratados de la misma manera. Las mujeres casadas seguirán
cuidando de la casa y los hijos, con lo que apenas tienen tiempo para ejercitar
el cerebro. De hecho, quien controla la ciudad es el Ministerio de Cerebros,
cuyo ministro, Nicky Chester, dirige con mano dura todos los avances; para ello
catalogan a la población según su grado de inteligencia y los ciudadanos solo
podrán casarse entre los que difieran en un nivel como mucho, es decir, los A
podrán contraer matrimonio con la modalidad alta de los B para asegurar el
nivel mental, los C podrán casarse entre ellos pero no tendrán más de un hijo,
para evitar la propagación de mentes inferiores. El nivel C lo conformará el
proletariado y pagarán impuestos al gobierno por los hijos; impuesto que subirá
exponencialmente cada vez que venga un niño nuevo a la familia, de manera que
si los tienen quedan arruinados, en la más absoluta miseria.
Esto
es solo el principio. La autora, que escribió la novela durante la guerra,
expone un costumbrismo afectado por avances científicos que pretenden reforzar
una sociedad instalada en grandes cambios, más inteligencia y menos
sentimientos. Es un mundo organizado en exceso donde la libertad no existe y el
amor, entre quienes quieren evolucionar, tampoco. Es una sociedad sin identidad
influenciada por avances que anulan el concepto humanidad, los habitantes no se
dan cuenta del papel que pueden jugar sus propias emociones pues no son tenidas
en cuenta. De hecho, el estado de ánimo es uniforme, sin altibajos. Sin embargo
ahí está Kitty Grammont para describir con delicada ironía cuál es el ambiente
embrutecido para la mujer de clase baja, «se
limitan a inspeccionarlo todo […]
Constituyen una raza extraña y maravillosa de seres, estas observadoras
[…] Son la porción de la comunidad que menos evidencia la marca de los
acontecimientos públicos». Un ambiente en el que permanecen sin protestar,
de acuerdo con lo que les ha tocado en la vida, «la doctora Cross señaló que, si se desarrollara la mente tardaría la
mitad en hacer todas esas tareas domésticas. —Lo sé, señora […] la mayoría de
las mujeres están demasiado ocupadas, y si no lo están deberían».
Un
ambiente que, reconozcámoslo, ha cambiado en un siglo no a la velocidad que se
ha desarrollado la tecnología. Y este mundo distópico, o tópico, es el que
quiso recrear Rose Macaulay, apoyándose en una sátira ética que, como una
profecía, anuncia la falta de sentimientos que traerá consigo el individualismo
extremo. De hecho, hoy es fácil renunciar a la libertad individual en favor del
desarrollo científico. Hoy, una planificación excesiva elimina la
espontaneidad. Hoy exigimos una tremenda preparación de manera que no se
ralentice el desarrollo social.
La
ironía reside en que en Y todo eso,
para demostrar que estamos preparados, se catalogan a los bebés –y a las
personas– de forma equivocada «No era
inteligente, ni siquiera para el nivel de un B3. De hecho tenía que haber un
error con la categoría que se le había asignado. Sus hijos, si es que llegaba a
tenerlos, poseerían un calibre mental que quedaría fuera de toda consideración.
Lo más probable es que provocaran otra Gran Guerra».
Pues
también somos testigos hoy de bastantes titulaciones falsas que catalogan a
ciertos gobernantes como aptos para algo que no lo están. Así nos va.
Pero
vamos a la novela. La situación es hiperbólica, como la de cualquier dictadura,
por eso bastantes padres, agobiados por las tasas que deben pagar, abandonan a
los bebés, para evitar que toda la familia muera de hambre, y llevan al
Ministerio de Cerebros a un genocidio de niños pobres, en teoría idiotas,
porque no saben qué hacer con ellos, no son aprovechables y ponen en peligro el
glorioso avance social.
Hay
otros temas que aparecen con la misma carga de humor crítico, como la
intransigencia de la religión, la separación entre los evangelistas y católicos
y la desavenencia entre Estado e Iglesia, por razones obvias. Por eso, Pansy,
una actriz que vive con su compañero sin estar casados, no puede entrar en la
iglesia
—La
religión organizada no reconoce vuestra situación, ahora mismo.
—Ah,
no, él sí la reconoció, ya lo creo –explicó ella– Ese es el problema; que no le
gustó
Por eso, la fe juega a veces malas pasadas a los párrocos convirtiéndolos en el hazmerreír de quienes tienen un mínimo de cultura
¿Qué es un impío inteligente sino un necio desde el punto de vista de la eternidad? ¿Qué es un necio devoto sino un triunfo celestial?
—Lo que dice es sedición –le susurró Kitty a Prideaux– Haría mejor en ceñirse a los trenes.
Y en
este mundo que no deja pensar por sí mismos a los ciudadanos, «patéticos e incultos hijos del momento que
no miraban ni hacia atrás ni hacia delante», se abre una posibilidad que
ridiculiza más si cabe a ese Estado, con un «cartel
de la plaza del mercado. ¡DESARROLLAD VUESTRO CEREBRO! Así amanecía aquel
Domingo de Cerebros sobre un mundo que realmente parecía necesitarlo». Con
una concentrada y cáustica ironía, la autora consigue acercar al lector a lo
que es un adoctrinamiento, que impide al hombre sublevarse utilizando técnicas
de persuasión coercitivas. El Domingo de Cerebros recoge con humor irónico,
para deleite del lector, los efectos de la publicidad engañosa, el ambiente
machista y opresivo para la mujer, los chantajes que deben realizarse entre los
medios de comunicación y el Ministerio… todo está comprado y todo es un
sinsentido.
Como
tal, llegará a su final cuando alguien de ese Ministerio de Cerebros incumpla
sus propias normas y llegue a oídos del pueblo.
La
autora realiza una novela que se adelanta a Un
mundo feliz y a 1984, y con gran
valentía denuncia la vigilancia tecnocrática y eclesiástica y el control de la
información como medios para aniquilar al ser humano como individuo. Denuncia,
con visión premonitoria, cualquier tipo de limpieza étnica.
Y todo eso no es un libro de ciencia ficción al
uso, el subtítulo Una comedia profética
lo dice todo. Es una ficción postmoderna que crea un mundo regido por un
sistema cerrado, independiente, derivado de la realidad de una guerra que lo
destrozó todo, «Irlanda había sido
excluida de las leyes mentales […] incluirla en ellas cuando considerasen que era seguro».
Al
leer la novela nos distanciamos de la realidad empírica y somos testigos de un
espacio ficticio que se sostiene a sí mismo a pesar de ser divergente con la
realidad. Asimismo reflexionamos sobre nuestra realidad actual, sobre lo que es
o no moral o ético, a partir de la ficción que se establece.
Y todo eso, una comedia profética escrita con cierto humor irónico y elegante que se deja leer aun hoy, después de haberse publicado hace más de un siglo. A lo mejor resulta que el hombre no avanza tan rápido como debiera. O que tropieza una y mil veces en la misma piedra.
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